Introducción
Desde el 26 de junio de 1975, innumerables personas de países y condiciones diversas han venido expresando la profunda e indeleble huella que ha dejado en sus almas la vida y la enseñanza de san Josemaría Escrivá de Balaguer. Entre estas personas, están también quienes se dedican al cultivo de la ciencia teológica, testimoniando que las aportaciones del Padre —como le llamamos muchos miles de personas en todo el mundo— a la Teología, en su sentido más pleno, hacen de sus enseñanzas un punto de referencia de primera magnitud para el quehacer teológico.
Con palabras de quien mejor puede orientarnos en la tarea de estudiar, bajo cualquier aspecto, la obra de san Josemaría Escrivá de Balaguer —su sucesor como Presidente General del Opus Dei, el beato Álvaro del Portillo—, entre las características de la predicación del Padre hay que destacar, «en primer lugar, la profundidad teológica. Las homilías no constituyen un tratado teológico, en el sentido corriente de la expresión. No han sido concebidas como un estudio o una investigación sobre temas concretos; están pronunciadas a viva voz, ante personas de las más diversas condiciones culturales y sociales, con ese don de lenguas que las hace asequibles a todos. Pero esos pensamientos y consideraciones están tejidos en el conocimiento asiduo, amoroso de la Palabra divina.
«Nótese, por ejemplo, cómo el autor comenta el Evangelio. No es nunca un texto para la erudición, ni un lugar común para la cita. Cada versículo ha sido meditado muchas veces y, en esa contemplación, se han descubierto luces nuevas, aspectos que durante siglos habían permanecido velados» [1].
Sin duda, una de esas luces nuevas, de esos aspectos que habían permanecido velados durante siglos, es el sentido de la filiación divina, entendida no como una simple verdad teórica entre otras muchas, sino contemplada y vívida como capital punto de apoyo, como fundamento, de toda la existencia cristiana.
Un eco del impacto vital de la novedad de esta enseñanza del Padre —vieja como el Evangelio y como el Evangelio nueva, diría—, lo encontramos, por ejemplo, en aquel punto de Camino: «"Padre —me decía aquel muchachote (¿qué habrá sido de él?), buen estudiante de la Central—, pensaba en lo que usted me dijo... ¡que soy hijo de Dios!, y me sorprendí por la calle, 'engallado' el cuerpo y soberbio por dentro... ¡hijo de Dios!"
»Le aconsejé, con segura conciencia, fomentar la 'soberbia'» [2].
Somos hijos de Dios: una luz nueva que, con ímpetu divino y altura contemplativa, san Josemaría Escrivá de Balaguer hizo —antes que doctrina teológica, y no sin particular providencia de Dios—alma de su misma alma.
«Por motivos que no son del caso —pero que bien conoce Jesús, que nos preside desde el Sagrario—, la vida mía me ha conducido a saberme especialmente hijo de Dios, he saboreado la alegría de meterme en el corazón de mi Padre, para rectificar, para purificarme, para servirle, para comprender y disculpar a todos, a base del amor suyo y de la humillación mía.
«Por eso, ahora deseo insistir en la necesidad de que vosotros y yo nos rehagamos, nos despertemos de ese sueño de debilidad que tan fácilmente nos amodorra, y volvamos a percibir, de una manera más honda y a la vez más inmediata, nuestra condición de hijos de Dios.
El ejemplo de Jesús, todo el paso de Cristo por aquellos lugares de oriente, nos ayudan a penetrarnos de esa verdad. Si admitimos el testimonio de los hombres —leemos en la Epístola—, de mayor autoridad es el testimonio de Dios (1Jn 5, 9). Y, ¿en qué consiste el testimonio de Dios? De nuevo habla San Juan: mirad qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos... Carísimos, nosotros somos ya ahora hijos de Dios (1Jn 3, 1-2)» [3].
Ese vivir como hijo de Dios siempre, ha informado también todo su hablar de Dios, de manera que en su enseñanza «el nervio central es el sentido de la filiación divina, constante en la predicación del Fundador el Opus Dei. El autor se hace continuamente eco de la enseñanza de San Pablo: "Los que se rigen por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Porque no habéis recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre! Porque el mismo Espíritu está dando testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y siendo hijos, somos también herederos; herederos de Dios, y coherederos con Jesucristo, con tal de que padezcamos con El, a fin de que seamos con El glorificados" (Rm 8, 14-17).
«En ese texto trinitario —la Trinidad Beatísima es otro de los temas frecuentes en estas Homilías—, se nos indica el camino que lleva, en el Espíritu Santo, al Padre. El Camino es Jesucristo, que es Hermano, amigo —el Amigo—, Señor, Rey, Maestro. La vida cristiana estriba entonces en tratar continuamente a Cristo; y ese trato tiene lugar en la vida diaria, sin apartar a nadie de su sitio» [4].
La existencia cristiana tiene así una característica radical, que la cualifica en todos sus aspectos: es la vida de los hijos de Dios. «La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo» [5].
Precisamente, afirma el beato Álvaro del Portillo, «ésta es la idea central del mensaje de Monseñor Escrivá de Balaguer: que la santidad —la plenitud de la vida cristiana— es accesible para todo hombre, cualquiera que sea su estado y condición, y que la vida ordinaria, en todas sus situaciones, ofrece la ocasión para una entrega sin límites al amor de Dios, y para un ejercicio activo del apostolado en todos los ambientes» [6]. Y la Obra que Dios encomendó al Padre —el Opus Dei— puede resumirse como «camino de santificación en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano» [7], es decir, en medio del mundo. Pero, en cualquier circunstancia, «la santidad, tanto en el sacerdote como en el laico —escribía san Josemaría Escrivá de Balaguer en 1945—, no es otra cosa que la perfección de la vida cristiana, que la plenitud de la filiación divina» [8].
Se entiende, pues, que desde el principio el Padre haya afirmado que «la filiación divina es el fundamento del espíritu del Opus Dei» [9]. Un fundamento que, siendo el mismo que el de la vida cristiana en toda su riqueza, confiere a ese espíritu una universalidad por la que en él pueden encontrar su camino —y de hecho lo han encontrado— multitudes de personas de toda raza y condición.
