El Espíritu sopla donde quiere, pero una de las tentaciones más frecuentes del que tiene fe es entorpecerle el camino y pilotarlo en una dirección más que en otra. Una tentación no extraña tampoco en los albores de la Iglesia, como demuestra la experiencia que vive Simón Pedro en el texto de los Hechos de los Apóstoles propuesto por la liturgia. Una comunidad de paganos acoge el anuncio del Evangelio, y Pedro es testigo ocular de la venida del Espíritu Santo sobre ellos. Pero primero duda en tener contacto con lo que siempre había considerado ‘impuro’, y luego sufre duras críticas de los cristianos de Jerusalén, escandalizados porque su jefe había comido con ‘no circuncisos’, y hasta los había bautizado. Es un momento de crisis interna, algo que nadie podía imaginar. Es como si mañana viniese una expedición de marcianos, por ejemplo, y alguno de ellos viniese a nosotros —sí, marcianos verdes, de nariz larga y orejas grandes, como los pintan los niños— y dijese ‘quiero ser bautizado’. ¿Qué pasaría?
Pedro comprende su error cuando una visión le ilumina una verdad fundamental: lo que ha sido purificado por Dios no puede ser llamado ‘profano’ por nadie. Y al contar estos sucesos a la gente que le critica, el Apóstol los calma a todos con esta afirmación: ‘Si Dios les ha dado el mismo don que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para impedírselo?’. Cuando el Señor nos hace ver el camino, ¿quién somos nosotros para decir: ‘¡No Señor, no es prudente! No, hagámoslo así’. Y Pedro, en aquella primera diócesis —la primera diócesis fue Antioquía—, toma esa decisión: ‘¿Quién soy yo para poner impedimentos?’. Una bonita frase para los obispos, para los sacerdotes y también para los cristianos. ¿Quiénes somos nosotros para cerrar puertas? En la Iglesia antigua, y todavía, existía el ministerio del ostiario. ¿Y qué hacía el ostiario? Pues abría la puerta, recibía a la gente, la hacía pasar. Pero nunca hubo el ministerio del que cierra la puerta, ¡jamás!
También hoy Dios ha dejado la guía de la Iglesia en manos del Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el que, como dice Jesús, ‘nos enseñará todo’ y hará que recordemos lo que Jesús nos enseñó. El Espíritu Santo es la presencia viva de Dios en la Iglesia. Es quien hace andar a la Iglesia, el que hace caminar a la Iglesia. Cada vez más, más allá de los límites, más adelante. El Espíritu Santo, con sus dones, guía a la Iglesia. No se puede entender la Iglesia de Jesús sin el Paráclito, que el Señor nos envía para eso. Y toma decisiones impensables, ¡impensables! Por usar una palabra de San Juan XXIII, es precisamente el Espíritu Santo quien ‘aggiorna’ la Iglesia: de verdad, la actualiza y la hace avanzar.
Los cristianos debemos pedir al Señor la gracia de la docilidad al Espíritu Santo. La docilidad a este Espíritu que nos habla en el corazón, que nos habla en las circunstancias de la vida, que nos habla en la vida eclesial y en las comunidades cristianas, que nos habla siempre.