Las lecturas del día nos muestran dos grupos de personas. En la primera lectura están los que se han dispersado a causa de la persecución que estalló tras la muerte de Esteban. Se dispersaron con la semilla del Evangelio y lo llevaron a todas partes. Al principio, solo hablan con los judíos. Luego, de modo natural, algunos venidos a Antioquía, comenzaron a hablar también con los griegos. Y así, lentamente, abrieron las puertas a los griegos, a los paganos. La noticia llegó a Jerusalén, y enviaron a Bernabé a Antioquía para hacer una visita de inspección. Pero todos se quedaron muy contentos, porque una muchedumbre considerable se unía al Señor.
Esa gente no dijo: “vamos primero a los judíos, luego a los griegos, a los paganos, a todos”. ¡No! ¡Se dejó llevar por el Espíritu Santo! Fue dócil al Espíritu Santo. Y así, después de una cosa viene otra, y acaban abriendo las puertas a todos, hasta a los paganos, que para su mentalidad eran impuros; abrían las puertas a todos. Este es el primer grupo de personas, las que son dóciles al Espíritu Santo. Algunas veces, el Espíritu Santo nos lleva a hacer cosas fuertes: como empujó a Felipe a bautizar al ministro etíope, como llevó a Pedro a bautizar a Cornelio. Otras veces, el Espíritu Santo suavemente nos lleva y la virtud está en dejarse llevar por el Espíritu Santo, no hacer resistencia al Espíritu Santo, ser dóciles al Espíritu Santo. Y el Espíritu Santo sigue actuando hoy en la Iglesia, obra hoy en nuestra vida. Alguno de vosotros podrá decirme: ‘¡Pero yo nunca lo he visto!’. Pues presta atención a lo que sucede, a lo que te pasa por la cabeza o por el corazón. ¿Cosas buenas? Es el Espíritu que te invita a ir por ese camino. ¡Hace falta docilidad! Docilidad al Espíritu Santo.
El segundo grupo que nos presentan las lecturas es el de los intelectuales que se acercan a Jesús en el templo: son los doctores de la ley. Jesús siempre tuvo problemas con estos, porque no acababan de entender: le daban vueltas a las mismas cosas, porque creían que la religión era algo solo de cabeza, de leyes. Para ellos, había que cumplir los mandamientos y nada más. No imaginaban que existiese el Espíritu Santo. Preguntaban a Jesús, querían discutir. Todo estaba en su cabeza, puro intelecto. En esa gente no hay corazón, no hay amor ni belleza, no hay armonía, es gente que solo quiere explicaciones. Y les das explicaciones pero ellos, no convencidos, vuelven con otra pregunta. Es así: vueltas y vueltas… ¡Giraron en torno a Jesús toda la vida hasta que lograron prenderlo y matarlo! ¡Esos no abren el corazón al Espíritu Santo! Creen que todas las cosas de Dios se pueden entender solo con la cabeza, con las ideas, con sus ideas. Son orgullosos. Creen saberlo todo. Y lo que no entra en su inteligencia no es verdadero. ¡Ya puedes resucitar a un muerto delante de ellos, que no creen!
Jesús va más allá y dice algo fortísimo: Vosotros no creéis porque no sois parte de mis ovejas. No creéis porque no sois del pueblo de Israel. Habéis salido del pueblo. Os habéis quedado en la aristocracia del intelecto. Y esa actitud cierra el corazón. Han renegado de su pueblo. Esa gente se había separado del pueblo de Dios y por eso no podían creer. La fe es un don de Dios. Pero la fe viene si estás en su pueblo, si estás en la Iglesia, si te dejas ayudar por los Sacramentos, por los hermanos, por la asamblea; si crees que esta Iglesia es el Pueblo de Dios. Esa gente se había separado, no creían en el Pueblo de Dios, creían solo en sus cosas y así habían construido todo un sistema de mandamientos que espantaban a la gente: asustaban a la gente y no la dejaban entrar en la Iglesia, en el pueblo. ¡No podía creer! Ese es el pecado de resistir al Espíritu Santo.
Dos grupos de gente: los de la dulzura, de la gente dulce, humilde, abierta al Espíritu Santo, y la otra orgullosa, suficiente, soberbia, separada del pueblo, pura intelectualidad, que ha cerrado las puertas y resiste al Espíritu Santo. Y no es solo cabezonería, es más: ¡es tener el corazón duro! Y eso es más peligroso.
Viendo esos dos grupos de personas, pidamos al Señor la gracia de la docilidad al Espíritu Santo para avanzar en la vida, ser creativos, estar alegres, porque esa otra gente no estaba alegre. Y cuando hay tanta “seriedad”, no está el Espíritu de Dios. Pidamos, pues, la gracia de la docilidad y que el Espíritu Santo nos ayude a defendernos de ese otro espíritu malo de la suficiencia, del orgullo, de la soberbia, de la cerrazón del corazón al Espíritu Santo.