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Recopilación de diversas intervenciones de Benedicto XVI sobre el sacramento de la Reconciliación, la mayoría de ellas a los participantes en el curso anual de la Penitenciaria apostólica sobre el fuero interno
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Discurso a los participantes en el curso de la Penitenciaria apostólica sobre el fuero interno, el 9.III.2012
Queridos amigos:
Me alegra mucho tener este encuentro con vosotros con ocasión del curso anual sobre el fuero interno, que organiza la Penitenciaría apostólica. Dirijo un cordial saludo al cardenal Manuel Monteiro de Castro, penitenciario mayor, quien como tal, por primera vez, ha presidido vuestras sesiones de estudio, y le doy las gracias por las cordiales expresiones que ha querido manifestarme. Saludo también a monseñor Gianfranco Girotti, regente, al personal de la Penitenciaría y a cada uno de vosotros, que, con vuestra presencia, recordáis a todos la importancia que tiene para la vida de fe el sacramento de la Reconciliación, evidenciando tanto la necesidad permanente de una adecuada preparación teológica, espiritual y canónica para poder ser confesores, como, sobre todo, el vínculo constitutivo entre celebración sacramental y anuncio del Evangelio.
Los sacramentos y el anuncio de la Palabra, en efecto, jamás se deben concebir separadamente; al contrario, «Jesús afirma que el anuncio del reino de Dios es el objetivo de su misión; pero este anuncio no es sólo un “discurso”, sino que incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar; los signos, los milagros que Jesús realiza indican que el Reino viene como realidad presente y que coincide en última instancia con su persona, con el don de sí mismo (…). El sacerdote representa a Cristo, al Enviado del Padre, continúa su misión, mediante la “palabra” y el “sacramento”, en esta totalidad de cuerpo y alma, de signo y palabra» (Audiencia general, 5 de mayo de 2010; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de mayo de 2010, pp. 15-16). Precisamente esta totalidad, que hunde sus raíces en el misterio mismo de la Encarnación, nos sugiere que la celebración del sacramento de la Reconciliación es ella misma anuncio y por eso camino que hay que recorrer para la obra de la nueva evangelización.
¿En qué sentido la Confesión sacramental es «camino» para la nueva evangelización? Ante todo porque la nueva evangelización saca linfa vital de la santidad de los hijos de la Iglesia, del camino cotidiano de conversión personal y comunitaria para conformarse cada vez más profundamente a Cristo. Y existe un vínculo estrecho entre santidad y sacramento de la Reconciliación, testimoniado por todos los santos de la historia. La conversión real del corazón, que es abrirse a la acción transformadora y renovadora de Dios, es el «motor» de toda reforma y se traduce en una verdadera fuerza evangelizadora. En la Confesión el pecador arrepentido, por la acción gratuita de la misericordia divina, es justificado, perdonado y santificado; abandona el hombre viejo para revestirse del hombre nuevo. Sólo quien se ha dejado renovar profundamente por la gracia divina puede llevar en sí mismo, y por lo tanto anunciar, la novedad del Evangelio. El beato Juan Pablo II, en la carta apostólica Novo millennio ineunte, afirmaba: «Deseo pedir, además, una renovada valentía pastoral para que la pedagogía cotidiana de la comunidad cristiana sepa proponer de manera convincente y eficaz la práctica del sacramento de la Reconciliación» (n. 37). Quiero subrayar este llamamiento, sabiendo que la nueva evangelización debe dar a conocer al hombre de nuestro tiempo el rostro de Cristo «como mysterium pietatis, en el que Dios nos muestra su corazón misericordioso y nos reconcilia plenamente consigo. Este es el rostro de Cristo que es preciso hacer que descubran también a través del sacramento de la Penitencia» (ib.).
En una época de emergencia educativa, en la que el relativismo pone en discusión la posibilidad misma de una educación entendida como introducción progresiva al conocimiento de la verdad, al sentido profundo de la realidad, por ello como introducción progresiva a la relación con la Verdad que es Dios, los cristianos están llamados a anunciar con vigor la posibilidad del encuentro entre el hombre de hoy y Jesucristo, en quien Dios se ha hecho tan cercano que se le puede ver y escuchar. En esta perspectiva, el sacramento de la Reconciliación, que parte de una mirada a la condición existencial propia y concreta, ayuda de modo singular a esa «apertura del corazón» que permite dirigir la mirada a Dios para que entre en la vida. La certeza de que él está cerca y en su misericordia espera al hombre, también al que está en pecado, para sanar sus enfermedades con la gracia del sacramento de la Reconciliación, es siempre una luz de esperanza para el mundo.
Queridos sacerdotes y queridos diáconos que os preparáis para el presbiterado: en la administración de este sacramento se os da o se os dará la posibilidad de ser instrumentos de un encuentro siempre renovado de los hombres con Dios. Quienes se dirijan a vosotros, precisamente por su condición de pecadores, experimentarán en sí mismos un deseo profundo: deseo de cambio, petición de misericordia y, en definitiva, deseo de que vuelva a tener lugar, a través del sacramento, el encuentro y el abrazo con Cristo. Seréis por ello colaboradores y protagonistas de muchos posibles «nuevos comienzos», tantos cuantos sean los penitentes que se os acerquen; teniendo presente que el auténtico significado de cada «novedad» no consiste tanto en el abandono o en la supresión del pasado, sino en acoger a Cristo y abrirse a su presencia, siempre nueva y siempre capaz de transformar, de iluminar todas las zonas de sombra y de abrir continuamente un nuevo horizonte. La nueva evangelización, entonces, parte también del confesionario. O sea, parte del misterioso encuentro entre el inagotable interrogante del hombre, signo en él del Misterio creador, y la misericordia de Dios, única respuesta adecuada a la necesidad humana de infinito. Si la celebración del sacramento de la Reconciliación es así, si en ella los fieles experimentan realmente la misericordia que Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, nos ha donado, entonces se convertirán en testigos creíbles de esa santidad, que es la finalidad de la nueva evangelización.
