Para anunciar la fe de un modo nuevo, encontramos luces en la vida y enseñanzas de san Josemaría: entre otras, destaca el valor de la secularidad, que lleva a amar apasionadamente al mundo. Los cristianos somos testigos de una verdad que hemos recibido: en un contexto en el que todo parece relativo y efímero, el compromiso con la verdad aporta estabilidad y coherencia. Ser cristiano conlleva no solo estar convencido de la verdad de la revelación, sino también el ser capaz de dar razón de ella. El diálogo es el camino privilegiado para llevar la fe a quienes nos rodean
La primera vez que Juan Pablo II usó el término «nueva evangelización» fue el 9 de marzo de 1983, en Haití, durante una reunión de Obispos de América Latina. Allí señaló que, a la vista de los retos planteados por la secularización de países tradicionalmente cristianos, la Iglesia debía emprender una evangelización nueva «en su ardor, en sus métodos, en su expresión»[1]. No es difícil percibir la actualidad de estas palabras del beato Juan Pablo II. Países de larga tradición cristiana experimentan un proceso de secularización que no ha dejado de avanzar durante las últimas décadas. Y, en la medida en que se ignora a Dios, se deshumanizan leyes y costumbres, empezando por las que se refieren a la vida humana.
La nueva evangelización es el desafío más radical que la historia ha puesto al cristianismo[2]; sin embargo, las dificultades que la doctrina católica puede encontrar en ciertos ambientes no nos incapacitan para anunciarla: antes bien, son un estímulo para hablar non nova sed noviter[3], no de cosas nuevas, sino de un modo nuevo. Ésta es nuestra misión: dar luz, con el tesoro de la Revelación, a las innumerables situaciones que presenta el mundo contemporáneo; y para esto, debemos redescubrir los tesoros del Evangelio, permitir que iluminen todos los rincones de nuestra existencia de cristianos del s. XXI. Sólo si interiorizamos nuestra fe, podremos mostrar a quienes nos rodean cómo ésta enriquece la vida cotidiana. En este contexto, la llamada a aprovechar el Año de la fe para «volver a encontrar el entusiasmo de comunicar a todos las verdades de la fe»[4] resulta aún más importante.
También san Josemaría experimentó en primera persona los desafíos de la secularización, ya desde los años 30 del siglo pasado. En su vida y enseñanzas encontramos luces que nos ayudan en las actuales circunstancias y siempre. Entre otras, destaca el valor de la secularidad, que consiste en amar apasionadamente al mundo, participar en su dinamismo, sentirse responsable de su evolución[5]. San Josemaría recordó de mil maneras que los católicos están llamados a impregnar de dignidad humana y de sentido cristiano las actividades y profesiones, de las que no pueden desentenderse. Los cristianos no somos espectadores sino protagonistas de las transformaciones sociales positivas: nos encontramos en «las mismas entrañas de la sociedad civil»[6].
San Josemaría transmitía una visión positiva del mundo, de las realidades creadas, de las tareas humanas nobles. Nos invitaba a compartir con nuestros conciudadanos todas las grandes ilusiones de mejora social, de desarrollo cultural, de avance científico, de progreso tecnológico, como algo propio, sin espíritu de sospecha ni alteridad. Nos enseñaba a saber discernir el trigo de la cizaña, con una labor valiente de purificación. «El mal y el bien se mezclan en la historia humana, y el cristiano deberá ser por eso una criatura que sepa discernir; pero jamás ese discernimiento le debe llevar a negar la bondad de las obras de Dios, sino, al contrario, a reconocer lo divino que se manifiesta en lo humano, incluso detrás de nuestras propias flaquezas. Un buen lema para la vida cristiana puede encontrarse en aquellas palabras del Apóstol: Todas las cosas son vuestras, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios (1 Cor 3, 22-23), para realizar así los designios de ese Dios que quiere salvar al mundo»[7].
