En el contexto de la misión del laico en la Iglesia es importante destacar la enseñanza del Concilio Vaticano II sobre la misión específica del laico de santificar el mundo desde dentro. Ello supone la consideración del mundo no sólo como el ámbito de esta santificación sino como materia de la misma. En este marco adquiere relevada importancia la consideración teológica del trabajo.
Esta disertación está centrada en algunos aspectos cristológicos del trabajo huma no; es decir, en la realidad de la dimensión redentora del trabajo, una vez que éste ha sido asumido por Cristo.
Se han señalado 4 líneas nucleares de investigación para desarrollar la filosofía y la teología del trabajo;
1) trabajo y construcción del cosmos
2) trabajo y vocación
3) trabajo y escatología
4) trabajo y dolor.
Las dos primeras vertientes (trabajo-construcción del cosmos y trabajo-vocación) suponen una consideración del trabajo a la luz de la Creación, en la que el hombre aparece como «perfeccionador perfeccionable», en expresión de Leonardo Polo.
La dimensión escatológica del trabajo y la relación entre trabajo y dolor, son aspectos que adquieren sentido desde la perspectiva de la Redención. Sin olvidar que la Redención revela de un modo nuevo y más admirable la verdad fundamental de la Creación. En palabras de Juan Pablo II la Redención viene a ser «ese misterio tremendo de Amor en el que la Creación es renovada».
De este modo, la consideración de la realidad del trabajo desde el ángulo de la Redención, asume las cuatro líneas de investigación a las que antes me he referido; de una parte tiene que ver con la construcción del Cosmos y es llamada vocacional del hombre; de otra, está muy relacionado con el tema del dolor y de la fatiga, y en último término, se relaciona con la escatología, pues en los «ciclos nuevos y en la tierra nueva» (Ap 21, 15) estarán presentes -transformados- los frutos del trabajo del hombre que hayan sido redimidos, es decir, reordenados según el querer de Dios.
Estas dimensiones del trabajo se explicitan cuando se consideran el modo en el que Dios determinó que se llevará a cabo la Redención. En ese modo se advierte la fidelidad de Dios a su originario sobre el mundo y sobre el hombre, ya revelado el día de la Creación.
Así Dios, al decretar la Encamación de su Hijo, hizo que la naturaleza humana quedara asociada indisolublemente a la misión reconciliadora confiada a su Hijo Unigénito.
En efecto, Cristo -Hombre Perfecto- realiza plenamente en su humanidad lo que Dios había deseado, desde el principio, que hiciera el hombre. Así se cumple de forma plena el homenaje de amor, de adoración, de obediencia y de entrega, que el hombre debe a Dios como a su Creador. El mundo ya no podrá olvidar que Dios es su Señor, porque Cristo, centro del Cosmos y de la Historia, no podrá olvidarlo.
Esta reconciliación de todo lo humano con Dios, se realiza a través de los actos propios de la naturaleza humana de Jesucristo. Cristo es verdadero hombre; trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Y de entre sus actos humanos, el valor redentor proviene fundamentalmente de los actos internos de su alma, en particular de su Amor.
La pregunta que me he formulado, va dirigida a inquirir sobre valor redentor del trabajo de Cristo, y podría formularse así: ¿qué relación existe entre el Amor de Cristo y el trabajo de los 30 años de su vida oculta?
Para esclarecer esta cuestión es preciso abordar primero, algunas consideraciones antropológicas acerca del trabajo.
Las investigaciones más recientes están poniendo de relieve, cada vez con más fuer za, las implicaciones que tiene el hecho de que el autor del trabajo sea una persona, es decir, un ser espiritual. El hombre, por tener espíritu, es dueño de sus actos, se posee sí mismo. Está abierto a la comunicación con los demás. Es capaz de darse sin perderse. Es también capaz de recibir donaciones y de corresponder a ellas. En definitiva, una de las características más importantes que definen a un ser personal es la capacidad de amar, que se manifiesta en desear y procurar el bien de la persona amada.
