¿No serán tristes los tiempos en los cuales se nos obliga a defender un mal menor para evitar que se difunda uno mayor? Y, ¿cuál sería la insanable llaguita que —a pesar de todo— toleramos y curamos con prudencia y circunspección, con la esperanza de que no se desarrolle, transformándose en una herida amplia, profunda y purulenta? La llaguita —como se puede entender por el título— es aquel "vicio común" (Shklar, 2007: cap. 2, 57–103), es decir extendido, que se conoce con el nombre incómodo y denigrante de hipocresía. Para evitar malentendidos y equívocos, regresaremos más adelante a hablar de la herida. Iniciamos inmediatamente con proporcionar una definición lexical: la hipocresía consiste en la "simulación de buenos sentimientos y loables intenciones con la finalidad de engañar a alguien" (Zingarelli, 2000: 949. énfasis mío); el origen etimológico del término descansa en el verbo griego hypokrinesthai, el cual, entre sus varios significados, el que mejor se ajusta es el de "representar un personaje" [***]. De esta manera, el epónimo de todos los hipócritas empedernidos, Tartufo, ostenta su devoción religiosa (justamente "representa un personaje") para lograr obtener la confianza del patrón con el cual se hospeda y de ésta forma poder sustraerle los bienes, incluida la mujer (la cual, sin embargo, no cae en la trampa). él lleva consigo una "máscara" para esconder su "rostro"; manda adelante la "apariencia" de sí, la "sombra" y esconde la "persona" (Molière, 2010: 23, primer acto, escena VI) asegurándose que sus interlocutores vean la primera y no perciban la segunda: debe entonces ser "desenmascarado" (Molière, 2010: 59, cuarto acto, escena IV). El hipócrita, es decir, aquél que quiere "parecer lo que no es" (Quevedo, 1972: 165), quiere parecer "mejor" (Ottonello, 2009: 26), simula una conducta diferente de lo normal; y el personaje que representa debe tener el carácter fundamental, no tanto de la coherencia construida —aunque ésta sea necesaria para no crear sospechas—, sino aquel de la visibilidad absoluta; mejor dicho, mientras más se vea lo exterior mejor se esconde el interior: la dimensión exageradamente ostensiva, ya evidenciada en el Evangelio de Mateo, es funcional para el cumplimiento de la intención engañadora.
Y así cuando des limosna [escribe el Evangelista], no quieras publicarla a son de trompeta como hacen los hipócritas en las sinagogas, y en las calles o plazas, a fin de ser honrados de los hombres [...] Asimismo cuando oréis, no habéis de ser como los hipócritas, que de propósito se ponen orar de pié en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos de los hombres [...] Cuando ayunéis, no os pongáis caritristes como los hipócritas: que desfiguran sus rostros, para mostrar a los hombres que ayunan. (Mt 6, 2-16)
Estas pequeñas pero importantes citas, comentadas brevemente, nos llevan a integrar la anterior definición lexical con la aclaración que la simulación (diferente de la disimulación [1]) para alcanzar el objetivo deseado, debe ser percibida por el otro como "verdadera" —entonces como su opuesto—, y por eso no puede ser enseñada con moderación equilibrada y performativa.
Si es clara, grosso modo, la naturaleza de la hipocresía, ahora es necesario exponer los motivos que son la base de mi ensayo. Se pueden reconocer por lo menos dos.
El primero, lo encontramos en aquella argumentación —burda pero siempre eficaz— que los políticos de primer y cuarto nivel de nuestro país [Italia] y los falsos y ubicuos opinion leaders desenvainan en el momento adecuado en la prensa o en los talk shows televisivos dedicados a la política. Se trata de aquel remedio retórico bastante gastado, pero al cual (como lo hacemos con los lápices) siempre es posible volver a sacarle punta, que consiste —para usar aquí indecorosamente la metáfora evangélica— en recordarle, a quien trate de ponernos en dificultad enseñándonos la paja en nuestro ojo, que en realidad el suyo incluso se encuentra obstruido por una viga. A esta estrategia clásica de defensa en un debate público, parece que se le agregó en los últimos tiempos, pero tal vez éste fenómeno podría remontarse a los diversos ejercicios polémicos traídos a colación por parte de los críticos del periodo de "Mani pulite " [****], una silenciosa pero no por eso menos detonante extensión erga omnes de la retorsión argumentativa. La trama, que reconstruyo como ejemplo con base en la modesta experiencia como lector de periódicos y telespectador poco acostumbrado y perezoso, es la siguiente. El político A le critica al político B, su contrincante, una cierta conducta reprobable de uno o más exponentes del partido de B. B le contesta más o menos de la siguiente manera: "Por favor, evitémonos el moralismo y sobre todo no seamos hipócritas, también usted en su partido...". Hecho que, en sentido estricto y más allá de las metáforas usuales y fórmulas de cortesía, significa, como recuerda sin medias palabras Roberta De Monicelli: "Si yo doy asco, tu también lo das, y entonces es mejor que te quedes callado" (2010: 62). En un sentido más amplio, esta misma fórmula táctica, prefiero traducirla de la siguiente manera: "si yo soy un puerco, tu también lo eres, y entonces es mejor que te quedes callado; pero probablemente lo sería cualquiera que estuviera en condiciones análogas a la mía y a la tuya, es decir tales que le permitan ser un puerco sin pagar las consecuencias y entonces es mejor que todos se queden callados". De tal manera que: si todos somos puercos, entonces ya nadie lo es.