Todo esto, queridos amigos, si es verdad para los fieles laicos, adquiere todavía mayor relevancia para cada uno de nosotros. El ministro del sacramento de la Reconciliación colabora en la nueva evangelización renovando él mismo, el primero, la consciencia del propio ser penitente y de la necesidad de acercarse al perdón sacramental, a fin de que se renueve el encuentro con Cristo que, iniciado con el Bautismo, ha hallado en el sacramento del Orden una configuración específica y definitiva. Este es mi deseo para cada uno de vosotros: que la novedad de Cristo sea siempre el centro y la razón de vuestra existencia sacerdotal, para que quien se encuentre con vosotros pueda proclamar, a través de vuestro ministerio, como Andrés y Juan: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1, 41). De esta forma cada confesión, de la que cada cristiano saldrá renovado, representará un paso adelante de la nueva evangelización. Que María, Madre de misericordia, Refugio de nosotros, pecadores, y Estrella de la nueva evangelización acompañe nuestro camino. Os doy las gracias de corazón y de buen grado os imparto mi bendición apostólica.
Discurso a los participantes en el curso sobre el fuero interno, organizado por la Penitenciaría apostólica, el 25.III.2011
Queridos amigos:
Me alegra daros a cada uno mi cordial bienvenida. Saludo al cardenal Fortunato Baldelli, penitenciario mayor, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido. Saludo al regente de la Penitenciaría, monseñor Gianfranco Girotti, al personal, a los colaboradores y a todos los participantes en el curso sobre el fuero interno, que ya se ha convertido en un encuentro tradicional y en una ocasión importante para profundizar en los temas relativos al sacramento de la Penitencia.
Deseo reflexionar con vosotros sobre un aspecto a veces no considerado suficientemente, pero de gran importancia espiritual y pastoral: el valor pedagógico de la Confesión sacramental. Aunque es verdad que es necesario salvaguardar siempre la objetividad de los efectos del Sacramento y su correcta celebración según las normas del Rito de la Penitencia, no está fuera de lugar reflexionar sobre cuánto puede educar la fe, tanto del ministro como del penitente. La fiel y generosa disponibilidad de los sacerdotes a escuchar las confesiones, a ejemplo de los grandes santos de la historia, como san Juan María Vianney, san Juan Bosco, san Josemaría Escrivá, san Pío de Pietrelcina, san José Cafasso y san Leopoldo Mandić, nos indica a todos que el confesonario puede ser un «lugar» real de santificación.
¿De qué modo educa el sacramento de la Penitencia? ¿En qué sentido su celebración tiene un valor pedagógico, ante todo para los ministros? Podríamos partir del reconocimiento de que la misión sacerdotal constituye un punto de observación único y privilegiado, que permite contemplar diariamente el esplendor de la Misericordia divina. Cuántas veces en la celebración del sacramento de la Penitencia, el sacerdote asiste a auténticos milagros de conversión que, renovando el «encuentro con un acontecimiento, una Persona» (Deus caritas est, 1), fortalecen también su fe. En el fondo, confesar significa asistir a tantas «professiones fidei» cuantos son los penitentes, y contemplar la acción de Dios misericordioso en la historia, palpar los efectos salvadores de la cruz y de la resurrección de Cristo, en todo tiempo y para todo hombre.
Con frecuencia nos encontramos ante auténticos dramas existenciales y espirituales, que no hallan respuesta en las palabras de los hombres, pero que son abrazados y asumidos por el Amor divino, que perdona y transforma: «Aunque vuestros pecados sean como escarlata, quedarán blancos como nieve» (Is 1, 18). Conocer y, en cierto modo, visitar el abismo del corazón humano, incluso en sus aspectos oscuros, por un lado pone a prueba la humanidad y la fe del propio sacerdote; y, por otro, alimenta en él la certeza de que la última palabra sobre el mal del hombre y de la historia es de Dios, es de su misericordia, capaz de hacerlo nuevo todo (cf. Ap 21, 5).
¡Cuánto puede aprender el sacerdote de penitentes ejemplares por su vida espiritual, por la seriedad con que hacen el examen de conciencia, por la transparencia con que reconocen su pecado y por la docilidad a la enseñanza de la Iglesia y a las indicaciones del confesor! De la administración del sacramento de la Penitencia podemos recibir profundas lecciones de humildad y de fe. Es una llamada muy fuerte para cada sacerdote a la conciencia de su propia identidad. Nunca podríamos escuchar únicamente en virtud de nuestra humanidad las confesiones de los hermanos. Si se acercan a nosotros es sólo porque somos sacerdotes, configurados con Cristo sumo y eterno Sacerdote, y hemos sido capacitados para actuar en su nombre y en su persona, para hacer realmente presente a Dios que perdona, renueva y transforma. La celebración del sacramento de la Penitencia tiene un valor pedagógico para el sacerdote, en orden a su fe, a la verdad y pobreza de su persona, y alimenta en él la conciencia de la identidad sacramental.