Sin embargo, para penetrar a fondo de esta capacidad humana, es necesario también considerar al hombre en su dimensión corporal, pues la corporalidad forma parte de su esencia.
A la vez, el cuerpo humano presupone y connota el Cosmos, la Naturaleza, puesto que se realiza en ella, dice relación a ella.
En tercer lugar hay que tener en cuenta que el hombre es un ser histórico: no solo en cuanto que cada hombre tiene su propia historia individual, su biografía, sino en el sentido de que cuando nace se encuentra inserto en la historia -la de la humanidad- que está a mitad de camino, porque aún no ha llegado a su término. El hombre es, en tanto que histórico, un ser dotado de misión, llamado a actuar, con un papel único e irrepetible.
Pues bien, en este contexto es donde se inserta el sentido del trabajo humano. Como afirma el Prof. Illanes: «en un ser espiritual, corporal e histórico a la vez, el amor implica el trabajo, el esfuerzo por dominar la naturaleza y orientarla en beneficio y en servicio del amado». Es ese amor lo que, al implicarlo y provocarlo, dota al trabajo de sentido. La significación última y radical del trabajo no se capta en la mera relación hombre-naturaleza (aunque la presuponga) -puesto que esa relación ha de ser situada en un haz de relaciones más hondo y radical; la relación de cada persona singular con las demás personas y con Dios-.
De cara a Dios el trabajo se revela como una participación en el desempeño de la misión que Él, al colocar al hombre sobre la tierra le ha confiado: la de transformar la tierra. Por eso se puede decir que el trabajo adquiere su valor último desde la vocación, es decir, desde la llamada que Dios dirige al hombre dotando de sentido toda su existencia.
De cara a los hombres, el trabajo se nos presenta como amor que se manifiesta en forma de obras de servicio -en cuanto fuente de recursos para satisfacer las necesidades humanas tanto materiales como espirituales-, de nuestra colaboración en la realización del dominio sobre las cosas, de comunión en la alegría ante la común experiencia de dominio y servicio.
Amor es, en el hombre -al menos en el hombre situado en la historia-, amar con obras, y con obras bien hechas, que alcanzan -también en lo técnico- la meta a la que se ordenan.
Si aplicamos todo esto al VERBO ENCARNADO, emerge con todo su sentido el por qué de la vida de trabajo de Cristo. Él, al asumir todo lo humano asumió en plenitud la vocación originaria del hombre: la destinación originaria al trabajo que Dios le dio en la Creación.
Si Jesucristo vino a renovar la Creación, a través de su Amor pleno a Dios y a los hombres, era lógico que trabajara, porque en cuanto hombre, también para Él, el amor implicaba el trabajo.
Jesucristo trabajó participando del poder creador que Dios ha dado a los hombres, y fue fiel a la vocación humana de transformar la tierra. Trabajó para servir con obras a los hombres con los que convivió.
Es preciso considerar además la perfección espiritual de Cristo. Desde el primer instante de su concepción tuvo plenitud de gracia y por tanto plenitud de Amor.
Recibió la gracia por un acto espiritual libre y por ello todos sus actos humanos fueron meritorios desde el primer instante.
Por vía de mérito, todos los actos de Cristo fueron redentores, también los años de vida oculta, dedicados principalmente al trabajo y al hogar.
Trabajo y dolor
Hasta aquí, he venido considerando las relaciones entre el Amor y el trabajo en la dimensión redentora del trabajo de Cristo.
Voy a tratar ahora de otro aspecto íntimamente unido a la dimensión redentora del trabajo: la fatiga, el dolor que acompaña siempre al trabajo humano en la situación presente, y que es parte integrante de la Redención.
A la luz de las consideraciones anteriores será preciso ver la conexión entre el Amor y el Dolor condición necesaria para que el dolor sea materia de Redención.
Como es sabido la obra de nuestra Salvación no puede ser suficientemente explicada, teniendo en cuenta solamente la perfección espiritual de Jesucristo: su plenitud de gracia y de Amor.
