En 1921 Romano Guardini acuñó esta frase: «Un proceso de incalculable importancia ha comenzado: la Iglesia despierta en las almas». Tras el gran colapso de 1918, en Alemania había despertado un ambiente de nostalgia del mundo intacto y bien ensamblado de la Edad Media, un sentimiento romántico de comunidad, ya fuera en la sociedad o en la Iglesia. Se levantó así a favor de la Iglesia, anclada en el liberalismo del cambio de siglo y puesta a un lado como obsoleta, una oleada de un nuevo sentimiento, una oleada de nostalgia, de esperanza, de alegría, que nadie acertó a expresar de forma más excelsa que Gertrud von Le Fort en sus Himnos a la Iglesia.
Tras el colapso de 1945 la situación era totalmente distinta. El Reich que se hundió entonces había sabido utilizar en provecho propio el nuevo sentido de la autoridad y la comunidad, el romanticismo de lo perdido que iba a volver y el resentimiento antiliberal. En la cruel desilusión de 1945 se hundió también el romanticismo de la comunidad, que había sido defraudado de manera tan vergonzosa. El hombre comparecía también ante la Iglesia con una nueva actitud: ya no se cantaban himnos a la Iglesia; el nuevo tono, el tono del hombre que se había vuelto precavido y desilusionado, lo dio Ida Friederike Görres en la revista Franfkfurter Hefte con su «Carta a la Iglesia», que terminó poniendo en marcha todo un género literario: la crítica a la Iglesia.
Por lo tanto, en el tema «crítica a la Iglesia» se refleja sencillamente el espíritu de los tiempos, la peculiar actitud espiritual de una generación probada por dos hecatombes. Pero al igual que en aquel entonces, entre las guerras mundiales, no habría estado de más hacer unas cuantas preguntas de fondo al espíritu de los propios tiempos, recapacitar sobre la verdadera índole de esa nueva actitud romántica para ver si solo despertaba esperanza, o si contenía también elementos de un peligroso romanticismo que ponía el sentimiento por encima de la verdad, así también ahora lo que encontramos como espíritu de los tiempos nos llama a hacernos la pregunta autocrítica sobre qué debemos pensar de esta nueva actitud espiritual.
I. Consideraciones de fondo
Ante la pregunta por la posibilidad y el derecho de una crítica a la Iglesia los espíritus se dividen hoy en dos direcciones distintas: el hombre típico de hoy no ve por qué no va a haber crítica a la Iglesia en la misma medida y del mismo modo que a las formas e instituciones del Estado, las cuales, ciertamente, parecen no menos fundamentales para las posibilidades efectivas de vida de los hombres. Si esas formas e instituciones tienen que demostrar su valía una y otra vez ante el foro de una crítica responsable y democrática, no se ve por qué las cosas deberían ser distintas en la Iglesia: parecería una cierta manifestación de comportamiento totalitario que rehúye la responsabilidad crítica.
Ahora bien, los eclesiásticos de la vieja escuela tienen una percepción muy distinta de este mismo asunto. No entienden cómo alguien que sea un cristiano creyente puede tener la desmesura de aplicar a la Iglesia, que debería serle profundísimamente sagrada, los modos profanos de la crítica, cómo frente a la Iglesia –«columna y fundamento de la verdad» (1Tm 3, 15) puesta por Dios mismo, «signo de Dios en el mundo» (Concilio Vaticano [I]), «esposa de Cristo» (Ap 21,9), a la que «le están confiadas las llaves del reino de los cielos» y que tiene «el poder de atar y desatar» (Mt 16, 19; Mt 18,18)– alguien que se diga creyente puede adoptar otra actitud que la veneración y la obediencia reverente, cómo puede posicionarse frente a ella con la actitud de la crítica, que no en vano cierra de antemano el acceso a la esencia de la Iglesia. Pues en ella precisamente no se barajan opiniones dispares para ver cuál prevalece, sino que, más bien, es el lugar en el que al hombre, en medio del caos de opiniones del mundo, le sale al encuentro la roca de la verdad, el lugar en el que, por tanto, en vez de opiniones humanas se hace visible la verdad divina, frente a la cual la actitud correcta es la aceptación obediente y el agradecimiento, no la crítica. Realmente reside ahí una preocupación auténtica: hoy nos amenaza una confusión de los límites que puede llevar a malentender lo distintivo de la Iglesia y, en consecuencia, a falsear los órdenes.