¿Cuál es el valor pedagógico del sacramento de la Reconciliación para los penitentes? Lo primero que debemos decir es que depende ante todo de la acción de la Gracia y de los efectos objetivos del Sacramento en el alma del fiel. Ciertamente, la Reconciliación sacramental es uno de los momentos en que la libertad personal y la conciencia de sí mismos están llamadas a expresarse de modo particularmente evidente. Tal vez también por esto, en una época de relativismo y de consiguiente conciencia atenuada del propio ser, queda debilitada asimismo la práctica sacramental. El examen de conciencia tiene un valor pedagógico importante: educa a mirar con sinceridad la propia existencia, a confrontarla con la verdad del Evangelio y a valorarla con parámetros no sólo humanos, sino también tomados de la Revelación divina. La confrontación con los Mandamientos, con las Bienaventuranzas y, sobre todo, con el Mandamiento del amor, constituye la primera gran «escuela penitencial».
En nuestro tiempo, caracterizado por el ruido, por la distracción y por la soledad, el coloquio del penitente con el confesor puede representar una de las pocas ocasiones, por no decir la única, para ser escuchados de verdad y en profundidad. Queridos sacerdotes, no dejéis de dar un espacio oportuno al ejercicio del ministerio de la Penitencia en el confesonario: ser acogidos y escuchados constituye también un signo humano de la acogida y de la bondad de Dios hacia sus hijos. Además, la confesión íntegra de los pecados educa al penitente en la humildad, en el reconocimiento de su propia fragilidad y, a la vez, en la conciencia de la necesidad del perdón de Dios y en la confianza en que la Gracia divina puede transformar la vida. Del mismo modo, la escucha de las amonestaciones y de los consejos del confesor es importante para el juicio sobre los actos, para el camino espiritual y para la curación interior del penitente. No olvidemos cuántas conversiones y cuántas existencias realmente santas han comenzado en un confesonario. La acogida de la penitencia y la escucha de las palabras «Yo te absuelvo de tus pecados» representan, por último, una verdadera escuela de amor y de esperanza, que guía a la plena confianza en el Dios Amor revelado en Jesucristo, a la responsabilidad y al compromiso de la conversión continua.
Queridos sacerdotes, que experimentar nosotros en primer lugar la Misericordia divina y ser sus humildes instrumentos nos eduque a una celebración cada vez más fiel del sacramento de la Penitencia y a una profunda gratitud hacia Dios, que «nos encargó el ministerio de la reconciliación» (2 Co 5, 18). A la santísima Virgen María, Mater misericordiae y Refugium peccatorum, encomiendo los frutos de vuestro curso sobre el fuero interno y el ministerio de todos los confesores, y con gran afecto os bendigo.
Discurso a los participantes en el curso sobre el fuero interno, organizado por la Penitenciaría apostólica, el 11.III.2010
Queridos amigos:
Me alegra encontrarme con vosotros y daros mi bienvenida a cada uno, con ocasión del curso anual sobre el fuero interno, organizado por la Penitenciaría apostólica. Saludo cordialmente a monseñor Fortunato Baldelli, que, por primera vez como penitenciario mayor, ha guiado vuestras sesiones de estudio, y le agradezco las palabras que me ha dirigido. Saludo también a monseñor Gianfranco Girotti, regente, al personal de la Penitenciaría y a todos vosotros que, con la participación en esta iniciativa, manifestáis la fuerte exigencia de profundizar una temática esencial para el ministerio y la vida de los presbíteros.
Vuestro curso se realiza, providencialmente, durante el Año sacerdotal, que convoqué con ocasión del 150° aniversario del nacimiento al cielo de san Juan María Vianney, quien ejerció de modo heroico y fecundo el ministerio de la Reconciliación. Como afirmé en la carta de proclamación: "Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros las palabras que él [el cura de Ars] ponía en boca de Jesús: "Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita". Los sacerdotes no sólo podemos aprender del santo cura de Ars una confianza infinita en el sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del "diálogo de la salvación" que en él se debe entablar" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de junio de 2009, p. 7). ¿Dónde hunden sus raíces la heroicidad y la fecundidad con las cuales san Juan María Vianney vivió su ministerio de confesor? Ante todo en una intensa dimensión penitencial personal. La conciencia de su propia limitación y la necesidad de recurrir a la Misericordia divina para pedir perdón, para convertir el corazón y para ser sostenidos en el camino de santidad, son fundamentales en la vida del sacerdote: sólo quien ha experimentado personalmente su grandeza puede ser un anunciador y administrador convencido de la Misericordia de Dios. Todo sacerdote se convierte en ministro de la Penitencia por su configuración ontológica a Cristo, sumo y eterno Sacerdote, que reconcilia a la humanidad con el Padre; sin embargo, la fidelidad al administrar el sacramento de la Reconciliación se confía a la responsabilidad del presbítero.
Vivimos en un contexto cultural marcado por la mentalidad hedonista y relativista, que tiende a eliminar a Dios del horizonte de la vida, no favorece la adquisición de un marco claro de valores de referencia y no ayuda a discernir el bien del mal y a madurar un sentido correcto del pecado. Esta situación hace todavía más urgente el servicio de administradores de la Misericordia divina. No debemos olvidar que existe una especie de círculo vicioso entre el ofuscamiento de la experiencia de Dios y la pérdida del sentido del pecado. Sin embargo, si nos fijamos en el contexto cultural en el que vivió san Juan María Vianney, vemos que, en varios aspectos, no era muy distinto del nuestro. De hecho, también en su tiempo existía una mentalidad hostil a la fe, expresada por fuerzas que incluso querían impedir el ejercicio del ministerio. En esas circunstancias, el santo cura de Ars hizo "de la iglesia su casa", para llevar a los hombres a Dios. Vivió con radicalidad el espíritu de oración, la relación personal e íntima con Cristo, la celebración de la santa misa, la adoración eucarística y la pobreza evangélica; así fue para sus contemporáneos un signo tan evidente de la presencia de Dios, que impulsó a numerosos penitentes a acercarse a su confesionario. En las condiciones de libertad en las que hoy se puede ejercer el ministerio sacerdotal, es necesario que los presbíteros vivan "de modo alto" su respuesta a la vocación, porque sólo quien es cada día presencia viva y clara del Señor puede suscitar en los fieles el sentido del pecado, infundir valentía y despertar el deseo del perdón de Dios.
