Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
(Gen 3,9-15) "El Señor llamó al hombre: -”¿Dónde estás?”
(2 Cor 4,13-5,1) "Todo es para vuestro bien"
(Mc 3,20-35) "El que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás"
Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía de Fernández Carvajal en "Hablar con Dios" Tomo III
— El hombre, imagen de Dios
— El hombre sometido a la prueba de la libertad
— Acercarse a Dios
— El hombre, imagen de Dios
Puso Dios al hombre en la cima de la Creación, para que “dominase sobres los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y las bestias de la tierra y sobre cuantos animales se mueven en ella” (Gen 1,26). Por eso les dotó de inteligencia y de voluntad, de modo que libremente diera a su Creador una gloria mucho más excelente que la ofrecida por el resto de las criaturas. Pero, llevado de su amor, Dios decretó además elevar al hombre para que tomara parte en su vida divina (cfr.Lumen Gentium 2) y conociese de algún modo sus íntimos misterios, que superan absolutamente todas las exigencias naturales. Para este fin, Dios le revistió gratuitamente de la gracia santificante y de las virtudes y dones sobrenaturales, constituyéndole en santidad y justicia y dándole capacidad para obrar sobrenaturalmente. Mediante la gracia, el alma se transforma, de modo que, sin dejar de ser humana, se diviniza: como el hierro cuando se mete en el fuego, que se vuelve incandescente, transformándose en algo parecido al fuego mismo.
Dios enriqueció a la naturaleza de Adán con los dones, también gratuitos, de la inmunidad de la muerte, de la concupiscencia y de la ignorancia, llamados dones preternaturales. Esta rectitud de la naturaleza humana en el estado de justicia original provenía de la sujeción perfecta, libre, de la voluntad del hombre a su Creador. El hombre, fortalecido con estos dones, no podía engañarse al conocer y era inmune a todo error. El cuerpo mismo gozaba de la inmortalidad, “no por virtud propia, sino por una fuerza sobrenatural impresa en el alma que preservaba el cuerpo de la corrupción mientras estuviese unido a Dios” (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, 1. q. 97,a.1). En Adán Dios contempla a todo el género humano. El don de la justicia y de la santidad originales “había sido dado al hombre, no como a persona singular, sino como principio general de toda la naturaleza humana, de modo que después de él se propagara mediante la generación a todos los hombres posteriores” (Ib.). Todos hubiéramos nacido en amistad con Dios, y embellecidos alma y cuerpo con las perfecciones otorgadas por el Señor. Y llegado el momento, habría confirmado a cada uno en la gracia, arrebatándolo de la tierra sin dolor y sin pasar por el trance de la muerte, para hacerle gozar de su eterna felicidad en el Cielo.
Así derramó Dios su bondad sobre el primer hombre, y éste era el plan divino. Y para realizarlo quiso Dios que el hombre cooperara libremente con la gracia de modo semejante a como nos pide ahora a nosotros, durante este rato de oración, la correspondencia a tantas gracias que recibimos. Aquí en la tierra hemos de ganarnos el Cielo para toda la eternidad.
— El hombre sometido a la prueba de la libertad
“La presencia de la justicia original y de la perfección en el hombre, creado a imagen de Dios, que conocemos por la Revelación, no excluía que este hombre, en cuanto criatura dotada de libertad, fuera sometido desde el principio, como los demás seres espirituales, a la prueba de la libertad”. Puso Dios una sola condición al hombre: "Y Dios impuso al hombre este mandamiento: «De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio.»" (Gn 2,16-17). En la Primera lectura leemos el estado en que quedó el hombre. El diablo mismo. bajo la forma de serpiente, incitó a la mujer a desobedecer el mandato divino: “Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que igualmente comió” (Gn 3,6)” (Juan Pablo II, 3-IX-86).
Inmediatamente se rompió la sujeción al Creador y la armonía que había en sus potencias se desintegró, perdió la santidad y la justicia original, el don de la inmortalidad, y cayó en el cautiverio de aquel que tiene el imperio de la muerte (cfr. Hb 2,14). Fue expulsado del paraíso y, aunque la naturaleza humana quedó íntegra en su propio ser, encuentra desde entonces graves obstáculos para realizar el bien, porque siente también la inclinación al mal. El pecado original, personalmente cometido por nuestros primeros padres en el comienzo de la historia, se propaga por generación a cada hombre que viene a este mundo.
“Lo que la Revelación divina nos dice coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener su origen en su santo Creador” (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 13).
