Homilía del Papa* Iglesia San Ignacio de Loyola
En el pasaje del Evangelio que acabamos de escuchar los discípulos no alcanzan a creer la alegría que tienen porque “no pueden creer a causa de esa alegría”, así dice el Evangelio. Miremos la escena: Jesús ha resucitado, los discípulos de Emaus han narrado su experiencia. Pedro también cuenta que lo vio. Luego el mismo Señor aparece en la sala y les dice: “Paz a vosotros”. Varios sentimientos irrumpen en el corazón de los discípulos: miedo, sorpresa, duda y, por fin, alegría. Una alegría tan grande que, por esta alegría, “no alcanzaban a creer”. Estaban atónitos, pasmados, y Jesús, casi esbozando una sonrisa, les pide algo de comer y comienza a explicarles, despacio, la Escritura, abriendo su entendimiento para que puedan comprenderla.
Es el momento del estupor del encuentro con Jesucristo, donde tanta alegría nos parece mentira; más aún, asumir el gozo y la alegría en ese momento nos resulta arriesgado y sentimos la tentación de refugiarnos en el escepticismo: “no es para tanto”. Es más fácil creer en un fantasma, que en Cristo vivo. Es más fácil ir a un nigromante que te adivine el futuro, que te tire las cartas, que fiarse de la esperanza de un Cristo triunfante, de un Cristo que venció la muerte. Es más fácil una idea, una imaginación que la docilidad a ese Señor que surge de la muerte y ¡vete a saber a qué cosas te invita! Es el proceso de relativizar tanto la fe que nos termina alejando del encuentro, alejando de la caricia de Dios. Es como si destiláramos la realidad del encuentro con Jesucristo en el alambique del miedo, en el alambique de la excesiva seguridad, del querer controlar nosotros mismos el encuentro. Los discípulos le tenían miedo a la alegría… Y nosotros también.
La lectura de los Hechos de los Apóstoles nos habla de un paralítico. Escuchamos solamente la segunda parte de esa historia, pero todos conocemos la trasformación de este hombre: lisiado de nacimiento, postrado a la puerta del Templo para pedir limosna, sin atravesar nunca su umbral; y cómo sus ojos se clavaron en los Apóstoles, esperando que le diesen algo. Pedro y Juan no le podían dar nada de lo que él buscaba: ni oro, ni plata. Y él, que se había quedado siempre a la puerta, ahora entra por su pie, dando brincos y alabando a Dios, celebrando sus maravillas. Y su alegría es contagiosa. Eso es lo que hoy nos dice la Escritura: la gente se llenaba de estupor y, asombrada, acudía corriendo para ver esa maravilla. Y en medio de ese barullo, de esa admiración, Pedro anuncia el mensaje.
Es que la alegría del encuentro con Jesucristo, ésa que nos da tanto miedo de asumir, es contagiosa y grita el anuncio, y ahí crece la Iglesia. El paralítico cree. La Iglesia crece por atracción; la atracción testimonial de este gozo que anuncia Jesucristo. Ese testimonio que nace de la alegría asumida y luego transformada en anuncio. Es la alegría fundante. Sin este gozo, sin esta alegría, no se puede fundar una iglesia, una comunidad cristiana. Es una alegría apostólica, que se irradia, que se expande. Me pregunto: como Pedro, ¿soy capaz de sentarme junto al hermano y explicar despacio el don de la Palabra que he recibido? ¡Es contagiarle mi alegría! ¿Soy capaz de convocar a mi alrededor el entusiasmo de quienes descubren en nosotros el milagro de una vida nueva, que no se puede controlar, a la cual debemos docilidad porque nos atrae, nos lleva; esa vida nueva nacida del encuentro con Cristo?
También san José de Anchieta supo comunicar lo que él había experimentado con el Señor, “lo que había visto y oído” de Él; lo que el Señor le comunicó en sus ejercicios. Él, junto a Nóbrega, es el primer jesuita que Ignacio envía a América. Un chico de 19 años. Era tal la alegría que tenía, tal el gozo, que fundó una nación, puso los fundamentos culturales de una nación, en Jesucristo. No había estudiado teología, no había estudiado filosofía; era un chico, pero había sentido la mirada de Jesucristo y se dejó alegrar, y optó por la luz. Ésa fue, y es, su santidad. No le tuvo miedo a la alegría.
San José de Anchieta tiene un hermoso himno a la Virgen María, a quien, inspirándose en el cántico de Isaías 52, compara con el mensajero que proclama la paz, que anuncia el gozo de la Buena Noticia. Que Ella, que en esa madrugada del domingo, insomne por la esperanza, no le tuvo miedo a la alegría, nos acompañe en nuestro peregrinar, invitando a todos a levantarse, a renunciar a la parálisis, para entrar juntos en la paz y la alegría que Jesús, el Señor Resucitado, nos regala.
* Transcripción literal, ya que el Papa pronunció la homilía directamente en castellano.
** Conocido como el Apóstol de Brasil y canonizado el pasado 3 de abril, nació en Canarias en 1534, José de Anchieta fue el sacerdote jesuita protagonista del anuncio del Evangelio a los indios de Brasil. Considerado también fundador de las ciudades de São Paolo y de Rio de Janeiro, publicó no solo la primera gramática en “tupí”, la lengua de una tribu local, sino también oraciones y cantos.