Queridos hermanos, es preciso volver al confesionario, como lugar en el cual celebrar el sacramento de la Reconciliación, pero también como lugar en el que "habitar" más a menudo, para que el fiel pueda encontrar misericordia, consejo y consuelo, sentirse amado y comprendido por Dios y experimentar la presencia de la Misericordia divina, junto a la presencia real en la Eucaristía. La "crisis" del sacramento de la Penitencia, de la que se habla con frecuencia, interpela ante todo a los sacerdotes y su gran responsabilidad de educar al pueblo de Dios en las exigencias radicales del Evangelio. En particular, les pide que se dediquen generosamente a la escucha de las confesiones sacramentales; que guíen el rebaño con valentía, para que no se acomode a la mentalidad de este mundo (cf. Rm 12, 2), sino que también sepa tomar decisiones contracorriente, evitando acomodamientos o componendas. Por esto es importante que el sacerdote viva una tensión ascética permanente, alimentada por la comunión con Dios, y se dedique a una actualización constante en el estudio de la teología moral y de las ciencias humanas.
San Juan María Vianney sabía instaurar un verdadero "diálogo de salvación" con los penitentes, mostrando la belleza y la grandeza de la bondad del Señor y suscitando el deseo de Dios y del cielo que los santos son los primeros en llevar. Afirmaba: "El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!" (Monnin A., Il Curato d'Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. I, Torino 1870, p. 130). El sacerdote tiene la tarea de favorecer la experiencia del "diálogo de salvación", que nace de la certeza de ser amados por Dios y ayuda al hombre a reconocer su pecado y a introducirse, progresivamente, en la dinámica estable de conversión del corazón que lleva a la renuncia radical al mal y a una vida según Dios (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1431).
Queridos sacerdotes, ¡qué extraordinario ministerio nos ha confiado el Señor! Como en la celebración eucarística él se pone en manos del sacerdote para seguir estando presente en medio de su pueblo, de forma análoga en el sacramento de la Reconciliación se confía al sacerdote para que los hombres experimenten el abrazo con el que el padre acoge al hijo pródigo, restituyéndole la dignidad filial y la herencia (cf. Lc 15, 11-32). Que la Virgen María y el santo cura de Ars nos ayuden a experimentar en nuestra vida la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Dios (cf. Ef 3, 18-19), para que seamos administradores fieles y generosos de este amor. Os doy las gracias a todos de corazón y os imparto de buen grado mi bendición.
Mensaje a los participantes en el curso de la Penitenciaría apostólica sobre el fuero interno, el 12.III.2009
Al venerado hermano
Señor cardenal
James Francis Stafford
Penitenciario mayor
De buen grado, también este año, me dirijo con afecto a usted, señor cardenal, y a los queridos participantes en el curso sobre el fuero interno, organizado por la Penitenciaría apostólica y que ha llegado ya a su XX edición. Saludo a todos con afecto, comenzando por usted, venerado hermano. Extiendo mi saludo y agradecimiento al regente, al personal de la Penitenciaría, a los organizadores de este encuentro, así como a los religiosos de diversas Órdenes que administran el sacramento de la Penitencia en las basílicas papales de Roma.
Esta benemérita iniciativa pastoral vuestra, que atrae cada vez más interés y atención, como lo atestigua el número de cuantos participan en ella, constituye un seminario singular de actualización pastoral, cuyos resultados no confluirán, como en las Actas de otros congresos, sólo en una publicación específica, sino que se convertirán en materiales útiles a los participantes para proporcionar respuestas adecuadas a cuantos encuentren durante la administración del sacramento de la Penitencia. En nuestro tiempo una de las prioridades pastorales es sin duda formar rectamente la conciencia de los creyentes porque por desgracia, como he reafirmado en otras ocasiones, en la medida en que se pierde el sentido del pecado, aumentan los sentimientos de culpa, que se quisiera eliminar con remedios paliativos insuficientes. A la formación de las conciencias contribuyen múltiples y valiosos instrumentos espirituales y pastorales que es preciso valorar cada vez más; entre ellos hoy me limito a señalar brevemente la catequesis, la predicación, la homilía, la dirección espiritual, el sacramento de la Reconciliación y la celebración de la Eucaristía.
Ante todo, la catequesis. Como todos los sacramentos, también el de la Penitencia requiere una catequesis previa y una catequesis mistagógica para profundizar el sacramento "per ritus et preces", como lo subraya bien la constitución sobre la liturgia Sacrosanctum Concilium del Vaticano II (cf. n. 48). Una catequesis adecuada da una contribución concreta a la educación de las conciencias estimulándolas a percibir cada vez mejor el sentido del pecado, hoy en parte apañado o, peor, oscurecido por un modo de pensar y de vivir "etsi Deus non daretur", según la conocida expresión de Grocio, que ha vuelto a tener gran actualidad y que denota un relativismo cerrado al verdadero sentido de la vida.
