Domingo de Pentecostés; ciclo B

Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

            (Hch 2,1-11) "Empezaron a hablar en lenguas extranjeras"
            (1 Cor 12,3b-7.12-13) "En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común"
            (Jn 20,19-23) "Recibid el Espíritu Santo"

Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II

Homilía en la clausura del XX Congreso Eucarístico Nacional de Italia, en Milán (22-V-1983)

            --- El origen de la Iglesia
            --- La Eucaristía
            --- Continua asistencia del Paráclito

--- El origen de la Iglesia

“Señor, envía tu Espíritu y renueva la faz de la tierra”. Así grita la Iglesia en la liturgia de la solemnidad de Pentecostés. Señor, envía tu Espíritu y renueva la faz de la tierra. Potente es el soplo de Pentecostés. Eleva, con la fuerza del Espíritu Santo, la tierra y todo el mundo creado a Dios, por medio del cual existe todo lo que existe. Por esto, cantamos con el Salmista: “¡Cuántas son tus obras, Señor!/ la tierra está llena de tus criaturas” (Sal 103/104,24).

Miramos el orbe terrestre, abarcamos la inmensidad de la creación y continuamos proclamando con el Salmista: “Les retiras el aliento y expiran,/ y vuelven a ser polvo;/ envías tu aliento y los creas,/ y repueblas la faz de la tierra” (Sal 103/104,29-30). Profesamos la potencia del Espíritu Santo en la Obra de la creación: el mundo visible tiene su origen en la invisible Sabiduría, Omnipotencia y Amor. Y, por esto, deseamos hablar a las criaturas con las palabras que ellas oyeron a su Creador en el Comienzo, cuando vio que eran “buenas”, “muy buenas”. Y, por esto cantamos: “Bendice, alma mía, al Señor./ ¡Dios mío, qué grande eres!.../ Gloria a Dios para siempre,/ goce el Señor con sus obras” (Sal 103/104,1.31).

En el templo grande e inmenso de la creación queremos festejar hoy el nacimiento de la Iglesia. Precisamente por esto repetimos: “¡Señor, envía tu Espíritu, y renueva la faz de la tierra!”. Y repetimos estas palabras reuniéndonos en el Cenáculo de Pentecostés: efectivamente, allí el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles, reunidos con la Madre de Cristo, y allí nació la Iglesia para servir a la renovación de la faz de la tierra.

--- La Eucaristía

Al mismo tiempo, entre todas las criaturas, que han venido a ser obra de las manos humanas, elegimos el Pan y el Vino. Los llevamos al altar. En efecto, la Iglesia, que nació el día de Pentecostés de la potencia del Espíritu Santo, nace constantemente de la Eucaristía, donde el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre del Redentor. Y esto ocurre también gracias a la potencia del Espíritu Santo.

Nos encontramos en el Cenáculo de Jerusalén el día de Pentecostés. Pero simultáneamente la liturgia de esta solemnidad nos lleva al Cenáculo “la tarde de la resurrección”. Precisamente allí, a pesar de que las puertas estaban cerradas, vino Jesús a los discípulos reunidos y todavía atemorizados.

Después de mostrarles las manos y el costado, como prueba que era el mismo que había sido crucificado, les dijo: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y diciendo esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20,21-23).

Así, pues, la tarde del día de la resurrección los Apóstoles, encerrados en el silencio del Cenáculo, recibieron el mismo Espíritu Santo, que descendió sobre ellos cincuenta días después, a fin de que, inspirados por su fuerza, se convirtiesen en testigos del nacimiento de la Iglesia: “Nadie puede decir 'Jesús es Señor', si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Cor 12,3).

La tarde del día de la resurrección los Apóstoles, con la fuerza del Espíritu Santo, confesaron con todo el corazón: “Jesús es el Señor”, la potencia del Espíritu Santo puso en sus manos la Eucaristía -El Cuerpo y la Sangre del Señor-; la Eucaristía que en el mismo Cenáculo, durante la última Cena, Jesús les había entregado, antes de su pasión.

Entonces dijo, mientras les daba el pan: “Tomad y comed todos de él: esto es mi cuerpo, entregado en sacrificio por vosotros”.

Y a continuación, dándole el cáliz del vino dijo: “Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la Alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados”. Y después de haber dicho esto, añadió: “Haced esto en memoria mía”.