La Redención hay que considerarla a la luz de la solidaridad de Cristo nuevoAdán, con el género humano.
En efecto, con su Encamación, Cristo toma sobre sí el peso de la historia; asume el peso del destino de la humanidad a la que se ha unido.
Esto nos conduce a detenemos –no sólo en la perfección espiritual de Cristo sino en la porción de fragilidad que asume su humanidad: su cuerpo pasible es vulnerable, sufre las necesidades a las que están sometidos los demás hombres a causa del pecado, el cansancio, la sed, el hambre, la fatiga, en definitiva: el dolor.
Sin embargo, no se deben separar en Cristo la perfección de su alma y la debilidad de su cuerpo, pues todo acto humano en cuanto tal nace de una intimidad voluntaria y para ser meritorio ha de estar informado por la gracia y por el amor.
En la Redención no se puede considerar el Dolor y el sufrimiento separado del Amor. Considerar el dolor aisladamente sería recaer en el planteamiento luterano de una mera sustitución penal, desvinculada de la actividad de la humanidad de Cristo.
Por otra parte, si se considera la Redención únicamente desde el aspecto del Amor, es incomprensible el valor del dolor en nuestra Salvación.
Por tanto, es preciso calibrar adecuadamente tanto el papel del Amor como el papel del Dolor en la Redención, dándole a cada uno la importancia debida. Sería errado insistir exclusivamente en el aspecto penal o en el aspecto moral. No parece, por tanto, adecuada la interpretación de quienes afirman que Cristo nos redimió patiens, non patiendo, resumiendo en esa expresión el pensamiento de que el dolor es, en la Redención, un elemento de hecho, que está ahí, pero que carece de especial relevancia redentora.
Tomás de Aquino al estudiar estas cuestiones parte de la realidad histórica y busca comprender por qué también al dolor le corresponde un papel capital en nuestra Redención. Se pregunta el Aquinate qué hará falta para la liberación del pecado, y responde: la penitencia, de la que la satisfacción, el dolor, es la expresión concreta.
«Para que una obra sea satisfactoria es preciso que sea una obra buena, a fin de dar honor a Dios, y que tenga un carácter penal, a fin de sustraer algo al pecador».
Que se requieran obras penales, no sólo es porque haya que devolver a Dios el honor debido -como afirmaba San Anselmo- sino porque el pecado es un mal para el hombre mismo, porque le lleva a actuar contra el orden establecido por Dios, quebrantando sus leyes. Por ello es conveniente que la voluntad se aparte del pecado por medio de aquello que es contrario a lo que le inclinó a pecar. De este modo, «con tal pena se restaura el orden divinamente establecido».
Todo ello sin olvidar que la satisfacción es una pena pero voluntariamente llevada. Por tanto, las obras satisfactorias tienen que tener al mismo tiempo los dos elementos: el penal y el moral.
En esta concepción se alcanza un equilibrio entre el dolor y el Amor: constituyen una unidad, el dolor es como la «quasi materia» de la satisfacción, mientras que el amor es el principio que le da eficacia. El dolor es como una materia moldeable que depende de cómo se utilice: si está informado por el amor y aceptado libremente es grato a Dios y restablece el orden roto por el pecado.
Aplicando lo que acabamos de decir sobre el dolor, a la vida de Cristo podemos concluir que el motivo por el cual Cristo asumió el dolor fue para transformarlo por el Amor y convertirlo en medio de Redención.
Y ciñéndonos a la vida de trabajo de Cristo, éste nos redime no solo por el mérito infinito de sus actos libres, sino porque ha asumido también el dolor, la fatiga, el cansancio inherente al trabajo del hombre, para hacerlo medio de salvación: para curar precisamente con ese dolor transformado por el Amor el desorden introducido en el hombre y en el mundo por el pecado.
