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Ratzinger denunció la “dictadura del relativismo” justo antes de ser elegido romano pontífice de la Iglesia católica, pero esta defensa de la verdad la lleva haciendo desde hace años. En este sentido, ha estudiado también desde hace tiempo la relación entre verdad, libertad y culturas. El teólogo alemán ha encontrado este vínculo entre verdad y libertad a través del concepto de conciencia, al mismo tiempo que defiende los derechos de la verdad en las diferentes culturas, con lo que el papel tanto de la inteligencia como de la fe cristiana mantiene su total vigencia en la actualidad. Puede ser una gran oportunidad para que todos ellos −fe, razón, culturas− encuentren la luz y la libertad en Cristo, propone Ratzinger.
Tal vez fueron las últimas palabras publicadas antes de ser elegido papa. En la famosa homilía pronunciada en la misa anterior a la elección, celebrada en la basílica de san Pedro, Joseph Ratzinger —como decano del colegio cardenalicio— pronunció ante los electores unas palabras que conmocionaron no solo el templo, sino también al menos a una parte del mundo: “¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido durante estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas!, ¡cuántas modas de pensamiento!... La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido zarandeada a menudo por estas olas, llevada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. […] Mientras que el relativismo, es decir, dejarse “llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina”, parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida solo el propio yo y sus antojos”[1].
I. Recuerdos personales
Esta lucha contra el relativismo se remonta en el tiempo. Cuando fue nombrado arzobispo de Munich y Frisinga, Ratzinger escogió como lema episcopal el de “colaborador de la verdad” (3 Jn. 1,8), pues le pareció ésta una urgencia del momento. Sin embargo, había mantenido con anterioridad ciertas vacilaciones al respecto. “He de decir que, a lo largo de las décadas de mi actividad docente como catedrático, sentí una crisis muy fuerte en mi interior a la hora de reivindicar la verdad. Temía que el modo en que manejamos el concepto de verdad en el cristianismo fuese arrogancia, e incluso falta de respeto hacia otros. La pregunta era: ¿hasta qué punto necesitábamos de eso ahora? He analizado con mucho detenimiento esta pregunta, y finalmente comprendí que renunciar a la verdad supone renunciar a los fundamentos. […] El cristianismo se presenta con la pretensión de decirnos algo sobre Dios, sobre el mundo y sobre nosotros mismos; algo que es verdad y que nos ilumina. Por eso llegué a la conclusión de que, precisamente en nuestra época, […] necesitamos de nuevo buscar la verdad, así como el valor para admitirla. En este sentido, la frase que elegí como lema [episcopal] resume parte de mi misión como sacerdote y teólogo: que debe ser en concreto —con toda humildad, con la conciencia de poder equivocarse— colaborador de la verdad”[2].
Sin embargo, no era éste sin más un arrebato producido de repente al llegarle una determinada obligación en el gobierno de la Iglesia. Era un tema que pudo vivir de cerca en su infancia, como consecuencia de las represiones del régimen instaurado por Hitler en Alemania. Al poner como ejemplo a un sacerdote bávaro que murió víctima del nazismo, Ratzinger recuerda esta necesidad de la verdad en la vida humana. “Rupert Mayer conoció a Hitler en el año 1919 cuando hacía de orador en una reunión comunista. En ese momento en que nadie conocía al futuro dictador, podía pensarse -a pesar de algunos detalles poco agradables- que Hitler sería un buen aliado en la lucha contra los comunistas. Él mismo había jugado esa baza. En 1923 envió al padre Rupert Mayer un telegrama de felicitación por sus veinticinco años de sacerdote [...]. El padre Rupert Mayer —que no era un intelectual, sino un sencillo sacerdote dedicado a la cura de almas— descubrió inmediatamente la máscara del anticristo, por un motivo que seguramente nosotros hubiéramos pasado por alto. Su primera observación fue la siguiente: Hitler fanfarronea constantemente y no retrocede ni siquiera ante la mentira. Quien no respeta la verdad no puede hacer el bien. Donde no se respeta la verdad, no pueden crecer la libertad, la justicia y el amor”[3]. El amor a la verdad y el poder destructor de la mentira fue algo que vivió Ratzinger desde un primer momento.
La verdad adquirirá, sin embargo, un estatuto teórico en su pensamiento. En efecto, tras la guerra, vinieron los estudios en el seminario de Frisinga y en la universidad de Munich. La verdad fue un tema que Ratzinger ya había admirado en el famoso profesor italo-alemán, que empezaba a enseñar en la capital bávara cuando el joven Joseph fue allí para estudiar teología en el Georgianum. Años después afirmaba: “La importancia de la obra de Romano Guardini me parece que consiste hoy en la postura que él mantiene —contra todo historicismo y pragmatismo— sobre la capacidad de verdad del hombre y la referencia a la verdad de la filosofía y la teología. [...] La última aparición pública de Guardini —su discurso con motivo de su octogésimo cumpleaños— fue dedicado una vez más al tema de la verdad, y puede ser considerado como una especie de testamento espiritual”[4]. Guardini había hablado de la prioridad del logos sobre el ethos, de la ortodoxia sobre la ortopraxis, de la verdad sobre la acción. A esto añadirá Ratzinger, al recordar el valor que este autor daba a la misma belleza y presencia de la verdad: “Hemos de reconocer sin exclusivismos que el esfuerzo apasionado y sincero de Guardini por hacer hablar a la verdad en medio de un reino de la mentira tuvo gran influencia y ha demostrado su enorme utilidad en las decisiones del Concilio Vaticano II. Nuestra influencia será más duradera si nos apoyamos primordialmente no en nuestra propia labor, sino en la fuerza interna de la verdad, que hemos de aprender a ver, para después cederle a ella la palabra”[5].
De modo parecido, destaca Ratzinger en 1974 la íntima relación entre verdad y libertad en el pensamiento de una de sus continuas fuentes de inspiración, el famoso obispo de Hipona. En él descubre un tema tan moderno como la relación entre verdad y libertad. “San Agustín presupone este concepto social de libertad propio de la Antigüedad y lo amplía ahora de forma decisiva desde la fe cristiana: la libertad se halla en una relación insuprimible respecto a la verdad, la cual es el origen específico del hombre. Según esto, y en primer lugar, libre es el hombre cuando está en casa, es decir, cuando está en la verdad. Un movimiento que aleja al hombre de la verdad de sí mismo, de la verdad en general, jamás puede ser libertad, porque destruye al hombre, lo aleja de sí mismo y toma de esta forma precisamente su espacio vital, el llegar-a-ser-uno-mismo”[6]. La verdad ofrece a la persona no sólo seguridad, sino también libertad y capacidad de autorrealización. Como se ve, Ratzinger se expresaba en términos netamente existencialistas. Sin embargo, quedaba por esclarecer ese nexo de unión entre ambas instancias. ¿Qué podía unir la verdad con la libertad?