Además de la catequesis hace falta un sabio uso de la predicación, que en la historia de la Iglesia ha asumido formas diversas según la mentalidad y las necesidades pastorales de los fieles. También hoy, en nuestras comunidades se practican estilos diversos de comunicación que utilizan cada vez más los medios telemáticos modernos que están a nuestra disposición. En efecto, los actuales medios de comunicación, aunque por una parte constituyen un desafío que se ha de afrontar, por otra brindan oportunidades providenciales para anunciar de modo nuevo y más cercano a las sensibilidades contemporáneas la perenne e inmutable Palabra de verdad que el divino Maestro ha confiado a su Iglesia.
La homilía, que con la reforma promovida por el concilio Vaticano II ha recuperado su papel "sacramental" dentro del único acto de culto constituido por la liturgia de la Palabra y la de la Eucaristía (cf. Sacrosanctum Concilium, 56), es sin duda la forma de predicación más generalizada, con la que cada domingo se educa la conciencia de millones de fieles. En el reciente Sínodo de los obispos, dedicado precisamente a la Palabra de Dios en la Iglesia, varios padres sinodales insistieron oportunamente en el valor y la importancia de la homilía, que es preciso adaptar a la mentalidad contemporánea.
También la "dirección espiritual" contribuye a formar las conciencias. Hoy más que nunca se necesitan "maestros de espíritu" sabios y santos: un importante servicio eclesial, para el que sin duda hace falta una vitalidad interior que debe implorarse como don del Espíritu Santo mediante una oración intensa y prolongada y una preparación específica que es necesario adquirir con esmero. Además, todo sacerdote está llamado a administrar la misericordia divina en el sacramento de la Penitencia, mediante el cual perdona los pecados en nombre de Cristo y ayuda al penitente a recorrer el camino exigente de la santidad con conciencia recta e informada. Para poder desempeñar ese ministerio indispensable, todo presbítero debe alimentar su propia vida espiritual y cuidar la actualización teológica y pastoral permanente.
Por último, la conciencia del creyente se afina cada vez más gracias a una devota y consciente participación en la santa misa, que es el sacrificio de Cristo para el perdón de los pecados. Cada vez que el sacerdote celebra la Eucaristía, en la Plegaria eucarística recuerda que la Sangre de Cristo fue derramada para el perdón de nuestros pecados, por lo cual, en la participación sacramental en el memorial del sacrificio de la cruz, se realiza el encuentro pleno de la misericordia del Padre con cada uno de nosotros.
Exhorto a los participantes en el curso a atesorar lo que han aprendido sobre el sacramento de la Penitencia. En los diversos ámbitos donde les toque vivir y trabajar, han de procurar mantener siempre viva en sí mismos la conciencia de que deben ser "ministros" dignos de la misericordia divina y educadores responsables de las conciencias. Han de inspirarse en el ejemplo de los santos confesores y maestros espirituales, entre los cuales quiero recordar en particular al cura de Ars, san Juan María Vianney, de cuya muerte precisamente este año recordamos el 150° aniversario. De él se ha escrito que "durante más de cuarenta años gobernó de modo admirable la parroquia a él confiada... con la predicación asidua, la oración y una vida de penitencia. Cada día, en la catequesis que impartía a niños y adultos, en la Reconciliación que administraba a los penitentes y en las obras impregnadas de la caridad ardiente que extraía de la sagrada Eucaristía como de una fuente, avanzó hasta tal punto que difundió en todas partes su consejo y acercó sabiamente a muchos a Dios" (Martirologio, 4 de agosto). He aquí un modelo al que mirar y un protector al que invocar cada día.
Por último, que vele sobre el ministerio sacerdotal de cada uno la Virgen María, a la que en el tiempo de Cuaresma invocamos y honramos como "discípula del Señor" y "Madre de reconciliación". Con estos sentimientos, a la vez que exhorto a cada uno a dedicarse con empeño al ministerio de las confesiones y de la dirección espiritual, le imparto de corazón mi bendición a usted, venerado hermano, a los presentes en el curso y a sus seres queridos.
Discurso a los prelados y oficiales del Tribunal de la Penitenciaría apostólica, el 7.III.2008
Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos penitenciarios de las basílicas romanas:
Me alegra recibiros, mientras llega a su término el curso sobre el fuero interno que la Penitenciaría apostólica organiza desde hace varios años durante la Cuaresma. Con un programa esmeradamente preparado, este encuentro anual presta un valioso servicio a la Iglesia y contribuye a mantener vivo el sentido de la santidad del sacramento de la Reconciliación. Por tanto, expreso mi cordial agradecimiento a quienes lo organizan y, en particular, al penitenciario mayor, el cardenal James Francis Stafford, a quien saludo y agradezco las amables palabras que me ha dirigido. Saludo asimismo y manifiesto mi gratitud al regente y al personal de la Penitenciaría, así como a los beneméritos religiosos de diversas Órdenes que administran el sacramento de la Penitencia en las basílicas papales de Roma. Saludo, además, a todos los participantes en el curso.
La Cuaresma es un tiempo muy propicio para meditar en la realidad del pecado a la luz de la misericordia infinita de Dios, que el sacramento de la Penitencia manifiesta en su forma más elevada. Por eso, aprovecho de buen grado la ocasión para proponer a vuestra atención algunas reflexiones sobre la administración de este sacramento en nuestra época, que por desgracia está perdiendo cada vez más el sentido del pecado.