Quisiera aquí hacer algunas reflexiones en relación con mis formulaciones: la breve y la amplia. A propósito de la primera podemos observar que, si el contraataque puede representar en muchos casos un excelente instrumento de defensa y a menudo garantizar el triunfo sobre el antagonista en aquellos recintos mediáticos, que son las transmisiones televisivas dedicadas a la profundización y al debate sobre cuestiones públicas, en cambio no soluciona el verdadero problema: no se trata de tener políticos que sean tiernas palomas (la política, como a menudo se le olvida justamente a quien la hace, no es algo para almas blancas), sino por lo menos en un sentido prospectivo se trata de reducir lo más posible el número de puercos. En cambio, al final: "tú eres un puerco, yo lo soy; nos lo decimos sin subterfugios y sin hipocresía; lo sabemos tú, yo y varios millones de electores que nos están viendo en televisión; mientras tanto, sin embargo, nos quedamos aferrados a nuestras sillas".
Por lo que concierne a la segunda formulación, quisiera rebatir que, siguiendo a Platón, la extensión indiscriminada de la suinidad [*****] a sus connacionales, que pretende otra vez configurarse como abandono de la hipocresía y elección en favor de la sinceridad, debería ser mejor sufragada —si fuera posible— de lo que a menudo hace y puede hacer el orador en turno, que de ésta manera le atribuye injustamente a otros que podrían haber seleccionado diferentes modelos de conducta, aquella ética marrana que escogió libremente para inspirar su acción. Sería como decir: la ocasión hace al ladrón, pero no está dicho que siempre lo haga. Sin embargo, admitimos sin problema que vivimos en un régimen de suinidad generalizada. ¿Queremos considerar que el mismo delito de corrupción cometido por un político y por un obscuro empleado municipal, hecho del cual se origina la misma pena, causará escándalos de diferente tamaño? El segundo, efectivamente, habrá decepcionado a los miembros de su familia, pocos amigos y conocidos, algún compañero de trabajo y tal vez, varios millares de ciudadanos: ya es mucho, pero no es demasiado. El primero encontrará la mirada resentida de sus queridos, del grupo de sus sostenedores y electores, de su parte política y siendo un parlamentar, del país entero que representa. Los efectos, en este último caso, son mucho más grandes y dolorosos; y si agrego que quebrantan aquella función ética que todo político ejerce (honores y deberes que derivan de su mayor visibilidad respecto al ciudadano común) por el hecho de deber constituir, más allá de las elecciones de fe política, un ejemplo para sus connacionales o por lo menos para muchos de ellos y en especial para las nuevas generaciones, ¿alguien me acusará de moralismo, de catonismo?
La segunda razón que me llevó a escribir, la encuentro en la lectura de un libro publicado en 2009 en Francia, oportunamente traducido por Massimo Loris Zannini y publicado por Bompiani en 2010. El escrito de Gaspard Koenig, un joven filósofo con una actitud ambiciosa, se titula: Il fascino discreto della corruzione [La discreta virtud de la corrupcción]. Basándose en la famosa Fábula de las abejas, que Bernard Mandeville publicó en Londres junto con otros textos en diferentes ediciones entre 1705 y 1729, el atrevido Konig expresa en su libro la tesis según la cual: pretender que "una sociedad renuncie a la corrupción, sería como impedir a un bebé respirar" (2010: 202). "La corrupción [leemos en otra parte] no sólo está al alcance de una élite, sino que dialoga en la existencia cotidiana, con la condición de que se tenga un mínimo poder, que recubra, aunque sea la más pequeña función social" (2010: 158. énfasis mío). Además:
Cuando se acepta el sistema [de la corrupción], nos sentimos tratados como "corruptos" [******] por parte de quienes no logran entrar en él [cuidado: eso no significa que ellos decidan no entrar, esos pequeños mediocres quisieran hacerlo, pero no lo logran]. Sin embargo, no es simple llegar a ser corruptos. Se necesita dejar de juzgar al mundo a través de los lentes de una conciencia aislada y adaptar humildemente nuestras convicciones y actitudes a las opiniones y códigos que nos rodean. Este proceso representa fundamentalmente una apertura: de sí mismo hacia el mundo, hacia los otros. Aceptar en sí las influencias externas, dejarse moldear por aquellas, significa enriquecerse de una cultura común. (Koenig, 2010: 91. énfasis mío)
Nos queda, entonces, ser solidarios con aquellos sujetos que se someten al arduo, difícil y doloroso rito de iniciación a la corrupción, a través de la cual se abren a una relación intersubjetiva, vehículo de participación a una cultura compartida que los informa, los conforma y los hace mejores. A estos nuevos ciudadanos del mundo, entre más completos, más corruptos (hasta el fondo), debería ser dirigida según Konig, toda nuestra aprobación; los otros, aquellas raras criaturas que se esfuerzan en mantenerse honestas, las "células aisladas de todo contexto", las pobres, desoladas mónadas que "pretenden [...] 'rechazar el sistema'", tengan toda nuestra conmiseración y se entreguen a su triste destino como estilita del tercer milenio.
