La relación que guardan entre sí la verdad y la caridad ha sido y sigue siendo una cuestión ampliamente debatida. Si la Teología ha de iluminar la vida del cristiano y no quedarse en especulación y teoría, es este un tema en el que se ve de un modo muy claro.
En el terreno pastoral, el Papa Francisco, ha puesto de manifiesto nuevamente la consideración de cómo ha de entenderse el equilibrio que salvaguarda tanto a una como a otra virtud, huyendo del fácil error de acentuar una de ellas en detrimento de la otra.
Equilibrio. Esta es una palabra clave para comprender esa difícil y paradójica relación entre la verdad y la caridad. Decir equilibrio es pensar en vencer la inestabilidad y el riesgo de caer en uno u otro de los extremos. El equilibrio es difícil cuanto más fina es la superficie sobre la que se ha de mantener la estabilidad. Pero esta dificultad, no lo es por sí misma sino por nuestra condición de criaturas, seres imperfectos. En Dios, Amor y Verdad se dan en perfecta unidad ya que Dios es la Verdad y el Amor. Esta unidad perfecta no ha de entenderse como dos realidades yuxtapuestas, pues entonces no sería unidad. En Dios la Verdad y la Caridad son una misma realidad. Para nosotros, seres imperfectos, que carecemos de una perfecta unidad, siempre será una tarea ímproba buscar ser a la vez caritativamente verdaderos y verdaderamente caritativos, o dicho con las palabras de la Encíclica de Benedicto XVI, realizar la Caritas in veritate, esto es, amar en la verdad.
En sus palabras y actitudes, Papa Francisco hace nuevamente insistencia para no caer en dos extremos, ambos equivocados, de vivir tanto la verdad como la caridad.
El peligro de esas dos consideraciones extremas, y por ello mismo insuficientes y erradas, es grande porque la distinción de la caridad y la verdad tiende a ser concebida como yuxtaposición de dos realidades. Y de ese modo la distinción incurre en separación. Y así resulta que, separadas se pretende unirlas en la acción. Pero aceptar tal pretensión es entender la unión de modo extrínseco, es decir, como yuxtaposición. Y de ese modo el problema resulta irresoluble.
Las manifestaciones pastorales de no entender bien la relación caridad-verdad han sido descritas con toda claridad por el Papa Francisco. Cuando se insiste en exceso en el predominio de la verdad, se cae en una dureza que hiere. Se aferra uno entonces a la idea de tal modo que no hace justicia a la realidad. Se cae así en un formalismo que con la buena intención de defender y custodiar la doctrina, los derechos de la verdad, pretende imponer ésta llegando a faltar a la caridad.
Por el otro lado, un equivocado sentido de la caridad, se convierte en un buenismo destructivo, en sentimentalismo vacío precisamente por pensar que la misericordia y la caridad deben ser antepuestas a la doctrina, a la enseñanza, en definitiva a la verdad.
Ambas concepciones son erróneas por ser insuficientes y parciales; por haber convertido la distinción en separación y ante la necesidad de que vayan unidas hacer el intento de dicha unión como si se trataran de dos realidades yuxtapuestas. Ninguna de las dos concepciones logra comprender que la distinción es solamente una distinción de razón, necesaria por nuestro modo limitado de pensar y entender la realidad.
Que nuestro entendimiento precise distinguir no indica que caridad y verdad estén separadas y su unión sea externa y accidental. Ni siquiera sería exacto, hablando en rigor, la afirmación de que verdad y caridad son inseparables porque tal expresión estaría indicando que se trata de realidades ontológicas distintas.
La verdad y la caridad, la verdad y el amor, la luz de la razón y la luz del corazón son una y la misma luz. La verdad es esencialmente amorosa y el amor necesariamente verdadero. En el entendimiento obra el amor así como el amor, el corazón ve y tiene sus razones que la razón no entiende, como dice Pascal.
La fe ha de estar informada por la caridad. Sin amor no hay fe porque sólo se cree si se ama. Sólo acepto la verdad de algo que me supera o que no veo, de algo de lo que no tengo conocimiento por mí mismo, porque me fío de alguien y me confío a él. Y esto porque sé que me ama y que por ello no puede mentirme. Se hace así patente cómo la fe y la razón son las dos alas del espíritu humano [1], igualmente necesarias y que son ambas el mismo ser que remonta el vuelo. Las alas no son en el ave unas prótesis ensambladas sino que son el ser mismo del ave y la razón de su vuelo.