Después de analizar el valor redentor del trabajo de Cristo desde el ángulo del Amor y del Dolor quiero leer un texto de la predicación de San Josemaría Escrivá de Balaguer:
«Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra (...). Así vivió Jesús durante seis lustros: era el hijo del carpintero. Después vendrán los tres años de vida pública, con el clamor de las muchedumbres. La gente se sorprende: ¿quién es éste?, ¿dónde ha aprendido tantas cosas? Porque había sido la suya, la vida común del pueblo de su tierra. Era el carpintero, hijo de María. Y era Dios, y estaba realizando la Redención del género humano, y estaba atrayendo a Sí todas las cosas».
El Fundador del Opus Dei explicó muchas veces como esos años ocultos del Señor no son algo sin significado, ni tampoco una simple preparación de los años que vendrían después, los de la vida pública.
Su enseñanza tiene implicaciones en la temática tradicional de la CRISTOLOGIA y de la SOTERIOLOGIA. Sobre todo reivindica con energía la estrecha unidad soteriológica que forma toda la vida de Cristo, desde la Encarnación a la Cruz y a la Redención, subrayando el carácter también redentor que tiene la vida oculta de Cristo, que no es en modo alguno solamente una preparación a una Redención que vendrá después.
Podemos decir, por tanto, recogiendo lo anteriormente dicho, que Jesucristo asumió el trabajo como una consecuencia esencial de la Encarnación redentora, porque el trabajo es el modo de amar de las personas que además de espíritu tienen cuerpo e historia. Cristo nos vino a redimir con su amor humano, y en el hombre el amor implica y provoca el trabajo como una de las principales manifestaciones. Por tanto, -desde el punto de vista del Amor- el hecho de que trabajara era esencial para la Redención. Era una exigencia del Amor mismo a través del cual nos redimió, porque trabajar es el modo de amar propio de los hombres.
Y tenido en cuenta que al Encarnarse asumía el peso de la historia de la humanidad pecadora, asumió también la fatiga inherente al trabajo después del pecado, para transformarlo -por obra del Amor- en instrumento de Redención.
Llegados a este punto, me interesa destacar ahora cómo la Redención hace posible y es modelo para el hombre nuevo, para el hombre redimido, que participa con su actividad en la tarea de la co-redención.
Uno de los efectos más importantes de la Redención es en palabras de Juan Pablo II «que restituye en el hombre su fuerza creadora». La Redención es una restauración de la libertad de amar y a través de la elevación a la gracia de la capacidad de mérito.
Con la Redención la vida del hombre adquiere nuevas dimensiones y, en concreto, las adquiere su trabajo.
El hombre nuevo, trabajando en gracia está colaborando activamente, con merito propio en la co-redención. Con la Redención encuentra también sentido la fatiga, el cansancio, «el sudor de la frente» que el trabajo comporta. Después de Cristo y en Cristo, toda dificultad, adquiere -unido al dolor de Cristo- un sentido redentor. Para ello, ha de ser también transformado por el amor. El dolor -que en sí mismo no tiene valor- si es ocasión de unirse a la Cruz de Cristo, aceptado libremente se convierte en instrumento liberador. Y cumple, en la economía de la redención el papel de devolver al hombre mismo y al Cosmos, el orden que por el pecado fue roto en la Creación.
En este contexto se entiende la afirmación de Juan Pablo II de que «el trabajo con toda su fatiga -quizás en un cierto sentido, debido a ella»- es un bien para el hombre.
Volviendo de nuevo al valor redentor de los años de trabajo ordinario de Cristo, se hace asequible que la vida de Cristo se reproduzca en la vida del cristiano.
El trabajo profesional y las relaciones de su vida ordinaria son el camino por el cual el cristiano corriente, el laico, dentro de la Iglesia, ha de contribuir a la Redención.
Pues no sólo los trabajos directamente relacionados con el culto y la administración de los sacramentos contribuyen a la realización de la Redención. También «quien instaura relaciones sociales más sanas, quien levanta una cultura, quien espiritualiza las condiciones de vida, es verdaderamente un instrumento del Señor en la restauración cristiana del mundo».
Santificando el mundo desde dentro, el laico contribuye, en palabras del Fundador del Opus Dei, «a poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas».
Blanca Castilla de Cortázar en radoctores.es
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