Es necesario ayudar a quienes se confiesan a experimentar la ternura divina para con los pecadores arrepentidos que tantos episodios evangélicos muestran con tonos de intensa conmoción. Tomemos, por ejemplo, la famosa página del evangelio de san Lucas que presenta a la pecadora perdonada (cf. Lc 7, 36-50). Simón, fariseo y rico "notable" de la ciudad, ofrece en su casa un banquete en honor de Jesús. Inesperadamente, desde el fondo de la sala, entra una huésped no invitada ni prevista: una conocida pecadora pública. Es comprensible el malestar de los presentes, que a la mujer no parece preocuparle. Ella avanza y, de modo más bien furtivo, se detiene a los pies de Jesús. Había escuchado sus palabras de perdón y de esperanza para todos, incluso para las prostitutas, y está allí conmovida y silenciosa. Con sus lágrimas moja los pies de Jesús, se los enjuga con sus cabellos, los besa y los unge con un agradable perfume. Al actuar así, la pecadora quiere expresar el afecto y la gratitud que alberga hacia el Señor con gestos familiares para ella, aunque la sociedad los censure.
Frente al desconcierto general, es precisamente Jesús quien afronta la situación: "Simón, tengo algo que decirte". El fariseo le responde: "Di, maestro". Todos conocemos la respuesta de Jesús con una parábola que podríamos resumir con las siguientes palabras que el Señor dirige fundamentalmente a Simón: "¿Ves? Esta mujer sabe que es pecadora e, impulsada por el amor, pide comprensión y perdón. Tú, en cambio, presumes de ser justo y tal vez estás convencido de que no tienes nada grave de lo cual pedir perdón".
Es elocuente el mensaje que transmite este pasaje evangélico: a quien ama mucho Dios le perdona todo. Quien confía en sí mismo y en sus propios méritos está como cegado por su yo y su corazón se endurece en el pecado. En cambio, quien se reconoce débil y pecador se encomienda a Dios y obtiene de él gracia y perdón. Este es precisamente el mensaje que debemos transmitir: lo que más cuenta es hacer comprender que en el sacramento de la Reconciliación, cualquiera que sea el pecado cometido, si lo reconocemos humildemente y acudimos con confianza al sacerdote confesor, siempre experimentamos la alegría pacificadora del perdón de Dios.
Desde esta perspectiva, asume notable importancia vuestro curso, orientado a preparar confesores bien formados desde el punto de vista doctrinal y capaces de hacer experimentar a los penitentes el amor misericordioso del Padre celestial. ¿No es verdad que hoy se asiste a cierto desafecto por este sacramento? Cuando sólo se insiste en la acusación de los pecados, que también debe hacerse y es necesario ayudar a los fieles a comprender su importancia, se corre el peligro de relegar a un segundo plano lo que es central en él, es decir, el encuentro personal con Dios, Padre de bondad y de misericordia. En el centro de la celebración sacramental no está el pecado, sino la misericordia de Dios, que es infinitamente más grande que nuestra culpa.
Los pastores, y especialmente los confesores, también deben esforzarse por poner de relieve el vínculo íntimo que existe entre el sacramento de la Reconciliación y una existencia encaminada decididamente a la conversión. Es necesario que entre la práctica del sacramento de la Confesión y una vida orientada a seguir sinceramente a Cristo se instaure una especie de "círculo virtuoso" imparable, en el que la gracia del sacramento sostenga y alimente el esfuerzo por ser discípulos fieles del Señor.
El tiempo cuaresmal, en el que nos encontramos, nos recuerda que nuestra vida cristiana debe tender siempre a la conversión y, cuando nos acercamos frecuentemente al sacramento de la Reconciliación, permanece vivo en nosotros el anhelo de perfección evangélica. Si falta este anhelo incesante, la celebración del sacramento corre, por desgracia, el peligro de transformarse en algo formal que no influye en el entramado de la vida diaria. Por otra parte, si, aun estando animados por el deseo de seguir a Jesús, no nos confesamos regularmente, corremos el riesgo de reducir poco a poco el ritmo espiritual hasta debilitarlo cada vez más y, tal vez, incluso hasta apagarlo.
Queridos hermanos, no es difícil comprender el valor que tiene en la Iglesia vuestro ministerio de dispensadores de la misericordia divina para la salvación de las almas. Seguid e imitad el ejemplo de tantos santos confesores que, con su intuición espiritual, ayudaban a los penitentes a caer en la cuenta de que la celebración regular del sacramento de la Penitencia y la vida cristiana orientada a la santidad son componentes inseparables de un mismo itinerario espiritual para todo bautizado. Y no olvidéis que también vosotros debéis ser ejemplos de auténtica vida cristiana.
La Virgen María, Madre de misericordia y de esperanza, os ayude a vosotros y a todos los confesores a prestar con celo y alegría este gran servicio, del que depende en tan gran medida la vida de la Iglesia. Yo os aseguro un recuerdo en la oración y con afecto os bendigo.
Discurso a los participantes en un curso sobre el fuero interno, organizado por la Penitenciaría apostólica, el 16.III.2007
Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:
Me alegra acogeros hoy y dirijo mi cordial saludo a cada uno de vosotros, participantes en el curso sobre el fuero interno organizado por la Penitenciaría apostólica. En primer lugar saludo al señor cardenal James Francis Stafford, penitenciario mayor, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido; al obispo Gianfranco Girotti, regente de la Penitenciaría; y a todos los presentes.