Hay pues una íntima relación entre fe y razón con la caridad y la verdad. Uno y el mismo ser es la Verdad y el Amor. Logos y ágape. Logos y eros. El eros es bueno cuando es logos. El eros sin logos, sin dirección es una fuerza destructiva, una energía que daña. Bueno y excelente es el eros que ve, que no está ciego. Se necesita ver al otro. Lo único que no podemos ver es nuestro propio rostro. Para verlo tendríamos que cerrarnos en el egoísmo especular. Entre mi rostro y el reflejo no cabe el otro porque entonces no me veo a mí sino al otro. Mirarme a mí mismo es egoísta. Mirar al otro es abrirme a él.
Cuando me veo en un espejo me cierro en mí y tanto el ágape como el eros se curvan sobre sí y se hacen incapaces del éxtasis. Sólo en el éxtasis cabe donarse. La lógica del don vuelve a aparecer como la razón del amor, como la verdad de la caridad. Lógica y don. Recto entendimiento y don amoroso, verdad y caridad. Como señala Benedicto XVI, «no existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor» [2].
El éxtasis propio del amor solo puede darse cuando veo al otro, cuando contemplo al otro.
En esto consiste lo que colma el ansia y anhelo de plenitud del ser humano: contemplar el rostro de Dios, dejarnos iluminar por la luz del rostro del Señor. Muéstrame, Señor, la luz de tu rostro.
La luz es la verdad. Y el rostro del Otro es el amor. La luz ilumina el amor, un amor que es a su vez luminoso. Tu luz, Señor, nos hace ver la luz (Sal 35). El rostro de Dios se ha manifestado en Cristo. Ver el rostro de Cristo es ver el rostro del Padre. “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14, 9). Cristo es la imagen perfecta del Padre que “ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo” (2Co 4, 6).
La liturgia reza pidiendo: “Señor Dios, salvador nuestro, danos tu ayuda para que siempre deseemos las obras de la luz y realicemos la verdad”. La caridad son las obras de la luz, de la verdad que hay que realizar. La verdad no solo ilumina, no es solo forma intelectual, sino que la verdad tiene sus propias obras, la verdad se actúa por la caridad porque la caridad es madre y forma de todas las virtudes. Somos salvados por la fe que obra por la caridad. Efectivamente, la fe se distingue de las obras, como dice el Apóstol: que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la Ley (Rm 3, 28), y que hay obras que parecen buenas, sin la fe de Cristo, pero no son buenas, porque no están referidas al fin por el que son buenas. Pues el fin de la Ley es Cristo, para la justificación de todo el que cree (Rm 10, 4). Y «por eso, no quiso distinguir la fe de las obras, sino que dijo que la fe es una obra, porque ésa es la fe que obra por la caridad (cf. Ga 5, 6)» [3].
La interrelación pues entre la Fides et ratio, la Deus caritas y la caritas in veritate resulta bastante clara y sólo en esa interrelación puede darse el esplendor de la verdad, de modo que resulta equivalente hablar tanto de un veritatis splendor como de una caritatis splendor. La verdad y la caridad hacen resplandecer la belleza y la bondad divina. El bien y la verdad son trascendentales, como afirma la filosofía medieval y, por tanto, convertibles, pues son distintos aspectos del ser. Y el bien como trascendental metafísico se identifica con la verdad, como trascendental teológico y antropológico es equivalente al amor. De modo que podemos afirmar que caridad y verdad se convierten, son convertuntur.
Desde la teología y la antropología podemos considerar la caridad, el amor, como trascendental. Más aún, el amor constituye el primer trascendental, pues propiamente decimos de Dios que es Amor. El Amor es el nombre más propio de Dios desde la consideración antropológica por encima de la consideración metafísica del Ser. Desde la metafísica el nombre de Dios es el Ipse esse subsistens. Desde la teología y la antropología podemos afirmar que Dios es el Ipse amor subsistens.