Me pregunto, cándidamente y sin espíritu polémico, si Konig se da cuenta de lo que dice. Porque, si fuera verdad lo que escribe y si se cumpliera su idea de sociedad totalmente entregada a la inmoralidad, entonces —para repetir el coro de una vieja canción propuesta por un inteligente cómico italiano[2]— habría sido mejor "morirse desde pequeños", en lugar de ver un mundo en el cual los hijos del pobre Konig se encontraran primero frente a un maestro de primaria, luego, en la clase de un profesor de secundaria y de preparatoria y finalmente de universidad, todos rigurosamente corruptos y corruptibles, es decir caracterizados por aquella virtud civil que él mismo reconoce en la participación en el sistema de corrupción. En suma, aquel que nuestro autor de 28 años anhela, es un planeta libre de todo tipo de hipocresía —así como de cualquier magistrado que persiga corruptores y extorsionadores (¿no tendrán que ser corruptos también los que tutelan el orden y la legalidad, si verdaderamente quieren ser virtuosos?)—, por fin en paz, porque está consciente de la inmundicia universal y ya no está perturbado ni agitado por inútiles y ridículas batallas por el respeto de las leyes. Un planeta en el cual el principio de corrupción, ya no enmascarado sino por fin manifestado y llevado a la luz del sol de una nueva era, reglamentará la producción, la acumulación y la distribución de la riqueza y —me permito agregar— de los puestos de trabajo. Estamos enfrentándonos con la anhelada transfiguración del peor de los mundos en el mejor posible. Alguien podría preguntar con sabiduría: "¿Porqué las cosas no van más o menos así como las describe Konig?". Lamentablemente es así en muchos, demasiados, casos. Sin embargo, si invertimos —como hace nuestro brillante escritor— los términos axiológicos, haciendo del abuso un valor y de la legalidad un desvalor, nos encontraremos privados de toda herramienta, no sólo para exigir nuestros derechos, sino también para distinguir lo que nos pertenece de lo que nos fue sustraído arbitrariamente o donado graciosamente; y quien se dirigiera con un abogado, siendo víctima de concusión o de corrupción, inmediatamente sería señalado como un individuo asocial, peligroso para sí y para los ordenamientos sociales y económicos de toda la comunidad, o en el mejor de los casos, como un personaje raro, un soñador "autista" (Koenig, 2010: 54), un nuevo Don Quijote...
Evitemos considerar natural aquello a lo cual simplemente nos hemos acostumbrado: sobre la peligrosa ligereza de transformar hábitos políticos y sociales en caracteres ontológicos, nos advirtió ya desde hace varios años un connacional de Koenig, étienne de La Boétie (2001: 25) [3], quién como aquél —pero con menor frivolidad—, había examinado el fenómeno de la corrupción y lo había estigmatizado como el resultado de un proceso perverso de afiliación, estratificada y piramidal, al titular del poder [4].
En realidad, quiero tranquilizar a nuestro joven filósofo: tengo la clara impresión de que el mundo seguirá hacia adelante, proponiéndonos una valiente lucha, no siempre atractiva y en algunos momentos desalentadora, entre quien se deja seducir por el encanto del soborno o está obligado —sin quererlo— a someterse y quien se esfuerza entre dificultades y equivocaciones en reafirmar un principio de legalidad. No será relevante si una parte o la otra será la mayoría, pues —a diferencia de lo que algunos políticos quieren hacer creer— en cuestiones éticas y de justicia los números no son importantes [5].
La diferencia fundamental entre la posición de Konig —la cual resultaría hasta interesante, si tuviera en sí un interés hacia la paradoja y no sólo la pretensión simplicista de identificar (que tal vez esconde el más banal confundir) el nivel descriptivo con el normativo— y aquella del autor que él invoca y evoca a menudo, Mandeville, consiste justamente en la función imprescindible que en su modelo de sociedad, éste último le confiere a la hipocresía, que se debe desenmascarar, por supuesto, pero aun así, sigue siendo necesaria (no quisiera reconocerle demasiados méritos a Konig indicando un solo punto de diferencia entre su posición y aquella del otro más famoso y reflexivo filósofo del siglo XVIII: aquí sólo busco circunscribir la cuestión alrededor del objeto de nuestra investigación). Con desencantada lucidez, Mandeville encuentra en el egoísmo la razón generadora del actuar humano: no fue el primero y tampoco será el último de los pensadores occidentales que haya concentrado su atención en el amor de sí y en el principio del placer.