Cuando llegó el día de Viernes Santo, y luego el Sábado Santo, las palabras misteriosas de la última Cena se cumplieron mediante la pasión de Cristo. He aquí que su Cuerpo había sido entregado. He aquí que su Sangre había sido derramada. Y, cuando Cristo resucitó se colocó en medio de los Apóstoles, la tarde de Pascua, sus corazones latieron, bajo el soplo del Espíritu Santo, con nuevo ritmo de fe.

¡He aquí que ante ellos está el Resucitado! He aquí que Jesús es el Señor. He aquí que Jesús el Señor les ha dado su Cuerpo como pan y su Sangre como vino “para la remisión de los pecados”. Les ha dado la Eucaristía. He aquí que el Resucitado dice: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. He aquí que los envía con la fuerza del Espíritu Santo con la palabra de la Eucaristía y con el signo de la Eucaristía, puesto que realmente ha dicho: “Haced esto en memoria mía”.

“Jesucristo es Señor”. He aquí que envía a sus Apóstoles con la memoria eterna de su Cuerpo y de su Sangre, con el sacramento de su muerte y de su resurrección: Él, Jesucristo, Señor y Pastor de su grey para todos los tiempos.

--- Continua asistencia del Paráclito

La Iglesia nace el día de Pentecostés. Nace bajo el soplo potente del Santísimo Espíritu, que ordena a los Apóstoles salir del Cenáculo y emprender su misión. La tarde de la resurrección Cristo les dijo: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. La mañana de Pentecostés el Espíritu Santo hace que ellos emprendan esta misión. Y así ellos van a los hombres y se ponen en camino por el mundo.

Antes de que ocurriese esto, el mundo -el mundo humano- había entrado en el Cenáculo. Porque he aquí que: “Se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería” (Hch 2,4). Con este don de lenguas entró a la vez en el Cenáculo en el mundo de los hombres, que hablan las diversas lenguas, y a los cuales hay que hablar en varias lenguas para ser comprendidos en el anuncio de las “maravillas de Dios” (Hch 2,11).

El día de Pentecostés nació la Iglesia, bajo el soplo potente del Espíritu Santo. Nació, de cien maneras, en todo el mundo habitado por los hombres, que hablan diversas lenguas. Nació para ir a todo el mundo, enseñando a todas las naciones con las diversas lenguas.

Nació a fin de que, enseñando a los hombres y a las naciones, nazca siempre de nuevo mediante la palabra del Evangelio; para que nazca siempre de nuevo en ellos en el Espíritu Santo, por la potencia sacramental de la Eucaristía.

Todos los que acogen la palabra del Evangelio, todos los que se alimentan del Cuerpo y de la Sangre de Cristo en la Eucaristía, bajo el soplo del Espíritu Santo, profesan: “Jesús es el Señor” (1 Cor 12,3). Y así, bajo el soplo del Espíritu Santo, comenzando desde el Pentecostés de Jerusalén, crece la Iglesia.

En ella hay diversidad “de carismas”, y diversidad “de ministerios”, y diversidad “de operaciones”, pero “uno solo es el Espíritu”, pero “uno solo es el Señor”, pero “uno solo es Dios”, “que obra todo en todos” (1 Cor 12,4-6).

En cada hombre,

en cada comunidad humana,

en cada país, lengua y nación,

en cada generación,

la Iglesia es concebida de nuevo y de nuevo crece. Y crece como cuerpo, porque, como el cuerpo une en uno muchos miembros, muchos órganos, muchas células, así la Iglesia une en uno con Cristo muchos hombres.

La multiplicidad se manifiesta, por obra del Espíritu Santo, en la unidad, y la unidad contiene en sí la multiplicidad: “Todos nosotros... hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo Cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu” (1 Cor 12,13). En la base de esta unidad espiritual que nace y se manifiesta cada día siempre de nuevo, está el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre, el gran memorial de la Cruz y de la Resurrección, el Signo de la Nueva y Eterna Alianza, que Cristo mismo ha puesto en las manos de los Apóstoles y ha colocado como fundamento de su misión.

En la potencia del Espíritu Santo se construye la Iglesia como Cuerpo mediante el Sacramento del Cuerpo. En la potencia del Espíritu Santo se construye la Iglesia como pueblo de la Nueva Alianza mediante la Sangre de la nueva Alianza.

Es inagotable en el Espíritu Santo la potencia vivificante de este Sacramento. La Iglesia vive de él, en el Espíritu Santo, con la vida misma de su Señor. “Jesús es Señor”.

Es el Cenáculo de Pentecostés, pero es a la vez, el Cenáculo mismo del encuentro pascual de Cristo con los Apóstoles, es el Cenáculo mismo del Jueves Santo.

Un día llegó al Cenáculo de Pentecostés todo el mundo a través del don de lenguas: fue como un gran desafío para la Iglesia, grito por la Eucaristía y petición de la Eucaristía.

La Iglesia se convierte, mediante la Eucaristía, en la medida de la vida y en la fuente de la misión de todo el pueblo de Dios, que ha venido hoy al cenáculo hablando con la lengua de los hombres contemporáneos.

La vida del hombre se graba, mediante la Eucaristía, en el misterio del Dios viviente. En este misterio el hombre supera los límites de la contemporaneidad, encaminándose hacia la esperanza de la vida eterna. He aquí que la Iglesia del Verbo Encarnado hace nacer, mediante la Eucaristía, a los habitantes de la eterna Jerusalén.

¡Te damos gracias, oh Cristo! Te damos gracias, porque en la Eucaristía nos acoges a nosotros, indignos, mediante la potencia del Espíritu Santo en la unidad de tu Cuerpo y de tu Sangre, en la unidad de tu muerte y de tu resurrección.

¡Gratias agamus Domino Deo nostro! ¡Te damos gracias, oh Cristo! Te damos gracias, porque permites a la Iglesia nacer siempre de nuevo en esta tierra, y porque le permites engendrar hijos e hijas de esta tierra como hijos de la adopción divina y herederos de los destinos eternos.

¡Gratias agamus Domino Deo nostro! “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo a vosotros” (Jn 20,21). ¡Y da a estas palabras el soplo potente de Pentecostés! Haz que estemos dondequiera Tú nos envíes..., porque el Padre te envió a Ti.

DP-158 1983

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Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Los días que transcurrieron entre la Resurrección del Señor y la Ascensión debieron constituir para sus discípulos una experiencia inolvidable. Aunque las apariciones y desapariciones se sucedían inesperadamente, esa compañía junto al Señor glorificado explicándoles tantas cosas debió quedar fuertemente marcada en sus corazones. Sin embargo, el Señor les había adelantado esto: Os conviene que Yo me vaya para que venga el Espíritu Santo. Algo muy importante debería ser esta llegada. ¿Habría para los discípulos algo más grande que Jesucristo al que habían visto realizar tantos prodigios y que ahora contemplaban vencedor de la muerte?

¿Por qué ese os conviene que Yo me vaya? Se podría aventurar que los discípulos hasta entonces estaban con Cristo, o mejor, que Cristo estaba con ellos. Pero al llegar el Espíritu Santo, Cristo está en ellos. Desde ese momento, somos hijos del Padre, hermanos de Jesucristo y confidentes del Espíritu Santo. Él hizo que gente que estaba atemorizada se transformaran, tras el acontecimiento de Pentecostés, en personas que dan abiertamente la cara por Jesucristo. Quienes no se atrevían a hablar se convirtieron en cuestión de horas en gentes que no se podían callar. Nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído, responden ante la prohibición expresa de hablar de Jesucristo. El contraste es evidente: antes miedo, dudas, puertas cerradas; ahora: valor, empuje, alegría, paz. Es una segunda creación, expresada en el gesto de Jesús exhalando el aliento sobre ellos, recuerdo del gesto creador de Dios infundiendo vida a Adán (Gen 2, 7).

Éste fue el origen de la Iglesia, su secreto, su fuerza, su alma. Éste, también, el secreto de los santos. Tal vez podamos preguntar o decir: ¿por qué yo no tengo o no siento ese empuje, ese ardor? ¿Hasta qué punto lo que leemos en los Hechos de los Apóstoles no obedece a una época dorada de la Iglesia? S: Pablo nos dice que somos templos del Espíritu Santo. Recordemos el episodio de la expulsión de los mercaderes del Templo. “No convirtáis la casa de mi Padre en un mercado” ¿No será que el templo de nuestra alma por todas esas preocupaciones y algarabía que la llenan parece un mercado?

¡Vivir para adentro, para escuchar más a Dios, incluso en medio de nuestras ocupaciones! “En mi meditación se enciende el fuego” (S. 38). Nos sentiremos invadidos por la fuerza de lo alto, como los Apóstoles, si escuchamos al Espíritu Santo que fue derramado en nuestros corazones el día del Bautismo. No olvidemos que el acontecimiento de Pentecostés se produjo en una atmósfera de oración. Si falta vibración, si notamos que estamos como apagados, debemos examinar si mi casa -templo de Dios- no ha sido ocupada por ladrones, por el bullicio de un mercado.

¡Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, enciende en ellos el fuego de tu amor y renovarás la faz de la tierra, cambiarás tantas cosas que no van, que no te agradan, Señor, y que marcan con el sufrimiento a tantos hijos tuyos!

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Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

"Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu... y todos hemos bebido de un sólo Espíritu"

Hch 2,1-11: "Se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar"
Sal 103,1ab y 24ac.29bc-30.31 y 34: "Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra"
1 Co 12,3b-7.12-13: "Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo"
Jn 20,19-23: "Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo"

En el relato de san Lucas, Jesús es el nuevo Moisés que ha subido al monte; nos da su Espíritu y con él la Ley Nueva, no grabada en piedra sino "en nuestros corazones".

La sucesión, según san Juan, en los acontecimientos de resurrección, ascensión y venida del Espíritu Santo, adquieren en el pensamiento joánico una nota especial: la íntima unión entre la Pascua y la animación de la Iglesia por el Espíritu, enviado precisamente porque Cristo ha resucitado. De ahí que el poder de Cristo: "A quienes perdonéis..." se haya visto siempre otorgado a la Iglesia en relación con la donación del Espíritu.

La incomunicación humana hoy es una realidad. Descubrir la comunicación como la ruptura de barreras del idioma, del lenguaje, de los signos, es comprobar que la verdad esta llamada a abrirse paso sin violencia. Si cada uno admitiera la verdad objetiva, trascendente y universal, estaríamos en camino de encontrar la VERDAD, desaparecerían muchas fronteras.

— Los símbolos del Espíritu Santo:

"El fuego. Mientras que el agua significaba el nacimiento y la fecundidad de la Vida dada en el Espíritu Santo, el fuego simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo. El profeta Elías que  «surgió como el fuego y cuya palabra abrasaba como antorcha» (Si 48,1), con su oración, atrajo el fuego del cielo sobre el sacrificio del monte Carmelo, figura del fuego del Espíritu Santo que transforma lo que toca. Juan Bautista,  «que precede al Señor con el espíritu y el poder de Elías» (Lc 1,17), anuncia a Cristo como el que  «bautizará en el Espíritu Santo y el fuego» (Lc 3,16), Espíritu del cual Jesús dirá:  «He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviese encendido!» (Lc 12,49). Bajo la forma de lenguas  «como de fuego», como el Espíritu Santo se posó sobre los discípulos la mañana de Pentecostés y los llenó de él (Hch 2,3-4). La tradición espiritual conservará este simbolismo del fuego como uno de los más expresivos de la acción del Espíritu Santo.  «No extingáis el Espíritu» (1 Te 5,19)" (696; cf. 689-701).

— La conversión, obra del Espíritu Santo:

"La primera obra de la gracia del Espíritu Santo es la conversión, que obra la justificación según el anuncio de Jesús al comienzo del Evangelio:  «Convertíos porque el Reino de los Cielos está cerca» (Mt 4,17). Movido por la gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así el perdón y la justicia de lo alto.  «La justificación entraña, por tanto, el perdón de los pecados, la santificación y la renovación del hombre interior»" (1989).

— "Por el Espíritu Santo participamos de Dios. Por la participación del Espíritu venimos a ser partícipes de la naturaleza divina... Por eso, aquellos en quienes habita el Espíritu están divinizados" (San Atanasio, ep. Serap., 1,24) (1988).

Cristo viene "a traer fuego a la tierra". Nos ha enviado su Espíritu para que arda el corazón de la Iglesia y sus miembros seamos testigos de su luz y de su calor.

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