Este espíritu, que tiende a manifestarse primariamente en la vida interior de cada uno, informa consecuentemente la misma organización de los apostolados que el Opus Dei lleva a cabo corporativamente. En una de las entrevistas de prensa, recogidas en el volumen Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, el Padre señalaba, entre las características fundamentales de los apostolados del Opus Dei, «la primacía que en la organización de nuestras labores concedemos a la persona, a la acción del Espíritu en las almas, al respeto de la dignidad y de la libertad que provienen de la filiación divina del cristiano» [10].
En estas páginas, se ofrece un primer esbozo de análisis y sistematización, que ayude a la comprensión de la riqueza teológica —verdaderamente impresionante— que contienen las enseñanzas del Fundador del Opus Dei sobre la filiación divina. Semejante tarea es a la vez fácil y difícil. Fácil, porque los textos del Padre, junto a su profundidad, poseen una extraordinaria claridad y fuerza de penetración espiritual: no es necesario interpretarlos, y menos aún someterlos a vivisecciones que quizá les privarían de vida. Difícil, en cambio, porque de hecho la filiación divina lo informa todo en su espíritu y en su palabra, y no está circunscrita a unos cuantos pasajes de sus escritos, por numerosos que fuesen. En este sentido, no basta buscar y estudiar los párrafos o páginas en que figura la expresión filiación divina, o sus equivalentes y derivados. Si el Padre habla o escribe sobre la fe, se trata de la fe de los hijos de Dios, así como al predicar sobre fortaleza trata de la fortaleza de los hijos de Dios, y al contemplar la realidad de la conversión y la penitencia, su palabra versa sobre la conversión de los hijos de Dios... Toda virtud, todo aspecto del existir cristiano —y aun humano en general— está caracterizado desde dentro, en su vida, en su voz y en su pluma, por ser de los hijos de Dios. Además, toda esta doctrina en sí misma —y más cuando se expresa como fruto de una alta contemplación, y no de una simple especulación— escapa a cualquier sistematización entendida al modo racionalista.
No es éste el lugar y momento de intentar siquiera una aproximación a lo que podríamos llamar biografía espiritual de san Josemaría Escrivá de Balaguer. Ciertamente seria una luz más poderosa que el simple análisis teológico objetivo, más académico, que nos ocupa en estas páginas. Sin embargo, la excepcional riqueza —humana y sobrenatural— de su alma enamorada de Dios, se trasluce constantemente en todas sus palabras.
En cualquier caso, para disponernos a contemplar el misterio de nuestra filiación divina sobrenatural, guiados por san Josemaría Escrivá de Balaguer, sí parece muy conveniente narrar, aunque sea muy brevemente, un episodio concreto de su vida, de aquello que podríamos llamar su biografía espiritual.
El Padre desde el principio, desde niño, había vivido su trato con Dios con la confianza de quien ve en Él a un Padre amoroso y omnipotente. Pero fue en 1931 —en Madrid, mientras viajaba en un tranvía— cuando Dios quiso grabar a fuego en su alma y con una nueva luz, el conocimiento y el sentimiento de la filiación divina. Hacía apenas tres años desde que el Señor le había confiado la fundación del Opus Dei; una labor universal, de tal envergadura y novedad que las dificultades y la incomprensión formaban una barrera humanamente insuperable. Muchos años después, comentaría: «Cuando el Señor me daba aquellos golpes, allá por el año treinta y uno, yo no lo entendía. Y de pronto, en medio de aquella amargura tan grande, esas palabras: Tú eres mi hijo (Sal II, 7), tú eres Cristo. Y yo sólo sabía repetir: Abba, Pater!; Abba, Pater!, Abba!, Abba!, Abba! Y ahora lo veo con una luz nueva, como un nuevo descubrimiento: como se ve, al pasar los años, la mano del Señor, de la Sabiduría divina, del Todopoderoso. Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón —lo veo con más claridad que nunca— es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios».
Todas las páginas que seguirán son, en el fondo, un comentario —hecho en su mayor parte con palabras del mismo san Josemaría Escrivá de Balaguer— de este texto impresionante, en el que ya se adivina una inigualable riqueza no sólo ascética y mística, sino también teológico dogmática, a la vez que no puede dejarse de vislumbrar el don de Dios a un alma singularmente privilegiada y fidelísima en su correspondencia al Amor.
l. Ser hijos de Dios
1. El designio divino
Si buscamos una comprensión honda, radical y realista, de nuestra vida, antes que nada hemos de levantar nuestra vista hacia el Cielo, porque sólo en Dios, en su designio global sobre la historia nuestra, podemos encontrar el porqué y el para qué de la existencia. No sólo porque somos criaturas, sino que, además, «hemos sido establecidos en la Tierra para entrar en comunión con Dios mismo» [11].
La naturaleza humana posee, en sí misma, una consistencia y una dignidad creatural. Sin embargo, el último porqué de su efectiva creación por parte de Dios está más allá de ella misma: Dios nos ha creado, porque ha querido, para darnos gratuitamente una dignidad superior, estrictamente sobrenatural: ser hijos suyos, alcanzar la felicidad de ser domestici Dei, de su familia [12].
Es decir, «no estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres.
«Esa es la gran osadía de la fe cristiana —nos enseña san Josemaría Escrivá de Balaguer—: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo» [13].
Creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios..., para penetrar en la intimidad divina: he aquí la conexión inmediata en que se nos revela el designio de Dios sobre los hombres con el misterio supremo de la Santísima Trinidad. Por su infinita Bondad, Dios ha creado todas las cosas, y entre ellas algunas —las espirituales— las ha hecho de tal modo que pudieran ser introducidas en su intimidad familiar, en la Vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, sin destruir, sin forzar, su propia naturaleza de criaturas. El modo de esa introducción, de esa adopción, es la filiación divina: entramos en comunión con Dios por la vía de la filiación, que en Dios es el mismo Hijo Unigénito del Padre.
Sabemos que, en los inicios mismos de la historia, «Adán no quiso ser un buen hijo de Dios, y se rebeló. Pero se oye también, continuamente, el eco de ese felix culpa —culpa feliz, dichosa— que la Iglesia entera cantará, llena de alegría, en la vigilia del Domingo de Resurrección (Pregón Pascual).