Por su inteligencia superior y la cantidad de necesidades que lleva en sí, el hombre —explica Mandeville— es el animal "más incapaz [...] de concordar en multitud durante mucho tiempo", ya que "las criaturas más aptas para convivir pacíficamente", es decir aquellas que se asocian espontáneamente, siguiendo su naturaleza y sin las necesarias limitaciones, "son aquellas que muestran menos inteligencia y tienen menor cantidad de apetitos que satisfacer". A pesar de estas cualidades que tendencialmente son inadecuadas para la vida asociada, "fuera de él [el hombre] no existe criatura de la que se pueda hacer un ser sociable" (Mandeville, 2001: 23). Así que —si queremos usar el léxico posterior kantiano— si el ser humano es la más insociable de las criaturas, al mismo tiempo, sin embargo, es también aquel animal que, más que todos los demás, puede ser inducido a socializar con sus símiles (Kant, 2006: 8–9). Aquello que lo lleva a asociarse y entonces a considerar "ventajoso para todos reprimir sus apetitos que dejarse dominar por ellos, y mucho mejor cuidarse del bien público que de lo que consideraban sus intereses privados" (Mandeville, 2001: 23), es una recompensa barata para quien la dona y muy anhelada por un animal egoísta pero inteligente, que sabe renunciar al amor de sí hasta en ámbitos que exceden la mera satisfacción de los instintos y las necesidades materiales. El premio previsto para quien esté dispuesto a ejercer sobre sí la "violencia" de "preferir el bien de los otros al suyo propio" es la "alabanza", el reconocimiento público, el "honor", al cual se contraponen el "desprecio" de la comunidad y la correlativa "vergüenza" del individuo, generados por las conductas contrarias. Los antiguos civilizadores de la humanidad, explica Mandeville en un pasaje que merece ser leído completo:
[...] examinaron detenidamente la fortaleza y las flaquezas de nuestra naturaleza y sacaron la conclusión de que nadie es tan salvaje que no le ablanden las alabanzas, ni tan vil como para soportar pacientemente el desprecio, y concluyeron, con razón, que la adulación tiene que ser el argumento más eficaz que pueda usarse con las criaturas humanas. Poniendo, pues, en práctica esta hechicera máquina, ensalzaron las excelencias de nuestra naturaleza, colocándola por encima de los otros animales; alabaron con desaforados elogios lo maravilloso de nuestra sagacidad y la inmensidad de nuestra inteligencia; otorgaron mil encomios a la racionalidad de nuestras almas, con la ayuda de las cuales éramos capaces de realizar las más nobles empresas. Después de haberse insinuado así en los corazones de los hombres, por medio de esta ladina adulación, empezaron a instruirles en las nociones del honor y la vergüenza, representando a uno como el peor de los males y al otro como el más alto bien a que pueden aspirar los mortales; hecho lo cual, les demostraron cual impropio sería de la dignidad de tan excelsas criaturas dejarse dominar por aquellos apetitos que tiene en común con los brutos, sin considerar así las cualidades a que deben la supremacía sobre todos los seres visibles. Cierto es que admitieron lo apremiantes que son los impulsos de la naturaleza, el trabajo que cuesta resistirlos, y la ímproba tarea que supone subyugarlos totalmente. Pero esto tan sólo lo usaron como argumento para destacar, por una parte, la gloria que supone dominarlos y, por otra, la ignominia de no intentarlo. (Mandeville, 2001: 24)
La preferencia de lo público sobre lo privado es para Mandeville —como se observa— el resultado de la astucia de los originarios (imaginarios) civilizadores que construyeron un argumento ad hoc basado justamente en aquél egoísmo que se quería comprimir y enderezar. Se acordó entonces en:
[...] llamar VICIO a todo lo que el hombre sin consideración por el público, fuera capaz de cometer para satisfacer alguno de sus apetitos, si en tales acciones vislumbrara la mínima posibilidad de que fuera nociva para algún miembro de la sociedad [y] VIRTUD a cualquier acto por el cual el hombre, contrariando los impulsos de la Naturaleza, procura el bien de los demás o el dominio de sus propias pasiones mediante la racional ambición de ser bueno [y la necesidad egoísta de ser alabado y honorado públicamente]. (Mandeville, 2001: 27)
Entonces, el autor de la Fábula de las abejas considera que un gobierno hábil (Mandeville, 2001: 5) pueda canalizar los vicios privados transformándolos en prosperidad pública [6], que los primeros sean "inseparables de las sociedades grandes y poderosas" y que "sin ellos no podrían subsistir su riqueza ni su grandeza"; pero también está convencido de que "cada miembro de ellas", culpable de esos vicios, "deba ser continuamente castigado por ellos, cuando se convierten en delitos" (Mandeville, 2001: 9). Desde su punto de vista, reprimendas y castigos, sin embargo, no tienen la finalidad de erradicar la corrupción, ya que esto empobrecería las naciones; más bien, llevan a cabo la útil tarea de limitar una praxis inextirpable dentro de los confines que la hagan, a pesar de todo, tolerable y funcional para el bienestar de la sociedad, impidiéndole descarrilarse en la anarquía de una inmoralidad complacida de sí, iconoclasta, destructiva del tejido social, ya no gobernado o gobernable ni siquiera por instancias jurídicas y morales débiles y realistas, como las que indica Mandeville.
