En los primeros siglos de nuestra era, junto al curso de la auténtica tradición cristiana, que con San Juan, San Mateo, San Pablo y los primeros Padres Apostólicos, habían creído en Cristo como Hijo verdadero de Dios, se desarrollaron una serie de herejías, que, de una u otra forma, atacaban la divinidad de Jesús. Incluso, algunos Santos Padres adoptaron en algún momento, sobre este dogma, posturas poco precisas, algo eclécticas, que, sin llegar a ser heréticas, se apartaban de la pura ortodoxia.
Se ha de aclarar enseguida, que, no pequeña parte de la imprecisión en los términos de la teología fundamental, era debida a la falta de adaptación cristiana de algunos vocablos de la filosofía griega, tales como naturaleza, esencia, substancia y algún otro, que serían cristianamente definidos más tarde, con el cultivo más desarrollado de la tradición teológica. Tal imprecisión, además de crear confusionismo entre los creyentes, era aprovechada contra la verdad cristiana por especuladores teosóficos, o por sistemas naturalistas, destructores de una parte fundamental del dogma.
Entre las herejías que negaban a Cristo-Dios, nos encontramos, ya en el siglo I, la secta judeo-cristiana de los ebionitas, que consideraban a Jesús puro hombre, nacido de María y José; los patripasianos, precursores de los sabelianos, que fundían en una sola, las tres personas de la Santísima Trinidad; los gnósticos, que le consideraban como un Dios inferior; los docetas (apariencia), los cuales negaban su humanidad, afirmando que el Hijo bajó del Cielo en cuerpo aéreo-aparente-pasando por el seno de María, sin tomar nada de ella " como el agua al pasar por un canal... ". Estas posturas heréticas desaparecerían en la siguiente centuria, a excepción de los ebionitas, que continuaron existiendo durante mucho tiempo.
Será en el siglo IV, en cuyos inicios (313), el Estado se convierte al Cristianismo de la mano del emperador Constantino, cuando florecerán las grandes herejías, de las que el arrianismo será la primera y, a la vez, generadora de otras posteriores.
Arrio, perteneciente a la Escuela de Antioquía, negaba la divinidad de Cristo; para él, el Hijo está excluido de la esfera de la divinidad y sólo, por gracia, es llamado Dios, o sea, el Hijo adoptivo del Padre. Al no ser consustancial (homousios, juntamente y esencia) con el Padre, no es coetáneo con Él y, por consiguiente, desemejante. El Hijo es, esencialmente, una criatura por la voluntad del Padre, sacado de la nada, aunque su dignidad es la más alta después de Dios.
Este arrianismo rígido -cuyos seguidores fueron llamados, también anomeos por su afirmación de la desemejanza- sería continuado por algunos obispos como Eusebio de Nicomedia, titular de la sede de Beroto (Beirut), amigo y valedor de Arrío cerca de Constantino, al que bautizaría, finalmente, en su lecho de muerte, fundador de la secta de los eusebianos, muy cerca de la feroz heterodoxia de los acacianos, discípulos de Acacio, obispo de Cesárea. El prelado de Cyzico, Eunomio, principal seguidor de Aecio el Impío, lideraría la secta de los aecianos o eunomianos, caracterizada por una postura aún más radical que la del propio Arrio. Una escisión de la anterior, dirigida por Eutiquio de Constantinopla, constituyó el eunomioeutiquianismo y Eudoxio, continuador en la misma sede, formaría el grupo de los eudoxianos, también desgajado de los seguidores de Eunomio.
Parecida al arrianismo habría de surgir otra herejía, fundamentada como aquél en la negación de la consubstancialidad entre Padre e Hijo, llamada adopcionismo, que distinguía el Verbo Eterno del Verbo encamado; el primero, afirmaba, es Hijo del Padre y consubstancial a Él, pero el segundo, hijo de María, es de distinta naturaleza que el Padre y, por tanto, desemejante.
Todavía, en el curso de esta cuarta centuria, aparecerían los marinitas de Teoctisto de Psathyrópolis y el apolinarismo, fundado por Apolinar, obispo de Teodicea, que aun admitiendo la realidad del cuerpo de Cristo, le negaba la existencia del alma humana, cuyas veces hacía el Verbo.
Ya en el siglo V, aparecerá Nestorio, Patriarca de Constantinopla, seguidor de la doctrina cristológica de Diodoro de Antioquía -quien en su lucha contra los arrianos para mantener la divinidad de Cristo, había consentido en rebajar la unión hipostática del conjunto teándrico a simple inhabitación del Verbo en un hombre- dando un paso más hacia la franca herejía al negar la unidad real de la persona de Cristo, admitiendo sólo una inhabitación del Verbo en Él, semejante a la inhabitación de Dios en el justo, aunque más excelente que ésta. Además, impugnaba el nombre Madre de Dios (zeotocos de Dios y parto) que se le daba a la Santísima Virgen, afirmando que el pensamiento de un Dios envuelto en pañales y crucificado, era fábula gentil.
