Vemos en la primera lectura del día que los Apóstoles, cuando anuncian a Jesús, no comienzan por Él, sino por la historia del pueblo. De hecho, Jesús no se entiende sin esa historia, ya que Él es precisamente el fin de la historia, hacia el que la historia se dirige y camina. Así, no se puede entender un cristiano fuera del pueblo de Dios. El cristiano no es una mónada [1], sino que pertenece a un pueblo: la Iglesia. Un cristiano sin Iglesia es algo puramente ideal, no es real.
No se puede entender un cristiano solo, como no se puede entender a Jesucristo solo. Jesucristo no cayó del cielo como un héroe que vino a salvarnos. No. Jesucristo tiene historia. Podemos decir, porque es verdad, que Dios tiene historia, porque quiso caminar con nosotros. No se puede entender a Jesucristo sin historia. Por eso, tampoco se puede entender a un cristiano sin historia, un cristiano sin pueblo, un cristiano sin Iglesia. Sería una cosa de laboratorio, artificial, algo que no puede dar vida.
Además, el pueblo de Dios, camina con una promesa. Esta dimensión es importante que la tengamos presente en nuestra vida: la dimensión de la memoria. Un cristiano tiene memoria de la historia de su pueblo, del camino que el pueblo ha hecho, de su Iglesia. La memoria de todo su pasado. Y ese pueblo, ¿adónde va? Hacia la promesa definitiva. Es un pueblo que camina hacia la plenitud; un pueblo elegido que tiene una promesa en el futuro y camina hacia esa promesa, hacia el cumplimiento de esa promesa. Por eso, un cristiano en la Iglesia es un hombre o una mujer con esperanza: esperanza en la promesa. Que no es expectativa: no, no. Es otra cosa: es esperanza. La que no defrauda.
Mirando atrás, el cristiano es una persona de memoria: ¡pídele siempre la gracia de la memoria! Mirando adelante, el cristiano es un hombre o una mujer de esperanza. Y en el presente, el cristiano sigue el camino de Dios y renueva la Alianza con Dios. Continuamente dice al Señor: ‘Sí, quiero los mandamientos, quiero tu voluntad, quiero seguirte’. Es un hombre de alianza, y la alianza la celebramos todos los días en la Misa: es pues una mujer o un hombre eucarístico.
Pensemos —nos vendrá bien pensarlo hoy— cómo es nuestra identidad cristiana. Nuestra identidad cristiana es pertenencia a un pueblo: la Iglesia. Sin eso, no somos cristianos. Entramos en la Iglesia con el bautismo: ahí somos cristianos. Y por eso, tened la costumbre de pedir la gracia de la memoria, la memoria del camino que hizo el pueblo de Dios y también la memoria personal: lo que ha hecho Dios conmigo, en mi vida, cómo me ha hecho caminar… Pidamos la gracia de la esperanza, que no es optimismo: no, no. Es otra cosa. Y pedir la gracia de renovar todos los días la Alianza con el Señor que nos ha llamado. Que el Señor nos dé estas tres gracias, que son necesarias para la identidad cristiana: memoria, esperanza y alianza.
[1] Mónada: del griego μονάς monas, "unidad", o μόνος monos, "uno", "solo", "único" (N del T).