Se da una misteriosa solidaridad de todos los hombres en Adán, de modo que “todos se pueden considerar como un solo hombre, en cuanto todos convienen en una misma naturaleza recibida del primer padre” (Santo Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 81, a.1). La solidaridad de la gracia que unía a todos los hombres en Adán antes de la desobediencia original, se transformó en solidaridad en el pecado.
“Por esto, de la misma manera que se hubiera transmitido a los descendientes la justicia original, se ha transmitido en cambio el desorden” (Ibidem, 1-2, q.81,a.2).
— Acercarse a Dios
El espectáculo que el mal presenta en el mundo y en nosotros, las tendencias y los instintos del cuerpo que no andan sujetos a la razón, nos convencen de la profunda verdad contenida en la revelación y nos mueven a luchar contra el pecado, único mal verdadero y raíz de todos los males que existen en el mundo.
“¡Cuánta miseria! ¡Cuántas ofensas! Las mías, las tuyas, las de la humanidad entera...
Et in peccatis concepit me mater mea! (Ps L, 7). Nací, como todos los hombres, manchado con la culpa de nuestros primeros padres. Después..., mis pecados personales: rebeldías pensadas, deseadas, cometidas... Para purificarnos de esa podredumbre Jesús quiso humillarse y tomar la forma de siervo (cfr. Fil 2, 7), encarnándose en las entrañas sin mancilla de Nuestra Señora, su Madre, y Madre tuya y mía. Pasó treinta años de oscuridad, trabajando como uno de tantos junto a José. Predicó. Hizo milagros... Y nosotros le pagamos con una Cruz.
¿Necesitas más motivos para la contrición?” (San Josemaría Escrivá de Balaguer, Vía Crucis, IV,2).
Dios expulsó a nuestros primeros padres del paraíso, indicando así que los hombres vendrían al mundo en un estado de separación de Dios: en lugar de los dones sobrenaturales.
El pecado original fue un pecado de soberbia. Y cada uno de nosotros caemos también en la misma tentación de orgullo cuando buscamos ocupar en la sociedad, en la vida privada, en todo, el lugar de Dios: seréis como dioses; son las mismas palabras que oye el hombre en medio del desorden de sus sentidos y potencias.
Cuando Dios está presente en un pueblo, en una sociedad, la convivencia se torna más humana. No existe solución alguna para los conflictos que asolan al mundo que no pase por un acercamiento a Dios.
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Acabamos de escuchar en la 1ª Lectura el relato del origen del mal en el mundo. La original armonía de la persona humana, entre el hombre y la mujer y entre estos y toda la creación que Dios había establecido, quedó rota por un uso equivocado de la libertad y de la legítima autonomía del hombre al desear ser como Dios, legislador del bien y del mal. Pero Dios no abandona a sus criaturas y Cristo, que es más fuerte que el mal, con su victoria pascual nos renueva interiormente y resucitaremos con Él un día aunque nuestro cuerpo se vaya desmoronando(2ª Lectura).
Las Lecturas de este Domingo se abren con la desobediencia de Eva, en la que coopera su marido, y se cierran con una alusión a la obediencia de María, la nueva Eva. Dios al crear al hombre lo colocó en un paraíso, “el jardín de Dios” (Ez 28,13), en el que “Yahveh Dios se paseaba a la hora de la brisa” (Gn 3,8). Ese paraíso se perdió por un engaño del Demonio y la desobediencia humana. Pero Jesucristo ha vencido con su obediencia a la serpiente antigua (cf. Ap 20,2) y nos ha abierto un nuevo Edén (cf. Mt 3,16), en el que está el árbol de la vida (cf. Ap 2,7). Por lo tanto, la obediencia a la voluntad de nuestro Padre Dios es la llave.
Jesús aprovecha la embajada de sus parientes para volver a recordar la primacía del cumplimiento del querer de Dios, asegurando que quien hace suyo ese querer entra a formar parte de su propia familia (cf. Ef 2,19). “El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre” La obediencia al querer bueno y sabio de Dios es lo que nos sitúa en el plano de la realidad, de la verdad, de la alegría, lo que libera realmente. El yugo del Señor es justamente la libertad, como el yugo del amor entre los que se quieren es el secreto y la posibilidad de su mutua felicidad.
No deberíamos entender el cristianismo como enemigo de todo lo que es alegría y libertad sino como el mejor aliado de ellas. Dios no quiere esclavos sino hijos, no quiere ver al hombre triste sino feliz. Él nos ha creado para el amor, la felicidad, la libertad, pero sabe que tenemos la triste posibilidad de confundir una medicina con un veneno; sabe que la sed de infinito con que todo corazón humano sueña corre el riesgo de ser apagada en una charca y no en la verdadera fuente.
