Sumario del curso
Presentación–Introducción:
1. El concepto de virtud en la tradición filosófica y teológica
2. Las virtudes humanas
3. Las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo
4. El conocimiento del bien: sindéresis, sabiduría, prudencia y fe
5. Para que el bien sea posible: fortaleza y esperanza
6.
Amar y realizar el bien: amor, justicia, caridad
7. El dominio de sí para poder amar: la templanza
Curso sobre las virtudes: La perfección de la persona (7 de 7)
Sumario
1. La
virtud de la templanza
1.1. ¿En qué
consiste la virtud de la templanza?
1.2. La templanza
como virtud general
1.3. La templanza
como virtud especial
2.
Virtudes subordinadas a la templanza
2.1. Las
condiciones de la templaza
2.2. Especies de
templanza
2.3. Partes
potenciales de la templanza
3. Templanza y lucidez de la mente
4. Templanza, libertad interior y capacidad de amar
5. La
templanza cristiana
5.1. La templanza
en la Sagrada Escritura
5.2. La
transformación de la templanza en la vida cristiana
Hemos visto hasta ahora que el dinamismo operativo humano necesita para la acción, en primer lugar, conocer el bien; luego, verlo como posible; y, en tercer lugar, amarlo.
La persona humana es espiritual y corpórea. No ama sólo con el alma, sino con todas sus energías espirituales, psíquicas y corporales. Pero necesita encauzarlas y dirigirlas hacia el objetivo señalado por la razón y la fe. En este capítulo estudiaremos cómo la virtud de la templanza realiza esa misión respecto a las pasiones más vehementes de la persona humana, las que se relacionan directamente con la conservación de la vida y con la procreación.
En el Apartado 1, se analiza la naturaleza de la templanza como virtud general y virtud especial.
En el Apartado 2, se enumeran y definen brevemente las virtudes subordinadas a la templanza (partes integrales, subjetivas y potenciales).
A continuación, se reflexiona sobre dos consecuencias de la templanza en la vida de la persona y de la sociedad: la lucidez de la mente para el conocimiento de las verdades más altas (sabiduría) y para el discernimiento de la acción (prudencia) (3), y el crecimiento en la libertad y en la capacidad de amar (4).
Por último, estudiaremos la templanza cristiana.
Los precedentes para la doctrina teológica sobre la templanza (sophrosyne, temperantia) se encuentran en la literatura griega antigua. Sócrates, Platón y Aristóteles recogen esa tradición y le dan una formulación filosófica que sirve de base a los pensadores latinos posteriores (Cicerón, Séneca, Macrobio y Dionisio). El pensamiento de estos autores es la base sobre la que San Agustín, Santo Tomás y otros muchos teólogos elaboran la doctrina teológico-moral sobre la templanza. Sin embargo, la fuente más importante por su carácter revelado- es la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia.
1.1. ¿En qué consiste la virtud de la templanza?
«La templanza afirma el Catecismo de la Iglesia Católica es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar para seguir la pasión de su corazón (Si 5, 2; cf. 37, 27-31)»[1].
De modo sintético, se expresa en este texto la naturaleza y función de la templanza en la vida cristiana, es decir, el vivir con moderación o sobriedad de que habla la Escritura (cf. Tit 2, 12). Se pone de relieve además el sentido positivo de esta virtud -dirigida al dominio de uno mismo- y de los apetitos sensibles, que pueden y deben ser orientados al bien.
En el lenguaje corriente la palabra templanza connota un cierto matiz negativo. Con frecuencia se entiende como freno, limitación o represión de las energías vitales. Pero no era ese el significado propio del término latino temperare (del que deriva la palabra templanza[2]): «hacer un todo armónico de una serie de componentes dispares»[3]. Este es el concepto sobre el que los grandes maestros de la Teología han cimentado sus reflexiones sobre la templanza[4]. Los componentes dispares que se deben armonizar son la sensualidad, la pasión, el apetito, que no pueden identificarse con sensualidad enemiga del espíritu, pasión desordenada y apetito irracional. Esas expresiones, «lejos de ser negativas, representaron fuerzas vitales para la naturaleza humana, puesto que la vida del hombre consiste en el ejercicio y desarrollo de esas energías»[5].
También en Santo Tomás tiene la templanza un sentido positivo. Ya en el mismo comienzo del tratado de la templanza, afirma: «Es evidente que la templanza no se opone a la inclinación natural del hombre, sino que actúa de acuerdo con ella»[6].
El sentido más adecuado de templanza es el de inclinación, tendencia o impulso[7]. Su misión es recoger las fuerzas vitales de la persona y encauzarlas de forma que se conviertan en fuente de energía para la verdadera realización personal. «La templanza tiene un sentido y una finalidad, que es hacer orden en el interior del hombre. De ese orden, y sólo de él, brotará luego la tranquilidad de espíritu»[8]. Gracias a la templanza, las pasiones, en lugar de obnubilar a la razón, colaboran con ella y con la voluntad en el discernimiento y la realización del bien.
1.2. La templanza como virtud general
Como virtud general, la templanza consiste en «una cierta moderación o atemperación impuesta por la razón a los actos humanos y a los movimientos de las pasiones, es decir, algo común a toda virtud moral»[9]. Este sentido genérico designa una propiedad que deben cumplir todas las virtudes. Desde este punto de vista, la templanza es una virtud que «aparta al hombre de aquello que le atrae en contra de la razón»[10].