Aquí, naturalmente, no importa establecer si el modelo estructural de la vida asociada, identificado por el médico y filósofo holandés, radicado en Inglaterra, corresponda o no a una situación efectiva y si ésta sea aplicable a las sociedades contemporáneas. En cambio, es interesante observar como al reconocimiento del egoísmo y de su inevitable potencia corresponda la construcción igualmente necesaria de una estructura moral egocompatible funcional a la constitución y a la conservación de la sociedad. Se trata de una ética de la barrera, por así decir, cuyo valor fundamental —la limitación de lo privado en favor de lo público— se acredita por medio de un sistema de gratificaciones (alabanza y honor) fundado en la simulación ostensiva de una apreciación que esconde una más concreta y subterránea atención, por parte de quien gobierna, hacia las virtudes cohesivas de un actuar altruista. Este dispositivo desenmascarado por Mandeville se basa en una doble hipocresía: aquella de los gobernantes, listos en cubrir con un noble velo de moral una conducta que es promovida sólo porque se encuentra socialmente útil, perpetrando de esta manera una suerte de engaño, aunque sea para un buen fin; y aquella de los individuos, que con su actuar solidario —que de otra forma estaría privado de todo appeal— logran satisfacer su necesidad egoísta de alabanza y de honor recubriéndola con formas visibles y claramente reconocibles de dedicación desinteresada hacia el otro. De hecho, mediante la hipocresía "hemos aprendido desde la cuna a ocultar, incluso a nosotros mismos, el inmenso alcance del amor propio en todas sus diferentes manifestaciones" y sin aquella no podríamos ser "aptos para la sociedad" (Mandeville, 2001: 84 y 233). Se trata entonces de una ficción necesaria que debe ser reconocida como lo que es. He aquí la razón por la cual Mandeville siempre se muestra implacablemente atento en demoler aquellas que considera hipocresías arraigadas, habilísimo en remover las estratificaciones intencionales que se sobreponen al actuar humano y en evidenciar en su profundidad el egoísmo escondido que lo mueve.
Ningún mérito hay [se lee en un punto que merece una profunda reflexión que aquí no puedo llevar a cabo] en salvar a una inocente criatura que va a caer al fuego: la acción no es ni buena ni mala y, por grande que sea el beneficio que el infante reciba, no habremos hecho más que complacernos a nosotros mismos; pues el haberlo visto caer y no tratar de impedirlo nos hubiera causado una pena que el instinto de conservación nos impulsa a evitar. (Mandeville, 2001: 31)
La hipocresía, esta "calle mayor del mundo" a la que muchos de nosotros y en muchas circunstancias a pesar de que no queramos "tenemos que ir", porque "empieza con el mundo y se acabará con él" (Quevedo, 1972: 165) [7], encuentra su condición de subsistencia en la mentira. A su vez, la determinación de los supuestos fundamentales del mentir se remonta a la antigüedad griega[8]. Reducidos en su esencia, son dos: 1) la posibilidad permitida al hombre de esconder su pensamiento, sentimiento y voluntad; 2) el conocimiento de lo verdadero, que hace de la mentira el producto de una deliberación consciente.
El primero de los dos se remonta a una fábula de Esopo que ve como protagonistas a Zeus, Prometeo, Atenea y Momo, dios de la crítica. Leámosla:
Zeus, Prometeo y Atenea, que habían modelado, el primero un toro, Prometeo un hombre y la diosa una casa, eligieron a Momo como árbitro. Éste, envidioso de sus creaciones, empezó a decir que Zeus había cometido un fallo al no poner los ojos del toro en los cuernos para que pudiera ver donde atacaba; a Prometeo le criticó porque no había colgado fuera [el corazón] del hombre, para que así no pasaran inadvertidos los malos y fuera bien visible lo que cada uno tenía en su [corazón]. En tercer lugar, dijo que Atenea debería haber puesto la casa sobre ruedas para que si uno iba a vivir con un malvado por vecino, pudiera desplazarse fácilmente. Entonces, Zeus, indignado con él por su envidia, le echó del Olimpo [*******]. (Esopo, 2004: 87, énfasis mío) [9].
Como se observa, esta hermosa fábula enfatiza la tenaz opacidad del mundo interior que permanece impenetrable para la misma constitución del hombre: son los mismos dioses los que, por haberle colocado el corazón al interior del cuerpo, le donaron una intimidad inaccesible. Justamente a partir de esta inaccesibilidad es posible escoger si revelar al otro nuestros pensamientos, sentimientos e intenciones o dejarlos descansar en secreto.