La obediencia a la voluntad de Dios, a sus mandamientos, no recortan ni anulan nuestra libertad sino que la hacen posible. La libertad no es un absoluto, es poder elegir entre distintas posibilidades, por eso lo que importa es elegir bien, y esto es justamente lo que Dios desea. La libertad absoluta, la libertad de la libertad, como la llaman los filósofos, conduce al capricho unas veces, al nihilismo otras, y a la esclavitud siempre. Esclavitud del yo, del error, del pecado. Es el amor de Dios el que señala el camino de la verdad y del bien. Como ha dicho S. Josemaría Escrivá, “cuando nos decidimos a contestar al Señor: Mi libertad para Ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas”. Tomemos buena nota de estas palabras de Cristo: “Si permanecéis en mi palabra, seréis en verdad discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
"Proclamamos una victoria sobre el mal y el pecado que no es nuestra; es de Cristo que nos la ha regalado"
Gn 3,9-15: "Establezco hostilidades entre tu estirpe y la de la mujer"
Sal 129,1-2.3-4.5-6.7-8: "Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa"
2 Co 4,13-5,1: "Creí, por eso hablé"
Mc 3,20-35: "Satanás está perdido"
El autor del Génesis presenta como un verdadero juicio la intervención de Dios ante el comportamiento de Adán y Eva en el paraíso. Éstos tras su pecado se disculpan, pero la sentencia se cumple exactamente en el mismo orden en que fue cometida la falta, es decir, primero la serpiente, luego la mujer y, por último, el varón. Parecería que la mujer y la serpiente, cómplices del pecado, mantendrían una cierta amistad. Sin embargo, la enemistad fue perpetua entre ambas descendencias, hasta que la estirpe de la mujer logró aplastar la cabeza de su enemigo.
El enfrentamiento entre Jesús y el pecado es una lucha permanente y sin cuartel. Ante la acusación "...expulsa a los demonios por arte del jefe de los demonios", Cristo responde con facilidad. Incluso considera más "sensato" al diablo, que no lucha contra sí mismo, que al acusador. El gran pecado que "no tendrá perdón jamás" es atribuir a poderes que no sean el Espíritu Santo la victoria de Cristo sobre el demonio.
Es necesario convencerse de que la presencia del mal en el mundo no es una situación fatal e irremediable, por muy cercano que lo sintamos. El que siempre haya ocurrido, no significa que tenga que ser de la misma manera. Porque el mal es vencible. El amor y el perdón son más fuertes que el pecado.
— "El relato de la caída (Gn 3) utiliza un lenguaje hecho de imágenes, pero afirma un acontecimiento primordial, un hecho que tuvo lugar al comienzo de la historia del hombre. La Revelación nos da la certeza de fe de que toda la historia humana está marcada por el pecado original libremente cometido por nuestros primeros padres" (390).
— "Los evangelistas indican el sentido salvífico de este acontecimiento misterioso. Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación. Jesús cumplió perfectamente la vocación de Israel: al contrario de los que anteriormente provocaron a Dios durante cuarenta años por el desierto (cf. Sal 95,10), Cristo se revela como el Siervo de Dios totalmente obediente a la voluntad divina. En esto Jesús es vencedor del diablo; él ha «atado al hombre fuerte» para despojarle de lo que se había apropiado (Mc 3,27)" (539).
— "La victoria sobre el «príncipe de este mundo» (Jn 14,30) se adquirió de una vez por todas en la Hora en que Jesús se entregó libremente a la muerte para darnos su Vida. Es el juicio de este mundo, y el príncipe de este mundo está «echado abajo» (Jn 12,31). «Él se lanza en persecución de la Mujer», pero no consigue alcanzarla: la nueva Eva, «llena de gracia» del Espíritu Santo es librada del pecado y de la corrupción de la muerte (Concepción inmaculada y Asunción de la santísima Madre de Dios, María, siempre virgen). «Entonces despechado contra la Mujer, se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos» (Ap 12,17). Por eso, el Espíritu y la Iglesia oran: «Ven, Señor Jesús» (Ap 22,17.20) ya que su Venida nos librará del Maligno" (2853).
— "Líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo (MR Embolismo)" (2854).
Con el mal nos encontramos sin buscarlo; pero antes nos hemos encontrado con Cristo que lo ha vencido y nos hace fuertes.
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Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
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