Las doctrinas que separan entre sí libertad y ley, exaltando indebidamente la libertad, conducen a una interpretación “creativa” de la conciencia moral que se aleja de la tradición y del Magisterio
Estudiadas ya las cuestiones referentes a las nociones de ley moral y de libertad humana y sus relaciones recíprocas, se aborda en la segunda sección del segundo capítulo de la ‘Veritatis splendor’ el tema de la conciencia moral.
Veremos, en primer lugar, las interpretaciones teológicas de la conciencia que la Encíclica juzga no compatibles con la verdad contenida en la Escritura, transmitida en la Tradición y enseñada por el Magisterio, y, en segundo lugar, los puntos más significativos de la doctrina sobre la conciencia que presenta el documento.
Desde muy antiguo, la doctrina cristiana ha situado en la interioridad del hombre la sede de la verdad[1]. Así lo ha recogido también la doctrina de Santo Tomás[2] cuando dice que para cumplir el bien moral no basta hacer lo que es “según la recta razón”, sino que es preciso hacerlo “con la recta razón”, es decir, partiendo de un reconocimiento personal del bien que motive interiormente la elección del mismo.
De aquí que en la doctrina cristiana se haya entendido siempre que la moralidad auténtica exige el paso del “tú debes” o del “se debe” (obligación externa) al “yo debo” (obligación personal e interior)[3].
Siguiendo esta misma tradición, la Veritatis splendor sitúa en el corazón del hombre, en su conciencia, la sede viva de la relación entre libertad del hombre y ley de Dios[4].
Sin embargo, la influencia de algunas tendencias del pensamiento moderno en la Teología católica han llevado a malinterpretar este punto, proponiendo conclusiones que no son aceptables.
En efecto, el pensamiento moderno ha exagerado la dignidad de la conciencia hasta el punto de hacer de la verdad una cualidad intrínseca del juicio de conciencia, excluyendo toda instancia superior a ella. Se llega a afirmar tajantemente, por ejemplo, que no es posible la existencia de la conciencia errónea[5].
Siendo la mentalidad del hombre moderno extraordinariamente sensible al hecho de que su dignidad está vinculada a su autonomía en el juicio sobre sus acciones, se ha pasado en algunos ambientes teológicos de pensar que “obrar contra conciencia es siempre pecado”, a sostener que “el único modo de pecar es ir contra la propia conciencia”. Y esto es entendido no sólo como expresión de que la conciencia es la sede de la relación del hombre con la verdad y la ley, sino como “autonomía” absoluta de la conciencia: a ella pertenecería en exclusiva la competencia de decidir lo que es bueno y lo que es malo, sin ulteriores referencias. Así, la conciencia resulta creativa respecto a la verdad, y no vinculada a la verdad[6].
Los nn. 54-56 de la Encíclica presentan las posturas teológicas de este tipo que se consideran en discordancia con la tradición y el Magisterio de la Iglesia.
Las doctrinas que separan entre sí libertad y ley, exaltando indebidamente la libertad, conducen a una interpretación “creativa” de la conciencia moral que se aleja de la tradición y del Magisterio (n. 54).
El problema que presentan algunos teólogos es, en síntesis, según la Encíclica, el siguiente: pretenden introducir una nueva concepción de la conciencia que supere la del pasado, que consistía en su opinión en entender la conciencia como aplicación de las normas morales generales a cada caso en la vida de la persona.
Basan su propuesta en los siguientes argumentos:
1) Las normas generales no pueden abarcar todos los actos particulares de las personas singulares.
2) No pueden sustituir a las personas en la toma de decisiones personales sobre la conducta a seguir en determinados casos particulares, aunque pudieran ayudar a alcanzar una justa valoración de la situación.
3) Partidarios de la crítica a la interpretación tradicional de la naturaleza humana y de su importancia para la vida moral, sostienen que esas normas no son tanto un criterio objetivo vinculante para los juicios de conciencia, cuanto una perspectiva general que, en un primer momento, ayudan a la persona a dar una impostación recta a su vida individual y social, pero pueden ser después marginadas por la decisión madura, situada y creativa de la conciencia personal.