Por ello, efectivamente, es necesario empezar trazando con nitidez el límite de toda crítica, antes de que su sentido positivo y su verdadera posibilidad puedan salir a escena. El límite de la crítica, por un lado, y su justificación, por otro, ya han quedado expresados de suyo al enunciar el tema de esta intervención: la crítica está aquí decisivamente limitada de antemano por cuanto la Iglesia es la santa Iglesia; siempre será posible por cuanto esa misma Iglesia, la Iglesia santa, es y será siempre, no obstante, Iglesia de los pecadores.
1.El sentido de estos enunciados se clarifica si partimos de la comparación con el Antiguo Testamento. El Antiguo Testamento está caracterizado sustancialmente por la duplicidad de sacerdocio y profetismo, de institución y acontecimiento. A los sacerdotes les incumbía conservar; a los profetas, la crítica profética, una crítica frecuentemente demoledora, que penetraba hasta el núcleo de las cosas, que no se detenía ante lo aparentemente más sagrado y último, que no se arredraba a la hora de tildar de idolatría el culto entero o de anunciar la reprobación de la institución entera. Cabe decir, incluso, que el sentido del profetismo no reside en unas predicciones cualesquiera, sino en la protesta profética, en la protesta contra la autosuficiencia de las instituciones, y Cristo es el cumplimiento de los profetas precisamente porque cumplió la protesta profética y llevó a término la reprobación definitiva de la institución vetero-testamentaria.
Pues bien, hay una serie de teólogos protestantes que sostienen que esa función de la protesta profética sigue existiendo en el Nuevo Testamento exactamente igual que en el Antiguo y que el cristianismo evangélico es el que ha de administrar esa función profética: «protestar» –dicen– es, dando continuidad a la protesta profética, la permanente tarea de la cristiandad «protestante». Llegados a este punto se separan en todo caso los caminos. Es nuestra convicción que la esencia del Nuevo Testamento como tal consiste precisamente en que el profetismo, en el sentido específico del Antiguo Testamento como cuestionamiento de fondo de la institución, ha llegado a su fin; consiste en que ya no puede haber crítica con esa radicalidad última. ¿Cómo que ya no? Porque en la encarnación de su Hijo Dios ha decidido definitivamente el drama, hasta entonces abierto, de la historia humana.
La alianza con Israel es condicional, y ahí radica su naturaleza esencial de «antigua» alianza; la nueva alianza es absoluta, incondicional, y ahí radica su naturaleza esencial de nueva alianza. Esto significa que a Israel se le acepta con la condición «de que cumpláis la ley», «de que hagáis cuanto está escrito en las obras de Moisés» (cf. por ejemplo Dt 28). La alianza expresamente y de antemano es una alianza meramente condicional. Ambas partes contraen una obligación: Yahvé está dispuesto a dar la salvación a Israel, si Israel por su parte cumple la ley. La alianza está ligada, pues, a la condición de la moralidad humana. De ahí procede la función de los profetas: tienen que martillear una y otra vez esas condiciones y señalar que toda la gloria cúltica no sirve de nada si no se cumple la condición entera, es decir, si no se cumple la ley entera. Eso no ha sucedido nunca y no sucederá nunca, porque ningún hombre es enteramente bueno. Si la salvación depende de la moralidad humana solamente como condición estricta, no hay salvación para los hombres (Rm 4, 14). En esa medida, en el Antiguo Testamento el drama de la humanidad está abierto de momento: está por ver si no terminará sencillamente como tragedia, con una estridente disonancia, con la reprobación de todos los hombres.