El hecho de que la templanza, en este sentido amplio, sea una condición que debe cumplir toda virtud, es una consecuencia de la primacía de la prudencia entre las virtudes morales. En efecto, la prudencia incluye una cierta moderación en la esencia misma de su actividad ordenadora y, por tanto, la templanza (sinónimo de moderación) alcanza a todas las demás virtudes, como condición general, a través de la acción propia de la prudencia.
Santo Tomás ve en esta noción más general de la templanza uno de los motivos para afirmar que la belleza, aun siendo común a todas las virtudes, pertenece por excelencia a la templanza. La razón es que dicha noción de templanza incluye como propia una «moderada y conveniente proporción, en la cual consiste precisamente la belleza»[11].
1.3. La templanza como virtud especial
El objeto de la templanza como virtud especial consiste en moderar las pasiones del apetito concupiscible, es decir, el amor y el deseo del bien sensible ausente y el placer gozoso del bien poseído, y sólo indirectamente la tristeza que produce la ausencia de ese placer.
Más concretamente, la templanza modera el deseo y goce de lo que atrae al hombre con más fuerza y, por tanto, de lo más difícil y costoso de moderar[12]. Tal es el caso de los deseos y placeres producidos por la satisfacción de los dos apetitos naturales más fuertes que el hombre posee: el apetito de comer y beber, y el apetito sexual, dirigidos a la conservación de la naturaleza, y que se refieren principalmente al sentido del tacto. La templanza modera e integra dichos apetitos a la luz de la recta razón.
La templanza no aparta de los placeres sin más, sino de aquellos placeres que se oponen a la razón y, por ello, a la auténtica inclinación natural del hombre y a su perfección como persona. La templanza no se opone a la verdadera inclinación humana, que incluye los placeres acordes a la razón. Si acaso, se opone a la inclinación bestial, no sujeta a la razón[13], que es, por tanto, inhumana.
Además la templanza no ejerce su moderación impidiendo las operaciones propias del apetito concupiscible, ni siquiera las pasiones, sino dominándolas para que se ajusten al medio determinado por la razón[14]. En palabras del propio Santo Tomás, «no es propio de la virtud hacer que las facultades sometidas a la razón cesen en sus propios actos, sino que sigan el imperio de la razón ejerciendo sus propios actos. Por lo que, así como la virtud ordena a los miembros del cuerpo ejecutar los actos exteriores debidos, también ordena al apetito sensitivo tener sus propios actos ordenados»[15].
Los vicios que se oponen a la templanza son la intemperancia (por exceso) y la insensibilidad (por defecto). El intemperante deja que sus pasiones desordenadas ofusquen su razón. El insensible considera equivocadamente todo placer como algo pecaminoso. Ambas actitudes son contrarias a la naturaleza humana.
2. Virtudes subordinadas a la templanza
2.1. Las condiciones de la templaza
Las partes integrales de la templanza, es decir, las condiciones necesarias, aunque no suficientes, para que se dé esta virtud, son dos: la vergüenza, «que nos hace huir de la torpeza que implica el acto de la intemperancia»[16], y la honestidad, que inclina a amar la belleza intrínseca de los actos virtuosos de la templanza.
La vergüenza, como temor a un acto torpe, no es propiamente una virtud, sino «una pasión digna de alabanza»[17] que ayuda a evitar los actos contrarios a la templanza y a crecer en ella.
Con la vergüenza se relaciona el pudor. En un sentido reducido del término, el pudor es la vergüenza que lleva a ocultar ante la mirada ajena los actos venéreos y sus signos externos, incluso cuando son ordenados por la razón y, por tanto, virtuosos. Se trata de un cierto sentido natural de decencia por el que la persona no quiere exponerse a la mirada ajena cuando se entrega a otra persona, en un contexto de amor e intimidad. No se trata de ocultar algo (el propio cuerpo, la sexualidad, las manifestaciones de afecto, etc.) por considerar que es negativo. Lo que pretende el pudor es no generar una intencionalidad en otros o en uno mismo contraria al valor de la persona[18].
En un sentido más amplio, el pudor guarda la propia intimidad no sólo corporal sino también espiritual y la reserva para quien corresponde.
La honestidad[19] es propiamente una pasión: el amor a la belleza moral que supone obrar de modo templado. «La belleza, en efecto, puede encontrarse en sentido analógico en los asuntos morales, es decir en las acciones humanas. Una acción humana es bella cuando manifiesta el resplandor de lo inteligible en lo sensible, o sea el orden de la razón en los impulsos pasionales. Si estos impulsos pasionales se sustraen al dominio de la razón, no son humanos, sino bestiales e infrahumanos, y eso es lo que constituye la torpeza o fealdad moral. En cambio, si resplandece en ellos la moderación y el orden de la razón, la conducta humana es entonces decente, decorosa, moralmente bella, digna de honor. Y el amor de esa belleza moral es lo que constituye la honestidad»[20].
2.2. Especies de templanza
Las partes subjetivas de la templanza o especies en las que puede dividirse esta virtud, son tres: la abstinencia, la sobriedad, y la castidad. La abstinencia modera los apetitos de la comida, la sobriedad los de la bebida, la castidad el apetito sexual.