El segundo supuesto del mentir —la posesión del conocimiento como prerrequisito para poder escoger libremente de afirmar lo verdadero o simular lo falso— fue introducido por Platón en el Hipias menor:
¿No es más cierto que el ignorante [pregunta Sócrates a Hipias], aun queriendo decir la mentira, muchas veces diría, por azar, la verdad involuntariamente, a causa de no saber, y que tú, en cambio, que eres sabio, si quisieras mentir, mentirías siempre del mismo modo? [Y hacerlo entonces con absoluto conocimiento de causa]. (Hipias menor, 367a) [10].
Dicho esto, si ahora prescindimos de la valoración axiológica de la acción y de las consecuencias y dirigimos nuestra mirada a la mera capacidad de actuar de manera más libre, consciente y responsable que le es permitida al sabio (si sé, puedo escoger decir la verdad o la falsedad, haciéndome responsable de mi elección) y es negada al ignorante (si no sé, no distingo la verdad de la falsedad y entonces, si elegiré uno de los dos caminos, lo haré casualmente, sin siquiera darme cuenta que tomé el de la verdad o el de la mentira), podemos estar de acuerdo con la conclusión, que sólo aparentemente es paradójica, a la cual llega Platón a través de Sócrates: "los que causan daño a los hombres, los que hacen injusticia, los que mienten, los que engañan, los que cometen faltas, y lo hacen intencionadamente y no contra su voluntad, son mejores que los que lo hacen involuntariamente" (Hipias menor, 372d, énfasis mío).
Naturalmente, después de definir las condiciones de posibilidad de la mentira, se introduce la pregunta crucial de si es moralmente justo o equivocado mentir, aunque sea en determinadas situaciones. Se debe hacer una elección de bando y decidir si estar —sólo por nombrar algunos— de la parte de Accetto, Mandeville y Quevedo, los desencantados censores de la mentira extendida por el mundo o si ponernos bajo la protección de Agustín, Montaigne y Kant [11], los sabios defensores de la verdad.
Cuando nos comprometimos en escribir sobre la hipocresía y pretendemos hacerlo con alguna razón argumentada —pero esto lo decidirá el lector—, ya no se puede no sentirnos cercanos al primer grupo de pensadores que describen, por decirlo con Giambattista Vico, "el hombre así como es"; sin embargo hay que dirigir continuamente una mirada apasionada, participativa y tendencialmente mimética a los filósofos de la otra familia, que contemplan al "hombre como debería ser" (2001: 29). Así que, quien quiera escribir la "apología paradójica de un mal menor", debe declararse listo para aceptar que en la vida de todos los días —presentes, pasados y futuros— a menudo la verdad se encuentre acompañada por la mentira, a menos que no se quiera imitar a l'Alceste de Molière y frente al impasse sufrido por todas las sinceridades extremas, excluirse del "consorcio social" (Molière, 1969: 72, acto V, primera escena).
Pero —y aquí, cerca del final, regresamos al inicio— si la hipocresía y el mentir que se le conecta son el mal menor, ¿cuál será el mal mayor que ambos contribuyen en excluir de la escena? En realidad ya lo encontramos en las páginas anteriores sin haberlo remarcado adecuadamente. Se trata de la arrogante y abierta afirmación de un evidente desvalor —así percibido en un determinado contexto histórico–cultural y ético—, que se intenta evadir moralmente abogándose, sin escapatorias y sin hipocresías, a la constatación estadística y fácil según la cual las conductas que aquella infunde son muy comunes y por lo tanto inevitables. De esta manera no sólo se excluye también el poco pudor que recurría al dispositivo de la hipocresía para ocultar la acción moralmente reprochable con una representación falsa y reluciente, cuyos contenidos respondieran a los requisitos de la así llamada respetabilidad (insoportable, de seguro, pero siempre salvadora —por lo menos superficialmente— para el valor); pero —y esta razón es todavía más grave— se pretende el reconocimiento del derecho de ciudadanía a un hábito por lo menos discutible en una ágora ética específicamente configurada.
Hagamos un experimento mental que en realidad se basa en la afirmación hecha hace unos meses por un parlamentario italiano (véase la reconstrucción completa en De Monticelli, 2010: 48, nota 30). Como se sabe: a menudo la realidad supera la imaginación y le enseña...
En un país imaginario, pero dotado de una tabla de valores similar al de nosotros, un político A —seguro de la autoridad que le deriva de su rango y rehuyendo de toda hipocresía— afirma públicamente que, aunque una mujer B o un hombre B1 admitieran haber construido toda su carrera política en el intercambio de favores sexuales, éste no sería un motivo que prohibiera su permanencia en el parlamento de aquel Estado.