En cambio, el Nuevo Testamento significa que Dios mismo se hace hombre y que, por mor del hombre Jesucristo, Dios acepta a la humanidad que cree en Jesucristo. De ese modo el drama de la historia universal queda decidido definitivamente en sentido afirmativo. Dios concierta una alianza nueva, y esta vez incondicional: la Iglesia, en calidad de nuevo pueblo de Dios, no ha sido aceptada por Dios condicionalmente, como el antiguo Israel, sino absolutamente; su aceptación y no rechazo ya no se apoya en la siempre tambaleante condición de la moralidad humana, sino en el absoluto de la obra salvífica y de gracia de Jesucristo (Rm 4, 16). La Iglesia ya no se apoya (como Israel) en la moralidad de los hombres, sino en la gracia dispensada contra la amoralidad de los hombres, en la encarnación de Dios. Descansa en un «incondicionamiento», en el «incondicionamiento» de la gracia divina, la cual ya no se ata a condición alguna, sino que se ha decidido definitivamente a salvar a los hombres. Por esa razón tenemos que, a diferencia de lo que sucedía con la comunidad de la antigua alianza, la Iglesia ya no es condicional, sino absoluta, pues descansa en la índole absoluta de Dios. Por ello es –desde su raíz, que es Jesucristo– definitiva, irreprobable, «santa» Iglesia para siempre: santa por el ya insuprimible «incondicionamiento» de la gracia divina.
Por eso la crítica profética en el sentido antiguo ha llegado a su fin, se ha quedado sin función, dado que ya no existe como tal el modo condicional en el que se engarzaba. En su núcleo la Iglesia representa el «incondicionamiento» de la gracia divina y, por tanto, un absolutum, la definitiva voluntad salvífica de Dios. Por ello, en su calidad de presencia concreta de ese «incondicionamiento» divino en el mundo, ella misma es absoluta, santa e insuprimible en su núcleo, no necesitada ni susceptible de crítica. ¿No debería ser la gran tarea del hombre de hoy volver a aprender realmente a oír y recibir en este punto, alegrarse de que aquí salga a su encuentro el absolutum de Dios, un absolutum que no necesita su sagaz crítica, sino que sencillamente le regala certidumbre que le es lícito recibir agradecidamente sin más?
2.De esa forma queda de manifiesto el límite de la crítica a la Iglesia, pero en el fondo ya se ve también por qué, con todo, puede seguir habiendo crítica, aunque con una función totalmente distinta, muchísimo más modesta que en el Antiguo Testamento. En la medida en que el «incondicionamiento» de la gracia divina es fijado y custodiado por hombres que son y nunca dejarán de ser pecadores, en esa misma medida, la santa Iglesia sigue siendo con todo, en el plano de lo concreto, Iglesia de los pecadores y, en esa medida, es susceptible de crítica y está necesitada de ella. Por ello, el elemento de lo profético puede y debe existir de una nueva forma, también ahora en el orden del Nuevo Testamento: el cristianismo primitivo no conoce solamente los ministerios, en los que se realiza el orden regular de la Iglesia; conoce junto a ellos y con ellos los carismas, en los que el Espíritu preserva su libertad de actuar, y desde el principio conoce, también entre los carismas necesarios para la Iglesia, el carisma del «profeta». El antiguo profetismo está tan muerto como el Antiguo Testamento mismo; el nuevo profetismo tiene que vivir como carisma, como don del Espíritu en la Iglesia. ¿En qué consiste? Ya hemos encontrado un criterio negativo: ya no puede significar la impugnación de la institución misma. Con otras palabras: ahora (a diferencia de lo que pasaba en el Antiguo Testamento) la crítica, hablando con exactitud, ya no es crítica a la Iglesia misma, sino a los hombres de la Iglesia. La Iglesia como Iglesia, en el auténtico núcleo de su ser Iglesia, está, de conformidad con lo que llevamos dicho, más allá de la crítica. En cambio hay y debe haber crítica a los hombres de la Iglesia (y también a las instituciones secundarias de la Iglesia, a las instituciones de Derecho eclesiástico): rechazar esa crítica sería igual de erróneo que afirmar la persistencia del profetismo y reivindicaría para la Iglesia lo que solo puede valer para el reino de Dios ya consumado.
Reflexionemos a ese respecto: la santidad de la Iglesia y, así, la superación de la época de la protesta profética se basan en el hacerse carne, en la encarnación del Verbo divino, la cual es la realización concreta del «incondicionamiento» de la gracia divina. Acabamos de intentar aclarar precisamente eso. Es de lamentar, no obstante, que también haya una exageración de la teología de la Encarnación que oscurece el claro núcleo del asunto al emplearla para todo tipo de propósitos paralelos. Estamos ante un abuso del principio encarnatorio cuando se quiere hacer definitivo y sustraer a la crítica todo canon, toda disposición que alguna vez haya sido útil y toda costumbre, haciendo pasar todo eso por parte de la encarnación del Verbo.