La abstinencia capacita al hombre para «abstenerse del alimento en la medida de lo conveniente, conforme a las exigencias de los hombres con los que vive y de su propia persona, además de la necesidad de su salud»[21]. El vicio contrario es la gula.
Santo Tomás recoge un texto de San Agustín que constituye otra excelente definición de la abstinencia: «En orden a la virtud, no importa en modo alguno qué alimentos o qué cantidad se toma (mientras se haga en conformidad con el orden de la razón bajo la regla de la templanza), sino con qué facilidad y serenidad de ánimo sabe el hombre privarse de ellos cuando es conveniente o necesario»[22].
La palabra sobriedad deriva de medida, por lo que, de modo general, puede aplicarse a cualquier materia. En un sentido más específico, la sobriedad consiste en observar medida o moderación en la bebida alcohólica, que puede suponer un especial impedimento para el uso de la razón[23].
La materia específica de la castidad a la que se aplica la moderación propia de la templanza está constituida por «los deseos de deleite que se dan en lo venéreo»[24]. «La castidad afirma el Catecismo de la Iglesia Católica- significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual. La sexualidad, en la que se expresa la pertenencia del hombre al mundo corporal y biológico, se hace personal y verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de persona a persona, en el don mutuo total y temporalmente ilimitado del hombre y de la mujer»[25].
La castidad es una virtud indispensable para amar a Dios y tener intimidad con Él, y para convertir la propia vida en servicio a los demás. Ensancha la capacidad para el amor y el sacrificio. La lujuria, por el contrario, suele tener estos efectos: «la ceguera de espíritu, la inconsideración, la precipitación, el egoísmo, el odio a Dios, el apegamiento a este mundo, el disgusto hacia la vida futura»[26]. De ahí que sea erróneo considerarla como una conducta que no hace daño a nadie: daña, en primer lugar, quienes la realizan; y daña también a la sociedad, cuyo bien depende de la bondad de cada uno de sus miembros.
Ante algunas concepciones de la castidad como negación y carga difícil de soportar, San Josemaría Escrivá expone una visión positiva que hace atrayente esta virtud: «La santa pureza no es ni la única ni la principal virtud cristiana: es, sin embargo, indispensable para perseverar en el esfuerzo diario de nuestra santificación y, si no se guarda, no cabe la dedicación al apostolado. La pureza es consecuencia del amor con el que hemos entregado al Señor el alma y el cuerpo, las potencias y los sentidos. No es negación, es afirmación gozosa»[27]. «Con el espíritu de Dios, la castidad no resulta un peso molesto y humillante. Es una afirmación gozosa: el querer, el dominio, el vencimiento, no lo da la carne, ni viene del instinto; procede de la voluntad, sobre todo si está unida a la Voluntad del Señor. Para ser castos y no simplemente continentes u honestos, hemos de someter las pasiones a la razón, pero por un motivo alto, por un impulso de Amor»[28].
2.3. Partes potenciales de la templanza
Las partes potenciales de la templanza son las virtudes que se refieren a su materia secundaria, es decir, a los deseos menos difíciles de moderar.
Se agrupan en tres series, según la materia a la que se aplique la moderación característica de la templanza:
a) La primera serie modera los movimientos y actos internos del alma. En ella se incluyen la continencia, la humildad, la mansedumbre y la clemencia[29].
De estas virtudes, la única que tiene la misma materia que la templanza es la continencia. Es la virtud de la voluntad por la que, a causa de un motivo racional, el hombre resiste a los deseos desordenados de los placeres del tacto, que se dan en él con fuerza[30]. Es una virtud, pues reafirma la razón contra las pasiones, pero no es perfecta, ya que no impide que se levanten en el apetito sensitivo pasiones fuertes contrarias a la razón. En la persona continente la fuerza de la razón no llega a informar y someter el apetito concupiscible desde dentro (como hace la templanza), sino que lo domina desde fuera, desde la voluntad[31].
b) La segunda serie de virtudes modera los movimientos externos y actos corporales, materia que cae toda ella dentro de la virtud de la modestia. Esta virtud, tomada en general, inclina a moderar los apetitos en aquellas pasiones que no son tan vehementes como las delectaciones del tacto, y que se manifiestan en actos externos. Se trata, por tanto, de la templanza en asuntos menos difíciles. Dentro de la modestia, se distinguen otras virtudes: la estudiosidad[32], la eutrapelia, la modestia corporal y la modestia en el adorno.
La eutrapelia tiene por objeto moderar, según la razón, los juegos y diversiones, que consisten en esos «dichos o hechos en los que no se busca sino el deleite del alma»[33]. La eutrapelia guarda directa relación con la necesidad del descanso espiritual. «Cuando el alma se eleva sobre lo sensible mediante obras de la razón, aparece un cansancio en el alma ( ), tanto mayor cuanto mayor es el esfuerzo con el que se aplica a las obras de la razón. Y del mismo modo que el cansancio corporal desaparece por medio del descanso corporal, también la agilidad espiritual se restaura mediante el reposo espiritual. Ahora bien, el descanso del alma es deleite ( ). Por eso es conveniente proporcionar un remedio contra el cansancio del alma mediante algún deleite, procurando un relajamiento de la tensión del espíritu»[34]. Los vicios opuestos son la alegría necia y la austeridad excesiva.