Pues bien, esta libertad íntimamente vinculada con la verdad se fundamenta en la propia conciencia, sigue razonando. La conciencia es el reducto irreductible donde la propia libertad halla por sí misma esa liberadora verdad. Así lo manifiesta en un congreso sobre John Henry Newman celebrado en 1990, donde encontramos una nueva referencia autobiográfica: recuerda el entonces prefecto cómo —tras haber estado sometidos a un régimen totalitario nacionalsocialista— la idea de la conciencia y de sus irrenunciables derechos concedía una clara sensación de alivio y un fundamento firme a los cristianos en la inmediata posguerra alemana. “Para nosotros era algo liberador y esencial el saber que el ‘nosotros’ de la Iglesia no se fundaba sobre la eliminación de la conciencia, sino que —precisamente al contrario— solo podía desarrollarse a partir de la conciencia”[7]. De este modo, tras hacer un breve repaso del itinerario vital y espiritual del converso inglés, concluía: “Resulta para mí algo fascinante darme cuenta y reflexionar cómo precisamente así y solo así —por medio de la vinculación a la verdad y a Dios— la conciencia recibe valor, dignidad y fuerza”[8]. La instancia moral se constituye en el mejor refugio. La conciencia preconizada por Newman constituía para los cristianos todo un refugio frente a la tiranía y el totalitarismo del nacionalsocialismo, que también proponía una “dictadura del relativismo” en el ámbito ético.
Por eso, la verdad está presente en la conciencia, y esta mutua solidaridad garantiza que no se corrompa la propia libertad. La verdad da seguridad y libertad. De igual modo, recordaba Ratzinger allí las conocidas palabras de Pablo: “Cuando los gentiles, que no tienen ley, actúan de modo natural según la ley, incluso sin tener ley son ley para sí mismos. Estos son la prueba de que todo lo que en la ley existe, está escrito en sus corazones, como demuestra el testimonio de su conciencia” (Rm. 2, 14-15). La ética o la verdad no son cotos cerrados para los creyentes: cualquiera puede acceder a esa privilegiada visión, simplemente con sus fuerzas naturales. La razón y la conciencia individuales son un camino seguro para alcanzar la verdad, a pesar de sus evidentes peligros y dificultades. Sin embargo, en otro lugar, el teólogo alemán establecía una aclaración terminológica: “Así como el concepto de conciencia en la edad moderna supone la canonización del relativismo, y la imposibilidad de criterios comunes morales y religiosos; por el contrario —para Pablo y toda la tradición cristiana— permanece la garantía de la unidad del hombre y de la capacidad de percibir a Dios, del carácter vinculante del bien único e igual”[9]. La conciencia tiene capacidad de abrirse a una verdad superior a la propia. Por eso puede ser elevada y liberada. A veces la heteronomía supera en visión a la misma autonomía, en contra de lo que afirma el pensamiento moral moderno. La verdad defiende a la persona, y la conciencia es una instancia necesaria para la persona, si esta quiere alcanzar de modo seguro y a la vez la verdad y la libertad.
La conciencia debe superar su innata tendencia a la soledad. También en el discurso de ingreso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas del Instituto de Francia en 1992, el cardenal Ratzinger recordaba a su predecesor en el puesto, el físico ruso Andrei Sajarov. Evocaba allí cómo el hecho de que las autoridades soviéticas le alejaran de las consecuencias morales de sus investigaciones sobre la energía atómica, produjo la disidencia del régimen comunista del científico ruso. “Desde 1968 fue apartado de aquellos trabajos que tenían que ver con los secretos de Estado. Defendió a partir de ese momento con más energía la reivindicación pública de la propia conciencia. En adelante su pensamiento girará en torno a los derechos humanos, la renovación moral del país y de la humanidad, los valores humanos comunes a todos y la voz de la propia conciencia. Sajarov —que amaba profundamente su país— hubo de convertirse en acusador de un régimen que hundía a los hombres en la indolencia, el cansancio y la pasividad, y que los empobrecía interior y exteriormente. […] Es evidente que la predisposición de Sajarov hacia la dignidad y los derechos humanos, a obedecer la propia conciencia aún a precio del sufrimiento, continúa siendo todavía hoy un mensaje que no ha perdido la más mínima actualidad, aunque haya dejado de existir el contexto político en que se gestó”[10]. El problema de la conciencia le iba dirigiendo hacia un ámbito más amplio: el de la verdad y la libertad de todos.
A partir de aquí, Ratzinger extrae sus propias consecuencias: partiendo de la misma conciencia y de la libertad individuales, se podría llegar en determinadas condiciones a la misma verdad. He aquí toda una declaración de optimismo ético y cognoscitivo. Pero todo esto viene por la misma universalidad de la verdad y de la libertad. La libertad no es nunca única. “Uno puede querer la libertad sólo para sí mismo. La libertad es indivisible y puede ser digna de consideración sólo cuando está en relación y al servicio de la humanidad entera. Esto significa que no puede haber libertad sin sacrificio ni renuncia. La libertad requiere que se esté en vela para que la ética sea entendida como un vínculo común y público, y para que se le otorgue -a ella, que carece de poder- el poder de poder servir al hombre. La libertad requiere que los gobiernos y los que detentan alguna responsabilidad se inclinen ante la realidad, que se yergue indefensa y que no es capaz de ejercer violencia alguna”[11]. Esa inocente verdad, que ha de ser protegida y preservada a todas luces por la ética, será el mejor garante de la libertad, repite una y otra vez. A partir de la libertad y la conciencia individuales, se llega, es posible alcanzar esa difícil pero posible verdad, plataforma común que garantiza los derechos y la dignidad de todas las personas. La ausencia de verdad y de valores universales lleva al nihilismo y al relativismo propios, por ejemplo, del nacionalsocialismo. No necesita ser descrita aquí la galería de los horrores provocada por este —en apariencia al principio— inofensivo relativismo, concluye en su recuerdo[12].
II. Verdad, libertad y conciencia
Será este un tema que aparecerá y reaparecerá una y otra vez. La mutua interrelación entre instancias individuales y universales estructuran el pensamiento cristiano, pero no constituyen una exclusiva de él. Ratzinger había retomado el tema de la conciencia en una reunión con otros obispos que tuvo lugar en Dallas, en primavera del 1991, y que después será publicada con el subtítulo Conciencia y verdad. Tras aludir a la equivocada idea de la verdad como una opresión que impide toda liberación, sostenía el entonces prefecto: la conciencia en tal concepción no se presenta “como la ventana que abre al hombre el panorama de la verdad común que nos sustenta y nos sostiene a todos, haciendo así posible que seamos una comunidad de libertad y responsabilidad que se apoya a su vez en una comunidad del conocimiento. [...] Aparece más bien como la envoltura de protección de la subjetividad, bajo la que el hombre se puede cobijar y ocultar así la realidad. En este sentido, el argumento presuponía la idea de conciencia del liberalismo. La conciencia no abre el camino a la avenida salvadora de la verdad, que no existe o que tal vez nos exige demasiado”[13]. Para el liberalismo, la conciencia se constituye en autónoma e independiente. Según esta doctrina política, la conciencia no es un camino —o una ventana abierta— a la realidad y a la verdad sobre la condición humana, sino tan sólo un reducto cerrado en el que se crea sus propias reglas y sus propios juicios éticos.
Sin embargo, esta afirmación no se muestra tan clara en todos los casos, sigue argumentando. ¿Puede haber una conciencia válida sin la verdad? ¿Constituye una instancia segura, una tabla de salvación? La atomización de la conciencia individual ¿no desemboca en la arbitrariedad y en la “dictadura del relativismo”?, se pregunta. Ratzinger lo ve claro y para explicarlo evoca un recuerdo personal, al referirse a una pregunta en un congreso sobre si todos los “hombres de buena voluntad” se salvarían independientemente de sus obras. “Alguien objetó contra esa tesis [de la necesidad de la verdad en la conciencia] que, si fuera universalmente válida, estarían justificados —y habría que buscarlos en el cielo— los mismos miembros de las SS que cometieron sus fechorías con fanático conocimiento y plena seguridad de conciencia. Alguien respondió con total naturalidad que así era, que en efecto”[14]. Por el contrario, a Ratzinger le resulta evidente que cada uno es responsable de sus propios actos; de igual modo, sostiene que cada uno podrá alcanzar libremente la verdad sobre el ser humano por medio de su conciencia, aunque esto no se dé de modo necesario en todos y cada uno de los casos. Así, tras un concienzudo análisis de algunos textos bíblicos, concluía Ratzinger: “en el hombre existe la presencia inexcusable de la verdad, de la verdad del Creador, que se ofrece por escrito en la revelación de la Historia Sagrada. El hombre puede ver la verdad de Dios en el fondo de su ser creatural. No verla supone culpabilidad. Sólo se deja de ver cuando no se la quiere ver, es decir, porque no se la quiere ver”[15]. La persona puede y debe alcanzar la verdad no sólo con la razón discursiva, sino también con la propia conciencia moral.
Este es el optimismo ético recordado por el teólogo alemán. Reitera entonces Ratzinger la necesaria vinculación de verdad y libertad, de ser y conciencia, en este caso acudiendo a una argumentación de tipo existencial. La verdad acaba garantizando la libertad y la felicidad en el ser humano. “El error, la conciencia errónea, solo son cómodos en un primer momento. Después el enmudecimiento de la conciencia se convierte en deshumanización del mundo y en peligro de muerte, si no reaccionamos contra ellos. En otras palabras: la identificación de la conciencia con el conocimiento superficial y la reducción del hombre a la mera subjetividad no liberan, sino que esclavizan. Nos hacen completamente dependientes de las opiniones dominantes [...]. La reducción de la conciencia a la mera seguridad subjetiva significa la supresión de la verdad”[16]. La conciencia no puede crear la verdad, sino tan sólo buscarla y descubrirla; nunca será su dueña y señora, sino su fiel y libre intérprete. Para confirmar esta idea, propone entonces de nuevo el ejemplo de Newman, quien siguió siempre la voz de su conciencia informada por la verdad[17]. En el caso del converso inglés, el más seguro refugio para la propia conciencia y la personal libertad es la verdad. Y este puerto seguro de la verdad le proporciona al hombre —junto a la verdad— paz y seguridad interiores. La verdad, a largo plazo, resulta más cómoda que la mentira y el error. Tal vez pueda parecer algo utilitarista este planteamiento, pero es indudable que también tiene su peso argumentativo.
No se puede reducir la conciencia a la subjetividad propia o ajena, ni decir —como dijeron históricamente algunos— “¡mi conciencia es Hitler!”. En un acto conmemorativo en honor de san Antonio que tuvo lugar en la ciudad de Padua en 1992, el teólogo -metido a resolver problemas éticos- volvía a estudiar el problema de la relación entre verdad y libertad. Tras hacer un análisis del concepto de libertad en Lutero y Kant, en Marx y Sartre, planteaba el problema en toda su urgencia, también con una argumentación de tipo vital. “Pienso en la cuestión del aborto. En la radicalización de la tendencia individualista de la Ilustración, el aborto se presenta como un derecho a la libertad: la mujer debe poder disponer de sí misma. Debe ser libre tanto para traer un niño al mundo como para deshacerse de él”[18]. La persona se constituiría ante sí misma como un dios que se confiere su propia libertad y que se crea su propia verdad. Sin embargo, sigue diciendo, los resultados de este planteamiento libertario radical no resultan siempre risueños. Ante la ausencia de felicidad y libertad en la persona, la solución propuesta allí vuelve a ser entonces la misma. “De este modo se desprende claramente que la libertad está unida a un criterio, al criterio de la realidad, de la verdad. La libertad para autodestruirse o para destruir al otro no es libertad, sino su diabólica parodia. La libertad del hombre es libertad compartida, libertad en convivencia de libertades, que se limitan y se sostienen recíprocamente. La libertad ha de adecuarse a lo que yo soy, a lo que nosotros somos; de otro modo se destruye a sí misma”[19]. La propia libertad no sólo acaba donde empieza la de los demás (sería este un planteamiento demasiado solitario e individualista), sino que la libertad propia se realiza de un modo más pleno en contacto con la de los otros: así se procede al hallazgo de la misma verdad.
Mi libertad crece con la de los demás y con un estrecho contacto con la verdad. La misma libertad en su pluralidad -tan cacareada y preconizada por tantos autores- nos pone sobre la pista de la verdad, a la que llegamos a su vez por medio de la experiencia. Así, por ejemplo, para no dejar desamparado el concepto de libertad, recuerda su inseparable binomio representado por la responsabilidad, que surge de este encuentro con otras libertades. “Responsabilidad significaría entonces vivir el ser como respuesta a lo que en realidad somos. Esta única verdad del hombre (en la que la libertad y el bien de todos están indivisiblemente ordenados la una al otro) se expresa fundamentalmente en la tradición bíblica con el decálogo que, por lo demás, coincide en muchos aspectos con las grandes tradiciones éticas de las demás religiones. […] Vivir el decálogo significa vivir la propia semejanza con Dios, responder a la verdad de nuestro ser y hacer así el bien. Dicho de otro modo: vivir el decálogo significa vivir la dimensión divina del hombre, que es precisamente la libertad: unión de nuestro ser con el ser divino y [alcanzar] la consiguiente armonía de todos con todos”[20]. Vivir el código ético presente en nuestra verdad personal nos permite alcanzar la libertad más alta posible: el entrar en contacto con la misma libertad de Dios. El argumento ha alcanzado de este modo la altura propia de la teología.
La verdad nos hace más semejantes a Dios; nos otorga una libertad que es más propia de la condición divina. También en 1998 recordó Ratzinger este insalvable vínculo entre verdad, conciencia y conocimiento, de nuevo en polémica contra la “dictadura del relativismo”. “Sin la verdad, en efecto, la sabiduría humana se reduce a opinión y, al empequeñecerse, se produce a su vez un debilitamiento de la conciencia, la cual termina por encontrarse débil e inerme frente a los desafíos planteados por las nuevas posibilidades y situaciones siempre nuevas, planteadas por una razón puramente tecnológica. La primera víctima de un pensamiento que niega la verdad es la conciencia misma del hombre y, en definitiva, es el mismo hombre el que permanece herido. Excluir al hombre del acceso a la verdad es la raíz de toda alienación. [...] Sin la posibilidad de la razón de investigar y descubrir la verdad, se pierde el corazón mismo del hombre y el hombre vuelve a ser —para el hombre mismo— un enigma sin solución. [...] La conciencia humana resulta, en primer lugar, interpelada para que se enfrente al problema del fundamento mismo del existir y del vivir y, después, es invitada a reconocer la verdad de Dios como presupuesto y principio de toda verdad: la misma revelación cristiana se muestra y ofrece como el encuentro idóneo entre verdad y razón”[21]. Si la verdad no existe, no sólo me está permitido todo, sino que desaparece paradójicamente la misma conciencia y la misma libertad. La libertad y la conciencia no encuentran más garantías y más refugio que la propia voluntad de poder, y esta situación resulta peligrosa para una gran e inmensa mayoría formada por débiles. En esto consiste la “dictadura del relativismo”.
Es cierto que esta misma verdad es una conquista difícil reservada a un número no muy alto de mentes y vidas privilegiadas, aunque —concluía en 1991 de modo teológico— también se encuentra encarnada en la persona de Jesucristo. Esta afirmación supone un apoyo incondicional y definitivo para una razón abierta a todos los conocimientos posibles, vengan de donde vengan. No es ésta, sin embargo, una conquista fácil. Así, “el elevado camino hacia la verdad y el bien no es cómodo. Es un camino exigente para el hombre. Pero tampoco es el cómodo encerrarse en uno mismo lo que salva. Cuando se procede así, el hombre se atrofia y se pierde. En la andadura por las montañas del bien, descubre poco a poco la belleza que se oculta en la fatiga por alcanzar la verdad y que halla el valor redentor que la verdad tiene para él. Pero con esto no está todo dicho. Disolveríamos el cristianismo en moralismo si no mostráramos esa noticia suya [=de la verdad revelada en Jesucristo] que trasciende nuestro obrar. [...] Esta es la verdadera novedad del cristianismo: el Logos —la verdad en persona— es también la expiación, poder transformador que supera nuestras capacidades e incapacidades. En esto reside lo verdaderamente nuevo sobre lo que descansa la gran memoria cristiana, la cual es la respuesta más profunda a lo que espera la anamnesis del Creador en nosotros. [...] El yugo de la verdad se hace “ligero” (Mt. 11,30) cuando la verdad viva nos ama y consume nuestras culpas en su amor. Solo cuando sepamos y experimentemos interiormente todo esto, seremos libres para oír alegremente y sin miedo el mensaje de la conciencia”[22]. La libertad necesita una referencia segura para poder crecer y realizarse, y ¿qué referencia más orientadora que la misma Verdad encarnada? Por eso Jesús afirma que “la verdad os hace libres” (Jn. 8,32).
III. Verdad, fe y culturas
También Joseph Ratzinger hace trascender el razonamiento del ámbito individual de la persona y quiere llegar al de la cultura y la sociedad. Ya en un artículo de 1960 publicado en Wort und Wahrheit, el joven teólogo —con un estilo muy distinto del actual— se planteaba la relación entre verdad y culturas, es decir, se preguntaba si la fe cristiana puede convivir también en otras culturas distintas de la occidental, considerada tradicionalmente cristiana. “Occidente no es el mundo, de modo que no puede pasar por alto por más tiempo la independencia y la singularidad de otras culturas. Cuando se mantiene que la fe cristiana no es una expresión del espíritu y la religiosidad occidentales, sino que lo ‘absoluto’ procede aquí del ser absoluto de Dios (nada de lo que viene de los hombres es absoluto; solamente de Dios viene lo absoluto), entonces se debería también preguntar uno si otras culturas y espiritualidades no tendrían los mismos derechos que la occidental. La teología —y con ella las demás formas del cristianismo— han sido definidas una y otra vez como occidentales, de modo que estas se presentan en otras culturas como productos importados de occidente, como cuerpos extraños procedentes de otro mundo. Si la fe cristiana es un absoluto, un modo de asentamiento del mismo Dios, la cultura occidental resulta una obra humana relativa (todas las propuestas tienen los mismos derechos en cuanto que son obras humanas), entonces se plantea la pregunta de si no hay aquí un error: ¿no hay otras formas legítimas al lado de la versión occidental de la fe, las cuales podrían dar lugar a su vez a otras culturas, que sin embargo intentan ver y hablar de lo absoluto de Dios desde sus respectivos —humanos y, por tanto, limitados— puntos de vista?”[23].
La pregunta es: ¿entra el cristianismo en crisis al enfrentarse con otras culturas? ¿Está todavía la cultura occidental en deuda con el cristianismo? ¿Es el cristianismo una religión exclusivamente occidental? Si fuera así, el relativismo tendría razón y el cristianismo no podría tener pretensiones de universalidad. Es cierto que es este un tema recurrente en los escritos de Joseph Ratzinger: los derechos del cristianismo en la cultura occidental y europea[24]. Sin embargo, el teólogo alemán se planteaba también en 1975 la relación entre la verdad y las distintas culturas, pues todas ellas detentan idénticos derechos respecto a la verdad. “La ingenuidad cristiana consiste en que afronta la cuestión de la verdad y en que refiere la cultura a esta verdad. Cuando no ocurre así, [la fe cristiana] se convierte en algo vacío y peligroso: lo sabemos todos y lo vivimos”[25]. La fe y las culturas exigen una continua referencia de la una a las otras; presentan una íntima circularidad. La apertura de las distintas culturas consiste en la complementariedad. Por eso la fe y la verdad han de encontrar cobijo en todo el mundo. Ratzinger se refirió en 1993 a la necesidad de cumplir el mandato de Jesús de ir a todo el mundo para predicar el evangelio (Mt. 18, 19s.), con un pleno respeto a las diferencias culturales. “El punto de partida del universalismo cristiano no fue el deseo de poder, sino la certeza de haber recibido el conocimiento salvador y el amor que redime, al que todos los hombres pueden aspirar y que esperan en lo más profundo de su corazón”[26]. Tomaba entonces allí, como punto de partida para su reflexión, el mea culpa pronunciado en nombre de la Iglesia, por los eventuales abusos cometidos durante la evangelización de América. Ratzinger amplía esta cuestión a todo el mundo y a la situación de la cultura actual y se pregunta: ¿tiene la fe derecho a ir a todo el mundo?
Está claro que resulta inevitable que, al encarnarse la fe en otras culturas, surge un trauma, un conflicto, un choque entre culturas y civilizaciones. “En efecto, no se logra entender cómo la cultura —que se ha entrelazado con la religión, y sigue entrelazada y vive en ella— pueda ser, por así decirlo, trasplantada a otra religión sin que, en esta operación, desaparezcan ambas”[27]. La fe y las culturas se fagocitarían y se autodestruirían. El problema estaba por tanto planteado. ¿Supone la verdad un obligado fundamentalismo que suprime los derechos de cualquier cultura? En primer lugar, Ratzinger propone que se han de evitar planteamientos igualitarios en lo que a las culturas se refiere. No todas las culturas son iguales. “El propósito de inculturación [de la fe] resulta razonable sólo cuando no se comete el error de abrirla y dirigirla —en virtud de una nueva energía cultural— fuera de un ordenamiento común hacia una verdad superior al hombre. [...] La dignidad de una cultura se muestra en su apertura, en su capacidad de dar y de recibir, de desarrollarse, de dejarse purificar, de convertirse de este modo más conforme con la verdad y con el hombre”[28]. La dignidad de cada cultura dependerá de su grado de apertura. De este modo, se establecerá más adelante una definición y una caracterización del concepto de cultura. “En la cultura, lo que cuenta es un comprender como conocimiento que [nos] abre a la praxis; por tanto, un conocimiento al que corresponde de un modo indispensable la dimensión de los valores, de la moralidad. [... Además,] no se puede entender el mundo, y no se puede vivir de un modo justo, si permanece sin respuesta la pregunta sobre la divinidad. Es más, el núcleo de las grandes culturas está en la interpretación del mundo en lo que se refiere a la relación con la divinidad”[29]. En toda cultura hay un mayor o menor acceso a la verdad y a Dios: en esto consiste su grandeza.
De este modo, así como verdad, razón y conciencia estaban unidas, existirá de igual manera una permeabilidad y una apertura de cada cultura a todas las demás culturas abiertas y legítimas. Para avanzar en la argumentación, realiza entonces un breve análisis fenomenológico del concepto de cultura, y llega a la conclusión de que esta no constituye algo estático y cerrado, sino que requiere una cierta evolución con respecto a las demás culturas y a la misma verdad. Además, como hemos dicho, no todas las culturas son iguales, así como no todas las religiones tienen un mismo valor ético y cognoscitivo, tal como podemos observar casi a diario. También el mal se infiltra en religiones y culturas, sigue diciendo Ratzinger. “El drama de todo esto que se hace por el encuentro entre las culturas estriba en un innegable factor de alienación. Se equivoca quien sólo ve en las religiones de la tierra una deplorable idolatría, pero también se equivocaría el que quisiera valorar las religiones exclusivamente en términos positivos, y de repente se olvidara la crítica a la religión, cuyo fuego ardía no sólo en el ánimo de Marx y Feuerbach, sino también en teólogos del calibre de Karl Barth y Dietrich Bonhoeffer”[30]. La religión y las culturas deben estar también sometidas a la crítica de la razón para no caer en la superstición y el fundamentalismo, tal como convinieron el entonces prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe y el filósofo alemán de la Escuela de Frankfurt Jürgen Habermas (nacido en 1929), en un debate que tuvo lugar en Munich en enero de 2004[31].
Así, se requiere que una verdadera cultura no sea un sistema cerrado, sino que esté abierta a las demás culturas, a la razón y a la misma verdad. Con este mismo título de presentación, el cristianismo podrá abrirse paso en todas las culturas, por su directa vinculación con la verdad. De hecho el cristianismo es la religión de la verdad hecha persona, de la verdad que se ha hecho hombre. “Esta es la gran pretensión con la que la fe cristiana ha entrado en el mundo. Esto implica la obligación moral de enviar a todos los pueblos a acercarse a las enseñanzas de Jesús, porque Él es la verdad en persona y, por tanto, el camino para ser hombres” de un modo pleno[32]. La verdad se encarna y nos propone el más alto y sublime modelo de conducta para todos los seres humanos. Por eso la fe tiene carta de ciudadanía en todas las culturas, lo cual exige como condición previa la mencionada permeabilidad entre todas ellas. La fe, que se hace cultura y se encarna en todas las culturas, tiene vocación universal. “Esta no será jamás una síntesis acabada del todo; implica un continuo trabajo de reconciliación y de purificación; deberá existir un continuo paso al todo, a lo universal (que no constituirá un pueblo empírico, sino precisamente el pueblo de Dios y, por tanto, un espacio para todos los hombres). Y viceversa, lo que es común deberá pasar a lo que es particular, y deberá ser vivido y sufrido en lo concreto de la historia”[33]. Apertura e intercambio, elevación y purificación: serán estas las condiciones en las que la verdad tendrá una situación prioritaria, dado el poder liberador al que antes nos hemos referido.
IV. Logos y verdad
Estos derechos adquiridos por la verdad del cristianismo exigirán un cierto proceso de crisis cultural, antes de la posterior elevación de la cultura misma. Ratzinger comenta aquí las palabras de Juan: “Cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todo hacia mí” (12,31). “Estas palabras que se refieren al Señor elevado aluden a nuestro contexto: la cruz es, en primer lugar, fractura, rechazo, ser levantado de la tierra; pero precisamente de este modo se constituye en un nuevo centro de gravedad —que tira hacia arriba— de la historia del mundo, [y] recoge lo que estaba disperso”[34]. La fe eleva, y por eso no es sólo una propiedad privada de los individuos, sino que debe habitar también entre los pueblos para que estos puedan progresar de verdad. La cruz debería estar clavada en todas las culturas, para que estas puedan alcanzar una mayor altura y humanidad. Para esto el mismo Logos -la Verdad- se ha encarnado en la historia, en medio de toda la humanidad. Es esta la propuesta de Ratzinger y de todo el cristianismo, que mantiene toda su vigencia en los momentos actuales. “Esto significa que (al no ser el pueblo de Dios una estructura cultural particular, sino que está integrado por todos los pueblos) también la primitiva identidad [de cada cultura], al rehacerse de la fractura, encuentra su sitio en este [pueblo de Dios]; es más, resulta necesaria esta [su primitiva identidad] para llevar a cabo que la encarnación de Cristo, del Logos, llegue a su plenitud. La tensión de muchos sujetos en uno solo pertenece, por su propia naturaleza, al drama nunca acabado de la encarnación del Hijo”[35]. El Logos entra así en contacto con toda la humanidad y con todas las culturas, provocando una necesaria tensión positiva.
Hemos visto que la verdad podrá llegar de modo pleno a todas las culturas, y su universalidad se constituirá en uno de sus presupuestos. La verdad se dirige a todas las personas y culturas, como consecuencia de la doctrina cristiana de la encarnación. “Todo esto será verdad si Jesús de Nazaret es —de verdad— el sentido de la historia hecho hombre, el Logos, la manifestación de la misma verdad”[36]. Pero esto no resulta una evidencia a todas luces para todos pues, en el mundo actual, la tendencia dominante es el relativismo y, en este sentido, “la cultura se contrapone a la verdad”[37]. Por tanto, según este relativismo (que a veces emite formulaciones dogmáticas), la verdad se convierte en puro totalitarismo, y entiende la misión de la Iglesia de difundir la fe en una violencia colonial contra las propias culturas autóctonas. Además, el encuentro y el choque de la fe con culturas y civilizaciones en el mundo actual, se presenta como una pretensión ahistórica y retrógada. Sin embargo, siguiendo este mismo razonamiento, tampoco se podrían mezclar —por ejemplo— la técnica con las culturas y las religiones. No, aducen, porque la técnica es neutral y global. Pero este razonamiento tiene una trampa, denunciaba entonces el prefecto. “En realidad, la civilización técnica no es en absoluto neutral en materia religiosa y moral, aunque piense que lo es. Esta cambia los criterios y los modos de comportamiento. Esta cambia radicalmente la interpretación del mundo. Por medio de esta, el universo religioso entra en movimiento de un modo inevitable”[38]. En efecto, la llamada “globalización” nunca será éticamente neutra, sino que presenta unas claras connotaciones: contiene dentro de ella todo un código ético.
Tal vez por eso existan distintos modelos de globalización. Por tanto, en el fondo, el problema de los derechos de la fe en las mismas culturas será el mismo que el de la técnica. La apertura de las culturas supone necesariamente un cierto trauma, una herida que puede suponer una curación o una lesión. A la cultura actual le ocurre exactamente lo mismo que a todas las demás culturas en las que se ha encarnado el cristianismo (llámense griega o germánica, china o azteca, india o africana). “Las religiones, en un mundo históricamente en movimiento, no pueden permanecer como eran o como son. La fe cristiana (que tiene ante sí un reto tan grande como las religiones y, al mismo tiempo se abre al Logos), la verdadera razón, podría conferir a su profunda naturaleza una nueva consistencia y, a la vez, hacer posible la verdadera síntesis entre racionalidad técnica y religión, que ha de alcanzarse no mediante la huida hacia lo irracional, sino mediante la apertura de la razón en toda su verdadera dimensión”[39]. Por eso, la fe, la razón, la técnica y las culturas resultan plenamente complementarias. La razón tiene hoy día un puesto importante, vuelve a recordar una vez más. En esto consiste, según Ratzinger, la recta globalización. La verdad y la razón pueden liberar a las distintas culturas de sus supersticiones, incluida la de la técnica. Por eso, no hay ningún obstáculo para que todas las culturas y religiones puedan presentarse ante Cristo, el Logos encarnado, también hoy día. No es un acto irracional, sino todo lo contrario. En este mundo plural y globalizado al mismo tiempo, “no es el relativismo el que resulta confirmado [por la razón y la verdad], sino la unidad de la naturaleza humana y su estar tocada por una verdad que es más grande que nosotros mismos”[40].
Por todo esto las culturas necesitan de las garantías universales de la verdad, para no caer en las arbitrariedades del poder y de la técnica aislada. También en otra conferencia pronunciada en 1998, en la Universidad de La Sorbona en París, Ratzinger afrontaba el reto de la verdad en un mundo multicultural, con todas las prevenciones necesarias. “A la reivindicación de universalidad de todo lo cristiano, que se basa en la universalidad de la verdad, viene enseguida contrapuesta la pluralidad de las culturas”[41], se volvía a proponer una vez más. Sin embargo, allí recordaba también de nuevo el dinamismo de las culturas. “Las culturas —como expresión de la única esencia del hombre— están caracterizadas por la dinámica del hombre que trasciende todos los límites. Las culturas, por lo tanto, no están fijadas de una vez para siempre en una estructura, sino que tienen la capacidad de evolucionar y de transformarse, con el peligro sin embargo, de sumirse en la decadencia. Están llamadas a encontrarse y a fecundarse recíprocamente”[42]. Las culturas son dinámicas, nunca estáticas: pueden crecer y evolucionar o, por el contrario, decaer y morir. Todo depende del fundamento y el alimento en que se sustenten. Una cultura sin raíces muere. Sin embargo, por otra parte, este problema del contacto entre las culturas influye también en la fe, pues existe la amenaza de que esta sea diluida en medio de un variopinto multiculturalismo. Habrá que ver si la verdad será capaz de encarnarse en esa cultura abierta y maleable, al igual que el Logos ha asumido la condición humana.
Ratzinger se refería en este sentido a la crisis de la verdad en la cultura actual, así como a sus inevitables consecuencias. “El adiós aparentemente indiferente a la verdad sobre Dios y sobre la esencia de nuestro yo, la aparente insatisfacción por no poderse ocupar ya de todo esto, engañan. El hombre no se puede resignar a ser y permanecer, en lo que le es esencial, como un ciego de nacimiento. El adiós a la verdad no puede ser nunca definitivo”[43]. Esa renuncia a la verdad no libera, y además crea una ética de esclavos, sigue sosteniendo. Continuaba así este mismo razonamiento en Lugano (Suiza), en el año 2000, tras realizar un excursus bíblico sobre la figura de Moisés y su relación con la cultura egipcia y la concepción de la religión en la filosofía analítica[44]. Según esta, “se puede comparar la fe religiosa al enamoramiento de un ser humano, más que a la convicción de que una cosa sea verdadera o falsa”[45]. La fe cristiana no tendría entonces nada que hacer respecto a la verdad: tan sólo se ocuparía de sentimientos religiosos pasajeros. Las consecuencias de todo este planteamiento parecen claras. “El adiós a la pretensión de la verdad (que de por sí sería el adiós a la fe cristiana en cuanto tal) resulta aquí amortiguado [...]. La fe que está “en juego” resulta algo totalmente distinto a la fe creída y vivida. No indica un camino, sino tan sólo un adorno. No nos ayuda ni a vivir ni a morir; como mucho, ofrece algo de alivio, un poco de placentera apariencia”[46].
Sin embargo, existe aquí un error en la concepción de la naturaleza de la fe cristiana, pues esta abarca ideas y afectos, inteligencia y voluntad, pensamientos y sentimientos[47]. Por otra parte, no hemos de olvidar que la mentira o el error —más o menos consciente— no liberan ni dan a la persona esa felicidad necesaria para consumar su existencia. Por el contrario, como decíamos, la verdad y la fe cristiana, según Ratzinger, ofrecen esa libertad y por eso tienen derecho de ciudadanía en todas las culturas. “La cuestión de la verdad es inevitable. Esta resulta indispensable para el hombre y se refiere precisamente a las decisiones últimas de su existencia: ¿existe Dios?, ¿existe la verdad?, ¿y el bien? La distinción ‘mosaica’ es también la distinción socrática, podríamos decir. Aquí manifiestan la motivación interior y la interior necesidad del encuentro histórico entre la Biblia y la Hélade. [...] En este sentido, en el mundo del espíritu griego subsiste una expectativa respecto a la cual el cristianismo supone una certera respuesta”[48]. Los griegos y los hebreos (y otros tantos pueblos y culturas) coinciden en un determinado punto de su búsqueda de la verdad y de la necesidad de la razón. La fe y la razón, en este caso, completan la cultura y la llevan a su plenitud. “En este aspecto, en el mundo mediterráneo, [y] más tarde en el mundo árabe y también en partes de Asia, el monoteísmo se presenta como la reconciliación entre razón y religión: la divinidad a la que llega la razón es idéntica al Dios que se manifiesta en la revelación. Revelación y razón se corresponden. Existe la ‘verdadera religión’; la cuestión sobre la verdad y sobre Dios se han reconciliado”[49].
Ahora bien, ¿esta pretensión de verdad es contraria a las culturas, a las distintas religiones, a la misma tolerancia? Vuelve a surgir la pregunta ya formulada en numerosas ocasiones. Para argumentar una vez más su contrario, Ratzinger recurre esta vez a una demostración de tipo histórico. El cristianismo se ha aliado con su peor enemigo, con aquellas de quienes había recibido tan duros ataques: la razón y la filosofía. “La primera fase es la alianza del cristianismo con la razón; alianza que se presenta en los escritos de los Padres, de Justino a Agustín y más allá: quienes anuncian el cristianismo se ponen de la parte de los filósofos, de la razón, en contra de las religiones, en contra de la doble verdad [...]. Estos ven las semillas del Logos, de la razón divina, no en las religiones, sino en el movimiento de la razón que ha disuelto estas religiones. Pero también aparece aquí un segundo punto de vista, por el que se destacan las relaciones con las religiones y los límites de la razón”[50]. Por tanto, la razón servirá de crisol para culturas y religiones (este era el acuerdo entre Ratzinger y Habermas en Munich). Por eso el cristianismo puede apoyarse en la inteligencia, aunque no de un modo unilateral ni exclusivo. “Las tres preguntas [de la razón] sobre la verdad, sobre el bien, sobre Dios, constituyen una única pregunta. [...] El concepto bíblico reconoce a Dios como el Bien, como el Bueno (Mc. 10,18). Este concepto de Dios alcanza su mayor límite en la afirmación joánica: “Dios es amor” (1 Jn. 4,8). Verdad y amor son idénticos. Esta afirmación —si se toma en su verdadero sentido— es la más alta garantía de tolerancia; de una relación con la verdad cuya única arma es ella misma y, por tanto, el amor”[51]. Y esta identidad entre verdad y amor, según la teología cristiana, se da de modo pleno en la persona de Jesucristo, el Logos encarnado.
Por todo esto surge una inevitable y cierta exclusividad por parte del cristianismo, que puede producir algunos efectos aparentemente traumáticos en las culturas, pero que constituyen medidas quirúrgicas dirigidas a la curación y a la mejora de las condiciones actuales. Así, Ratzinger recordaba en 2002 que es el Logos el que debe purificar las culturas; traía allí a colación un texto de san Basilio el Grande, un Padre de la Iglesia oriental del siglo IV: “El sicomoro produce frutos abundantes, que no tienen sabor alguno si no se les hace una pequeña incisión, de manera que el jugo salga fuera y puedan saber bien. Por este motivo consideramos [el sicomoro] como un símbolo de los pueblos paganos: son muchos, pero al mismo tiempo no tienen sabor. Esto viene por el modo de vida entre los paganos. Cuando sin embargo se consigue cortar con el Logos, este se transforma, se convierte en útil y sabroso”[52]. El Logos y la verdad han de incidir en todas las conciencias, en todas las libertades, en todas las culturas, para que se pueda desplegar su gran virtualidad liberadora, se recuerda. A lo que el teólogo alemán añade más adelante: “La transformación necesaria no puede venir de una característica propia de un árbol y su fruto, sino que se requiere una intervención del que lo cultiva. Al aplicar este concepto al paganismo y a las características de la cultura humana, se debe concluir que sólo el Logos puede incidir en la cultura y en sus frutos, con el fin de que lo que antes resultaba inútil pueda ser ahora purificado, y no sólo resulte lleno de valor, sino también sabroso”[53]. La fe y la verdad deben incidir en todas las culturas, a veces con una cierta energía. “De este modo —concluye— […], este “corte” por parte del Logos ha modificado [en los primeros siglos del cristianismo] la cultura del momento, y ha traído “aquí” lo que esta contenía de esencial y verdadero. Por medio de la incisión en el sicomoro de la cultura antigua, los Padres la han puesto a nuestra disposición en su conjunto, transformando en un magnífico fruto lo que antes era medio de corrupción (faulem Zeug). […] Esto es lo que significa ‘evangelizar la cultura’”[54].
La verdad puede y debe incidir en las culturas, así como el Logos se ha encarnado para poder llegar a todos los hombres y mujeres, y llevarles hacia una verdad y una libertad más plenas. De hecho, en la conferencia que pronunció en 2005 en el monasterio de Subiaco (cuna de los benedictinos y de Europa, cuando recibió el Premio San Benito “por su labor excepcional a favor de la promoción de la vida y de la familia en Europa”), dos días antes de fallecer Juan Pablo II, el cardenal decano recordaba: “Al llegar a este momento quisiera, en mi calidad de creyente, hacer una propuesta a los laicos. En la época de la Ilustración se ha intentado entender y definir las normas morales esenciales diciendo que serían válidas etsi Deus non daretur, incluso en el caso de que Dios no existiera. En la disparidad de confesiones y en la crisis remota de la imagen de Dios, se intentaron mantener los valores esenciales de la moral por encima de las diferencias, y buscar una evidencia que no dependiera de las múltiples divisiones e incertezas de las diferentes filosofías y confesiones. Así, se quisieron asegurar los fundamentos de la convivencia y, más en general, los fundamentos de la humanidad. En aquel entonces, pareció que era posible, pues las grandes convicciones de fondo surgidas del cristianismo en gran parte resistían y parecían innegables. Pero ahora esto ya no es así”[55]. Este acuerdo moral, esta “ética mundial”, este consenso ético era posible porque en el fondo estaba el sustrato cristiano, que había configurado la sociedad a lo largo de los siglos.
Sin embargo, estas garantías no se han mantenido incólumes a lo largo de este tiempo. La división histórica resulta clara y evidente; los acontecimientos violentos de las eras moderna y contemporánea hablan por sí mismos. Por eso, el futuro papa se atrevía a hacer una propuesta a un pensamiento laico, que muestra sus reticencias a aceptar la fe cristiana. Se trata —según le parece a él— de una propuesta razonable, en su sentido más pleno. “Deberíamos, entonces, dar la vuelta al axioma de los ilustrados y decir: incluso quien no logra encontrar el camino de la aceptación de Dios debería de todas formas buscar vivir y dirigir su vida veluti si Deus daretur, como si existiera Dios. Este es el consejo que daba Pascal a sus amigos no creyentes; es el consejo que quisiéramos dar también hoy a nuestros amigos que no creen. De este modo nadie queda limitado en su libertad, y nuestra vida encuentra un apoyo y un criterio del que tiene necesidad urgente. Lo que más necesitamos en este momento de la historia son hombres que, a través de una fe iluminada y vivida, hagan que Dios sea creíble en este mundo. El testimonio negativo de cristianos que hablaban de Dios y vivían contra Él, ha oscurecido la imagen de Dios y ha abierto la puerta a la incredulidad. Necesitamos hombres que tengan la mirada fija en Dios, aprendiendo ahí la verdadera humanidad. Necesitamos hombres cuyo intelecto sea iluminado por la luz de Dios y a quienes Dios abra el corazón, de manera que su intelecto pueda hablar al intelecto de los demás y su corazón pueda abrir el corazón de los demás”[56]. La verdad y la razón pueden liberar al mundo de sus pesadillas, sostiene Ratzinger. Por eso requerimos también de la referencia a Dios, como principal garante de la verdad, de la conciencia y de la libertad. Es esta la lucha contra la “dictadura del relativismo”, que puede ser también aceptada por los no creyentes que estén deseosos de una mejora en las personas y en las culturas.
Pablo Blanco Sarto es profesor de Teología Dogmática en la Universidad de Navarra
Notas
[1] Ratzinger, J. (2005b). Sobre este tema puede verse Blanco Sarto, P. (2005), pp. 121-161. Un comentarista ha destacado esta misma idea: “Acaso con mayor precisión que la de ‘Papa del pensamiento y de la palabra’, tendríamos que pensar en Benedicto XVI como el Papa de la verdad: sobre el mundo, sobre el hombre y sobre Dios; sobre la centralidad de Cristo, sobre el evangelio como espejo moral y sobre la Iglesia”, Montero, A. (2005), p. 3.
[2] Ratzinger, J. (2002), pp. 246-247.
[3] Ratzinger, J. (1998), p. 107.
[4] Ratzinger, J. (1993), p. 83, n. 20. Ver también Bellandi, A. (1993), pp. 332-335.
[5] Ratzinger, J. (1999), p. 89.
[6] Ratzinger, J. (2004), pp. 59-60. Sobre el tema de las relaciones entre verdad y libertad, puede verse Pérez Asensi, J.E. (2005), pp. 104-106, pp. 110-112, pp. 125-127.
[7] Ratzinger, J. (1990), p. 432.
[8] Ratzinger, J. (1990), p. 433.
[9] Ratzinger, J. (2003a), p. 218.
[10] Ratzinger, J. (1995), pp. 31-32; véase también la recensión de Lluch Baixauli, M. (1996), pp. 282-286.
[11] Ratzinger, J. (1995), pp. 34-35.
[12] Ratzinger, J. (1995), pp. 36-37.
[13] Ratzinger, J. (1995), p. 49. Ver también Pérez Asensi, J.E. (2005), pp. 128-130 y Blanco Sarto, P. (2005), pp. 142-152.
[14] Ratzinger, J. (1995), p. 50.
[15] Ratzinger, J. (1995), p. 53, subrayados en el texto. Ver Bausola, A. (1997), pp. 84-88.
[16] Ratzinger, J. (1995), p. 55.
[17] Ratzinger, J. (1995), pp. 56-62.
[18] Ratzinger, J. (1997), p. 20.
[19] Ratzinger, J. (1997), p. 22.
[20] Ratzinger, J. (1997), p. 25.
[21] Ratzinger, J. (1999b), pp. 80-81.
[22] Ratzinger, J. (1995), pp. 75-77; hace un paréntesis al relatar la interpretación del mito de Orestes que figura en Balthasar, H.U. von (1965). Puede consultarse también el magnífico estudio de Twomey V. (1997), pp. 111-145.
[23] Ratzinger, J. (1960), p. 179. Ver también sobre este punto Blanco Sarto, P. (2005), pp. 152-161.
[24] Véase por ejemplo Ratzinger, J. (1993), pp. 111 y ss.
[25] Ratzinger, J. (1985), pp. 405-406.
[26] Ratzinger, J. (2003a), p. 57.
[27] Ratzinger, J. (2003a), p. 61.
[28] Ratzinger, J. (2003a), p. 62.
[29] Ratzinger, J. (2003a), p. 63; alude aquí a Pieper, J. (1970).
[30] Ratzinger, J. (2003a), p. 68.
[31] El texto original se encuentra en: http://www.sbg.ac.at/sot/texte/kath.ak.-habermas-ratzinger-teil2.doc+habermas-ratzinger&hl=es. Existe una traducción castellana en La Vanguardia (1.5.2005), pp. 28-29. Sobre este tema de las relaciones entre fe y racionalidad, puede verse el segundo capítulo titulado “Razón” de Blanco Sarto, P. (2005), pp. 107-161.
[32] Ratzinger, J. (2003a), p. 69.
[33] Ratzinger, J. (2003a), p. 71.
[34] Ratzinger, J. (2003a), p. 73.
[35] Ratzinger, J. (2003a), p. 74. Sobre este particular, puede verse Blanco Sarto, P. (2005), pp. 121-132.
[36] Ratzinger, J. (2003a), p. 73.
[37] Ratzinger, J. (2003a), p. 75; remite a Dupuis, J. (1997).
[38] Ratzinger, J. (2003a), p. 79.
[39] Ratzinger, J. (2003a), p. 81.
[40] Ratzinger, J. (2003a), p. 82. Sobre este particular, puede verse además Blanco Sarto, P. (2005), pp. 15-23 y pp. 108-121.
[41] Ratzinger, J. (2003a), p. 204.
[42] Ratzinger, J. (2003a), p. 206; cita a Juan Pablo II: Fides et ratio n. 71.
[43] Ratzinger, J. (2003a), p. 173.
[44] Para esto se basa en el estudio de Assmann J. (1998).
[45] Ratzinger, J. (2003a), p. 228; aquí remite a Wittgenstein, L. (1962).
[46] Ratzinger, J. (2003a), p. 230.
[47] He explicado la naturaleza de la fe en Ratzinger en Blanco Sarto, P. (2005), pp. 57-105.
[48] Ratzinger, J. (2003a), pp. 236-237.
[49] Ratzinger, J. (2003a), p. 238; se remite aquí al De civitate Dei de san Agustín.
[50] Ratzinger, J. (2003a), p. 242.
[51] Ratzinger, J. (2003a), p. 244.
[52] Basilio, In Isaia 9, 228 (comentario a Is 9, 10), PG 30, 516D-517A.
[53] Ratzinger, J. (2003b), p. 46.
[54] Ratzinger, J. (2003b), pp. 50-51.
[55] Ratzinger, J. (2005a), p. 45.
[56] Ratzinger, J. (2005a), p. 48.
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