4) Rechazan la objetividad del juicio de conciencia resaltando la complejidad típica del fenómeno de la conciencia: la influencia de factores psicológicos, afectivos, culturales y sociales. Lo propio de la conciencia, podría decirse siguiendo su opinión, sería la subjetividad.
5) En el mismo sentido, sostienen que la conciencia induce al hombre a una creativa y responsable aceptación de los cometidos personales que Dios le encomienda, más que a una meticulosa observancia de las normas universales. Para esta exaltación del valor de la conciencia se apoyan en Gaudium et spes, 101 (que es un texto típico al respecto: la conciencia es “el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella”). Resaltando este carácter creativo de la conciencia, designan sus actos con el nombre de “decisiones”, y no “juicios” como es tradicional. En coherencia con sus postulados, defienden que la conciencia personal sólo puede alcanzar la madurez si toma autónomamente sus decisiones, sin verse sustituida o coaccionada por ninguna instancia ajena a la persona misma. De aquí que se considere que algunas intervenciones del Magisterio pueden provocar en los fieles “conflictos de conciencia” perniciosos e inútiles.
Justifican su postura defendiendo un “doble estatuto de la verdad moral”: habría una consideración doctrinal y metafísica de la verdad moral, y una consideración existencial de la misma. Ésta última, que tiene en cuenta las circunstancias concretas del agente (la situación), permitiría conductas que serían excepciones legítimas de la regla general. Con ello podrían realizarse con buena conciencia actos que la ley presenta como intrínsecamente malos.
Esta interpretación separaría las normas morales en dos grandes categorías: los preceptos válidos en general, recogidos objetivamente en la ley, y las normas de la conciencia individual, establecidas en cada caso por la conciencia personal, que decidiría en última instancia sobre el bien y el mal.
En definitiva, con esta interpretación, se llega a dos importantes conclusiones concretas:
a) serían legítimas las llamadas “soluciones pastorales” contrarias a las enseñanzas del Magisterio;
b) la conciencia moral no estaría obligada en absoluto, en todos los casos, por un precepto negativo particular.
No dejan de ser significativas, e incluso divertidas, las interpretaciones de la Escritura a que conducirían estas posturas. A título de ejemplo recogemos aquí la que irónicamente propone A. Laun cuando las comenta. Dice que, de acuerdo con este modo de pensar, el pasaje bíblico que narra el pecado original podría reescribirse así:
“La mujer vio que los frutos del árbol eran atrayentes para comer, que aquel árbol era hermoso a la vista y que prometía la inteligencia a quien comiese de sus frutos. Entonces, ella tomó una decisión de conciencia, tomo de sus frutos y comió; le dio también al hombre, que estaba junto a ella, y también él decidió en conciencia comerlos. Cuando poco después escucharon la voz de Dios que paseaba, permanecieron perfectamente tranquilos y continuaron comiendo. El Señor Dios llamó a Adán y le preguntó: ‘¿has comido del árbol del que te había prohibido comer? Adán contestó: ‘A decir verdad, mi mujer y yo hemos hablado de ello con la serpiente y hemos valorado también sus razones, y, en conciencia, nos hemos decidido a comer de sus frutos’. El Señor Dios quedó muy satisfecho de esta respuesta y alabó el coraje de Adán y de Eva, que continuaron viviendo libres y felices en el Paraíso terrestre, y comiendo de los frutos de todos los árboles, según el juicio de su conciencia”[7].
Es evidente que una interpretación semejante del pasaje del Génesis repugna tanto a la exégesis como al sano instinto moral general.
Como es obvio, se ha introducido una nueva noción de la conciencia moral, cuyo punto central es su “creatividad”. Para discernir su validez, el Papa se apoya en la clarificación realizada en la sección anterior de este mismo capítulo II de la Encíclica sobre la relación entre la libertad y la ley, y clarifica algunos puntos nucleares del entendimiento cristiano de la conciencia.
Partiendo del texto de San Pablo ya citado antes, al explicar la ley natural (Rm 2, 14-15), el Papa explica el sentido bíblico de la conciencia: testigo de la ley para el hombre, testigo de su fidelidad o infidelidad a la ley, o sea, testigo de su esencial rectitud o maldad moral (n. 57). Desde aquí el Papa presenta la doctrina sobre la conciencia.