«Dios Padre, llegada la plenitud de los tiempos, envió al mundo a su Hijo Unigénito, para que restableciera la paz; para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem flliorum reciperemus (Ga 4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, liberados del yugo del pecado, hechos capaces de participar en la intimidad divina de la Trinidad. Y así se. ha hecho posible a este hombre nuevo, a este nuevo injerto de los hijos de Dios (cfr. Rm 6, 4-5), liberar a la creación entera del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 5-10), que los ha reconciliado con Dios (cfr. Col 1,20)» [14].
Esta es la historia real: por designio divino, nuestro ser hijos de Dios, o es efectivo y actual por la gracia, o es rechazo —abandono de la casa del Padre— por el pecado [15]. Un abandono de la intimidad familiar divina que supone una trágica desnaturalización —¡hijos desnaturalizados! —, porque la naturaleza del hijo de Dios es la naturaleza humana sanada y elevada por la gracia, que nos hace divinae consortes naturae [16].
Desde esa desnaturalización, en la que todos nacemos por el pecado original, sólo podemos ser regenerados, volver a ser aptos para participar en la intimidad divina de la Trinidad, si somos injertados en Cristo, que «nos ha elevado a su nivel, al nivel de los hijos de Dios, bajando a nuestro terreno: al terreno de los hijos de los hombres» [17].
2. Hijos de Dios, partícipes de la Vida divina de la Santísima Trinidad
El modo en que Dios nos constituye miembros de su familia [18], es pues uno concreto: la filiación. Esta familiaridad divina no es, en nosotros, una simple cuestión moral, un simple comportamiento, sino que se fundamenta en una real transformación —elevación, adopción—, pues «la fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado» [19], es decir metido verdaderamente en Dios, introducido a participar de la vida divina; de esa Vida que son las Procesiones eternas de la Santísima Trinidad: ésta es la esencia y la radical novedad de la nueva creación, del orden sobrenatural.
Al conocer —y, de algún modo, experimentar— esta realidad divina de nuestro endiosamiento, destaca siempre con fuerza su carácter de don gratuito, que se edifica sobre nuestra debilidad. Ser familiares de Dios no es una conquista nuestra, no es un humano progreso, de tal modo que «la conciencia de la magnitud de la dignidad humana —de modo eminente, inefable, al ser constituidos por la gracia en hijos de Dios— junto con la humildad, forma en el cristiano una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la vida, sino el favor divino. Es ésta una verdad que no puede olvidarse nunca, porque entonces el endiosamiento se pervertirla y se convertirla en presunción, en soberbia y, más pronto o más tarde, en derrumbamiento espiritual ante la experiencia de la propia flaqueza y miseria» [20].
Por tanto, «aun en los momentos en los que percibamos más profundamente nuestra limitación, podemos y debemos mirar a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, sabiéndonos participes de la vida divina» [21].
Este participar, este tomar parte, posee el dinamismo eterno de las divinas Procesiones intra-trinitarias, al realizarse el prodigio sobrenatural de «la acción de un mismo Espíritu, que haciéndonos hermanos de Cristo nos conduce hacia Dios Padre» [22]; es la maravilla inefable de nuestra filiación divina, que se nos manifiesta como nuestro modo de «participar en esa corriente de amor, que es el misterio del Dios Uno y Trino» [23]. Esta es la sustancia del orden sobrenatural: el misterio Trinitario proyectado en nosotros o, mejor aún, nosotros adoptados, introducidos, a vivir en El, a través de la Filiación, a través del Hijo. «Hemos sido constituidos hijos de Dios. Con esta libre decisión divina —escribía san Josemaría Escrivá de Balaguer en 1967—, la dignidad natural del hombre se ha elevado incomparablemente: y si el pecado destruyó ese prodigio, la Redención lo reconstruyó de modo aún más admirable, llevándonos a participar todavía más estrechamente de la filiación divina del Verbo».
No sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos; no sólo Dios, en un derroche de bondad, quiere que le tratemos como a un padre, sino que en un derroche incomparablemente mayor de su amor, nos adopta como hijos suyos en sentido estricto, aunque limitado, parcial; por participación de la Única Filiación divina en sentido estricto: la que constituye la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo Unigénito del Padre: «ved qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos en efecto (1Jn 3, 1). Hijos de Dios, hermanos del Verbo hecho carne, de Aquel de quien fue dicho: en él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres (Jn 1, 4). Hijos de la luz, hermanos de la luz: eso somos» [24].
Hermanos del Verbo hecho carne, de Cristo Señor Nuestro, no sólo porque El haya querido participar de nuestra humanidad, sino —sobre todo— porque, por don inefable de Dios, hemos sido hechos partícipes de su Filiación, de El mismo.
Aquí la razón no llega, no puede llegar, porque en fe caminamos y no en visión [25]. La teología necesita —especialmente en estas alturas del misterio— ser vida teologal, contemplación, y en su discurso racional iluminado por esa fe y esa contemplación, el camino de la analogía con el orden natural puede también ayudarnos.
Participar de la Filiación de quien es Unigénito —Hijo Único del Padre— nos habla de poseer parcialmente, limitadamente, lo que en El subsiste en Totalidad e infinitud, de modo que esa participación no multiplica ni menoscaba esa Unidad-Totalidad. Nos situamos así ante una donación de Dios a nosotros análoga semejante y desemejante a la donación del ser en que consiste la creación. Dios Es; El es el Ser, en Totalidad intensiva y Unicidad. Nosotros somos por participación: tenemos ser, pero no somos el Ser; y la multiplicidad de las criaturas no multiplica ni menoscaba la Unidad-Totalidad de la Plenitud de Ser divina. Esta realidad de la creación comporta —lo conocemos por la razón y nos lo confirma la fe— una íntima presencia divina en todas las cosas, un ser en Dios: in ipso enim vivimus, et movemur et sumus [26]. Análogamente, ser hijos de Dios en sentido estricto, pero parcial —es decir, participar de la Filiación del Verbo—, nos descubre que somos hijos de Dios en el Hijo, porque sin dejar de ser Unigénito es Primogénito entre muchos hermanos, pues Dios quos praescivit, et praedestinavit conformes fleri imaginis Filii sui, ut sit ipse primogenitus in multis fratribus [27].