Amor y verdad son inseparables. Es un mal planteamiento pretender establecer cualquier tipo de dicotomía o prevalencia de uno sobre otro. Amor y verdad son una y la misma realidad. Así como podemos decir que no hay una inteligencia sin amor ni un amor sin inteligencia sino que el conocimiento es necesariamente un conocimiento amoroso, de la misma forma hemos de afirmar que no hay, ni puede haberla, una verdad sin amor.
La verdad es siempre amor (unión). De hecho, conocer es unirse (el verbo hebreo “yada” que significa conocer, se usa también para referirse a la unión sexual, es decir, unión personal, esto es, unión de todo el ser y la realidad de la persona). Desde el punto de vista gnoseológico conocer es hacerse uno con lo conocido. El más perfecto de los conocimientos no es el de las cosas sino el de las personas. Conocer a una persona es amarla. Sólo cuando amamos a una persona podemos decir en verdad que la conocemos. El amor es lo que corresponde a la persona [4].
Cuando descubrimos y entendemos, estamos conociendo y amando a esa persona porque vemos a Dios en ella. Nadie puede ver a Dios y no amarlo. Los condenados no ven a Dios, por eso no pueden amarlo sino que lo odian. Los limpios de corazón son bienaventurados porque verán a Dios. Y lo verán porque ya lo ven en el hermano y por eso lo aman. Quien no ama a su hermano al que ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Solo el amor es luz para ver a Dios en el hermano. Solo con el amor se puede ver la verdad. Quien está en la verdad es porque ama. Quien no ama está en las tinieblas, no ve, es ciego. Como dice Benedicto XVI, «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios» [5], ya que «el amor es en el fondo la única luz que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar» [6]. La verdad es luminosa porque es amor. Y el amor es la luz de la verdad. Por eso «cada vez que se nos abren los ojos para reconocer al otro, se nos ilumina más la fe para reconocer a Dios. Una verdad sin amor no es verdad sino mera letra que mata, letra muerta sin espíritu, letra de piedra. No hay verdad sin amor. Una verdad sin amor no es sino el cadáver de la verdad.
Sólo la verdad alimenta la llama del amor y sólo el fuego del amor ilumina y es el esplendor de la Verdad. En las tensiones entre verdad y caridad tenemos una equivocada concepción tanto de la verdad como del amor, cuando llevamos a cabo una equivocada acentuación que introduce la división en la única realidad de la Verdad amorosa y del Amor verdadero. No es posible acentuar uno de los aspectos de esa unidad haciendo depender el uno del otro.
En primer lugar tendríamos que decir que considerar el amor como el punto culminante de esa relación no significa en absoluto rebajar lo verdadero [7]. Las confusiones que han llevado a la pérdida del equilibrio que hemos señalado antes, vienen de haber considerado en ocasiones la verdad como un ídolo, o el amor como una debilidad. Es bien conocido cómo Aristóteles excluía del ser supremo el amor, puesto que lo concibe como deseo (orexis) y, por tanto, como una imperfección puesto que quien lo tiene todo no puede desear nada.
El equilibrio puede perderse tanto del lado de quienes no quieren conocer más que los derechos de la verdad, o por otro lado de quienes sacrifican las exigencias de la verdad en aras de una pretendida caridad. Ambos desequilibrios se manifiestan, por una parte en una intolerancia que puede llevar, en sus casos más extremos, al fanatismo. Por la otra parte el desequilibrio puede llevar a tolerar todo, de modo que se cae, también en sus casos más extremos, en el relativismo y el escepticismo. Debemos insistir, una y otra vez, que la verdad sin caridad no es más que una abstracción irreal. Y la caridad sin verdad no es más que sentimentalismo superficial.
En cambio, el cristianismo se caracteriza precisamente por la unión indisoluble del sentido de la verdad y del sentido de la caridad. Ahora bien, el problema es cómo poder alcanzar esa unión indisoluble. Llevarla a cabo será parecernos cada vez más a Cristo, y eso no se logra sino en el arduo camino de la búsqueda de la santidad que no es otra cosa mas que la identificación con Él.
