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En el Credo proclamamos que Jesucristo volverá al final de los tiempos para juzgar a la humanidad. Dios, infinitamente bueno y justo, no es indiferente al comportamiento de los hombres, llamados a corresponder a su Amor. Por eso, el juicio divino será totalmente justo: pondrá de manifiesto el peso real de la vida de cada persona, así como la coherencia de todos los planes divinos. La consideración de esta realidad ha de llevarnos a trabajar con más urgencia en la tarea apostólica, de la que puede depender la felicidad eterna de tantas almas.
En el Credo, tras proclamar la esperanza del retorno glorioso de Jesucristo, añadimos: «iudicare vivos et mortuos», para juzgar a vivos y muertos. Así expresamos nuestra convicción de que, al final de la historia, brillarán el poder y la justicia de nuestro Señor.
La íntima correspondencia entre la intervención decisiva de Dios —el “Día del Señor”— y la retribución universal al final de los tiempos, aparece ya en el Antiguo Testamento. Venir, regir y juzgar son, en las profecías sobre el Día del Señor, acciones divinas inseparables, y sirven para recordar a los hombres la responsabilidad que tienen sobre su vida y la de los demás, porque Dios premia la fidelidad y castiga la maldad[1].
La revelación sobre el Juicio del último día
La revelación sobre el Juicio contiene, por tanto, un doble aspecto. Por un lado, hallamos la certeza de que el Dios que viene para clausurar la historia desea, por encima de todo, salvar a los hombres. «¿Acaso me agrada la muerte del impío, oráculo del Señor Dios, y no que se convierta de sus caminos y viva?»[2]. Por eso los profetas hablan con frecuencia de la acción divina como un fuego que purifica[3], para dejar finalmente un resto santo y fiel[4]. Por otro lado, este mensaje transmite una advertencia seria: Dios no es indiferente ante el mal; cuando juzga, salva, pero puede también condenar y castigar[5].
Estas ideas quedan elocuentemente plasmadas en el relato de la visión de Daniel: «Seguí mirando hasta que se levantaron unos tronos y un anciano en días se sentó. Su vestido era blanco como nieve, el cabello de su cabeza como lana pura; su trono, llamas de fuego; sus ruedas, fuego llameante. Corría un río de fuego que surgía delante de él. Miles de millares le servían, miríadas y miríadas permanecían ante él. El tribunal se sentó y se abrieron los libros. (…) Seguí mirando en mi visión nocturna y he aquí que con las nubes del cielo venía como un hijo de hombre. Avanzó hasta el anciano venerable y fue llevado ante él. A él se le dio dominio, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron»[6].
Dios es representado por el anciano que se sienta en su trono celeste rodeado de gloria. El Juicio comienza con la apertura de los libros, acción simbólica que indica que Dios conoce todas las obras de los hombres. Las naciones hostiles a su soberanía son condenadas, mientras que uno como hijo de hombre recibe todo poder y autoridad, para regir un reino eterno.
El tema del Juicio final también ocupa un lugar relevante en la predicación de Jesús. Es particularmente memorable la descripción del Juicio en el llamado discurso escatológico del Señor[7]. En ese cuadro grandioso, el Hijo del Hombre «separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha, los cabritos en cambio a su izquierda»[8]. Bajo el imperio de Cristo, la humanidad entera quedará segregada en dos grupos al término de la historia; unos permanecerán unidos a Él mientras que los otros serán apartados.
El tema del destino final de cada hombre, vuelve a aparecer en correspondencia con sus obras buenas o malas. Es interesante advertir que Jesús, para dibujar este cuadro, utiliza elementos de la visión de Daniel, a la vez que introduce colores nuevos: el anciano pasa a un segundo plano, después de otorgar toda potestad y autoridad al Hijo del hombre; es Éste quien protagoniza el Juicio, quien pronuncia sentencia, quien declara cómo la responsabilidad de las acciones —sobre todo, en lo referente al mandamiento de la caridad— determinan la condición de salvado o condenado.
Jesús, en cuanto Emmanuel (Dios-con-nosotros), es el cumplimiento de la promesa divina, Él es la cercanía de Dios con los hombres y su salvación. La Encarnación del Hijo de Dios hace ya presente en este tiempo de luchas, de algún modo, el misterio de la parusía y trae consigo un anticipo del Juicio. Es más, Jesucristo mismo es el Juicio que presagia la división de los hombres[9], según la actitud de fe o de incredulidad que adopten respecto a su Persona[10]. Cristo testimonia que el Juicio ya ha tenido lugar[11]: el que no cree ya ha sido condenado y el que cree, en cambio, ya ha pasado de la muerte a la vida[12].
