El evangelio propuesto por la liturgia del día nos cuenta la aparición de Cristo resucitado a los discípulos. Al saludo de paz del Señor, los discípulos, en vez de alegrase, se quedan “llenos de miedo por la sorpresa, y creían ver un fantasma” (Lc 24, 37). Jesús intenta hacerles ver que es verdad lo que ven, los invita a tocar su cuerpo (cfr Lc 24, 39) y a que le den algo de comer (cfr Lc 24, 41). Los quiere conducir a la alegría de la resurrección, a la alegría de su presencia entre ellos. Pero los discípulos “no acababan de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados” (Lc 24, 41); no creían, no podían creer, porque tenían miedo a la alegría.
Esta es una enfermedad de los cristianos: tenemos miedo a la alegría. Es mejor pensar: “Sí, sí, Dios existe, pero está allá lejos; y Jesús ha resucitado, pero está allá…”, un poco de distancia. Tenemos miedo de la cercanía de Jesús, porque eso nos da alegría. Y así se explican tantos cristianos de funeral, cuya vida parece un continuo funeral. Prefieren la tristeza a la alegría. Se mueven mejor, no a la luz de la alegría, sino en la sombra, como esos animales que solo logran salir de noche, pero no a la luz del día, porque no ven nada, como los murciélagos. Con un poco de sentido del humor, podemos decir que hay cristianos murciélagos que prefieren las sombras a la luz de la presencia del Señor.
Pero Jesús, con su resurrección, nos da la alegría: la alegría de ser cristianos; la alegría de seguirlo de cerca; la alegría de ir por el camino de las Bienaventuranzas, la alegría de estar con Él. Sin embargo nosotros, tantas veces, o estamos asombrados cuando nos viene esa alegría (cfr Lc 24, 41), o llenos de miedo o creemos ver un fantasma (cfr Lc 24, 37), o pensamos que Jesús es un modo de actuar: “Como somos cristianos, tenemos que actuar así”. ¿Y dónde está Jesús? “No, Jesús está en el Cielo”. ¿Tú hablas con Jesús? ¿Tú le dices a Jesús: Yo creo que Tú vives, que has resucitado, que estás cerca de mí, que no me abandonas? La vida cristiana tiene que ser eso: un diálogo con el Señor, porque —y esto es verdad— Jesús siempre está con nosotros, está siempre con nuestros problemas, con nuestras dificultades, con nuestras buenas obras.
¡Cuántas veces los cristianos no estamos alegres porque tenemos miedo! Cristianos que parecen derrotados por la cruz. En mi tierra hay un dicho: “Si uno se quema con leche hirviendo, cuando ve a la vaca, llora”. Y esos se quemaron con el drama de la cruz y dicen: “No, quedémonos aquí; Él está en el Cielo. Ha resucitado, ¡pues muy bien!, pero que non venga otra vez, por favor”.
Pidamos al Señor que haga con nosotros lo que hizo con los discípulos, que tenían miedo a la alegría: “Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras” (Lc 24, 45); que abra nuestra mente y nos haga entender que Él es una realidad viva, que tiene cuerpo, que está con nosotros, que nos acompaña y que ha vencido. Pidamos al Señor la gracia de no tener miedo a la alegría.