En el Evangelio Jesús afirma que no ha venido para ser servido sino para servir y dar la vida por todos. Servir y dar la vida son en Cristo una y la misma realidad. ¿En qué consiste ese servicio y ese dar la vida? Ante Pilato, Jesús señala también la razón por la que él ha venido: “para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37). Podemos afirmar pues que ese servir a los demás del que habla Jesús es el de transmitir la verdad, dar la verdad a los hombres. Y, por tanto, no hay amor más grande que dar la verdad. Pero Jesús afirma también que no hay amor más grande que el dar la vida por los amigos. Y así descubrimos que servir es a la vez, transmitir la verdad y dar la vida. Otra afirmación de Jesús nos ofrece más luz sobre cuanto estamos diciendo. Jesús afirma de sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Es importante subrayar que Jesús no dice que es un camino, una verdad a una vida, como si pudieran existir otros posibles. Él afirma ser el camino, la verdad y la vida. Lo es por tanto de forma total y absoluta. No hay más camino, más verdad y más vida que Cristo. El camino está para llevar a alguna parte. De ahí que podamos decir que Jesús es el camino que conduce a la verdad y la vida.
No hay amor más grande que transmitir la verdad; ser, como Cristo, testigos de la verdad. Amor y Verdad están pues íntimamente unidos. Siendo esto teóricamente aceptado y compartido tanto por los que ponen más el acento en la verdad como los que acentúan más la caridad, lo cierto es que mantener el equilibrio entre ambas y lograr su unidad supone reconocer por ambas partes precisamente el error de esa acentuación. Y así, quien tiende a acentuar más la verdad suele ser más tendente a una intolerancia doctrinal y a no vivir una auténtica caridad con el que está supuestamente en el error. Y si bien es cierto que el primado es la caridad, existe el riesgo de entender mal la caridad cuando ésta no está en la verdad. Planteado así el problema, su solución es irresoluble.
En dicho planteamiento, existe un error frecuente. Detectarlo es necesario para intentar la solución. Consiste en considerar o entender la verdad como si fuera “algo”, una “cosa”. De ese modo “transmitir” la verdad se identificaría con darla como se da algo a alguien en la mano. Entendida así, “transmitir” la verdad supondría que quien la transmite la “posee”. Uno estaría en posesión de la verdad. Pero la verdad no es “algo” sino “Alguien”: Cristo. No es posible por eso poseer la verdad sino precisamente lo contrario: “no somos nosotros quienes poseemos la verdad, es ella la que nos posee a nosotros” [8]. Entendido de esta forma se comprende que transmitir la verdad no es principalmente y esencialmente dar una cosa, transmitir unos conocimientos, una doctrina, una enseñanza. Sino llevar al encuentro con “Aquel” que es la Verdad; llevar al encuentro con Cristo [9]. «Se ha mostrado justamente que la pretensión de “poseer” la verdad y una cierta necesidad enfermiza de defenderla y de imponerla son diametralmente opuestas a la espiritualidad auténtica, que es el deseo de ser poseído por la verdad. La verdad para el hombre no es un objeto de posesión definitiva, sino una búsqueda indefinidamente progresiva. Sin duda, en sí misma, la verdad es una y absoluta; pero ponernos nosotros en el lugar del Uno y del Absoluto es propiamente el pecado contra el espíritu» [10].
Es la naturaleza misma de la verdad la que nos exige estar en permanente búsqueda y profundización de la misma para dejarnos poseer más plenamente por ella. Estar en permanente búsqueda no significa que no hayamos encontrado aún la verdad sino que ese encuentro ha de crecer irrestrictamente en una plenitud que nunca se agota. Es el ejemplo que pone San Efrén de la fuente de la que por mucho que bebamos nunca podemos agotarla [11].
Porque todo nuestro conocimiento de la verdad es un conocimiento parcial y limitado se hace necesario adoptar múltiples perspectivas, algo que no pocos pensadores y filósofos afirman [12] y que el Papa Francisco nos recuerda al afirmar que la verdad es poliédrica [13]. «Si la Iglesia tiene necesidad de una variedad de sistemas teológicos, es precisamente para intentar de esta manera ser igual a la infinita simplicidad de la verdad revelada, manifestar todos sus aspectos y hacerla accesible a la diversidad de los espíritus. Por tanto, no es sólo la caridad, sino la misma naturaleza de la verdad, la que exige imperiosamente esta actitud espiritual que consiste menos en querer imponer nuestro punto de vista a los otros que en expandirnos con su contacto» [14]. En este sentido afirma el Papa Francisco que «las distintas líneas de pensamiento filosófico, teológico y pastoral, si se dejan armonizar por el Espíritu en el respeto y el amor, también pueden hacer crecer a la Iglesia, ya que ayudan a explicitar mejor el riquísimo tesoro de la Palabra» [15].