Al intentar avanzar en esta contemplación teológica, no podemos nunca olvidar que «tratando a cualquiera de las tres Personas, tratamos a un solo Dios; y tratando a las tres, a la Trinidad, tratamos igual mente a un solo Dios único y verdadero» [28]. Este misterio de nuestro ser hijos de Dios, se ilumina todavía más al considerar la realidad cristiana fundamental: el cristiano es, debe ser cada vez más, no sólo imitador de Cristo, sino, de modo misterioso pero real, el mismo Cristo: ipse Christus.
3. Hijos de Dios en Cristo: ser «ipse Christus»
«Yo he sido por El constituido Rey sobre Sión, su monte santo, para predicar su Ley. A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy (Sal 2, 6-7). La misericordia de Dios Padre nos ha dado como Rey a su Hijo. Cuando amenaza, se enternece; anuncia su ira y nos entrega su amor. Tú eres mi hijo: se dirige a Cristo y se dirige a ti y a mí, si nos decidimos a ser alter Christus, ipse Christus» [29]. La filiación divina es única: el Verbo, el Unigénito del Padre; y participando en Ella somos nosotros constituidos hijos de Dios. Misterio ciertamente insondable, meta inasequible y aun incomprensible para nuestra capacidad humana. Pero Dios, en su providencia amorosa, nos ha dado a Cristo —el Verbo encarnado— como «el Camino, el Mediador; en El, todo; fuera de Él, nada» [30]. Toda la intimidad divina se nos abre en El, y sin El ninguna participación en la Filiación nos es dada, porque El, Cristo —Dios y Hombre—, es esa Filiación en cuanto Dios y la posee plenamente —por la unión in Persona— en cuanto Hombre.
Cristo es el Unigénito del Padre, y nosotros somos hijos de Dios en la medida en que somos el mismo Cristo, ipse Christus. Nunca podremos alcanzar una completa comprensión de esta realidad. Sin embargo, saber que «el cristiano está obligado a ser alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo» [31], como ha enseñado constantemente san Josemaría Escrivá de Balaguer, orienta decisivamente nuestra vida, nuestro modo de corresponder a la acción divina, que es la única capaz de hacemos más y más el mismo Cristo, y en El, más y más hijos de Dios.
«Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con El, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con El nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo» [32].
El camino de nuestra entrada en la intimidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es seguir a Cristo, pero de tal modo que no sólo le imitemos, sino que lleguemos a identificarnos con Él. Sólo así Nuestro Señor es Primogénito entre muchos hermanos sin dejar de ser el Unigénito del Padre: nosotros no somos hijos del Padre cada uno por su cuenta —por decirlo de algún modo—, sino que somos hijos del Padre porque somos Cristo, sin dejar de ser nosotros mismos.
Por la gracia y la filiación divina, «la vida de Cristo es vida nuestra, según lo que prometiera a sus Apóstoles, el día de la Ultima Cena: Cualquiera que me ama, observará mis mandamientos, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él (Jn 14, 23). El cristiano debe —por tanto— vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, non vivo ego, vivit vero in me Christus (Ga 2, 20), no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí» [33].
Ser ipse Christus, teniendo los mismos sentimientos de Cristo. Esto nos habla de nuestro esfuerzo por imitar a Jesús, pero no como la consecución de un simple parecido exterior, sino como la consecuencia de que sea Él el que vive en nosotros, en su unidad-distinción con el Padre, como Hijo Unigénito. Y en esa espiritual unión de nosotros con El, por la que participamos de su Filiación, somos en El hijos del Padre.
Toda esta realidad es primaria y esencialmente don gratuito de Dios, pero que requiere nuestra cooperación, nuestra correspondencia: nuestro amor, nuestro cumplimiento de su Voluntad, de sus mandamientos.
La acción divina salvadora pasa por la Humanidad Santísima de Jesús, se proyecta en nosotros desde la Cruz de Cristo. Podemos quizá entender mejor ahora a san Josemaría Escrivá de Balaguer, cuando nos comunicaba aquella luz de Dios: «tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios». Seguir al Señor para identificarnos con El, es en primer lugar acudir a la Cruz, que se hace presente en misterio, pero en eficacia, por los sacramentos, de modo particular en el Bautismo, en la Eucaristía y en la Penitencia. Precisamente, «en el Bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo» [34]. Y, sobre todo, la Eucaristía, que es la renovación del mismo Sacrificio de la Cruz, «introduce en los hijos de Dios la novedad divina, y debemos responder in novitate sensus (Rm 12, 2), con una renovación de todo nuestro sentir y de todo nuestro obrar. Se nos ha dado un principio nuevo de energía, una raíz poderosa, injertada en el Señor» [35]. Ser cristiano es ser ipse Christus, hijo de Dios, y esta identificación nos viene de la fuerza salvadora de la Cruz; se entiende entonces que la Santa Misa —renovación sacramental de la Cruz— sea «el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano» [36].
Todo nuestro crecimiento en la identificación con Cristo —en nuestro ser hijos de Dios— supone el encuentro con la Humanidad de Cristo en la Cruz, y a este encuentro se dirige otra realidad —por designio divino, esencial— de la vida del cristiano: el ejemplo y la mediación de la Madre de Cristo, Madre de Dios y Madre Nuestra. «María, a quienes se acercan a Ella y contemplan su vida —nos confía san Josemaría Escrivá de Balaguer—, les hace siempre el inmenso favor de llevarlos a la Cruz, de ponerlos frente a frente al ejemplo del Hijo de Dios. Y en ese enfrentamiento, donde se decide la vida cristiana, María intercede para que nuestra conducta culmine con una reconciliación del hermano menor —tú y yo— con el Hijo primogénito del Padre» [37]. Reconciliación que lleva a la identificación.
«En este esfuerzo por identificarse con Cristo, he distinguido como cuatro escalones: buscarle, encontrarle, tratarle, amarle. Quizá comprendéis que estáis como en la primera etapa. Buscadlo con hambre, buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas. Si obráis con este empeño, me atrevo a garantizar que ya lo habéis encontrado, y que habéis comenzado a tratarlo y a amarlo, y a tener vuestra conversación en los cielos (cfr. Flp 3, 20)» [38].