Este encuentro me brinda la oportunidad de reflexionar juntamente con vosotros sobre la importancia del sacramento de la Penitencia también en nuestro tiempo y de reafirmar la necesidad de que los sacerdotes se preparen para administrarlo con devoción y fidelidad, para alabanza de Dios y para la santificación del pueblo cristiano, como prometen al obispo en el día de su ordenación presbiteral.
En efecto, se trata de una de las tareas características del peculiar ministerio que están llamados a desempeñar "in persona Christi". Con los gestos y las palabras sacramentales, los sacerdotes hacen visible sobre todo el amor de Dios, que en Cristo se reveló en plenitud. Como recuerda el Catecismo de la Iglesia católica, al administrar el sacramento del perdón y de la reconciliación, el presbítero actúa como "el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador" (n. 1465). Por tanto, lo que sucede en este sacramento es ante todo misterio de amor, obra del amor misericordioso del Señor.
"Dios es amor" (1 Jn 4, 16): en esta sencilla afirmación el evangelista san Juan encerró la revelación de todo el misterio de Dios Trinidad. Y en el encuentro con Nicodemo, Jesús, anunciando su pasión y muerte en la cruz, afirma: "Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16). Todos necesitamos acudir a la fuente inagotable del amor divino, que se nos manifiesta totalmente en el misterio de la cruz, para encontrar la auténtica paz con Dios, con nosotros mismos y con el prójimo. Sólo de esta fuente espiritual es posible sacar la energía interior indispensable para vencer el mal y el pecado en la lucha sin tregua que marca nuestra peregrinación terrena hacia la patria celestial.
El mundo contemporáneo sigue presentando las contradicciones que pusieron muy bien de relieve los padres del concilio Vaticano II (cg. Gaudium et spes, 4-10): vemos una humanidad que quisiera ser autosuficiente, donde no pocos creen que pueden prescindir de Dios para vivir bien; y, sin embargo, ¡cuántos parecen tristemente condenados a afrontar dramáticas situaciones de vacío existencial!, ¡cuánta violencia hay aún sobre la tierra!, ¡cuánta soledad pesa sobre el corazón del hombre de la era de las comunicaciones! En una palabra, parece que hoy se ha perdido el "sentido del pecado", pero en compensación han aumentado los "complejos de culpa".
¿Quién podrá librar el corazón de los hombres de este yugo de muerte, si no es Aquel que con su muerte derrotó para siempre el poder del mal con la omnipotencia del amor divino? Como recordaba san Pablo a los cristianos de Éfeso, "Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo" (Ef 2, 4).
En el sacramento de la Confesión, el sacerdote es instrumento de este amor misericordioso de Dios, que invoca en la fórmula de absolución de los pecados: "Dios, Padre misericordioso, que reconcilió al mundo por la muerte y resurrección de su Hijo, y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz".
El Nuevo Testamento, en cada una de sus páginas, habla del amor y de la misericordia de Dios, que se hicieron visibles en Cristo. En efecto, Jesús, que "acoge a los pecadores y come con ellos" (Lc 15, 2), y con autoridad afirma: "Hombre, tus pecados te quedan perdonados" (Lc 5, 20), dice: "No necesitan médico los que están sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores" (Lc 5, 31-32). El compromiso del sacerdote y del confesor consiste principalmente en llevar a cada uno a experimentar el amor que Cristo le tiene, encontrándolo en el camino de la propia vida, como san Pablo lo encontró en el camino de Damasco.
Conocemos la apasionada declaración del Apóstol de los gentiles después de aquel encuentro que cambió su vida: "Me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20). Esta es su experiencia personal en el camino de Damasco: el Señor Jesús amó a san Pablo y dio su vida por él. Y en la Confesión este es también nuestro camino, nuestro camino de Damasco, nuestra experiencia: Jesús me amó y se entregó por mí. Ojalá que cada persona haga esta misma experiencia espiritual, como la hizo el siervo de Dios Juan Pablo II, "redescubriendo a Cristo como mysterium pietatis, en el que Dios nos muestra su corazón misericordioso y nos reconcilia plenamente consigo. Este es el rostro de Cristo que es preciso hacer que descubran también a través del sacramento de la Penitencia" (Novo millennio ineunte, 37).
El sacerdote, ministro del sacramento de la Reconciliación, debe considerar siempre como tarea suya hacer que en sus palabras y en el modo de tratar al penitente se refleje el amor misericordioso de Dios. Como el padre de la parábola del hijo pródigo, debe acoger al pecador arrepentido, ayudarle a levantarse del pecado, animarlo a enmendarse sin llegar a componendas con el mal, sino recorriendo siempre el camino hacia la perfección evangélica. Todas las personas que se confiesan han de revivir en el sacramento de la Reconciliación esta hermosa experiencia del hijo pródigo, que encuentra en el padre toda la misericordia divina.
Queridos hermanos, todo esto implica que el sacerdote comprometido en el ministerio del sacramento de la Penitencia esté animado él mismo por una constante tensión hacia la santidad. El Catecismo de la Iglesia católica apunta alto en esta exigencia cuando afirma: "El confesor (...) debe tener un conocimiento probado del comportamiento cristiano, experiencia de las cosas humanas, respeto y delicadeza con el que ha caído; debe amar la verdad, ser fiel al magisterio de la Iglesia y conducir al penitente con paciencia hacia la curación y su plena madurez. Debe orar y hacer penitencia por él, confiándolo a la misericordia del Señor" (n. 1466).
Para cumplir esta importante misión, siempre unido interiormente al Señor, el sacerdote ha de mantenerse fiel al magisterio de la Iglesia por lo que atañe a la doctrina moral, consciente de que la ley del bien y del mal no está determinada por las situaciones, sino por Dios.