La modestia corporal es la virtud que inclina a guardar el debido decoro en los gestos y movimientos corporales[35]. «Los movimientos externos son signos de la disposición interior, que se mira principalmente en las pasiones del alma. Por eso la moderación de los movimientos externos requiere la moderación de las pasiones internas»[36]. A esta virtud se oponen la afectación o amaneramiento y la rusticidad u ordinariez.
La modestia en el adorno[37] tiene por objeto guardar el debido orden de la razón en el arreglo del cuerpo y del vestido y en el uso de las cosas exteriores, de modo que tal uso no venga condicionado por una pasión desordenada, sea por exceso (lujo y ostentación) o por defecto (dejadez). Un término más actual que designa un concepto análogo al de modestia en el adorno es el de elegancia. Puede definirse como «la presencia de lo bello en la figura, en los actos y movimientos, o mejor dicho, el mantenimiento activo de esa presencia, aquella obra de arreglo y compostura que hace a la persona, no sólo digna y decente, sino bella y hermosa ante sí y ante los demás»[38].
Podrían aplicarse de modo específico a la modestia las siguientes palabras que Juan Pablo II aplica de modo general a la templanza: «Pienso que esta virtud exige de cada uno de nosotros una humildad específica respecto a los dones que Dios ha depositado en nuestra naturaleza humana. Diría la humildad del cuerpo y la del corazón. Esta humildad es condición necesaria para la armonía interior del hombre, para la belleza interior del hombre. Reflexionen todos bien sobre ello, y en particular los jóvenes, y más aún las jóvenes, en la edad en que preocupa tanto ser bellos o bellas, para agradar a los demás. Acordémonos de que el hombre debe ser bello sobre todo interiormente. Sin esta belleza, todos los esfuerzos dirigidos solamente al cuerpo no harán -ni de él, ni de ella- una persona verdaderamente hermosa[39].
c) La tercera serie modera el uso de las cosas externas relacionadas con la persona. Incluye la parquedad o suficiencia, que consiste en no usar lo superfluo; y la moderación o simplicidad, que modera el deseo de usar cosas demasiado exquisitas.
La virtud del desprendimiento, que Santo Tomás no cita, está directamente relacionada con estas virtudes. Queda de manifiesto su importancia cuando el Señor la pone como condición para ser sus discípulos: «Así pues, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 33). Como se ve por las palabras de Jesús, se trata de una virtud que el Señor pide a todos y no sólo a algunos de sus discípulos. En efecto, todos han de tener el corazón desprendido de las cosas (aunque se posean y se usen) para poder amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas, y al prójimo por amor a Dios (cf. Mc 12, 30-31). Se trata además de una virtud que requiere especial atención en las actuales circunstancias de la sociedad de consumo.
La persona humana necesita las cosas materiales para la conservación de la vida y para vivir de acuerdo con su dignidad. De ahí que sea bueno desear y procurar los medios materiales necesarios. La virtud del desprendimiento hace que el deseo de bienes materiales se mantenga dentro del orden de la razón iluminada por la fe. Esto conlleva que tales bienes se quieran sólo como medios y no como fines, y que se ordenen a un verdadero fin humano.
3. Templanza y lucidez de la mente
Santo Tomás insiste con frecuencia en la necesidad de la templanza, no ya como virtud general, sino como virtud especial, para alcanzar la sabiduría. La templanza es necesaria para ser sabio, para conocer a Dios y para descubrir el verdadero valor de las cosas y los acontecimientos.
La relación de la templanza con la sabiduría se refiere sobre todo a las disposiciones de la persona para alcanzar esta virtud fundamental. «Esencialmente afirma Santo Tomás-, las virtudes morales no pertenecen a la vida contemplativa, cuyo fin es la consideración de la verdad, y el saber, que pertenece a la consideración de la verdad, interesa poco a las virtudes morales ( ). Dispositivamente, sin embargo, las virtudes morales sí pertenecen a la vida contemplativa. Pues el acto de la contemplación, en el que esencialmente consiste la vida contemplativa, es impedido tanto por la vehemencia de las pasiones, por las que la intención del alma es abstraída de lo inteligible a lo sensible, como por los tumultos exteriores. Pero las virtudes morales aplacan la vehemencia de las pasiones y sedan el tumulto de las ocupaciones exteriores»[40].
Más concretamente, las virtudes de la castidad y de la abstinencia, tan necesarias para la limpieza del corazón, «disponen óptimamente para la perfección de la operación intelectual. Y por eso dice el libro de Daniel, 1,17, que a ciertos jóvenes, abstinentes y continentes, les dio Dios la ciencia y la disciplina para comprender todo libro y sabiduría»[41]. La razón es que «el alma, cuando deja de ocuparse del propio cuerpo, se convierte en más hábil para entender lo más alto; por eso la virtud de la templanza, que distrae al alma de los deleites corporales, convierte principalmente a los hombres en más aptos para entender»[42].
En la misma dirección opera la virtud del desprendimiento de los bienes materiales. La persona apegada y, por tanto, excesivamente preocupada por ellos, es esclava de esos bienes y, en lugar de buscar las verdades realmente importantes para su vida y su salvación, tiende a fijar la atención tan sólo en aquellas cuyo conocimiento puede resultar útil para conservarlos y acrecentarlos[43]. De ahí que el afán de tener y consumir, tan fomentado a través de la publicidad, contribuya también a la disminución del interés por la verdad.