Es, pues, el amor a Cristo —que presupone la fe: omnes enim filii Dei estis per fidem, quae est in Christo Iesu [39]— lo que va formando en nosotros a Jesús mismo, lo que nos conforma con Cristo. Pero es un amor —caridad sobrenatural— que Dios mismo pone en nosotros; es nuestra participación en el Amor, en el Espíritu Santo, quia caritas Dei diffusa est in cordibus nostris per Spiritum Sanctum, qui datus est nobis [40].
Podemos concluir estas consideraciones, afirmando que somos hijos de Dios en Cristo, en el Hijo, y por tanto hijos del Padre. Sin embargo, el misterio sobrenatural presenta ulteriores riquezas y facetas, que —y es bien lógico— nos conducen a contemplar la función del Espíritu Santo en nuestra adopción sobrenatural; lógico, porque la filiación es nuestro modo de entrar a participar de la infinita plenitud de la vida trinitaria; participación que alcanzamos por la misión del Espíritu Santo —el Amor, el primer Don—, que el Padre y el Hijo nos envían.
4. Hijos de Dios por el Espíritu Santo
El primer fruto, el Don por excelencia, que nos proviene de la Cruz, Resurrección y Ascensión de Jesucristo, es el Espíritu Santo. Por eso, «cuando participamos de la Eucaristía, escribe San Cirilo de Jerusalén, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús (Catecheses, 22, 3).
«La efusión del Espíritu Santo, al cristificarnos, nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios. El Paráclito, que es caridad, nos enseña a fundir con esa virtud toda nuestra vida; y consummati in unum (Jn 17, 23), hechos una sola cosa con Cristo, podemos ser entre los hombres lo que San Agustín afirma de la Eucaristía: signo de unidad, vínculo del Amor (In Ioannis Evangelium tractatus, Jn 26, 13; Sal 35, 16-13)» [41].
Hechos una sola cosa con Cristo por la caridad —cristificados— es ser hijos del Padre. Pero esa caridad es consecuencia de la efusión del Espíritu Santo. «Al actuar el Paráclito en nosotros, confirma lo que Cristo nos anunciaba: que somos hijos de Dios; que no hemos recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre! (Rm 8, 15)» [42].
El Espíritu Santo nos hace hijos de Dios —del Padre en el Hijo— al cristificarnos, al hacemos ipse Christus. Y, además, el Paráclito nos enseña esta realidad, haciendo que reconozcamos a Jesús como Hijo de Dios y que, al estar identificados con El, también nos reconozcamos a nosotros mismos, no como extraños, sino como hijos. El mismo Espíritu Paráclito nos reafirma, nos consolida en esa gozosa certeza, por medio del don de piedad [43].
Pero si hemos de afirmar que «el Espíritu Santo es el Espíritu enviado por Cristo, para obrar en nosotros la santificación que El nos mereció en la tierra» [44], a la vez sabemos que toda acción divina en nosotros —por ser ad extra— es común a las tres Personas divinas, a ese «Dios Uno y Trino: tres Personas divinas en la unidad de su substancia, de su amor, de su acción eficazmente santificadora» [45].
En consecuencia, si contemplamos el misterio desde el punto de vista de la causalidad eficiente, hemos de asegurar sin ninguna duda que es todo Dios —Padre, Hijo y Espíritu Santo— quien nos constituye en hijos suyos. Podremos atribuir o apropiar a alguna de las Personas divinas esa eficiencia, como —por ejemplo— se atribuye al Padre la acción eficiente creadora. Concretamente, «la santificación, que imploramos, es atribuida al Paráclito, que el Padre y el Hijo nos envían» [46]. Pero, con estas breves palabras, san Josemaría Escrivá de Balaguer nos conduce a ver que esta apropiación o atribución de la eficiencia es precisamente el recurso que tenemos —por nuestra limitación, y que la misma Sagrada Escritura utiliza—, para expresar una realidad misteriosa: la de las misiones de las Personas divinas; atribuimos la santificación al Paráclito, que el Padre y el Hijo nos envían...
Además de las misiones visibles del Hijo —Encarnación— y del Espíritu Santo —Pentecostés—, la gracia lleva consigo las misiones invisibles del Hijo y del Espíritu Santo a las almas. Estas misiones invisibles son la participación real —no simples apropiaciones o atribuciones— de la criatura espiritual en las Procesiones eternas del Hijo y del Espíritu Santo [47].
A la luz de esta verdad de nuestro endiosamiento —nuestra participación en el Hijo y en el Espíritu Santo— por las misiones invisibles, llegamos a contemplar el hondo realismo sobrenatural de nuestro ser ipse Christus —por tanto, hijos del Padre— por el Espíritu Santo.
Podemos, pues, afirmar que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en la Unidad de su acción ad extra, nos santifican, nos adoptan como hijos de Dios. Pero el término —por tanto, en nosotros— de esa única acción divina eficiente es precisamente nuestro endiosamiento, nuestra verdadera introducción en la Vida divina, nuestra unión con el Espíritu Santo y con el Hijo —enviados a nuestra alma, por tanto en cuanto Personas realmente distintas— en lo que son. El Espíritu Santo, Amor, nexo común del Padre y el Hijo, por la caridad —nuestra participación en Él— nos identifica con el Hijo, nos hace ipse Christus, y en Cristo, en el Verbo, nos constituye hijos del Padre. Porque, «hemos sido hechos hijos (...) de ese Padre que no dudó en entregarnos a su Hijo muy amado» [48].
Qué luminosa certeza sobrenatural, saber que, «por Cristo y en el Espíritu Santo, el cristiano tiene acceso a la intimidad de Dios Padre, y recorre su camino buscando ese reino, que no es de este mundo, pero que en este mundo se incoa y prepara» [49].
Hijos, pues, del Padre, por el Hijo y en el Espíritu Santo. O bien: hijos del Padre, en el Hijo —siendo ipse Christus— por el Espíritu Santo. Con las dos expresiones se indica lo mismo: las palabras humanas resultan irremediablemente pobres.