Todo esto ha de tenerse en cuenta evitando el peligro de caer en un relativismo que consideraría válidas y aceptables todas las visiones y posturas bajo el pretexto de que nadie posee la verdad absoluta. El cristianismo resulta siempre tan paradójico y complicado que por ello mismo nos confirma que no es un producto humano sino divino. Un ser humano hubiera preferido una doctrina más clara y sencilla. El cristianismo se hace difícil porque la realidad es compleja. Una mente humana no hubiera pensado las cosas con tal grado de complejidad. El cristianismo no es una elección entre dos posibles realidades: ésta o aquella. El cristianismo afirma las dos realidades: ésta y ésta. No dice: Hombre o Dios, sino Dios y hombre. No dice: Uno o tres, sino Uno y trino. No dice: alma o cuerpo, sino alma y cuerpo. No dice: gracia o libertad, sino gracia y libertad [16].
Porque Dios se ha hecho hombre, porque la Palabra se ha encarnado, hemos de ser conscientes de que toda la realidad está marcada y sellada por ese hecho: la Encarnación del Verbo. Y es precisamente ésta la propuesta que hace Benedicto XVI: «La Palabra de Dios nos impulsa a cambiar nuestro concepto de realismo: realista es quien reconoce en el Verbo de Dios el fundamento de todo» [17]. Toda la realidad está atravesada por la “encarnación”. Y toda encarnación supone la inmensa paradoja de un Dios hecho hombre, del Infinito que se hace finito, del Poderoso que se hace débil. De modo especial, tal y como nos recuerda el Concilio Vaticano II, «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (GS, n. 22).
La encarnación supone siempre la dificultad de conjugar el infinito e ilimitado de Dios con lo finito y limitado del hombre. Así, la Palabra de Dios, al hacerse palabra humana queda dentro de los límites del lenguaje humano de modo que la Sagrada Escritura, en cuanto hecha letra, queda confinada dentro de unos límites. Dentro de esos límites se encuentra el dejarnos poseer por la verdad. Nunca lo lograremos plenamente. Pero eso no quiere decir que no seamos capaces de ninguna verdad, sino de una participación limitada de la verdad. Y es en esa condición de límite en donde y por la que debemos llevar a cabo una continua conversión hacia la verdad. Esa conversión implica alcanzar el equilibrio entre la realidad infinita y su concreción finita, entre la letra y el espíritu, pero evitando a la vez tanto destruir la letra para encontrar el espíritu como matar el espíritu identificándolo con la letra.
Es equivocado considerar la verdad como perteneciente al mundo de la abstracción, a lo teórico, mientras a la caridad se le asigna el ámbito de lo concreto y práctico. Esto hace más difícil descubrir su unidad. Como ya hemos dicho antes, la verdad no es una abstracción sino una Persona. Es en el empeño por la identificación con Cristo como nos hacemos verdaderos, como dice la fórmula agustiniana: verum facere se ipsum. Este empeño no es posible sin un verdadero esfuerzo, sin una verdadera lucha ascética. Será tarea de esa lucha evitar confundir, desde el punto de vista psicológico, nuestra percepción de la verdad y la representación que nos hacemos de ella, de la verdad misma. Ambas van indisolublemente unidas pero no se identifican aunque nos sea extremadamente difícil distinguirlas puesto que esa «representación está unida a todo el recorrido de nuestra vida, a nuestra historia entera» de modo que «para mí toda verdad es indisolublemente la verdad y mi verdad» [18]. Por eso indica Lacroix que para comunicar la verdad es necesaria «una verdadera purificación por la que hacemos continuamente el camino entre la verdad y nuestra manera de representárnosla». Sin esa purificación corremos el riesgo de que sea precisamente nuestro modo de ver la verdad lo que impida al otro descubrir la verdad misma. Si bien, al hacerla suya, también el otro lo hará de una forma propia que tiene que ver con su mentalidad y con toda su historia.