Prescindiendo ahora de todo lo demás que se puede objetar contra esa forma de proceder, hay que constatar cuando menos, desde lo más íntimo de la fe, que en el cristianismo la Encarnación no es, en modo alguno, lo último. El misterio de Cristo no termina con la Encarnación, sino que empieza con ella. Y es que el misterio de Cristo es un misterio de cruz; la Encarnación solo da comienzo al camino que en la cruz llega a su verdadero punto culminante. De la teología de la Encarnación forma parte tan necesaria la teología de la cruz que la una se tornaría falsa sin la otra. Es decir, para llegar a su verdadero cumplimiento, todas las instituciones terrenas tienen que pasar por la cruz, toda figura terrena es provisional. Expresado de otro modo: es sin duda erróneo poner a la Iglesia en el mismo nivel que el Antiguo Testamento haciéndola objeto de una crítica profética en el sentido total vetero-testamentario, porque descansa en el absolutum de la gracia divina y ahí tiene ella misma la índole de absoluta que la hace estar en su núcleo más allá de toda crítica. Pero no es menos erróneo presentar a la Encarnación como el todo y, en consecuencia, como el final, haciendo pasar a la Iglesia por el reino de Dios ya consumado y negando así, en la práctica, su gran futuro escatológico, la transformación que tendrá lugar en el juicio y al final del mundo, solamente para mantenerla al margen de cualquier crítica. No, su núcleo divino es administrado por hombres, y esos hombres están y estarán siempre sujetos a la crítica.
El «incondicionamiento» de la gracia divina, el cual lleva en sí el misterio precioso del carácter de definitivo, todavía no ha encontrado su figura definitiva, sino que está ligado al signo de la cruz, ligado a hombres que necesitan la cruz para así llegar a la gloria. Ya no sería un «incondicionamiento» si los hombres a los que va destinado y entre los que está presente no fuesen pecadores que necesitan la crítica, la crisis de la cruz. Precisamente el carácter absoluto de la gracia incluye la insuficiencia y la criticabilidad de los hombres a los que está referida. La Santa Iglesia es y será siempre en esta época del mundo una Iglesia de los pecadores, es mas, también los santos son pecadores...
3.Antes de tratar de extraer conclusiones prácticas de lo que llevamos dicho será útil, finalmente, observar algo más de cerca la expresión «crítica a la Iglesia» sencillamente como expresión: también esto nos llevará de nuevo a un conocimiento muy de fondo que después permitirá entrar directamente en las conclusiones prácticas. Si no se rehúye ese esfuerzo, se puede constatar que ahí el concepto «Iglesia» se emplea de un modo sumamente inexacto, es más, errado. En la práctica se está identificando a la Iglesia con las autoridades eclesiásticas. Se cae en el error de concebir a la Iglesia, pues, por analogía con el Estado: una confusión esta que, en verdad subyace en buena medida a toda la moda actual de la crítica a la Iglesia. Y es que ya es erróneo designar a la jerarquía eclesiástica (el Papa y los obispos) sencillamente como «la Iglesia»; pero es todavía más erróneo presentar bajo cuerda a la burocracia eclesiástica –que, sin duda, también tiene que existir en esta época del mundo– como «la Iglesia». Es este un grave abuso, que conduce a resultados tan cómodos como fraudulentos, y, sobre todo, a resultados que nunca nos conciernen a nosotros mismos, sino siempre solamente a los demás, lo cual es la característica básica de toda mala crítica, cuya condena atraviesa el Nuevo Testamento entero en diversas variaciones: «No juzguéis para que no seáis juzgados» (Mt 7, 1).