El Juicio final en la Tradición
Las primeras generaciones cristianas supieron profundizar en el misterio del Juicio final; comprendieron que formaba parte del misterio de un Dios infinitamente bueno y justo, que no es indiferente al comportamiento de los hombres. Es un Dios que penetra con su espada tajante de doble filo[13], discierne los corazones y retribuye según las conductas. «Dios es fiel a sus promesas y justo en sus Juicios»[14]. Tal convicción nutre desde las primeras generaciones de creyentes una saludable actitud, mezcla de anhelo amoroso y temor reverente con respecto al regreso del Señor.
Los cristianos siempre meditaron la parábola del trigo y la cizaña, que describe la división de la humanidad en dos categorías fundamentales. Entendieron que esta colocación de los hombres en dos situaciones radicalmente diferentes —salvación o condenación eterna— no será el resultado de un capricho de un Dios que obraría según su antojo, sino de un reparto acorde con la opción madurada por las criaturas libres a través de su existencia, de modo que cada uno se encontrará allá donde le han llevado sus elecciones. Como dice Orígenes: «Así como no hay consorcio entre la justicia y la iniquidad, ni comunidad entre la luz y las tinieblas, ni concordia entre Cristo y Belial, tampoco puede coexistir el Reino de Dios con el reino del pecado»[15]. Con el Dios santo sólo estarán los santos; los pecadores quedarán lejos de la faz divina.
Los Padres vieron también la conveniencia del Juicio final en cuanto trance en el que el verdadero valor de las personas y de los acontecimientos serán desvelados: «Conoced que llega ya el día del Juicio, como un horno encendido (...) y entonces aparecerán las obras de los hombres, las ocultas y las manifiestas»[16]. Al quedar patentes a los ojos de todos la santidad o impiedad de cada persona así como su retribución eterna, brillarán con meridiana claridad la justicia y santidad de Dios[17]. Hace falta esta revelación final para desenmascarar las fachadas, haciendo evidente la diferencia entre salvados y condenados, entre los que aman a Dios y los que se aman a sí mismos[18].
El sentido profundo del Juicio final
La revelación sobre el Juicio final nos proporciona inestimables luces en la tarea de orientar nuestro caminar terreno. La primera lección es ésta: el acercamiento de Dios a los seres libres provoca inevitablemente una respuesta a su oferta de comunión. Sitúa a las criaturas ante la necesidad de elegir. Dios, con su hacerse presente a través de los acontecimientos cotidianos de los hombres, provoca situaciones de crisis en los corazones, y toma parte activa en un drama —la vida de las personas— que desembocará en uno de los dos estados anteriormente descritos.
Conviene entender el misterio del Juicio desde esta perspectiva dinámica, liberándolo de imágenes derivadas de los pleitos humanos. En estos, el juez indaga lo que ha ocurrido, y va vislumbrando poco a poco la verdad; sólo al final está en condiciones de emitir una sentencia, de absolución o de condena. En ocasiones, además, el veredicto no alcanza la certeza absoluta, ni el juez es capaz de emitir un parecer sobre las intenciones de los distintos actores.
En cambio, Dios sabe en todo momento la calidad de la respuesta que cada persona da a su oferta de amor, porque todos nos hallamos constantemente bajo su mirada; para muchos, este considerar la mirada amorosa de Dios, que espera nuestra respuesta, se convierte a su vez en motor de amor: «Verdaderamente, si esta realidad de que Dios nos ve estuviese bien grabada en nuestras conciencias, y nos diéramos cuenta de que toda nuestra labor, absolutamente toda —nada hay que escape a su mirada—, se desarrolla en su presencia, ¡con qué cuidado terminaríamos las cosas o qué distintas serían nuestras reacciones!»[19].