Desde el mismo momento de la aparición de las primeras herejías que atentaban, principalmente, como hemos visto, contra la Santísima Trinidad y contra la doble naturaleza de la persona del Hijo, inmediatamente se alzaron las voces de algunos Padres de la Iglesia, que, cada uno en su momento y con los conocimientos teológicos de que disponían, se aprestaron a refutar y a combatir las teorías heréticas.
Entre los siglos I y II, habría que citar a San Clemente Romano; a San Ireneo; a San Ignacio de Antioquía, que, taxativamente afirmaba: "Jesucristo, nuestro Dios, fue llevado por María en su seno... “y a San Justino, que dice de Cristo: "Dios es llamado, Dios es y Dios será".
Entre los siglos II y III defendería la ortodoxia cristológica el gran Orígenes, tan controvertido posteriormente por intentar, de buena fe, fundar una verdadera gnosis hermanando la filosofía helénica con los dogmas cristianos, hasta el punto que San Metodio le llamaría el Centauro, por su pretendida ambivalencia de medio cristiano y medio gentil, pero que, sin embargo, en sus obras cristológicas se atiene, siempre, estrictamente a la verdad de la fe: "Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre; verdaderamente concebido y nacido de la Virgen, crucificado, muerto, sepultado y subido a los cielos".
También merecen ser citados en estos siglos, San Clemente de Alejandría, uno de los hombres más eruditos de la Iglesia en sus primeros tiempos, quizá el que más, después de su discípulo Orígenes; y Tertuliano, que, en su De carne Christi, condena al docetismo afirmando que “... el cuerpo de Cristo era un verdadero cuerpo como el de los demás hombres, tomado de la Virgen María sin obra de varón ".
Ya en pleno siglo III, hemos de destacar a San Hipólito, que, si bien en sus obras trinitarias comete el error de subordinar, de alguna manera, Dios-Hijo a Dios-Padre -cuestión en la que también habían errado otros autores tan respetables como Atenágoras- sin embargo, en su cristología, transmite una doctrina dentro de la más pura ortodoxia, afirmando la unión de las dos naturalezas en Cristo; las dos substancias en una misma persona: en el Verbo; y aclaraba: "El Verbo tomó carne de la Santísima Virgen María y un alma racional, haciéndose hombre para salvar a la humanidad", misma postura que mantendría San Gregario Taumaturgo al llamar a Jesucristo, "Dios de Dios".
El período de tiempo que enmarcan los años 325 y 450, constituye la llamada Edad de Oro de los Padres de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente. En su transcurso se desarrollaron, como hemos visto más atrás, las grandes herejías, aflorando, a la vez, las más señeras figuras de la ortodoxia católica, que con su sabiduría y su esfuerzo, habrían de dejar plenamente dilucidados los dogmas de la Trinidad, de la Encarnación, de la Redención y de la Gracia.
En una primera época, que podemos limitar en el segundo Concilio Ecuménico de Constantinopla, el año 381, quedó definida la verdadera divinidad y perfecta humanidad del Salvador, contra el arrianismo, macedonianismo y apolinarismo. En la segunda, que se prolonga hasta el Concilio de Calcedonia del 451, fue precisada la relación del elemento divino con el humano en el Dios-Hombre y quedó establecido, que en una sola persona se juntaron dos naturalezas -sin mudarse ni confundirse- en contra de los errores del nestorianismo y del monofisitismo.
En resumen, podríamos decir que, en lo referente a la cuestión trinitaria, la subversiva doxología de Arrío resumida en el "Gloria al Padre, por el Hijo, con el Espíritu Santo", sería sustituida para siempre por el actual "Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo". En cuanto a la polémica cristológica, quedó absolutamente definida la naturaleza humana, a la vez que divina, de Jesús y la indubitable maternidad divina de María.
Entre los Padres de la Iglesia Oriental de la primera época enunciada (325-381), que se distinguieron en la defensa y proclamación de este dogma, hemos de considerar en primer lugar, a San Atanasio, el invicto adalid de la causa de los católicos de Oriente contra el arrianismo, durante los 47 años de su episcopado en Alejandría. En el Concilio de Nicea se significaría como el verdadero "Padre de la ortodoxia", distinguiéndose, sobre todo, en la defensa de los dogmas referentes a la Encarnación del Hijo de Dios. Su postura fiel y rotunda le valdría hasta cinco destierros promovidos por los emperadores Constantino, Constancia y Valente, fustigados, de manera inmisericorde, por los seguidores de Arrio.