¿Qué es, entonces, la Iglesia realmente? Atengámonos a la regula fidei, al Credo. En él se profesa la fe en la Iglesia como communio sanctorum. En el lenguaje de los antiguos esto significa dos cosas distintas: por un lado, communio sanctorum equivale a communio sacramentorum, participación común en los santos sacramentos, y, por tanto, la previa donación divina, el absolutum de la gracia divina; pero después también significa communio sanctorum hominum (= fidelium), y, por tanto, la comunidad de los creyentes, de todos los hombres que son santificados por la participación común en la palabra y la realidad de Cristo y, así, por la fe y el bautismo son miembros de la Iglesia de Dios. Como es natural, no todos los miembros de la communio sanctorum tienen la misma posición ni la misma misión: se trata de una pluralidad orgánica, y unos representan su misterio esencial de forma más inmediata y directa que otros, por lo cual a unos se les puede atribuir el título «Iglesia» en sentido más fuerte y preferente que a otros. Sin embargo, las autoridades y los jerarcas nunca son sencillamente «la Iglesia», sino que, a lo sumo, representan de conformidad con su misión en mayor o menor medida la esencia de la Iglesia y están en mayor o menor medida a la altura de esa misión de representación. Así pues quien quiera criticar debe tener claro primero qué critica en realidad y que no puede criticar en modo alguno a «la Iglesia» sin criticarse a sí mismo. No existe la crítica a la Iglesia como tal, sino solamente la crítica a personas o instituciones de la Iglesia y esa crítica caerá en el peligro de resultar poco seria siempre que no incluya una autocrítica despierta, dado que nosotros mismos, cada uno a su modo, somos un trozo de la «debilidad» de la Iglesia.
II. Consecuencias prácticas
1. La crítica (por principio y de forma totalmente general) nunca debe hacerse a la ligera. Tanto menos cuanto mayores sean el peso y la significación de la realidad contra la que se dirija. Aplicado a la Iglesia: la crítica en la Iglesia (como preferiría decir ahora, en vez de crítica a la Iglesia) tiene que ser examinada tanto más concienzudamente cuanto más central sea el lugar que ocupe la realidad criticada en la vida de la Iglesia. De otro modo, pero esto es lo mismo que había dicho siempre la propedéutica a la teología, que en la práctica siempre contaba con la crítica a la Iglesia, y al mismo tiempo le daba normas al crear una doctrina de los grados del asentimiento exigido en la Iglesia. La vieja doctrina de los grados de asentimiento en el fondo no es otra cosa que la versión positiva de una doctrina de los posibles niveles de crítica en la Iglesia, una doctrina que se puede obtener sin especiales dificultades, como huella en negativo, a partir de la estructura positiva de la teología escolástica.
Puede que al mismo tiempo nos dé que pensar que nosotros atribuyamos tanto valor a la posibilidad negativa, mientras que a generaciones anteriores les importaba ante todo el conocimiento de la tarea positiva. Con todo, si tratamos de aplicar la mencionada doctrina de los grados de asentimiento, cabe decir abreviadamente: la homilía de un coadjutor exige un tipo de asentimiento distinto que la carta pastoral de un obispo y esta, a su vez, un asentimiento diferente que un decreto de una congregación pontificia, el cual exige un asentimiento distinto que un syllabus papal, que por su parte requiere otro asentimiento que el dogma: únicamente este último es posible en el fondo, solo que ha de ser sometido a un examen de conciencia de tanto más peso cuanto más alto esté el objeto de la crítica. Si se critican por principio las homilías de un coadjutor y siempre se cree saberlo todo mejor que él, estamos ante un atentado más bien contra el tacto y la formación que contra la veneración y la fe. En cambio, cuando se condenan de antemano las encíclicas papales existe, sin duda, un atentado muy central contra la veneración creyente. Solo un examen muy a fondo, que esté dispuesto de entrada a someterse él mismo a la crítica a fondo y con dureza, podrá permitirse pasar a la crítica, y siempre habrá que preguntar si ya se ha admitido realmente la suficiente autocrítica y si no sería mejor dejarse corregir por la encíclica que corregir la encíclica. Con lo dicho queda acotado el campo de la crítica posible y su orden gradual. En lo que sigue vamos a intentar una tesis sobre el derecho a la crítica y otra sobre su límite. Comencemos por la última.