Desde este punto observamos que, según la hipótesis de A, si los actores (o víctimas) B o B1 confesaran su secreto, podrían eximirse de sentir algún tipo de vergüenza (palabra que hoy se usa en el subjuntivo exhortativo y sólo en contra de los demás —¡avergüéncese!—, [********] pero que denota un sentimiento serio, absolutamente respetable y promotor de sociabilidad). Aquella vergüenza saludable, en una circunstancia diferente y con una disposición diferente del espíritu, los hubiera inducido a la saludable hipocresía de negar, porque son públicamente inexpresables, las reales y furtivas vicisitudes de su ascenso político, envolviéndolas a posteriori en una narración autobiográfica pública más conveniente —aunque sea falsa— para el cargo que actualmente ocupan. De esta manera, habrían demostrado tener todavía cierto respeto por la institución parlamentar que los hubiera reconocido como sus miembros y que ellos indignamente (pero esto lo habrían sabido sólo ellos) hubieran representado. Como en cambio se dice en la afirmación de A, a la confesión sin simulaciones de B o B1 debería seguir su permanencia con orgullo (finalmente fueron sinceros y además, quién sabe cuantos más como ellos habrá) en el Parlamento con el patrocinio de A. Esto significaría transfigurar el desvalor en un valor o en un cuasi–valor, legitimar lo inmoral permitiendo abiertamente su presencia generalizada en el más alto organismo de participación democrática de nuestro país imaginario, y hacerlo con la culpable arrogancia de quien no se preocupa, actuando de esta manera de enviarle a las preciosas pero siempre olvidadas jóvenes generaciones —suficientemente angustiadas por su futuro y desorientadas por los procesos insidiosos y progresivos de espectacularización [12] y virtualización de la realidad— un mensaje fuertemente perverso para su educación.
Esta es la razón por la cual estamos obligados a defender la hipocresía, pero con la condición de considerarla un mal menor, sin darle la pauta de un significado ético positivo. El hipócrita, a su manera, hace —usando las palabras de Pietro Piovani, en las cuales se reflejan las de La Rochefoucauld— "el más sincero homenaje [...] a la fuerza moral: sincero en su forzado, silencioso, elocuente reconocimiento" (2010: 796) [13]. él sabe que lo que esconde debe quedarse oculto y no puede revelarse públicamente, más bien debe ser enmascarado, porque es inoportuno: de esta manera conserva todavía un cierto respeto, o si queremos, un significativo temor por el valor común que quiere transgredir; lo quebranta individualmente, no pretende que la comunidad entera modifique el conjunto de los valores históricamente compartidos para legitimar su comportamiento impropio, así como su ventaja privada.
A pesar de eso, es justamente con sus simulaciones y sus ostentaciones engañosas que el hipócrita, en los límites o ya afuera de lo lícito, expresa todavía una forma residual, débilmente reconocida o hasta no intencional, de participación o —si preferimos— de simple salvaguarda de los ideales y de los valores nacidos en la sociedad a la cual pertenece. Y en nuestros tiempos no es poco...
Rosario Diana, scielo.org.mx/
Traducción del italiano al español de Davide E. Daturi.
Notas:
0 *** Aquí, se ha preferido traducir "recitar el aparte" que literalmente sería "actuar un rol" en sentido teatral, con la expresión "representar un personaje" se conserva el sentido de la expresión original. [N. del T.]
1 Según la conocida definición de Torquato Accetto, "se simula lo que no está" (1997: 27): simulador es, entonces, quien afirma verdadera la falsa representación de un estado de cosas con la intención de engañar. Por otro lado "se disimula lo que está", ya que "la disimulación es la actividad de no hacer ver las cosas como son" : disimulador es, entonces, no quien dice falsedades, sino quien recubre lo verdadero con "un velo compuesto de tinieblas honestas" (Accetto, 1997: 27 y 19) o pospone la comunicación, con la finalidad no de engañar sino de esconder una verdad que sería peligroso o doloroso enunciar en determinado momento. Como ejemplo del primer caso se puede citar la acción malvada de Tartufo. En cambio un ejemplo del segundo caso podría ser la (aunque sea fingida) serenidad expresada frente a un pariente gravemente enfermo, con la finalidad de esconderle nuestro sufrimiento por su fin cercano y no hacerle más tediosos los últimos momentos de su vida. Sobre el tema de la disimulación, entendida como medio para la lucha política en la edad moderna, véanse Croce, 1931: 82–90; Villari, 1987: 3–48; y Aricó, 1988: 565–576.
0 **** El autor se refiere a la investigación judicial llevada a cabo a inicios de la década de 1990 llamada "Mani pulite" (Manos limpias) que llevó a la cárcel a numerosos políticos italianos por el delito de corrupción y concusión. [N. del T.]
0 ***** Aquí el autor se refiere a la esencia de "ser puerco", que hemos traducido con el término más técnico de "suino". [N. del T.]
0 ****** El autor usa la palabra "marci" que en español significa "podridos, marchitados, corrompidos" y lleva consigo un significado no sólo real, sino también figurado, en el sentido moral de "corrupto". [N. del T.]
2 El cómico es Paolo Rossi.
3 El escrito se remonta a los años inmediatamente sucesivos al 1550 y se quedó en circulación como manuscrito por diversos decenios, antes de ser publicado.