A la Virgen María, madre de misericordia, pido que sostenga el ministerio de los sacerdotes confesores y ayude a todas las comunidades cristianas a comprender cada vez más el valor y la importancia del sacramento de la Penitencia para el crecimiento espiritual de todos los fieles. A vosotros, aquí presentes, y a vuestros seres queridos imparto con afecto mi bendición.
Discurso a los Penitenciarios de las cuatro Basílicas papales, el 19.II.2007
Queridos hermanos:
Me alegra acogeros y os saludo a todos con afecto, comenzando por el cardenal James Francis Stafford, penitenciario mayor, al que agradezco las amables palabras que acaba de dirigirme. Saludo, asimismo, al regente, monseñor Gianfranco Girotti, y a los miembros de la Penitenciaría apostólica. Este encuentro me brinda la oportunidad de expresar mi agradecimiento sobre todo a vosotros, queridos padres penitenciarios de las basílicas papales de Roma, por el valioso ministerio pastoral que realizáis con gran entrega. Al mismo tiempo, me complace hacer extensivo mi cordial saludo a todos los sacerdotes del mundo que se dedican con empeño al ministerio del confesonario.
El sacramento de la Penitencia, que tanta importancia tiene en la vida del cristiano, actualiza la eficacia redentora del misterio pascual de Cristo. En el gesto de la absolución, pronunciada en nombre y por cuenta de la Iglesia, el confesor se convierte en el instrumento consciente de un maravilloso acontecimiento de gracia. Obedeciendo con dócil adhesión al magisterio de la Iglesia, se hace ministro de la consoladora misericordia de Dios, muestra la realidad del pecado y manifiesta al mismo tiempo la ilimitada fuerza renovadora del amor divino, amor que devuelve la vida.
Así pues, la confesión se convierte en un renacimiento espiritual, que transforma al penitente en una nueva criatura. Sólo Dios puede realizar este milagro de gracia, y lo hace mediante las palabras y los gestos del sacerdote. El penitente, experimentando la ternura y el perdón del Señor, es más fácilmente impulsado a reconocer la gravedad del pecado, y más decidido a evitarlo, para permanecer y crecer en la amistad reanudada con él.
En este misterioso proceso de renovación interior, el confesor no es un espectador pasivo, sino persona dramatis, es decir, instrumento activo de la misericordia divina. Por tanto, es necesario que, además de una buena sensibilidad espiritual y pastoral, tenga una seria preparación teológica, moral y pedagógica, que lo capacite para comprender la situación real de la persona. Además, le conviene conocer los ambientes sociales, culturales y profesionales de quienes acuden al confesonario, para poder darles consejos adecuados y orientaciones espirituales y prácticas. El sacerdote no debe olvidar que en este sacramento está llamado a desempeñar la función de padre, juez espiritual, maestro y educador. Ello exige una constante actualización; con este fin se programan los cursos del así llamado "fuero interno" organizados por la Penitenciaría apostólica.
Queridos sacerdotes, vuestro ministerio reviste sobre todo un carácter espiritual. Por tanto, además de la sabiduría humana y la preparación teológica, es preciso añadir una profunda vena de espiritualidad, alimentada por el contacto con Cristo, Maestro y Redentor, en la oración. En efecto, en virtud de la ordenación presbiteral, el confesor presta un servicio peculiar "in persona Christi", con una plenitud de dotes humanas reforzadas por la gracia. Su modelo es Jesús, el enviado del Padre; el manantial del que toma abundantemente es el soplo vivificante del Espíritu Santo. Ciertamente, ante una responsabilidad tan alta las fuerzas humanas son inadecuadas, pero la humilde y fiel adhesión a los designios salvíficos de Cristo nos convierte, queridos hermanos, en testigos de la redención universal realizada por él, poniendo en práctica la exhortación de san Pablo, que dice: "En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, (...) poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación" (2 Co 5, 19).
Para cumplir esta tarea, ante todo debemos arraigar en nosotros mismos este mensaje de salvación y dejar que nos transforme profundamente. No podemos predicar el perdón y la reconciliación a los demás si no estamos personalmente impregnados de ellos. Aunque es verdad que en nuestro ministerio hay varios modos e instrumentos para comunicar a los hermanos el amor misericordioso de Dios, es en la celebración de este sacramento donde podemos hacerlo de la forma más completa y eminente. Cristo nos ha elegido, queridos sacerdotes, para ser los únicos que podamos perdonar los pecados en su nombre: se trata, pues, de un servicio eclesial específico al que debemos dar prioridad.
¡Cuántas personas que atraviesan dificultades buscan el consuelo y el apoyo de Cristo! ¡Cuántos penitentes encuentran en la confesión la paz y la alegría que anhelaban desde hacía tiempo! ¿Cómo no reconocer que también en nuestra época, marcada por tantos desafíos religiosos y sociales, es necesario redescubrir y volver a proponer este sacramento?
Queridos hermanos, sigamos el ejemplo de los santos, en particular de los que, como vosotros, se dedicaban casi exclusivamente al ministerio del confesonario, como san Juan María Vianney, san Leopoldo Mandic y, más recientemente, san Pío de Pietrelcina. Que ellos os ayuden desde el cielo para que sepáis distribuir en abundancia la misericordia y el perdón de Cristo.
Que María, Refugio de los pecadores, os obtenga la fuerza, el aliento y la esperanza para continuar generosamente esta indispensable misión. Os aseguro de corazón mi oración, a la vez que con afecto os bendigo a todos.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
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La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
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