Recogemos ahora en breve resumen esa doctrina, para detenernos a continuación únicamente en el punto que reviste particular interés teológico de la exposición magisterial.
La Encíclica define la conciencia en sentido estricto como un juicio práctico que valora un acto moral concreto (n. 59). Se trata, pues, de la aplicación de la ley objetiva a un caso particular. La conciencia es, por tanto, un acto de la inteligencia de la persona, que aplica el conocimiento universal del bien en una determinada situación, y expresa así un juicio sobre la conducta que debe ser elegida hic et nunc (n. 32).
De acuerdo con esto, la ley natural es el fundamento del juicio de la conciencia, pues expresa la verdad universal sobre el bien de la persona y de sus actos. En cambio, la conciencia es la aplicación de aquella verdad al acto particular al que se enfrenta el sujeto agente singular.
La Encíclica recoge así la doctrina tradicional inspirada en Santo Tomás[8].
Los autores críticos han rechazado frecuentemente este modo de entender la conciencia por considerarlo un empobrecimiento de la misma al convertirla en lo que entienden ser un mero órgano pasivo de aplicación de la ley, que negaría, por tanto, la originalidad personal de la vocación y la singularidad de la situación y de sus exigencias particulares.
Hay que decir, sin embargo, que ni la concepción tomista ni el texto de la Encíclica pueden ser interpretados así[9].
En honor a la verdad hay que afirmar que el modo en que el Papa explica en qué consiste esa aplicación de la ley al acto particular es bien distinto del que estos autores quieren ver. Es éste precisamente el punto que antes señalábamos como de particular interés teológico en la doctrina del documento Pontificio.
La lectura de la Encíclica deja ver claramente que esa “aplicación” no es ni mucho menos un acto de juicio mecánico. Y el punto clave para comprender esto es la afirmación de que se trata de un juicio práctico.
En efecto, Juan Pablo II habla con frecuencia de una “búsqueda de la verdad” (n. 61), de un “camino de la conciencia hacia la verdad” (n. 31), etc., que presenta la conciencia como algo más que la simple aplicación pasiva de algo ya conocido. En definitiva, esas afirmaciones del Papa recogen el hecho de que la verdad moral no es algo ya dado en la norma objetiva y universal, sino que ha de ser descubierta y reconocida por la conciencia en la situación concreta. Y esto es debido a que la verdad moral que afecta a los actos particulares del sujeto singular, es decir, la verdad sobre el bien de la persona, no es una verdad puramente especulativa, algo que se contempla, sino práctica, es decir, algo que se ha de realizar, una verdad por hacer. Su reconocimiento es, por tanto, algo más que su simple conocimiento teórico: necesita la disposición de aceptar sus exigencias y, por tanto, es competencia no sólo de la razón, sino de la disposición de la entera persona. En la medida en que ésta se ejercita en las virtudes morales, empezando por la prudencia, adquiere la connaturalidad con su bien que le dispone a reconocerlo en concreto.
De aquí que la singularidad de cada persona y la originalidad de cada situación no exigen la división antes mencionada de la verdad moral en dos niveles que permitiesen establecer una verdad existencial distinta de la universal expresada en la ley (n. 56); ni permiten sostener que la verdad de la conciencia viene garantizada únicamente por la concordancia con las propias convicciones o con las buenas intenciones subjetivas, como propugnan algunos moralistas. Lo que exigen es precisamente la connaturalidad con el bien del entero sujeto moral (n. 64), connaturalidad que se actúa mediante las virtudes morales.
En este contexto ha de entenderse el hecho de que sólo a la conciencia compete alcanzar la moralidad de los actos humanos particulares. La norma moral universal como tal es insuficiente para conocer moralmente la acción concreta, pues sigue a un proceso de conocimiento abstractivo que deja fuera, precisamente, lo que en las acciones es particular, para alcanzar su especie común. La apreciación de lo particular es lo propio de la conciencia personal, que, por ello, no sólo es capaz de alcanzar la verdad moral a realizar en la situación concreta, sino que además sólo puede hacerlo ella. Su función, pues, consiste precisamente en comprender el acto particular de tal forma que lo ponga en relación con la norma moral universal. Y como no puede haber contradicción entre el proceso abstractivo primero que alcanza la norma universal y el proceso de conocimiento personal que tiene por objeto la particular, la creatividad de la conciencia no puede consistir en constituir la norma a seguir, sino en lo que se viene llamando aplicar la norma moral universal.