Hemos de tener muy en cuenta que «todo lo que pensamos forma un bloque; al transmitir una parte es el conjunto lo que queremos transmitir. Pero en nosotros hay muchas cosas que chocan al otro; al mezclarse con lo verdadero, es eso verdadero lo que volvemos impermeable.
Con demasiada frecuencia la transmisión de la verdad aparece como una discusión, incluso como una lucha; al dejarse convencer se tiene el sentimiento de ser vencido. De ahí el esfuerzo de la persona que resiste a lo verdadero para salvar su independencia. Hacerse verdadero a sí mismo, por el contrario, es extirpar de sí, en lo que depende de nosotros, todo lo que es demasiado humanamente nuestro y mezcla a lo verdadero con nuestros humores, nuestros deseos, nuestros prejuicios y nuestros resentimientos». Ahí se hace precisa la caridad para lograr concretamente que desaparezca lo nuestro y brille la verdad misma. Al mostrar a Cristo se precisa de la humildad del Bautista de modo que sea Cristo el que crezca y nosotros los que decrecemos haciéndonos a un lado para no ocultarlo a los demás. Esta actitud de humildad solo se alcanza en el proceso de conversión y resulta del todo necesaria. Quién es humilde no pretenderá imponer la verdad sino exponerla. No buscará tanto convencer como persuadir. Para ello es también necesario ser capaz de posponer nuestras categorías culturales a fin de que la verdad pueda llegar al otro según su mentalidad y cultura. Este es el verdadero sentido de la inculturación del evangelio. Debemos recordar que «la expresión de la verdad puede ser multiforme, y la renovación de las formas de expresión se hace necesaria para transmitir al hombre de hoy el mensaje evangélico en su inmutable significado» [19]. La verdad del cristianismo siendo uno solo, «lleva consigo también el rostro de tantas culturas y de tantos pueblos en que ha sido acogido y arraigado» [20]
Como hemos señalado antes, el concepto de realismo que proviene de la Encarnación —como señalaba Benedicto XVI [21]—, nos lleva a aceptar todos los modos en los que la única verdad se hace concreta con todas sus limitaciones, por lo que también el Papa Francisco afirma que «no haría justicia a la lógica de la encarnación pensar en un cristianismo monocultural y monocorde (…) [pues] el mensaje revelado no se identifica con ninguna de ellas [culturas] y tiene un contenido transcultural» [22].
La humildad en ese continuo proceso de conversión necesaria para la transmisión de la verdad ha de hacernos comprender que «no es indispensable impo- ner una determinada forma cultural, por más bella y antigua que sea, junto con la propuesta del Evangelio», evitando así el peligro de caer en una «vanidosa sacralización de la propia cultura» [23]. Esto resulta siempre costoso puesto que supone «una ascesis dolorosa mediante la que nos alejamos de nuestra propia mentalidad para someternos a la del otro, mediante la cual, de alguna forma, nos alejamos de nuestro propio espíritu para introducirnos en la intimidad de otro. Sin un esfuerzo previo de simpatía, ninguna verdad es íntegramente transmisible» [24]. De ahí, que podamos afirmar que la humildad es condición a la vez de todo conocimiento y de toda caridad. Solo por la humildad se accede a la verdad.
Como ha dicho en alguna parte Gustave Thibon, es abriéndonos al mundo y a los otros como la humildad nos abre primeramente a lo verdadero. En cierto modo —como también señala J. Lacroix— el orgullo es idealista y la humildad realista. En ese sentido podemos entender también el principio del que habla el Papa Francisco cuando dice que «la realidad es superior a la idea». De ahí que «la idea desconectada de la realidad origina idealismos y nominalismos ineficaces». Este principio es el que viene establecido por el Misterio de la Encarnación del Verbo que «nos impulsa a poner en práctica la Palabra, a realizar obras de justicia y caridad en las que esa Palabra sea fecunda. No poner en práctica, no llevar a realidad la Palabra, es edificar sobre arena, permanecer en la pura idea» [25]. El error del dogmatismo consiste precisamente en su falta de humildad, pues entonces hace un ídolo de la verdad. La caridad es la que permite evitar esa idolatría al enseñar la humildad.