«El hombre animal no percibe las cosas del espíritu» (1 Co 2,14). Si la soberbia ciega porque la persona busca su propia excelencia por encima de todo, incluso por encima de la verdad, a la que no quiere reconocer ni subordinarse, los vicios de la sensualidad, en cambio, ciegan de un modo diferente, no porque el hombre quiera elevarse, sino porque se sumerge en los placeres.
Sobre la incapacidad para percibir las cosas del espíritu, Santo Tomás distingue entre el embotamiento del sentido intelectual y la ceguera del espíritu[44]. Tiene embotado el sentido intelectual aquel que no llega a conocer la verdad sobre los bienes espirituales más que por medio de múltiples explicaciones, y aun entonces no ve perfectamente todo lo que se refiere a su naturaleza. Es ciego de espíritu, en cambio, el que está totalmente privado del conocimiento de esos bienes.
Santo Tomás, siguiendo a S. Gregorio, afirma que el embotamiento del sentido intelectual tiene su origen en la gula, y la ceguera de la mente, en la lujuria[45]. La razón es que los placeres de la gula y de la lujuria llenan el alma de sensaciones embriagantes, de imaginaciones, recuerdos y deseos, y en medio de todo ello, el entendimiento no es libre para poder elevarse a la consideración de las cosas del espíritu[46]. En esta situación, además, la persona no aspira a elevarse, pues tiene su corazón donde considera que está su tesoro. Por el contrario, ante la necesidad de atender a los asuntos del espíritu, la persona esclavizada por la sensualidad siente molestia, malestar y tristeza. «El bien espiritual les parece a algunos malo, en cuanto es contrario al deleite carnal, en cuya concupiscencia están asentados» [47].
Por otra parte, la templanza es esencial también para que pueda existir la virtud intelectual y moral de la prudencia. En efecto, las tendencias apetitivas, en la medida en que están naturalmente bien orientadas y obedecen dócilmente a la razón, facilitan el correcto conocimiento moral; bajo su influjo, «el acto de la razón y el bien de la razón no resultan alterados de ninguna manera, sino más bien facilitados»[48]. La afectividad impregnada de racionalidad mediante las virtudes morales, desempeña una función importante en el conocimiento: indica dónde está el bien conforme a la razón e inclina a lo que es racionalmente bueno; de este modo la razón descubre lo que es bueno sin necesidad de largos y complicados razonamientos, sino de manera inmediata[49].
En cambio, «la intemperancia corrompe en grado sumo la prudencia. Por eso los vicios opuestos a la prudencia tienen su origen preferentemente en la lujuria, que es la principal especie de intemperancia»[50].
Las pasiones desordenadas como ya se ha dicho en capítulos anteriores- son un obstáculo para que la prudencia reflexione, juzgue y decida bien. «En cada uno de estos tres momentos deja su huella desoladora la lujuria. En lugar de llamar a sereno consejo a todas las potencias, impera la disipación y la ligereza (inconsideratio); el juicio se sucede sin que la razón pueda sopesar los pros y los contra (praecipitatio); y cuando el corazón se pone a decidir, caso de que realmente llegue a ello, opera, como si dijéramos, sin máscara de gas que filtre las impresiones que llegaron a través de los sentidos. Todo buen propósito quedará siempre amenazado por la inconstancia»[51]. Para que la prudencia pueda realizar con perfección cada uno de esos pasos se precisa, por tanto, la virtud de la templanza, que, haciendo orden (ordo rationis) en el interior del hombre, evita que la razón sea obnubilada o cegada por las pasiones sensibles.
La intemperancia destruye de una manera especial la capacidad de percibir los detalles concretos, tan necesaria para elegir prudentemente la acción que en cada circunstancia se debe realizar. La obsesión de gozar, que tiene siempre ocupado al hombre intemperado, le impide acercarse a la realidad serenamente y le priva del auténtico conocimiento[52]. «El abandono del alma, que se entrega desarmada al mundo sensible, paraliza y aniquila más tarde la capacidad de la persona en cuanto ente moral, que ya no es capaz de escuchar silencioso la llamada de la verdadera realidad, ni de reunir serenamente los datos necesarios para adoptar la postura justa en una determinada circunstancia»[53].
4. Templanza, libertad interior y capacidad de amar
La templanza, al moderar la inclinación a los placeres sensibles bajo el orden de la razón, hace posible que la voluntad no quede determinada o esclavizada por el apetito de esos placeres, y pueda amar libremente los distintos bienes que la recta razón le presenta. De ahí que una primera consecuencia de la templanza sea la libertad interior.
Hay que tener en cuenta que las energías que la templanza debe dominar, al ser esenciales para la vida humana, son muy fuertes y, por tanto, capaces de perturbar el espíritu humano en el más alto grado[54]. La ruptura interior de la persona humana, producida por el pecado original y los pecados personales, dificulta aún más el dominio de la razón sobre los apetitos. Pues bien, la templanza humana y sobrenatural restaña la herida de la concupiscencia y elimina la tensión interior entre las exigencias del apetito y el orden de la razón.