La nueva evangelización es una batalla que se libra en las bibliotecas, en los parlamentos, en los medios de comunicación y en todos los lugares donde los hombres y las mujeres de nuestro tiempo acuden para aprender a vivir y a ser felices. Allí –en los libros, en las leyes, en las modas, en las películas– se debate sobre la vida y la muerte, la salud y la enfermedad, el amor y la belleza, el trabajo y el descanso. Hablan todos y todos escuchan al que consideran sabio. Es preciso estar presentes en esos debates, poseer la credibilidad de quien conoce y respeta las reglas de juego propias de cada actividad: el derecho, la educación o la literatura, para ser llevadas a Cristo, deben progresar de la mano de verdaderos juristas, pedagogos y literatos, de mente abierta y enamorados del Señor. Como decía un escritor cristiano de los primeros siglos, «lo que el alma es en un cuerpo, esto son los cristianos en el mundo»[8]; «no se distinguen del resto de la humanidad ni en la localidad, ni en el habla, ni en las costumbres»[9]. Es el amor al mundo, y concretamente a esa parte del mundo en la que cada uno se desenvuelve, la que le da legitimidad para opinar y autoridad para ser escuchado. Es la cercanía a Dios la que permite iluminar las realidades seculares. La nueva evangelización no es compatible con la mirada distante de quien se siente ajeno a la sociedad, sino con la mirada cercana de un hijo de Dios que es parte del mundo y lo ama. Por eso decía San Josemaría, «cuanto más dentro del mundo estemos, tanto más hemos de ser de Dios»[10].
Los cristianos somos testigos de una verdad que hemos recibido, y sabemos que siendo testigos de ella ofrecemos un servicio inestimable, tanto en las relaciones personales como en la vida social. En un mundo en el que todo parece relativo y efímero, el compromiso con la verdad aporta estabilidad y coherencia: tenemos que estar personalmente convencidos de lo que creemos, sentirnos parte de una hermosa tradición que tiene mucho que ofrecer a la sociedad.
No somos cristianos por herencia, ni por pertenecer a un grupo social, sino porque hemos encontrado a Jesucristo y ese encuentro ha transformado nuestra existencia. Hemos experimentado «la alegría de acompañarlo, de saber que nos es cercano, presente en nosotros y en medio de nosotros como un amigo, como un hermano, también como rey, es decir, como faro luminoso de nuestra vida»[11]. Por eso nos sentimos estimulados a volver continuamente a la Palabra de Dios, luz de nuestra vida. La verdad implica conocerla, meditarla, poseerla de modo reflexivo. Nos invita a celebrarla y a contemplar su belleza.
El cristiano no tiene miedo a la verdad, a plantearse las preguntas más difíciles que le pone el ambiente o la sociedad. Sabe que el Evangelio posee la capacidad de iluminar los dilemas y problemas más difíciles que acechan al hombre. Un cristiano que vive su fe, que la conoce bien, puede así convertirse en un punto de referencia, de apoyo, para las personas que le rodean. Y lo será porque dará a todo un enfoque positivo, recordando que Dios nos ama, nos libera y nos salva. En el fondo, hablar de las verdades de fe es hablar de lo que se vive, con honradez y humildad, apoyados en la confianza y no en la imposición.
Este amor a la verdad permite transmitir la fe como lo que es: un sí inmenso al hombre, a la mujer, a la vida, a la libertad, a la paz, al desarrollo, a la solidaridad, a las virtudes. Si Cristo nos ha hecho felices, es normal que esa misma alegría se transmita en nuestra actitud. De hecho, «la fuerza con que la verdad se impone tiene que ser la alegría, que es su expresión más clara. Por ella deberían apostar los cristianos y en ella deberían darse a conocer al mundo»[12]. Al mismo tiempo, en una sociedad en la que las opiniones subjetivas parecen imperar, muchas personas alcanzan la verdad gracias a que encuentran a quienes luchan por vivir de un modo coherente con la fe y son felices. En ese caso, se está dispuesto con más facilidad a escuchar y valorar los argumentos que se les ofrecen.
Ser cristiano en la sociedad contemporánea conlleva de un modo muy especial no sólo estar convencido de la verdad de la revelación, sino también el ser capaz de dar razón de ella, de ser capaz de dialogar sobre ella. El diálogo es el camino privilegiado para llevar la fe a quienes nos rodean, pues permite que la verdad se imponga sólo «por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y fuertemente en las almas»[13].
