Muchas Inglaterras sobreviven discretamente debajo de la piel brillante de la Inglaterra oficial
Pequeños núcleos católicos han resistido a la campaña de acoso y derribo que los situó, en el mejor de los casos, como ciudadanos de segunda.
El expresidente Felipe González se ha identificado en varias ocasiones como un cristiano que perdió la fe. Si él o José María Aznar se hubieran manifestado, por casualidad, luteranos, calvinistas o ateos en los años noventa, sospecho que a la opinión pública le hubiera resultado bastante indiferente. Hasta fechas recientes en España, y en media Europa, han existido tensiones entre los distintos grupos cristianos y, a nivel legal, algunos credos han sufrido agravios respecto a otros, pero de ahí a que una decisión religiosa de carácter privado pudiera lastrar electoralmente al líder del PSOE o incluso del PP hay un abismo.
No se puede decir lo mismo de otros países. En el Reino Unido, país cuya Corona prohibía a sus miembros casarse con católicos hasta el año 2012, un político laborista (partido de izquierdas) como Tony Blair esperó a que terminara su etapa como primer ministro para anunciar públicamente lo que era un secreto a voces: su intención de convertirse al catolicismo. El dignatario temió durante diez años que la decisión pudiera perjudicar en las urnas y que abriera un conflicto con la Iglesia anglicana, ya que en este país es el primer ministro quien sigue eligiendo a los obispos. El jefe de Estado de Reino Unido, la reina Isabel II, es también la cabeza de la Iglesia nacional.
La creencia de que la historia de España es una anomalía y el habitual ensimismamiento patrio han hecho que olvidemos que los países de nuestro entorno han enfrentado situaciones similares y también han arrastrado prejuicios religiosos profundos. Sí, nosotros y otros países teníamos la Inquisición como tribunal que perseguía ordenadamente la discrepancia religiosa, pero otros tuvieron, además de tribunales menos garantistas, guerras internas, matanzas con cifras que dejan en mantilla a Torquemada y Estados incapaces de separar el poder religioso del político.
Desde el cisma con Roma provocado por Enrique VIII a raíz de su divorcio con Catalina de Aragón, una serie de conflictos religiosos entre líderes y partidarios de una u otra fe desangraron Inglaterra y crearon un férreo sentimiento nacional que identificaba a los anglicanos como auténticos ingleses, frente a los católicos y otros cristianos, considerados gente extranjera (el equivalente en el nacionalismo catalán a los charnegos). Ser buen inglés empezaba por ser buen anglicano.
El Estado promocionó, en el siglo XVI, un sistema de delaciones por el que aquellos que no denunciaban a los vecinos que se ausentaran de los servicios religiosos del nuevo culto podían acabar en la cárcel. El objetivo no solo eran los católicos, muchos de ellos ejecutados, sino también los calvinistas, cuáqueros, baptistas, congregacionistas, luteranos, menoninatos y otros grupos religiosos que, en la mayor parte de los casos, se vieron obligados a huir a América. Solo en tiempos de Carlos II de Estuardo más de 13.000 cuáqueros fueron encarcelados y sus bienes, expropiados por la Corona.
Cada vez que el poder necesitó esconder los problemas locales, encontró a tiempo supuestos complots católicos, envueltos en confusión y basados en rumores, que justificaron que la Corona recrudeciera la represión contra las minorías. El gran incendio de Londres de 1666, siguiendo el manual del emperador romano Nerón, fue achacado a los católicos y desencadenó una nueva persecución. Entre 1678 y 1681, una supuesta conjura católica atribuida a Titus Oates dio lugar a otras feroces cazas. Política y religión, como tantas veces en la historia, estuvieron entrelazadas en una danza terrible.
Como causa o efecto de estas persecuciones que configuraron la nación anglicana, Inglaterra ha desarrollado al cabo de los siglos un pronunciado sentido del silencio en torno a ciertos temas y ha llevado a la categoría de arte el solapamiento de las realidades que no encajan con el relato hegemónico. Muchas Inglaterras sobreviven discretamente debajo de la piel brillante de la Inglaterra oficial. Pequeños núcleos católicos han resistido a la campaña de acoso y derribo que los situó, en el mejor de los casos, como ciudadanos de segunda. Se estima que hoy en día el 8% de los creyentes británicos son católicos y que, frente a la caída en picado de los anglicanos, en torno al 16%, este credo ha aguantado mejor el cambio de los tiempos y la proliferación de agnósticos.
La prueba de que un importante número de católicos siempre mantuvo la llama viva en las islas, a pesar de todo, es la cantidad de figuras clave de su historia que han practicado esta fe. El inventor de la penicilina, Alexander Fleming; los escritores J. R. R. Tolkien y G. K. Chesterton; el director de cine Alfred Hitchcock o el mismísimo William Shakespeare fueron católicos más o menos practicantes. Dentro de un relato nacional que presenta a los seguidores de esta fe como agentes externos, puede parecer un mal trago encajar este hecho incómodo, pero reescribir una y otra vez la historia para adaptar o maquillar las incoherencias es la gran especialidad de los nacionalismos.
Buen ejemplo de ello es el caso del artífice de Macbeth, cuya identidad ha estado siempre repleta de un premeditado misterio y hasta existen teorías que defienden que no existió como tal. Regates, trucos de magia barata y trampas al solitario para no reconocer abiertamente que el gran maestro de las letras británicas no solo fue un hijo de un católico represaliado, sino un practicante de esta religión que incluso viajó probablemente por territorios del sur de Europa y se empapó de la «luz» mediterránea para impregnar sus obras.
No es plato de buen gusto aceptar que una figura tan relevante para el país tuvo que vivir su religión de forma clandestina, sobre todo cuando tu nación quiere presentarse como la garante de una Europa tolerante frente a fanáticos tales como España o Italia. Que esta realidad se presente a estas alturas como una mera teoría evidencia, en efecto, lo rocosos que son los prejuicios religiosos y, en el mismo sentido, la pervivencia de los mecanismos ingleses para correr tupidos velos cuando la película no es de su agrado.
¿Es la religión en sí o el sentimiento de pertenencia a un grupo históricamente oprimido lo que ha dado lugar a tantos ilustres católicos? No; no merece la pena trazar relaciones simplistas de este tipo. Justamente estos nombres en mayúscula lo que desmontan son los mitos supremacistas que elevan a unos dioses por encima de otros o que vinculan, como en el caso español, al catolicismo con el atraso y al protestantismo con el avance. Genios aparecen en todos los credos. Que desarrollen mejor o peor, con mayor o menor notoriedad, su carrera depende de un sinfín de circunstancias.
Reducirlo todo a lo religioso sería caer en los mismos tópicos que se han arrojado contra España. La Inglaterra católica existió, existe y existirá lo que dure el cristianismo, por mucho que lo niegue y reniegue el relato anglicano dominante.
César Cervera en eldebatedehoy.es
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