Esta armonía entre apetito y razón hace posible un mayor dominio de sí mismo, una mayor libertad y, por tanto, una mayor capacidad de amar a Dios y a los demás apasionadamente. Gracias a la templanza, las energías de la persona se encauzan, potencian y secundan la acción libre dirigida por la razón, comprometiendo en ella a la persona entera, en cuerpo y alma; las fuerzas de la pasión se ponen, entonces, al servicio del amor, de la propia perfección y de la construcción de la sociedad.
«Hombre moderado es el que es dueño de sí mismo. Aquel en el que las pasiones no consiguen la superioridad sobre la razón, sobre la voluntad y también sobre el corazón. ¡El hombre que sabe dominarse a sí mismo! Si es así, nos damos cuenta fácilmente del valor fundamental y radical que tiene la virtud de la templanza. Ella es justamente indispensable para que el hombre sea plenamente hombre. Basta mirar a alguno que, arrastrado por sus pasiones, se convierte en víctima de las mismas, renunciando por sí mismo al uso de la razón (como, por ejemplo, un alcoholizado, un drogado), y comprobamos con claridad que ser hombre significa respetar la dignidad propia, y por ello, entre otras cosas, dejarse guiar por la virtud de la templanza»[55].
Sin la templanza, aquellas energías se malgastan y desperdician; el hombre se torna esclavo de sus pasiones, a las que tiene que satisfacer cada vez con más urgencia, pero el corazón, hecho para Dios, no se aquieta nunca. «Buscando el placer por el placer, acaba esclavo de él, sin llegar a encontrar nunca verdadera satisfacción, ya que el placer toca sólo una dimensión y dura sólo lo que dura la acción. Una vez pasada, deja la amargura de la vaciedad, que requiere nuevos y más excitantes placeres para olvidarse y saciarse»[56]. El hombre se siente insatisfecho y angustiado, y si, en lugar de rectificar, sigue buscando su felicidad por un camino que no conduce a ella, termina destruyéndose a sí mismo y tal vez a los demás, porque no es raro que la intemperancia engendre violencia.
Se suele considerar la templanza como una virtud exclusivamente individual, o al menos con pocas o nulas repercusiones en la vida social. En la literatura y en el cine no es difícil encontrar personajes que, mientras llevan una vida destemplada (aspecto que los hace más simpáticos, liberales y tolerantes), se presentan como modelos de humanidad, capaces de dar su vida en honor de la amistad. Pero en realidad, la destemplanza no se conjuga nada bien con la entrega a los demás. Sólo la persona que es dueña de sí y domina sus pasiones puede darse sinceramente a los otros. La persona intemperante, en cambio, pone en los bienes sensibles y placenteros un amor que debería reservar para las personas, su yo egoísta se sitúa en el centro de todos los intereses y tiende a utilizar a los demás como objeto para la propia satisfacción.
Todas las faltas de templanza que acaban en un acto externo, contienen un elemento de injusticia. Esto es muy claro en el caso de algunos vicios contra la castidad, como el adulterio o la violación. Pero incluso los vicios contra la templanza que permanecen en oculto, en la medida que devienen en un acto exterior, llevan implícito un punto de injusticia, mayor o menor según el caso. «En una palabra, toda acción tiene una trascendencia social»[57], con las enormes consecuencias que este enunciado tiene para la vida política, la actividad legislativa, etc.
Los aspectos aparentemente costosos de la lucha por la templanza: esfuerzo, privación, etc., no debe hacer olvidar que esta virtud no se caracteriza propiamente por su negatividad. Todo lo contrario: el necesario aggere contra no hace más que potenciar las energías encerradas en la persona para hacerla capaz de una entrega plena a los demás.
El hombre templado «sabe prescindir de lo que produce daño a su alma, y se da cuenta de que el sacrificio es sólo aparente: porque al vivir así con sacrificio- se libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios.
»La vida recobra entonces los matices que la destemplanza difumina; se está en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes. La templanza cría al alma sobria, modesta, comprensiva; le facilita un natural recato que es siempre atractivo, porque se nota en la conducta el señorío de la inteligencia. La templanza no supone limitación, sino grandeza. Hay mucha más privación en la destemplanza, en la que el corazón abdica de sí mismo, para servir al primero que le presente el pobre sonido de unos cencerros de lata»[58].
5.1. La templanza en la Sagrada Escritura
La Sagrada Escritura se refiere a la templanza teniendo delante el hombre histórico es decir el hombre pecador y redimido, y hablando de las disposiciones necesarias para ser fiel a la Alianza (Antiguo Testamento) o para participar en el Reino de Dios (Nuevo Testamento). Este es el sentido de textos como los siguientes: «Y si uno ama la justicia, los frutos de su trabajo son virtudes; porque enseña templanza y prudencia, justicia y fortaleza: que son las cosas más ventajosas para los hombres en la vida» (Sab 8, 7); «Óyeme, hijo, y no me desprecies, y al final comprenderás mis palabras. Sé en todas tus acciones moderado, y ningún daño te alcanzará» (Si 31, 22).