Así, el misterio del Juicio no se refiere sólo a un acto puntual, realizado en el último día. La realidad del Juicio de algún modo se cumple ya durante el despliegue de la historia de las libertades, que es nuestra existencia: Dios, con su acercamiento amoroso, exige de cada persona una respuesta personal: cada uno responde Amen o Non serviam. La parusía será el momento culminante de esta realidad, de modo parecido a como con la muerte finaliza la etapa en que cada persona dispone de su libertad: es decir, cerrará y sellará la historia. El resultado final será la división de la humanidad en su totalidad. Podemos así entender que el Juicio es un misterio indisolublemente ligado al misterio de un “Dios-que-se-nos-acerca”.
Como causa de separación entre justos e impíos, el Juicio Final constituirá una revelación: se hará pública declaración del peso real de la vida y obra de individuos, comunidades, e instituciones en la historia. Mostrará la concordancia o discordancia de afanes, trabajos, esfuerzos y aspiraciones de los hombres con los designios divinos. En este sentido, el misterio del Juicio guarda estrecha relación con la verdad. «Entonces, se pondrán a la luz la conducta de cada uno y el secreto de los corazones»[20].
Por parte de Dios tal conocimiento es eterno y perfecto. A ello apuntan las imágenes bíblicas de un juez que reúne a vivos y muertos, o de la apertura de los libros. Ante Dios están presentes todos nuestros pensamientos, deseos, obras y omisiones, notorios o escondidos, así como sus consecuencias a lo largo de los siglos. Respecto a nosotros —criaturas que vivimos en el tiempo— pueden aducirse razones de conveniencia para pensar por qué el Señor hará esta revelación al final de la historia. Con el Reino definitivo, la creación recuperará —transfigurado— el orden diáfano del principio, y cada criatura ocupará su puesto definitivo —visible ante todos— dentro del conjunto. Nadie estará donde no haya querido estar, aunque el misterio de iniquidad que supone el rechazo definitivo de Dios —a pesar del sufrimiento— escape a la inteligencia humana. La posición definitiva y patente de todos los hombres —en cuanto unidos o alejados de Dios— servirá a la vez como revelación de la verdad completa de su ser y obrar.
Quedarán de esta manera rectificados todos los Juicios humanos acerca de personas y eventos. El mundo entero podrá apreciar la auténtica relevancia de cada persona y de su contribución al drama de la salvación. Seguramente, habrá sorpresas: «muchos primeros serán últimos y muchos últimos serán primeros»[21], pues en ocasiones lo que a los ojos humanos parece importante o loable puede resultar insignificante o carente de valor ante Dios; y lo que pasa inadvertido o incluso es despreciado puede ser pieza clave de los planes divinos. La idea del Juicio que manifestará la verdad al completo nos impulsa, en el tiempo presente, a mantener actual un hondo espíritu de examen y sinceridad. Nos ayuda a vivir según la vida divina que transmite el Espíritu Santo, Espíritu de Verdad que nos guiará hacia la verdad toda entera[22], y a ser transparentes ante los hombres.
En esta línea, Santo Tomás de Aquino añade una consideración relevante: desde la perspectiva de las criaturas, para evaluar cada acto al completo, hace falta esperar a que se hayan cumplido todas sus consecuencias. «No es posible dar un fallo definitivo sobre una cosa mudable antes de su consumación. Así, el Juicio sobre una acción cualquiera no puede darse antes de que perfectamente se haya consumado en sí misma y en sus efectos. Importa saber que, si bien con la muerte se acaba la vida temporal del hombre en sí misma, queda algo que depende del futuro. Perduran los hombres en sus obras»[23].
Según esto, cada individuo deja su sello en el rumbo de la historia, y su contribución puede durar muchos siglos; ésta sólo podrá sopesarse de un modo completo cuando la historia haya terminado. La revelación sobre un Juicio final nos recuerda el surco profundo que dejan las propias acciones en el plan de la redención; un surco tanto más fecundo cuanto más esas obras se identifiquen con el querer de Dios, la salvación de todos los hombres[24]. San Josemaría con frecuencia animaba a los cristianos a trabajar con urgencia apostólica en la viña del Señor, porque de esa labor puede depender la felicidad de innumerables personas. «Eres, entre los tuyos —alma de apóstol—, la piedra caída en el lago. —Produce, con tu ejemplo y tu palabra un primer círculo... y éste, otro... y otro, y otro... Cada vez más ancho. ¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?»[25]. Cada hombre es el eslabón de una cadena que sólo Dios conoce en su integridad.