El diálogo incluye el arte de la escucha atenta, el profundo respeto por la libertad del otro, la lucidez de pensamiento y la claridad de expresión. El diálogo crea un clima de apertura a las preguntas de los demás, que encierran siempre una inquietud que es preciso interpretar con acierto. En el diálogo, la Palabra de Dios, que habita nuestra inteligencia y nuestro corazón, se expresa en palabras pronunciadas con delicadeza y con deseos de ayudar. Nuestra fe madura cuando se somete a la prueba del diálogo. Sólo así, las convicciones personales se expresan, se contrastan, se interiorizan. Comunicar la fe no es discutir para vencer, sino dialogar para convencer, pues «las ideas no se imponen, sino que se proponen»[14]. Dialogar lleva a mostrar mejor una Verdad que ilumina decisivamente nuestras vidas. No se trata de derrotar a nadie, sino de iluminar, ilustrar la mente y el corazón de los que escuchar sobre algo que realmente les afecta.
El diálogo, para san Josemaría, presupone el amor a la verdad, pero implica además una «leal amistad con los hombres»[15]. La amistad posee una dimensión humana, que es potenciada por la caridad. Para transmitir la fe, hay que amar a Dios y, además, querer también a la persona que tratamos. Aprender a evangelizar significa aprender a querer: tener el corazón grande, ser acogedores, comprender, servir. En el Año de la fe, conviene recordar que la caridad conforma el contenido, el método, el camino y el estilo de la nueva evangelización.
El diálogo es parte fundamental de la amistad. Siempre queremos estar con un ser querido, siempre tenemos de qué hablar con él. En ese sentido, hacer apostolado significa también aprender a dialogar, a entender las razones del otro, a ponerse en su lugar, a buscar el modo de exponer las nuestras, de forma que los demás puedan reconocer en la fe la luz que en el fondo anhelan. Hemos de acertar a transmitir que Cristo es la respuesta a las preguntas más hondas del corazón humano. Y lo haremos si es así para nosotros, si la fe es nuestra plenitud y nuestra felicidad.
Podemos recordar en este contexto las palabras que usa san Pablo, en su carta a los Efesios, para dibujar el retrato del “hombre nuevo”, el hombre transformado por Cristo. Llevad, les decía, «una vida digna de la vocación a la que habéis sido llamados, con toda humildad y mansedumbre, con longanimidad, sobrellevándoos unos a otros con caridad, continuamente dispuestos a conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz»[16]. Humildes, amables, comprensivos, elementos de unidad, sembradores de paz y de alegría. He aquí parte del estilo, siempre nuevo, que reclama la nueva evangelización.
«Nuestro tiempo requiere cristianos que hayan sido aferrados por Cristo (...), que sean casi un libro abierto que narra la experiencia de la vida nueva en el Espíritu, la presencia de ese Dios que nos sostiene»[17]. Si aprendemos a vivir así, seremos luceros que brillan en la oscuridad y que ayudan, con su vida cotidiana y humilde, a «que las verdades cristianas sean luz en las nuevas transformaciones culturales»[18], de modo que muchos redescubran el sentido de su vida.
M. de Sandóval
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En la tarea de la Nueva Evangelización
[1] Beato Juan Pablo II, Discurso a la asamblea del CELAM, 9-III-1983.
[2] Cfr. Beato Juan Pablo II, Discurso, 11-X-1985.
[3] Cfr. Pablo VI, Audiencia, 29-IX-1976.
[4] Benedicto XVI, Audiencia, 21-XI-2012.
[5] Cfr. San Josemaría, Conversaciones, nn. 114-116.
[6] San Josemaría, Carta 14-II-1950, n. 20, cit. por Ernst Burkhart y Javier López, Vida Cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría, Rialp, Madrid 2013, vol. I, p. 81.
[7] San Josemaría, Conversaciones, n. 70.
[8] Epistola ad Diognetum, 6.
[9] Ibidem, 5.
[10] San Josemaría, Forja, n. 740.
[11] Francisco, Homilía en el domingo de Ramos, 24-III-2013.
[12] J. Ratzinger, «¿Qué significa para mí el Corpus Domini?», en Opera Omnia, v. 11, parte C, XI, 4.
[13] Conc. Vaticano II, Decr. Dignitatis humanae, n. 1.
[14] Beato Juan Pablo II, Discurso, 3-V-2003.
[15] San Josemaría, Forja, n. 943.
[16] Ef 4, 1-3.
[17] Benedicto XVI, Audiencia, 24-X-2012.
[18] Benedicto XVI, Audiencia, 17-X-2012.
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