Entre las enseñanzas del Nuevo Testamento sobre la templanza tienen especial importancia las cartas de san Pablo[59]. En unas ocasiones hablan de la sobriedad es decir, de la moderación o templanza como condición exigida a todos los cristianos: «No durmamos como los demás, sino estemos en vela y mantengámonos sobrios» (1 Ts 5, 6); «Como en pleno día tenemos que comportarnos honradamente, no en comilonas y borracheras, no en fornicaciones y en desenfrenos, no en contiendas y envidias; al contrario, revestíos del Señor Jesucristo, y no estéis pendientes de la carne para satisfacer sus concupiscencias» (Rm 13, 13-14). En otras, esa sobriedad se concreta con acentos particulares en el caso de los ministros sagrados (cf. 1 Tm 3, 2-3; Tit 1, 7), los ancianos (Tit 2, 2), etc. El motivo por el que se ha de vivir la sobriedad en relación con el uso de los bienes es que quienes se entregan a ellos o los usan inmoderadamente no entrarán en el reino de los cielos (cf. Ga 5, 19-21). Por otro lado, se enseña que la templanza es un don de Dios: «Porque Dios no nos dio un espíritu de timidez, sino de fortaleza, caridad y templanza» (2 Tm 1, 7) y, en consecuencia, está al alcance del cristiano vivir la moderación en el uso de los bienes (cf. Tit 2, 1-15).
En todos los contextos, la palabra templanza o sus equivalentes (moderación o sobriedad) aluden siempre a una actitud de señorío y dominio frente a los bienes creados. Pero no porque estos sean malos o porque lo sea la atracción que el hombre siente hacia ellos. Si el hombre ha de usar de ellos sobria o moderadamente, es porque, siendo buenos, puede llegar a amarlos de tal manera que se deje esclavizar por ellos, sin tener en cuenta su condición de criatura e hijo de Dios. La bondad de la creación es una enseñanza constante en la Escritura y en la Tradición: el pecado de los orígenes no ha destruido la bondad de el principio. Por eso afirma Juan Pablo II que «la moralidad cristiana jamás se ha identificado con la moralidad estoica. Al contrario, considerando toda la riqueza de los afectos y de las emociones de que todo hombre está dotado -por otra parte, cada uno de forma distinta: de una forma el hombre, de otra la mujer, a causa de la propia sensibilidad-, es necesario reconocer que el hombre no puede conseguir esta espontaneidad madura si no es por medio de una labor lenta y continua sobre sí mismo y una vigilancia particular sobre toda su conducta. En esto, en efecto, consiste la virtud de la templanza, de la sobriedad»[60].
5.2. La transformación de la templanza en la vida cristiana
En la vida cristiana, la templanza adquiere un nuevo y original sentido, sobre todo porque el modelo e ideal de la templanza y de todas las virtudes con ella relacionadas (sobriedad, castidad, desprendimiento, etc.) es Cristo, perfecto Dios y hombre perfecto.
La finalidad de esta virtud no se reduce ahora a la moderación de las pasiones como condición de una vida verdaderamente humana. Al entrar en el organismo de virtudes teologales, la templanza sufre una transformación, como sucede con las demás virtudes humanas. Concretamente, la fe hace que la templanza se ponga al servicio de la caridad y de la unión con Cristo[61].
Esto significa, por una parte, que las energías de la afectividad son encauzadas por la virtud de la templanza, dirigida por la fe, para que el hombre ame a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con toda su mente (cf. Mc 12, 30; Mt 22, 37), con el cuerpo y con el espíritu, con amor apasionado.
Por otra parte, por la identificación con Cristo, el cristiano vive la virtud de la templanza como participación en la misión redentora de Cristo. «La práctica de la templanza se convierte en una participación en la Pasión de Cristo, en una especie de muerte voluntaria. De este modo, la templanza se convierte, de alguna manera, en el instrumento de una vida nueva que nace el día de Pascua, en una participación en la vida misma de Cristo y en su caridad. Adquiere así una cierta dimensión teologal»[62].
En la vida del cristiano que se sabe corredentor con Cristo, la templanza refleja el rostro de Cristo ante los demás, de modo que todos se pueden sentir atraídos por Él. En este sentido, la templanza es imprescindible para que el cristiano pueda llevar a la práctica la vocación apostólica que ha recibido en el Bautismo.
Por último, la novedad de la templanza cristiana se manifiesta también en algunos modos específicos de vivir la castidad (celibato y virginidad), el desprendimiento de los bienes (prescindiendo de la propiedad sobre las cosas), etc., como expresiones de una entrega total al amor de Cristo, que Dios pide a algunas personas (tanto laicas como religiosas) otorgándoles la gracia para vivirlas.
J. GARCÍA LÓPEZ, Virtud y personalidad, EUNSA, Pamplona 2003.
J. NORIEGA, El destino del Eros. Perspectivas de moral sexual, Palabra, Madrid 2005.
J. PIEPER, Templanza, en Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1976.
S. PINCKAERS, Plaidoyer pour la vertu, Éd. Parole et Silence, Paris 2007.
K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, Razón y Fe, Madrid 1979.
[1] CEC, n. 1809.
[2] Entre los griegos se usan los términos enkráteia (derivado del verbo enkráteo: soy dueño) o sophrosine (derivado del verbo sophroneo: soy sabio, moderado).
[3] J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 221.
[4] Cf. P. LOMBARDO, II Sent., d. 27, a. 2; S.Th., I-II, q. 55, a. 4; II-II, 141, a 3.