2. Cuando, tras un cuidadoso examen de conciencia, se ha llegado a la decisión de que está justificada y es necesaria la crítica de un asunto, se deben tener en cuenta al pasar al ejercicio concreto de la crítica, en el tipo y forma de su publicidad, los puntos de vista que san Pablo formuló en sus cartas a Roma y a Corinto con la mirada puesta en situaciones parecidas. Su aplicación podría permitir aproximadamente las siguientes afirmaciones:
a)Se debe tener especial consideración con los hermanos que sean débiles en la fe y estén más expuestos a los peligros para ella. Se debe preguntar siempre si la crítica no dañará considerablemente la actitud de fe de quienes se hallen en una posición relativamente periférica o tengan una menor capacidad de discernimiento (o cualquier otra debilidad) y así, al cabo, producirá más daño que beneficio.
b)Se debe tener especial consideración con los no creyentes. Si esa crítica les proporciona una legitimación aparente para su falta de fe, si quizá los refuerza de hecho en su rechazo, si los aleja más de la Iglesia, es necesario volver a preguntarse si en esas circunstancias se debe ejercer crítica.
c) Se debe tener especial consideración con la debilidad de la propia fe. Toda persona tiene razones para desconfiar de sí misma. La crítica puede empujar fácilmente a la amargura, llevar al aislamiento y, así, amenazar la propia capacidad de creer. Sobre todo, la Iglesia debe ser para cada uno el lugar en el que, más allá de los enfrentamientos de opiniones y del intrincado entrelazamiento de la crítica, encuentre las actitudes espirituales de fondo de la veneración y de la obediencia receptiva, el lugar en el que, más allá del hablar, aprenda a escuchar y aprenda a confiarse a lo que él no ha hecho, sino que le ha sido dado. Un exceso de crítica puede poner en peligro inadvertidamente y terminar por destruir esa decisiva actitud de fondo –que es la actitud de la fe– y, así, el núcleo de la existencia cristiana misma. Hay que procurar siempre que el hablar no pase tan a primer plano en nosotros que nos olvidemos de cómo se escucha. Por ello, precisamente quien ya haya criticado una vez no debe pensar que ha de hacerlo de continuo y erigirse en profeta. Precisamente deberá ejercitarse una y otra vez en el gran valor fundamental cristiano del escuchar y el recibir. Es imposible exagerar la decisiva importancia que posee en nuestra época esa tarea, una tarea a la que realmente nunca deberíamos hurtarnos a la ligera.
3. Frente a esas limitaciones hay que tener en cuenta ahora, no obstante y a la inversa, que existe un derecho propio de la verdad frente al amor y que existe una subordinación de la utilidad a la verdad, una subordinación de la cual fluye la auténtica necesidad del carisma profético en la Iglesia y de la cual, en correspondencia con ello, puede que en ocasiones surja también la obligación de criticar por mor de la verdad. Si en todos los casos hubiese que esperar para decir la verdad a que ya nadie la usase indebidamente o la malentendiese, nunca resonaría su voz. Por ello, las limitaciones mencionadas no pueden ni deben llevar a que al final el elemento profético sencillamente sea amordazado en la Iglesia. El sentido de las mismas estriba solamente en ordenar ese elemento en el conjunto orgánico del cuerpo de Jesucristo, en el que la ley de la verdad está tan vigente como la del amor. No cabe dar aquí una regla matemática absoluta: hay que hacer una ponderación nueva en cada caso. Karl Rahner ha señalado, en relación con este asunto, y con toda razón, que la Iglesia necesita algo así como una opinión pública y que siempre debe haber también «libertad de palabra en la Iglesia». La Iglesia también vive precisamente del clima del espíritu de la libertad al que Cristo nos ha llevado. Y necesita de continuo la aportación del pensamiento responsable de quienes son sus miembros, que no critican para hacer valer su sagacidad, que no critican porque han puesto a un lado el espíritu de aceptación, sino que critican porque quieren construir. Al mismo tiempo debería estar claro, sin embargo, que aquí hay que saber también dónde están los límites de la propia tarea. La tarea del laico será no tanto criticar en los campos propiamente teológicos cuanto aportar su pensamiento responsable, libre y crítico en los diversos planos de la referencia de la Iglesia al mundo. Ahí puede y debe ayudar a completar la información de los organismos eclesiásticos, a menudo insuficiente, aportando su pensamiento y su crítica en los campos que le competan, y así desempeñar con la crítica una tarea positiva real en la Iglesia, también cuando al principio no sea entendida sin más por sus ministros.