Termino exponiendo la conclusión a la que llega J. Lacroix [26]: «Algunos aman tanto a las personas que olvidan la verdad, mientras que otros aman tanto la verdad que olvidan a las personas». Esta no es ni puede ser la actitud cristiana. Para el cristiano, tal y como vemos en Jesús, no es posible separar la verdad del amor a las personas. «Por una parte es menester ser extremadamente comprensivo: no se conquista un alma más que comprendiéndola por entero, incluso en sus errores. Pero por otra parte, el error profesado, sin tener en cuenta que puede ser una causa de escándalo para los otros y una disminución de la vida espiritual para sí mismo, corre el riesgo de repeler al alma a la que esperaba alcanzar: la intransigencia dogmática y la perfecta coherencia de la doctrina católica, el sentimiento que se tiene de tocar con ella la roca sólida y estable de la verdad no transforman menos almas que los movimientos del corazón».
José Gil Llorca, en dialnet.unirioja.es/
Notas:
1 Juan Pablo II, Encíclica Fides et ratio, n. 1.
2 Benedicto XVI, Encíclica Caritas in veritate, n. 30.
3 San Agustín, Homilía In Io. ev. 25, 12.
4 Santo Tomás de Aquino, S. Th. I, q. 37, a. 1. Sobre esta cuestión ver el excelente trabajo de Juan José Pérez Soba, Amor es nombre de persona, Estudio de la interpersonalidad en el amor en Santo Tomás de Aquino, Roma 2001.
5 Benedicto XVI, Encíclica Deus caritas est, n. 16.
6 Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, n. 272; Benedicto XVI, Encícli- ca Deus caritas est, n. 39.
7 Sigo aquí a Jean Lacroix en su obra Amor y persona, Caparrós editores, Madrid 1996, pp. 98-100.
8 Discurso de Benedicto XVI a la Curia Romana con motivo de las felicitaciones de Navidad (viernes 21 de diciembre de 2012).
9 No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona»: Benedicto XVI, Encíclica Deus caritas est, n. 1.
11 «Aquel, pues, que llegue a alcanzar alguna parte del tesoro de esta palabra no crea que en ella se halla solamente lo que él ha hallado, sino que ha de pensar que, de las muchas cosas que hay en ella, esto es lo único que ha podido alcanzar. (…) Lo que, por tu debilidad, no puedes recibir en un determinado momento lo podrás recibir en otra ocasión, si perseveras. Ni te esfuerces avaramente por tomar de un solo sorbo lo que no puede ser sorbido de una vez, ni te desmotives por pereza de lo que puedes ir tomando poco a poco». Del Comentario de San Efrén, diácono, sobre el Diatessaron.
12 Decía Emile Boutroux: «La única manera para lo finito de imitar a lo infinito, es diver- sificarse infinitamente». Y Maurice Blondel: «Sólo por la diversidad y la multiplicidad pueden ser imitadas y asimiladas la simplicidad y la unidad perfectas». Citado por Jean Lacroix, p. 92.
13 Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, n.236: «El modelo no es la esfera, que no es superior a las partes, donde cada punto es equidistante del centro y no hay diferencias entre unos y otros. El modelo es el poliedro, que refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él conservan su originalidad».
15 Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, n. 40.
16 La Revelación lleva al hombre común a asumir dos afirmaciones aparentemente contradictorias. Como señala G.K. Chesterton, el hombre común «si vio dos verdades que se contradecían mutuamente, tomó las verdades y la contradicción junto con ellas. Su vista espi- ritual es estereoscópica, como su vista física. Al mismo tiempo ve dos cosas diferentes, y no obstante, o por lo mismo, las ve mejor»: Ortodoxia, Altafuya, Barcelona 1998, p. 50.
17 Benedicto XVI, Exhortación apostólica Verbum Domine, n. 10.
19 Juan Pablo II, Encíclica Ut unum sint, n. 19.
20 Juan Pablo II, Carta apostólica Novo Millennio ineunte, n. 40.
21 Esta idea expresada en la Exhortación apostólica Verbum Domine, n. 10, tiene es continuada por Francisco cuando afirma que «el criterio de realidad, de una Palabra ya encar- nada y siempre buscando encarnarse, es esencial a la evangelización»: Exhortación apostólica Evangelii gaudium, n. 233.
22 Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, n. 117.
23 Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, n. 17.
25 Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, n. 232-2333.
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