Pero, a la vez, por la unidad de la acción divina que nos adopta como hijos de Dios, que nos hace domestici Dei [50] , podemos y debemos considerarnos —bajo este otro aspecto— hijos de la Trinidad: del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Así, por ejemplo, san Josemaría Escrivá de Balaguer nos anima a tratar a Jesucristo, nuestro Hermano, como hijos suyos [51]. Porque en su Humanidad es el Mediador, desde su Corazón de Hombre —perfectus Deus, perfectus Horno— nos alcanza a nosotros la efusión del Amor Subsistente —del Espíritu Santo— que nos hace alter Christus, ipse Christus.
No debemos pretender eliminar racionalmente —sería falsamente, en este caso— ninguno de los aspectos aparentemente paradójicos con que, por nuestra limitación, se nos manifiesta el misterio de lo sobrenatural, contemplado en su realidad más honda y luminosa: nuestra filiación divina.
«No es posible hablar de estas realidades centrales de nuestra fe, sin advertir la limitación de nuestra inteligencia y las grandezas de la Revelación. Pero, aunque no podamos abarcar esas verdades —nos dice también el Padre—, aunque nuestra razón se pasme ante ellas, humilde y firmemente las creemos: sabemos, apoyados en el testimonio de Cristo, que son así. Que el Amor, en el seno de la Trinidad, se derrama sobre todos los hombres por el Amor del Corazón de Jesús» [52].
5. Hijos de Dios, hijos de Santa María (y de San José)
«Una gran señal apareció en el cielo: una mujer con corona de doce estrellas sobre su cabeza —Vestido de sol—. La luna a sus pies (Ap 12, 1). María, Virgen sin mancilla, reparó la caída de Eva: y ha pisado, con su planta inmaculada, la cabeza del dragón infernal. Hija de Dios, Madre de Dios, Esposa de Dios» [53].
Bastaría considerar la función de Santa María en nuestra Redención, y su inigualable endiosamiento, para procurar aprender de Ella a corresponder a la acción divina que nos constituye también a nosotros en domestici Dei, en familiares del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Pero aún san Josemaría Escrivá de Balaguer nos enseña más: «Nuestra Señora, Santa María, hará que seas alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, ¡el mismo Cristo!» [54]. La Virgen Santísima nos consigue ser hijos de Dios, porque es siendo ipse Christus como lo somos. Santa María es, pues, verdaderamente Nuestra Madre precisamente en cuanto que somos hijos de Dios, hermanos de Cristo: nuestra filiación divina es a la vez filiación a Nuestra Señora. Y esto es así porque Dios lo ha querido: «Cristo, su Hijo santísimo, nuestro hermano, nos la dio por Madre en el Calvario, cuando dijo a San Juan: he aquí a tu Madre (Jn 19, 27)» [55], de modo que «así como María tuvo un papel de primer plano en la Encarnación del Verbo, de una manera análoga estuvo presente también en los orígenes de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo» [56].
Dios es la única causa de nuestra gracia y de nuestra adopción sobrenatural, pero ha querido disponer que ninguna gracia nos venga si no es a través de María. De Ella recibimos —como Medianera, en íntima unión con su Hijo, único Mediador— el ser hijos de Dios; verdaderamente de Ella nacemos místicamente como hijos de Dios. Ser hijo de Dios es ser ipse Christus; ser ipse Christus es ser hijo de María.
Pero «no basta saber que Ella es Madre, considerarla de este modo, hablar así de Ella. Es tu Madre y tú eres su hijo; te quiere como si fueras el hijo único suyo en este mundo. Trátala en consecuencia: cuéntale todo lo que te pasa, hónrala, quiérela. Nadie lo hará por ti, tan bien como tú, si tú no lo haces.
»Te aseguro que, si emprendes este camino, encontrarás enseguida todo el amor de Cristo: y te verás metido en esa vida inefable de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo» [57].
Y, junto a María, está —también por querer de Dios— San José, pues «la vida interior no es otra cosa que el trato asiduo e íntimo con Cristo, para identificarnos con Él. Y José sabrá decimos muchas cosas sobre Jesús. Por eso, nos aconseja el Padre, no dejéis nunca su devoción, ite ad Ioseph, como ha dicho la tradición cristiana con una frase tomada del Antiguo Testamento (Gn 41, 55)» [58].
Por su peculiar intercesión, San José —que hizo las veces de Padre de Jesús— hace también de Padre para los que quieren identificarse con Cristo, para los hijos de Dios. Por tanto, «San José es realmente Padre y Señor, que protege y acompaña en su camino terreno a quienes le veneran, como protegió y acompañó a Jesús mientras crecía y se hacía hombre. Tratándole se descubre que el Santo Patriarca es, además, Maestro de vida interior: porque nos enseña a conocer a Jesús, a convivir con El, a sabemos parte de la familia de Dios» [59].
El trato filial con María y José nos conduce a Jesús, a vivir su vida, a identificarnos con El. Y en Jesús —Hijo Unigénito del Padre— tenemos acceso a la intimidad divina de la Santísima Trinidad. Es el camino que san Josemaría Escrivá de Balaguer denominaba de la «trinidad» de la tierra, a la Trinidad del Cielo. «Así irán transcurriendo nuestros años —días de trabajo y de oración—, en la presencia del Padre. Si flaqueamos, acudiremos al amor de Santa María, Maestra de oración; y a San José, Padre y Señor Nuestro, a quien veneramos tanto, que es quien más íntimamente ha tratado en este mundo a la Madre de Dios y —después de Santa María— a su Hijo Divino. Y ellos presentarán nuestra debilidad a Jesús, para que El la convierta en fortaleza» [60].
6. Hijos de Dios, hijos de la Iglesia (y del Romano Pontífice)
San Cipriano había declarado brevemente: «no puede tener a Dios como Padre, quien no tiene a la Iglesia como Madre» (De catholicae Ecclesiae unitate, 6: PL 4,502)» [61].
A la Iglesia, en efecto, confesamos como Santa Madre Iglesia. «Tú eres Santa, Iglesia, Madre mía —exclamaba san Josemaría Escrivá de Balaguer—, porque te fundó el Hijo de Dios, Santo; eres Santa, porque así lo dispuso el Padre, fuente de toda santidad; eres Santa, porque te asiste el Espíritu Santo, que mora en el alma dé los fieles, para ir reuniendo a los hijos del Padre, que habitarán en la Iglesia del Cielo, la Jerusalén eterna» [62].