Hay otra razón de conveniencia para un desvelamiento completo del proyecto divino al final de los tiempos. Los hombres podrán reconocer la perfecta coherencia de los planes divinos, ahora perceptibles sólo de modo parcial. Como dice San Agustín, conviene que un Juicio final muestre a todos la bondad y la justicia de Dios, atributos que pasan un tanto ocultos a los ojos humanos durante la etapa actual[26]. Dios podrá entonces reivindicar su propio Nombre, mostrando un maravilloso tapiz que su amor ha tejido con los hilos aparentemente caóticos de nuestra historia; debajo del sufrimiento y dolor de los inocentes, detrás de tantas calamidades e injusticias, brillarán la santidad y la sabiduría divinas, tan frecuentemente puestas en entredicho. Dios será reconocido por todos como verdadero Señor de la historia, y se desvelará ante toda la humanidad como el Señor saca bien de todo, hasta del mal; porque Él «ha juzgado que es mayor perfección sacar bien del mal, que impedir que el mal exista»[27].
Conviene, finalmente, meditar el papel central que ocupa Jesús en el Juicio final. Este protagonismo no significa sólo que Cristo ejercerá su plena autoridad sobre los hombres como Dios y Redentor, o que retribuirá a cada uno según hayan cumplido sus mandatos y seguido su ejemplo. Remite a algo más profundo todavía: recuerda la forma específica en que Dios opera la salvación; es decir, lo hace mediante Cristo que nos configura consigo mismo, con su Persona, enviándonos su Espíritu modelador y presentándonos ante el Padre. La admisión a la vida eterna dependerá de la respuesta al encuentro con Jesús y de la unión vital que tengamos con Él.
Desde este punto de vista, Cristo no será sólo el Juez, sino el mismo criterio del Juicio. Ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos, «rezamos en el Credo. —Ojalá no me pierdas de vista ese Juicio y esa justicia y... a ese Juez»[28]. Ojalá no perdamos de vista a ese Juez, porque Él es el espejo en el que cada hombre mirará su propio rostro: ¿he llegado a identificarme suficientemente con Él?, ¿habita plenamente en mí su santo Espíritu?, ¿me puede reconocer su Padre celestial como hijo amado? La última pregunta con que se enfrentará cada persona será cristólogica y, por tanto, trinitaria: ¿he llegado a ser uno con Cristo —ipse Christus, en palabras de San Josemaría— para ser admitido con Él y en Él, al consorcio íntimo de la Trinidad? A esta pregunta empezamos a responder ya en nuestra vida terrena con nuestros pensamientos, deseos y acciones. Elaboramos ya, aquí y ahora, el signo de nuestra eternidad.
J. José Alviar. Universidad de Navarra
Notas
[1] Cfr. Os 4, 1; Mi 1, 3-5; Is 13, 9-14.
[2] Ez 18, 23; cfr. Is 1, 18.
[3] Cfr. Jr 9, 6; Is 48, 10.
[4] Cfr. Am 3, 12; Is 4, 2-3; 10, 19-21; Mi 4, 7; 5, 2; Sof 2, 7.9.
[5] Cfr. Am 5, 18; 6, 8; Ez 5, 10.15; 11, 9; 16, 41.
[6] Dan 7, 9-10.13-14.
[7] Cfr. Mt 25, 31-46.
[8] Mt 25, 32.
[9] Cfr. Jn 3, 18-21; 9, 39.
[10] Cfr. Jn 8, 24.
[11] Cfr. Jn 5, 25; 12, 31.
[12] Cfr. Jn 5, 24.
[13] Cfr. Ap 1, 16; 2, 12.16.
[14] I Carta de Clemente, 27, 1.
[15] Orígenes, De oratione, 25, 3; la cita es de 2 Cor 6, 14.
[16] II Carta de Clemente, 16, 3.
[17] Cfr. II Carta de Clemente, 17, 4-7.
[18] Cfr. San Agustín, Enarratio in Psalmum 6, 2; De civitate Dei, XV, 1-6.
[19] San JosemarÍa Escrivá, Amigos de Dios, n. 58.
[20] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 678.
[21] Mt 19, 30.
[22] Cfr. Jn 16, 13.
[23] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 59, a. 5.
[24] Cfr. 1 Tm 2, 4.
[25] San Josemaría Escrivá, Camino, n. 831.
[26] Cfr. San Agustín, De civitate Dei, XX, 2.
[27] San Agustín, De civitate Dei, XXII, 1.
[28] San Josemaría Escrivá, Camino, n. 745.
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