Su amigo y valedor ante Constantino fue nuestro Osio, llamado más tarde "Atanasio de Occidente" por considerársele como el principal bastión de los católicos -después del Doctor alejandrino- en la lucha contra el arrianismo. Osio fue el que, por encargo del emperador, intentó que Arrio volviera a la autenticidad de la fe, sin lograr más que su radicalización, postura que llevaría al Papa Silvestre a convocar, en el año 325, el Concilio de Nicea, que, presidido por el obispo cordobés, proclamaría el Credo. Osio influyó notablemente a su redacción, especialmente en lo referido a la determinante definición de la consubstancialidad del verbo con el Padre, llamando a aquél para siempre la plena divinidad de Cristo.
En la Escuela de Edesa, en Siria, descolló San Efrén, ameno escritor y, si n duda, el más grande de los poetas siriacos. Entre sus muchos poemas existe uno en el que canta a Cristo Redentor y a su Divina Madre, diciendo: "Vos y vuestra Madre sois los únicos enteramente hermosos; pues ni en ti, Señor, hay mancha, ni mancilla alguna en tu Madre" .
Y en la Iglesia de Occidente hemos de citar siquiera a San Hilario de Poitiers, fustigador del arrianismo y famoso autor de himnos, en tres de los cuales canta la obra redentora del Hombre-Dios. Y a San Jerónimo, uno de los Padres de la Iglesia más fecundos en sus escritos. Y a San Ambrosio, obispo de Milán, verdadero paladín en la defensa de la Virginidad de María y otro de los grandes luchadores contra la herejía de Anio.
En la segunda época que considerábamos, entre los años 381 y 451, tiempo en que hace su aparición el nestorianismo, surge la figura señera de San Cirilo de Alejandría, Patriarca de Constantinopla, que se opondría a Nestorio, afirmando que “... no es un hombre cualquiera el que dio a luz la Virgen Santísima, sino que es el Hijo de Dios hecho hombre. Ella es pues, Madre del Señor y Madre de Dios... " y lo argumenta así, basándose en las Sagradas Escrituras y en la tradición, en una carta ad monachos Aegypti: "El Logos o Verbo se ha hecho hombre pero no tomó en sí a un hombre; el Logos, después de la Encarnación es el mismo que antes y permanece siendo lo que era; solamente, ha juntado a la naturaleza de su ser la naturaleza humana, de modo que, ahora es, a la vez, Dios y hombre; uno, con dos naturalezas (...). Dios nació de María. María, es Madre de Dios. Esta clara y firme postura de San Cirilo ante el nestorianismo, que le valdría ser llamado, más tarde, "El gran Maestro de la Maternidad Divina", no conseguiría la retractación del hereje, quién después de ser apercibido por el Papa Celestino I, sería anatemizado, por fin, en el Concilio de Éfeso (431) y con él, los seguidores de su errónea doctrina.
Pero, mucho antes de Éfeso, e incluso, de Nicea, ya en el siglo III, esta verdad de fe, aún sin definición dogmática, no sólo estaba reconocida por los más antiguos testimonios de los doctores alejandrinos, sino, además, asumida absolutamente por la Iglesia. Y ello es posible asegurarlo al haberse conocido que en la tercera centuria de nuestra era existía una plegaria mariana, la más antigua de las que se tiene noticia, consagrada por el uso litúrgico; esa plegaria es el “Sub tuum praesidium”.
Esta oración a la Virgen María figura en un papiro del siglo III que se encontró en una biblioteca de Manchester, tal como, salvo una ligera variante, la han conservado las liturgias griegas y el rito ambrosiano. El texto latino, dice así:
“Sub tuum praesidium confugimus, Sancta Dei genitrix; nostras deprecationes ne despicias in necessitatibus, sed a perículis cunctis, libera nos semper, Virgo gloriosa et benedicta".
Dom Mercenier ha hecho notar el inmenso interés que encierra este breve texto. Es, según él, "... sin duda, el más antiguo testimonio de la fe en el poder mediador de María, pues se le pide, no sólo que apoye nuestras oraciones cerca de Cristo, sino que, además, nos libre Ella misma de los peligros a que estamos expuestos”. Pero lo que más nos puede interesar ahora, siquiera como justificación de este artículo, es la presencia de la invocación "Santa Madre de Dios" , que prueba, como antes decíamos, que en el tercer siglo la Iglesia ya acepta y proclama la Maternidad Divina de María.