Y de esa santidad se deriva la maternidad de la Iglesia respecto a todos los cristianos. De Ella y en Ella nacemos a la vida de la gracia, por el Bautismo, y nuestra vida sobrenatural crece siempre in Ecclesia. Por eso, nuestro nacer como hijos de Dios es ex Deo, pero también ex Ecclesia. Así, somos hijos de Dios en cuanto que somos hijos de la Iglesia, y viceversa: una cosa supone y lleva consigo la otra. La maternidad de la Iglesia es, en cierto modo, una expresión o manifestación de la paternidad divina respecto a sus hijos adoptivos.
Esta filiación nuestra hacia la Iglesia tiene —también por designio divino— una continuación o manifestación en la necesaria filiación de los cristianos con el Romano Pontífice. «San Ambrosio escribió unas palabras breves, que componen como un canto de gozo: donde está Pedro, allí está la Iglesia, y donde está la Iglesia no reina la muerte, sino la vida eterna (In XII Ps Enarratio, 40,30). Porque donde están Pedro y la Iglesia está Cristo: y El es la salvación, el único camino» [63]. Podemos y debemos decir, pues, que el Romano Pontífice es verdaderamente padre y maestro de todos los cristianos [64].
7. Hijos de Dios, hermanos de todos los hombres
«Consumada la Redención, ya no hay judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra —no existe discriminación de ningún tipo—, porque todos sois uno en Cristo Jesús (Ga 3, 28)» [65].
La común filiación de muchos a un mismo Padre establece necesariamente una correspondiente fraternidad. Si somos hijos de Dios, somos hermanos entre nosotros; y el realismo de esa filiación comporta un paralelo realismo para esa fraternidad, que entonces «ni se reduce a un tópico, ni resulta un ideal ilusorio» [66].
Nuestro ser hijos de Dios en Cristo confiere a la fraternidad cristiana unas características sobrenaturales precisas. Esa fraternidad es unidad: todos somos uno en Cristo. A la luz del misterio de ser ipse Christus, de la realidad de la Comunión de los Santos, del Cuerpo Místico, la fraternidad entre los cristianos se manifiesta, no como una horizontalidad, sino como una verticalidad en Cristo. Nuestro real ser hermanos de todos los cristianos es, por tanto, algo mucho más estrecho, una ligazón mucho más fuerte que la simple hermandad derivada de la posesión de una misma naturaleza específica; supera incomparablemente a esa genérica fraternidad humana universal. De alguna manera —mística, pero real: con contenido metafísico—, los cristianos más que ser muchos hermanos, somos uno: ipse Christus.
Y así como el amor, la caridad que el Espíritu Santo difunde en nuestras almas, es lo que nos constituye en ipse Christus, «la característica que distinguirá a los apóstoles, a los cristianos auténticos de todos los tiempos, la hemos oído: en esto —precisamente en esto— conocerán todos que sois mis discípulos, en que os tenéis amor unos a otros (Jn 13, 35)» [67].
Las manifestaciones que esta fraternidad —unidad en Cristo y amor— debe tener en la vida ordinaria, son innumerables. Pero la raíz de la que nacen no es otra que la filiación divina. «Piensa en los demás —antes que nada, en los que están a tu lado— como en lo que son: hijos de Dios, con toda la dignidad de ese título maravilloso.
«Hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios: el nuestro ha de ser un amor sacrificado, diario, hecho de mil detalles de comprensión, de sacrificio silencioso, de entrega que no se nota. Este es el bonus odor Christi, el que hacía decir a los que vivían entre nuestros primeros hermanos en la fe: ¡Mirad cómo se aman! (Tertuliano, Apologeticum, 39: PL 1, 471)» [68].
Portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios: impresionante resumen, que nos da san Josemaría Escrivá de Balaguer, de las exigencias de la caridad fraterna, radicada en la filiación divina. Este fundamento sobrenatural confiere a las manifestaciones de la fraternidad entre los cristianos unas exigencias también de respeto —que no es frialdad, ni oficiosidad—, que le han de dar un tono de delicadeza humana: amor y respeto a los demás, que sea amor y respeto a la imagen de Cristo, a Cristo mismo, en ellos. Entendemos así el profundo contenido sobrenatural de aquel consejo del Padre: «Tú, hijo predilecto de Dios, siente y vive la fraternidad, pero sin familiaridades» [69].
Pero además, no sólo a los hombres que de modo actual están en gracia de Dios, sino a todos los hombres se extiende la fraternidad, por que todos en cierto modo son hijos de Dios —criaturas suyas— y, también todos, están llamados a la intimidad de la casa del Padre. De ahí que «hombres todos, y todos hijos de Dios, no podemos concebir nuestra vida como la afanosa preparación de un brillante curriculum, de una lucida carrera. Todos hemos de sentimos solidarios» [70]. Y, en sentido inverso, «el hambre de justicia debe conducimos a la fuente originaria de la concordia entre los hombres: el ser y saberse hijos del Padre, hermanos» [71].
Por encima de cualquier distinción, los cristianos debemos tener siempre presente que «Nuestro Señor ha venido a traer la paz, la buena nueva, la vida, a todos los hombres. No sólo a los ricos, ni sólo a los pobres. No sólo a los sabios, ni sólo a los ingenuos. A todos. A los hermanos, que hermanos somos, pues somos hijos de un mismo Padre Dios. No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: ésa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros» [72].
8. Un «enemigo imponente»
Hijos de Dios; hijos de Santa María y de San José; hijos de la Iglesia y del Romano Pontífice; hermanos de todos los cristianos; hermanos de todos los hombres... La vida cristiana ha de desarrollarse en un clima preciso: el de la filiación y la fraternidad. La fe debe llevamos a sentimos siempre en familia, a pesar de que desgraciadamente el ambiente humano esté tantas veces lejos de ser informado por la caridad de Cristo.