[5] J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 282.
[6] S. Th., II-II, q. 141, a. 1, ad 1.
[7] J. GARCÍA LÓPEZ, Virtud y personalidad, EUNSA, Pamplona 2003, 173: «La temperancia, pues, tiene forma de inclinación o tendencia (...). Se malentiende la temperancia cuando se la concibe sólo como freno, como moderación, porque esencialmente es también tendencia o impulso». Y un poco más adelante, al hablar del componente de moderación que incluye la templanza, advierte: «y nótese que esa moderación no es una disminución de la energía, un simple freno o cortapisa, sino un positivo encauzamiento».
[8] J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 225.
[9] S. Th., II-II, q. 141, a. 2c.
[10] S. Th., II-II, q. 141, a. 2c. Cf. también De virtutibus, q. 1, a. 12. ad 23.
[11] S. Th., II-II, q. 141, a. 2, ad 3.
[12] S. Th., II-II, q. 141, a. 2c.
[13] Cf. S. Th., II-II, q. 141, a. 1, ad 1.
[14] Estas ideas son tratadas en profundidad por Santo Tomás en De virtutibus, q. 1, a. 13.
[15] S. Th., I-II, q. 59, a. 5c.
[16] S. Th., II-II, q. 143, a. 1c.
[17] S.Th., II-II, q. 144, a. 1c.
[18] Cf. J. NORIEGA, El destino del Eros. Perspectivas de moral sexual, Palabra, Madrid 2005, 155. Para una exposición más extensa de este tema, cf. K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, Razón y fe, Madrid 1979, 193-214.
[19] Cf. S.Th., II-II, q. 145.
[20] J. GARCÍA LÓPEZ, Virtud y personalidad, o.c., 176.
[21] S.Th., II-II, q. 146, a. 1c.
[22] S.Th., II-II, q. 146, a. 1, ad 2.
[23] Cf. S.Th., II-II, q. 149.
[24] S.Th., II-II, q. 151, a. 2.
[25] CEC, n. 2337.
[26] S. GREGORIO MAGNO, Moralia, 31, 45.
[27] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, o.c., n. 5.
[28] ID., Amigos de Dios, o.c., n. 177.
[29] Sto. Tomás sitúa aquí la humildad, la mansedumbre y la clemencia tomando como criterio el modo de obrar de estas virtudes, que cosiste en moderar. En el presente manual se ha optado por ordenarlas de acuerdo con su objeto. Así, la mansedumbre y la humildad han sido tratadas en el capítulo XV, en relación con la fortaleza y la esperaza; y la clemencia, en el capítulo XVI, en relación con la justicia.
[30] Cf. S.Th., II-II, q. 155, a. 1c.
[31] Cf. S.Th., II-II, q. 155, a. 4, ad 3.
[32] La estudiosidad ha sido tratada en el capítulo XIV, como virtud necesaria para adquirir las virtudes intelectuales.
[33] Cf. S.Th., II-II, q. 168, a. 2.
[34] Ibidem.
[35] Cf. S.Th., II-II, q. 168, a. 1c.
[36] S.Th., II-II, q. 168, a. 1, ad 3.
[37] Cf. S.Th., II-II, q. 169.
[38] R. YEPES STORK, La elegancia, algo más que buenas maneras, Revista Nuestro Tiempo, nº 508, octubre 1996, 110-123.
[39] JUAN PABLO II, Audiencia general, 22-XI-1978.
[40] S.Th., II-II, q. 180, a. 2c.
[41] S.Th., IIII, q. 15, a. 3c.
[42] S. TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentes, II, caps. 80 y 81.
[43] Cf. A. MILLÁN-PUELLES, El interés por la verdad, o.c., 149.
[44] Cf. S.Th., IIII, q. 15, a. 2c.
[45] Cf. S.Th., IIII, q. 15, a. 3.
[46] Ibidem. Véase también S.Th., IIII, q. 46.
[47] S. TOMÁS DE AQUINO, De Caritate, 12.
[48] S. TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentes, l. 3, c. 129, n. 7.
[49] Cf. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, o.c., 178-179.
[50] Cf. S. Th., II-II, q. 153, a. 5, ad 1.
[51] J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 242
[52] Por eso, y en este sentido, puede decir Aristóteles, y lo recoge Santo Tomás, que «los placeres corrompen la estimación de la prudencia» (S. Th., I-II, q. 59, a. 2, obj. 3).
[53] J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 242
[54] Cf. S.Th., II-II, q. 141, a. 2, ad 2.
[55] JUAN PABLO II, Audiencia general, 22-XI-1978.
[56] J. NORIEGA, El destino del Eros, o.c., 166.
[57] J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 109.
[58] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, o.c., n. 84.
[59] En otros escritos del Nuevo Testamento encontramos también enseñanzas sobre esta virtud. Las cartas de san Pedro ponen de relieve particularmente dos cosas: a) es una virtud que han de practicar todos los cristianos (cf. 1 P 1, 13-14); b) está unida a la fe (cf. 2 P 2, 6).
[60] JUAN PABLO II, Audiencia general, 22-XI-1978.
[61] Cf. PINCKAERS, S., Plaidoyer pour la vertu, Éd. Parole et Silence, Paris 2007, 281.
[62] Ibidem.
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