Así pues, la conciencia, al detenerse en lo particular del acto sin prescindir de lo universal del mismo, alcanza a ver el estatuto moral del acto particular, es decir, ve que el acto particular es de una especie determinada que pertenece a los recogidos en la ley moral. El proceso dependerá del tipo de precepto moral al que haga referencia el acto particular. Así, cuando la conciencia considera un acto cuya especie es contemplada por un precepto positivo (por ejemplo, el de acudir a Misa un día de precepto), al enfrentarse a la particularidad de dicho acto en la situación actual del sujeto, valorará si concurren con el bien en juego otros más urgentes; podrá, entonces, dictaminar si el acto ha de ser realizado a pesar de todo, o suspendido. Es la propia conciencia la que pondera la situación llegando a la conducta que debe ser seguida, ya que no realizar un bien moral no equivale a violarlo[10]. En cambio, cuando el correspondiente precepto es negativo, la conciencia se encuentra frente a la verdad de un juicio que califica la elección de todo acto perteneciente a una determinada especie como siempre intrínsecamente contradictoria con el bien moral de la persona. En este caso no podrá ponderar si ha de hacer u omitir aquello: está vinculada por esa verdad. Pero, desde luego, corresponderá a ella el papel de reconocer si el acto concreto que considera pertenece o no a la especie prevista por la ley (n. 67). Si efectivamente fuese así, no le queda más que atestiguar la verdad en el caso particular del juicio universal sobre la malicia de esa conducta.
Como se ve, fijadas las condiciones de partida que permiten que el obrar sea acorde a la verdad del hombre (preceptos negativos) -garantizando así el recto ejercicio de su libertad-, corresponde a la conciencia personal un amplio margen de movimiento destinado a percibir en cada caso y situación lo que debe ser hecho y cómo para alcanzar la plenitud de la propia vida personal. Se podría hablar en ese sentido de una cierta “creatividad” de la conciencia, pero parece más acertado y más concorde con la realidad de la misma, hablar de su carácter humano, personal y activo. Propiamente la conciencia permite descubrir una realidad adecuada a las circunstancias personales, pero no crea.
Enrique Molina
Universidad de Navarra
[1] “In te ipsum redi. In interiori homine habitat veritas” (SAN AGUSTÍN, De vera religione, XXXIX, 72).
[2] Cfr. Sententia Libri Ethicorum, VI, 11, 107-117.
[3] Cfr. MELINA, L., Formare la coscienza nella verità, en “Veritatis splendor”. Atti del Convegno dei Pontifici Atenei Romani. 29-30 ottobre 1993, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1994, p. 57
[4] Cfr. n. 54.
[5] La afirmación es explícita, por ejemplo, en textos de Rousseau, Kant y Fichte
[6] Cfr. MELINA, L., o.c., pp. 57-58.
[7] LAUN, A., Das Gewissen. Sein Gesetz und seine Freiheit, en Aktuelle Probleme der Moraltheologie, Viena 1991, pp. 32-33.
[8] “Conscientia nihil aliud est quam applicatio scientiae ad aliquem specialem actum” (SANTO TOMÁS, De Veritate, q. 17, a.2). En este mismo artículo expone santo Tomás el complejo proceso del silogismo práctico que constituye el proceso de aplicación.
[9] Otra cosa es que la tradición escolástica haya malinterpretado este tema, como efectivamente ha podido ocurrir.
[10] Lo cual no significa que sea irrelevante realizar o no un bien moral: no realizar un bien moral no supone esencialmente violarlo, pues es compatible el respeto de un bien con su no realización en unas circunstancias concretas; pero a veces no realizarlo sí supondrá violarlo pues formalmente se actúa contra ese bien
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