4. Una doble observación, antes de terminar, acerca del ethos de la crítica en la Iglesia: el ethos del crítico, primero, y después el ethos del criticado.
a) De la crítica también forma parte la valentía necesaria para arriesgarse a que a uno no le entiendan. Quien no tenga esa valentía, no debe atreverse a desempeñar esa tarea. Rectamente entendida, ninguna tarea exige más desprendimiento de sí, más fe, humildad y disciplina que la crítica. Puede suceder que en esta o aquella situación a alguien se le imponga la tarea de la crítica como su misión específica. Quien la asuma, deberá saber que, a su modo, está tomando la cruz sobre sus hombros. La crítica por afán de publicidad es indigna. La verdadera crítica demuestra que lo es en el ethos de la capacidad de soportar, en la actitud de quien está dispuesto a ser malentendido. Demuestra su legitimidad en la medida en que viva del propósito de servir al verdadero crecimiento del cuerpo de Cristo.
b) El ethos del criticado: resulta fácil concretar algo más quiénes son esos «criticados»: en el caso de la crítica en la Iglesia los criticados han sido hasta ahora, en especial medida, los clérigos, en su calidad de auto-representación de la Iglesia especialmente destacada. Para ellos, como ya dijimos al principio, la aparición de una crítica a la Iglesia que en la práctica era a ellos a quienes afectaba fue en buena medida un fenómeno enteramente nuevo, del que tomaron conocimiento con desconfianza y disgusto y que trataron de desenmascarar como parte de una actitud impía.
Si no queremos ser injustos, debemos tener muy en cuenta a ese respecto lo que sigue: en su calidad de guardianes de la palabra de Dios, que permanece pura aun cuando llegue a nuestras impuras manos, tienen, sin duda, un derecho específico a que se les proteja de una crítica precipitada, para que no suceda que a fuerza de hablar en voz demasiado alta de su debilidad humana se deje de prestar oído a su misión divina. Por otra parte, sin embargo, esto no debe llevar a esconderse tras una cómoda auto-identificación con la «Iglesia», que promete una protección demasiado fácil, la cual a su vez, según habría que admitir entonces, permitiría a los otros huir de la autocrítica y pasar a la crítica a la Iglesia, malentendida en el sentido de un aparato jerárquico-burocrático. En este punto se debe exigir a los clérigos verdaderamente, en mayor medida que hasta ahora, la modestia de negar una falsa equiparación con «la Iglesia». Esa modestia incluye luego, necesariamente, una disposición siempre despierta a criticarse a sí mismo, y por tanto también la disposición a examinar serenamente toda crítica proveniente de fuera para determinar si es seria y cuál es su peso.
Cabe preguntarse, por ello, si la reacción que se produjo en su momento ante la crítica «Carta a la Iglesia» fue realmente adecuada. ¿No sería más eficaz en un caso como ese no encargarse uno mismo de la defensa, sino (en la medida en que fuese necesaria) dejarla mejor a los laicos, a fin de no responder con la condena en lo que a uno mismo respecta, sino con el examen de conciencia? Hemos aprendido a posteriori a hacer examen de conciencia en representación de la «Iglesia» de la época de la Reforma; ¿por qué nos negamos a hacerlo sobre nosotros mismos? ¿No debería servirnos aquí de provechoso ejemplo el primer gran representante del ministerio eclesial, san Pedro, quien no tuvo empacho en aceptar la dura crítica de san Pablo –que había sido llamado más tarde que él– y cambiar de conducta en respuesta a la misma? (Ga 2, 11-14)?
En esa grandiosa escena, que en siglos posteriores probablemente ya solo rara vez habría sido posible, reside una enseñanza permanente para la Iglesia, de la que hemos vuelto a cobrar muy viva conciencia movidos por la situación espiritual de nuestro siglo. El encuentro de los dos grandes apóstoles en Antioquía será siempre un signo que debe hacernos meditar. En última instancia, todos juntos –clérigos y laicos– no deberíamos olvidar nunca que somos una comunidad de hermanos proveniente de Cristo, en la que siempre existirá también el derecho y el deber de la corrección fraterna (Mt 8, 15-17), pero que ha de demostrar su condición de cristiana dejándose atravesar por el espíritu de la verdadera fraternidad, «realizando la verdad en el amor» (Ef 4, 15).
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