La paternidad de Dios —de quien procede toda paternidad en los cielos y en la tierra [73]— se difunde y manifiesta en la Maternidad de Santa María, de la Iglesia, en la paternidad del Papa, y en la de todos aquellos que, de un modo u otro, pueden decir con San Pablo: in Christo Iesu per Evangelium vos genui [74]. No sin emoción viene al pensamiento, en este instante con más fuerza, la fecundísima paternidad espiritual de san Josemaría Escrivá de Balaguer, a quien bien se pueden aplicar aquellas palabras dedicadas a los Patriarcas: genuit filios et filias [75]. Todos los niveles de la existencia cristiana, individual y social, de una manera o de otra, crecen y se desarrollan en familia. Por eso, en el fondo, «en tu empresa de apostolado no temas a los enemigos de fuera, por grande que sea su poder. Este es el enemigo imponente: tu falta de "filiación" y tu falta de "fraternidad"» [76].
Es indudable que las dificultades para que en el mundo impere la concordia, más aún la caridad auténtica, son grandes: «paz, verdad, unidad, justicia. ¡Qué difícil parece a veces la tarea de superar las barreras, que impiden la convivencia humana! Y, sin embargo, los cristianos estamos llamados a realizar ese gran milagro de la fraternidad: conseguir, con la gracia de Dios, que los hombres se traten cristianamente, llevando los unos las cargas de los otros (Ga 6, 2), viviendo el mandamiento del Amor, que es vínculo de la perfección y resumen de la ley (cfr. Col 3, 14 y Rm 13, 10)» [77].
Fernando Ocariz, en unav.edu
Notas:
1. Álvaro DEL PORTILLO, Presentación a Es Cristo que pasa, Ed. Rialp, Madrid, 12.ª ed. 1976, pp. 10-11. Salvo los textos de la Sagrada Escritura, todas las citas en que no se mencione el autor son de san Josemaría Escrivá de Balaguer.
2. Camino, Ed. Rialp, Madrid, 25.ª ed. 1965, n. 274.
3. El trato con Dios (Homilía pronunciada el 5-IV-1964), Madrid 1976, pp. 13-14.
4. A. DEL PORTILLO, Presentación a Es Cristo que pasa, p. 13.
5. Es Cristo que pasa, n. 65.
6. A. DEL PORTILLO, Monseñor Escrivá de Balaguer, instrumento de Dios, discurso en la Universidad de Navarra, 12-VI-1976, recogido en el volumen «En memoria de san Josemaría Escrivá de Balaguer», Eunsa, Pamplona 1976, p. 45.
7. Del texto de la oración para la devoción privada a san Josemaría Escrivá de Balaguer.
8. Citado en A. DEL PORTILLO, Mons. Escrivá de Balaguer, testigo del amor a la Iglesia, en «Palabra» n.0 130, junio 1976, p. 9.
9. Es Cristo que pasa, n. 64.
10. Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Ed. Rialp, Madrid, 11.ª ed. 1976, n. 22.
11. Es Cristo que pasa, n. 100.
12. Ef 2, 19.
13. Es Cristo que pasa, n. 133.
14. Ibídem, n. 65.
15. Cfr. Ibídem, n. 64.
16. 2P 1 ,4.
17. Es Cristo que pasa, n. 21.
18. Ibídem, n. 48.
19. Ibídem, n. 103. Cfr. Humildad (Hornilla pronunciada el 6-IV-1965), Madrid 1973, p. 9.
20. Es Cristo que pasa, n. 133.
21. Ibídem, n. 160.
22. Conversaciones, n. 67.
23. Vida de oración (Homilía pronunciada el 4-IV-1955), Madrid 1973, p. 38.
24. Es Cristo que pasa, n. 66.
25. 2Co 5, 7.
26. Hch 17, 28.
27. Rm 8, 29.
28. Es Cristo que pasa, n. 91.
29. Ibídem, n. 185.
30. Ibídem, n. 91.
31. Ibídem, n. 96. Cfr. Conversaciones, n. 58; Sacerdote para la eternidad (Homilía pronunciada el 13-IV-1973), Madrid 1973, p. 10.
32. Hacia la santidad (Homilía pronunciada el 26-XI-1967), Madrid, 3.ª ed. 1973, p. 18.
33. Es Cristo que pasa, n. 103.
34. Ibídem, n. 128.
35. Ibídem, n. 155.
36. Ibídem, n. 87.
37. ibídem, n. 149.
38. Hacia la santidad, pp. 18-19.
39. Ga 3, 26.
40. Rm 5, 5.
41. Es Cristo que pasa, n. 87.
42. Ibídem, n. 118.
43. Cfr. Virtudes humanas (Homilía pronunciada el 6-IX-1941), Madrid, 3.ª ed. 1974, p. 34.
44. Es Cristo que pasa, n. 130.
45. Ibídem, n. 86.
46. Ibídem, n. 85.
47. Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 43.
48. Con la fuerza del amor (Homilía pronunciada el 6-IV-1967), Madrid 1976, p. 22.
49. Es Cristo que pasa, n. 116. Cfr. El fin sobrenatural de la Iglesia (Homilía pronunciada el 28-V-1972), Madrid 1973, p. 24.
50. Ef 2, 19.
51. Es Cristo que pasa, n. 165. Cfr. Para que todos se salven (Homilía pronunciada el 16-IV-1954), Madrid 1973, p. 30.
52. Es Cristo que pasa, n. 169.
53. Santo Rosario, Ed. Rialp, Madrid, 11.ª ed. 1971, p. 140.
54. Es Cristo que pasa, n. 11.
55. Ibídem, n. 171.
56. Ibídem, n. 141.
57. Madre de Dios, Madre nuestra (Homilía pronunciada el l l-X-1964), Madrid 1973, p. 39.
58. Es Cristo que pasa, n. 56.
59. Ibídem, n. 39. Cfr. Camino, n. 559.
60. Vida de oración, pp. 44-45.
61. El fin sobrenatural de la Iglesia, p. 20.
62. Lealtad a la Iglesia (Homilía pronunciada el 4-VI-1972), Madrid 1973, p. 29.
63. Ibídem, p. 33.
64. Ibídem, p. 35.
65. Es Cristo que pasa, n. 38.
66. Con la fuerza del amor, p. 31.
67. Ibídem, p. 16.
68. Es Cristo que pasa, n. 36.
69. Camino, n. 948.
70. Virtudes humanas, p. 22.
71. Es Cristo que pasa, n. 157.
72. Ibídem, n. 106.
73. Ef 3, 15-16.
74. 1Co 4, 15.
75. Gn 5, 4 ss.
76. Camino, n. 955.
77. Es Cristo que pasa, n. 157.
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