Córdoba siempre fue adelantada ciudad mariana, probada históricamente, tanto desde 1350 -cuando el obispo don Femando de Cabrera celebró, el día ocho de diciembre, la festividad de la Purísima Concepción de María y muchas veces más, durante la "guerra mariana" que, a favor y en contra de esta definición, se desarrolló en todo el orbe católico- como en su diario vivir y sentir, como lo prueba haber mantenido hasta 16 advocaciones de Vírgenes en algunas épocas de su historia.
Sin embargo, no nos consta que en el culto a María se utilizara el rezo del Sub tuum praesidium en su honor, hasta 1650; antes, sí encontramos en muchas funciones religiosas, celebradas en la S.I. Catedral, preces en honor de la Virgen, casi siempre consistentes en el canto de la Salve o el de la Letanía de Nuestra Señora.
El 24 de julio de 1650, Córdoba proclamaba la declaración de salud, tras la mortífera epidemia de peste que había afligido a la ciudad desde mayo del año anterior; al día siguiente, festividad de Santiago, con asistencia de los dos cabildos, se celebró en la Catedral una fiesta solemne con asistencia del obispo, Fr. Pedro de Tapia, seguida de una procesión por el Patio de los Naranjos, llevando la imagen de la Virgen de Villaviciosa y las Reliquias de los Santos Mártires.
Pocos días después, en tanto que el Ayuntamiento determinaba erigir una imagen de San Rafael en el Puente Romano, por considerarle Custodio de la ciudad en la terrible prueba, el cabildo catedralicio, reconociendo el favor de Nuestra Señora de Villaviciosa, de haber preservado a todos sus miembros de la enfermedad, determinó que, todos los sábados, acabadas Completas, se cantase el Sub tuum praesidium en la Capilla de Villaviciosa, costumbre que, desde entonces, permanece en el ritual de dicha corporación catedralicia, en eterno agradecimiento por el cese de la peor epidemia que sufrió nuestra ciudad en los tiempos modernos.
Bien es verdad que el acuerdo capitular sólo se cumpliría taxativamente hasta el último tercio del siglo XIX, pues, si bien el rezo no se interrumpió nunca, en casi tres siglos y medio, la sagrada imagen sería desposeída de su Capilla, su Casa, según feliz expresión del canónigo don Bernardo de Alderete, con ocasión de su respuesta al rey Felipe IV, que pretendió demolerla para ampliar la Capilla Real.
A partir de 1875, efectivamente, comenzaría el desmantelamiento de la Capilla de Villaviciosa, recomendado por el notable arqueólogo don Rodolfo Amador de los Ríos y si bien es verdad, como afirma Nieto Cumplido, que su labor “... constituye los primeros pasos de carácter científico que se aplicaron en orden a la restauración de la antigua mezquita... ", no es menos cierto que también significaría el final del lugar reservado para culto de la Virgen de Villaviciosa en la catedral cordobesa. En adelante, el rezo en su honor lo oiría desde el Altar Mayor de la iglesia metropolitana, e incluso, con el discurrir del tiempo, desde el inaccesible recinto de la Sala Capitular.
En varias ocasiones he escrito e innumerables veces he afirmado que si Córdoba quiso retener su imagen, despojando de Ella a los habitantes de las navas serranas; si el Cabildo, con el Cardenal Salazar al frente, determinó que, a partir de 1698, reinara para siempre entre los muros de la Catedral-Mezquita, en una decisión cuando menos, discutible, como creo haber demostrado en mi libro la Virgen de Villaviciosa. Leyenda, tradición e historia, es absolutamente cierto y está, históricamente comprobado, que, al apropiársela, su único motivo fue para seguir adorándola; para que, siempre, reina de las Vírgenes de Córdoba, siguiera representando su papel de Madre y Mediadora -como la reconoce el Sub tuum praesidium- y no para significar, tan sólo, una rica y preciada joya de la colección de un Cabildo.
Pero el tiempo, una vez más, ha hecho justicia... Desde hace unas semanas, la Virgen de Villaviciosa vuelve a ocupar el Altar Mayor de nuestra S.I. Catedral, gracias a la sensibilidad de la actual corporación catedralicia, que, con su Deán al frente, determinó en sesión capitular, de manera unánime, su justa reentronización.
De aquí en adelante, Dios quiera que sea para siempre, la imagen aparecida de la Virgen de Villaviciosa, oirá desde muy cerca el canto en su honor del Sub tuum praesidium, que los canónigos entonan, ya diariamente, al terminar el Oficio Divino desde el majestuoso marco del coro de Duque Cornejo y seguro que las imágenes que se veneran bajo la misma advocación en la iglesia de San Lorenzo y en la ermita del pueblo que lleva su nombre, compartirán sonrisas cómplices con la Virgen pequeñita, que, un día, trajo un humilde vaquero desde el Alentejo portugués.
Ángel Fernández Dueñas, en helvia.uco.es/
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