4 "No son las bandas de gente a caballo, ni las compañías de soldados de infantería, ni las armas, las que defienden a un tirano, sino siempre (y al principio cuesta creerlo, aunque sea verdad) cuatro o cinco hombres que lo sostienen, sometiendo a todo un país. Siempre ha sido así: cinco o seis han barruntado al tirano y se le han acercado, o bien han sido llamados por él para que sean sus cómplices en la crueldad, sus compañeros en los placeres, los chulos de sus lujurias y los beneficiarios de sus rapiñas. Estos seis instruyen tan bien a su jefe que ése deviene malvado para la sociedad, no sólo con la maldad propia, sino además con las de ellos. Estos seis tienen a sus órdenes a seiscientos, a quienes corrompen como han corrompido al tirano. Y estos seiscientos tienen bajo su dependencia a seis mil, a los que elevan en dignidad de cargo, dándoles el gobierno de las provincias o el manejo de los dineros, con el fin de tener a tales hombres en sus manos, de aprovechar su avidez o su crueldad para que las ejerzan en un punto determinado; y así, por lo demás, causan tanto mal que no podrían hacerlo si no fuese a la sombra de sus superiores, ni estarían exentos de las leyes y las penas si les faltara tal protección" (La Boétie, 2001: 51–52).
5 Sobre este punto sirvan de una vez por todas, mutatis mutandis, las palabras de Henry David Thoreau sobre el gobierno de la mayoría. "La razón práctica [escribe Thoreau], por la cual [...] se permite que una mayoría siga rigiendo al Estado [...], ya no depende de la probabilidad de que la mayoría tenga la razón [...], sino en el hecho de que la mayoría sea materialmente más fuerte" (2010: 17. Énfasis mío).
6 Son expresiones recabadas del subtítulo de la Fábula de las abejas (Fábula de las abejas, o los vicios privados hacen la prosperidad pública). Es justamente el insistir sobre el rol central e imprescindible del gobierno en el "canalizar los intereses individuales para transformar los vicios privados en prosperidad pública" —Andrea Bianchi observa agudamente—, lo que impide considerar a Mandeville un pionero del laissez–faire (2004: 60–61). A esta valiosa monografía se hace referencia también para la bibliografía sobre el médico y filósofo holandés. Sobre la figura y el pensamiento de Mandeville, en relación también con otros exponentes significativos de la reflexión filosófica moderna, véase —para quedarnos sólo en el ámbito lingüístico italiano— el libro rico y articulado de M. Emanuela Scribano (1980).
7 Más tarde Hume considerará "imposible enfrentar al mundo sin" hipocresía (citado en Shklar, 2007: 87).
8 Naturalmente aquí no se quiere —de hecho, tampoco se podría— escribir una historia de la mentira. La bibliografía sobre este argumento es vasta. Me limito a indicar algunas obras importantes, que por su amplitud y completud, pueden ser —según las exigencias— puntos de partida o de llegada, véanse Sommer, 1999; Tagliapietra, 2001; y Bettetini, 2001.
0 ******* El texto entre corchetes es una modificación de la traducción, para conservar el sentido original que el autor quería imprimir en el texto italiano. [N. del E.]
9 Sobre el regreso y el desarrollo en la Edad moderna de esta iconografía del corazón, escondido en el cuerpo o enseñado fuera de él, véase Rigoni, 1974: 434–458.
10 Esta posición platónica regresará luego en Friedrich Nietzsche, según el cual cuando en el mundo humano fueron "instituidas [...] las primeras reglas de la verdad", apareció también "por primera vez el contraste entre verdad y mentira" (1981: 127).
11 "Nunca hay que mentir [escribe el filósofo cristiano]. Ni siquiera para salvar una vida, porque la vida del alma vale más que la del cuerpo" (Agostino, 2001: 7). "Ya que nuestras relaciones se rigen sólo a través de la palabra [leemos en los Ensayos] aquel que la falsea, traiciona a toda la sociedad [...]. Si nos engaña, rompe todo nuestro intercambio y disuelve todos los lazos de nuestra sociedad" (Montaigne, 1970: II, 891). Pero véase también Montaigne, 1970: I, 41–47, en especial 44. "Es [...] un sagrado mandamiento de la razón [afirma de manera perentoria Immanuel Kant], incondicionalmente exigido, no limitado por la conveniencia, el ser veraz (sincero) en todas las declaraciones" (Kant, 1999: 396).
0 ******** El autor refiere a la expresión italiana, típica de las peleas verbales, cuyo significado se acerca a ¡Debería darle vergüenza! [N. del T.]
12 Sobre el tema de la espectacularización véase Debord, 2008: caps. "La società dello spettacolo" y "Commentari sulla società dello spettacolo".
13 "La hipocresía [se lee en La Rochefoucauld] es un homenaje que el vicio le hace a la virtud" (1985: 157, nota 218, cfr., también 163–165, nota 233).
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |