La familia es, en primer lugar, una institución natural, tan antigua como el mundo, con unos valores que le vienen dados por la dignidad de la persona humana, tal y como Dios la creó (a Adán y a Eva) en el inicio de la humanidad, y la Iglesia asume esos valores y esas características naturales y las eleva al orden de la gracia en los bautizados, por el sacramento del matrimonio
Conferencia pronunciada por don Juan Moya, Rector del Real Oratorio del Caballero de Graciacia, en el Casino de Madrid, el 19 de abril de 2018.
Estimados señores y señoras: Agradezco a D. Andrés Valverde la amable invitación a participar en la tertulia de este emblemático lugar. A doña Milagros Cuevas, los elogios de la presentación, y a todos ustedes su sistencia.
Muy pocas cosas pueden ser más interesantes en la vida de una persona y en la vida de la sociedad que la familia. Y si además, hoy −desde hace décadas− la situación de no pocas familias es delicada, en cuanto a su estabilidad, su modo de vida, la legislación que la regula, y las costumbres difundidas, el tema se hace mucho más interesante.
Se trata de hablar de las características más importantes que definen la familia, que deben estar presentes en ella. Partimos de lo que entendemos por familia, tal como se ha vivido en Occidente desde siempre, y en la mayor parte del mundo; idea de la que participa la Iglesia Católica en sus rasgos esenciales: la unión fiel del hombre y la mujer, en el matrimonio, abiertos a la vida y por tanto con hijos a los que educar. De la familia forma parte también, en sentido más amplio, los abuelos y los parientes. Después hablaré, siguiendo las enseñanzas del Papa Francisco expuestas en la Exhortación Apostólica “Amoris laetitia”, de algunos retos y dificultades que se plantean hoy a la familia, y por último de algunos medios a poner para superar esas dificultades, y que la familia pueda, de hecho, cumplir su misión e influir positivamente en la configuración de la sociedad.
Lo que yo recuerde hoy aquí está ya dicho en muchos sitios, de modo más completo, con gran detalle y profundidad[1]. Yo me limito a seleccionar resumidamente algunas ideas sobre estos diversos capítulos.
Aunque por mi condición de sacerdote, haga alusión a aspectos doctrinales y morales, en realidad lo esencial lo podría decir igualmente aunque no lo fuera; incluso aunque no fuera creyente, porque la familia es, en primer lugar, una institución natural, tan antigua como el mundo, con unos valores que le vienen dados por la dignidad de la persona humana, tal y como Dios la creó (a Adán y a Eva) en el inicio de la humanidad, y la Iglesia asume esos valores y esas características naturales y las eleva al orden de la gracia en los bautizados, por el sacramento del matrimonio[2].Pero el matrimonio, base de la familia, es desde aquel primer momento, como hemos dicho antes, la unión de un hombre y una mujer, unidos para siempre, y para tener hijos: unidad, indisolubilidad y apertura a la vida, rasgos esenciales de todo matrimonio válido[3]. “Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán una sola carne”[4], dice el Génesis. Y antes, el libro sagrado ha hablado de la creación del hombre por Dios “a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla”[5]. Aquí están recogidos esos rasgos esenciales.
Estos rasgos no se apoyan primeramente en la fe, sino en la condición del hombre y la mujer −complementarios sexual y afectivamente−, y en la dignidad del ser humano, que a diferencia de los animales no se puede regir por el instinto, sino por la razón y por tanto la entrega mutua de los cuerpos debe venir precedida por un compromiso de entrega (el matrimonio), y porque los hijos tienen derecho a tener un padre y una madre no solo biológicos, y a nacer como fruto del amor de sus padres.
Los retos externos que pueden afectar a la familia son muchos[6]: las dificultades económicas para formar una familia; la dificultad para compatibilizar trabajo y familia; la edad media alta de los que hoy se casan; la legislación civil que no protege suficientemente a la familia...; y otras aún más graves porque llegan a cuestionar incluso qué es la familia, qué es el matrimonio, y promueven alternativas que son contrarias a la naturaleza, a la ley natural, a lo que durante milenios han vivido todas las culturas de la tierra, aún con las excepciones y errores propios de la condición humana.
Aquí nos vamos a limitar a señalar algunas de estas dificultades o retos más importantes. Pero antes me quiero detener un poco en reflexionar sobre la grandeza e importancia de la familia.
Sobre la importancia, quizás bastaría decir que una sociedad es lo que sean las familias que la componen. Si la familia está unida, si tiene hijos y se ocupa de su atención y formación, si cuida a los mayores y ancianos, la sociedad estará sana, estable, y habrá continuidad, transmisión de saberes y entendimiento entre las distintas generaciones.
Como ha dicho el Papa muchas veces, los mayores atesoran la sabiduría de los años y la experiencia. Por justicia, por caridad y por el propio bien de las generaciones más jóvenes, los mayores deben estar bien atendidos por su familia. El Estado debe facilitar también los medios materiales necesarios para la buena atención de las personas mayores, como un objetivo prioritario con tantas personas que han trabajado por contribuir a sacar adelante el país.
Si nuestra familia es “lo que debe ser”, nos sentiremos seguros, acogidos, escuchados, comprendidos, amados, valorados: vemos que nuestra vida tiene sentido. Si nuestra familia “no funciona”, todo lo anterior se complica notablemente.
Si las familias están rotas, desestructuradas, si muchos niños y niñas no crecen en un hogar con un padre y una madre, la formación de estas generaciones será más deficiente, crecerán con carencias afectivas importantes, con ausencia de la necesaria autoridad paterna y materna, y los desequilibrios psicológicos y temperamentales serán más frecuentes. En jóvenes así los problemas en el comportamiento, en los estudios, en los proyectos de vida, en su anclaje en la sociedad, serán más abundantes. También será más difícil la transmisión de la fe, porque ha empezado por faltarles en su propio hogar en años decisivos para la formación y la madurez de la persona. Una vida lograda requiere no solo un buen trabajo, sino también lazos familiares estables.
Para los creyentes, la familia es además un reflejo de la Familia de Dios, en la que hay un Padre, un Hijo, y el fruto del amor de ambos que es el Espíritu Santo. Y los padres se sienten colaboradores directos de Dios en traer hijos al mundo, que son hijos suyos pero que también son hijos de Dios, y deben tratarles como tal, destinados a la eternidad en el cielo. Los padres tienen el gozoso y grave deber de educar a sus hijos para que puedan llegar a esa meta para la que hemos sido creados.
Para entender la importancia de la familia y darle su verdadero valor, debería bastarnos mirar la vida de Jesucristo: nace y crece en el seno de una familia, en la que vivió la mayor parte de su vida en la tierra. En la vida del Señor no hay nada que sea indiferente, todo tiene un valor santificador. No es como un paréntesis hasta el comienzo de la vida pública: es una enseñanza clara sobre la necesidad de la familia en la vida de los hombres y su valor de cara al fin para el cual hemos sido creados.
Leemos en el Compendio del Catecismo de la Iglesia: “Dios, que es amor y creó al hombre por amor, lo ha llamado a amar. Creando al hombre y a la mujer, los ha llamado en el matrimonio a una íntima comunión de vida y amor entre ellos, ‘de manera que ya no son dos, sino una sola carne’ (Mt 19,6). Y al bendecirlos, Dios les dijo: ‘creced y multiplicaos’ (Gn 1,28)”[7].
Y el fin para el que Dios instituye el matrimonio es “para la comunión y el bien de los cónyuges y la procreación y educación de los hijos (...) ¡Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre’(Mc 10,9)[8].
Un hombre y una mujer, unidos en matrimonio, forman, por sí mismos y con sus hijos una familia. Y “la familia es la célula original de la sociedad humana y precede a cualquier reconocimiento por parte de la autoridad pública. Los principios y valores familiares constituyen el fundamento de la vida social”. Por tanto “los poderes públicos deben respetar, proteger y favorecer la verdadera naturaleza del matrimonio y de la familia, la moral pública, los derechos de los padres, y el bienestar económico”[9].
Los esposos cristianos deben tener conciencia de su vocación matrimonial: se han casado no solo por ser una decisión personal, sino también porque están convencidos de que Dios les llama al matrimonio, como a otros les llama a la vida religiosa o al sacerdocio. Y esa convicción da más seguridad y más hondura a la decisión de casarse, porque procurarán vivir como Dios ha querido que sea el matrimonio, y comenta San Pablo en su carta a los Efesios: un amor como el de Cristo por su Iglesia: único, fiel, fecundo, para siempre, inmaculado, santo...
“El matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural (...) y a la vez, e inseparablemente, contrato que un hombre y una mujer hacen para siempre, porque −queramos o no− el matrimonio instituido por Jesucristo es indisoluble”[10].
De las diversas dificultades a las que tiene que enfrentarse hoy el matrimonio y la familia voy a detenerme en algunas.
a) Convivencia previa al matrimonio
En primer lugar en la convivencia de los novios previa al matrimonio.
Hoy un gran número de parejas viven juntas antes de casarse. Un buen porcentaje de ellas no tiene previsto casarse; otras sí. Parece claro que esa convivencia va en detrimento de la institución matrimonial, porque las parejas de hecho no lo valoran, y las que se casan después de haber convivido tienen el riesgo probable de verlo como un trámite, y no como algo esencial que se añade a sus vidas.
Los que tienen previsto casarse, a veces viven juntos durante años antes de casarse. Unos lo hacen −dicen− por motivos económicos, para ahorrar gastos cuando ambos no viven con sus padres; otros porque piensan que así se conocerán mejor...
Los motivos económicos pueden ser objetivos, pero no son los únicos que han de valorar y no son tampoco los más importantes. En todo caso, no justifica vivir juntos; pueden buscar otros modos de ahorrar. En cuanto a conocerse mejor, la experiencia indica que esa convivencia no suele cumplir su cometido muchas veces, porque de hecho el mayor número de matrimonios que se rompen se da en parejas que han convivido juntos antes de casarse. Aquí podría añadirse también qué se entiende por conocerse, que no es solo saber cómo pensamos, qué opiniones tenemos, cómo nos comportamos en la vida familiar... Eso forma parte del conocimiento de una persona, pero conocerse, yendo más al fondo, es saber qué somos en cuanto personas, cuál es el modo adecuado de tratar a una persona con la que me une un vínculo afectivo, pero de momento nada más. Convivir como si ya estuvieran casados, inevitablemente, como decíamos antes, resta importancia al matrimonio.
Convivir tiene también algo de “ponerse a prueba”, como no estando muy seguros del amor mutuo, y se necesitase recurrir a la convivencia para comprobar si nos queremos para siempre o no. Como decía antes, la estadística demuestra que este objetivo no solo no se consigue, sino que puede ser un obstáculo. Como decía Benedicto XVI, quemar etapas puede llevar a quemar el verdadero amor.
San Juan Pablo II aconseja, en estos casos a los pastores, enseñarles a los jóvenes a “cultivar el sentido de la fidelidad en la educación moral y religiosa”, necesaria para que haya una “verdadera libertad”; y “ayudándoles a madurar espiritualmente y hacerles comprender la rica realidad humana y sobrenatural del matrimonio-sacramento”[11].
b) El divorcio
En cuanto a los matrimonios, uno de los más graves problemas son los divorcios: las causas son diversas pero en mi opinión la mayor parte podrían evitarse si ambos cónyuges estuvieran decididos a poner los medios necesarios para ser fieles al compromiso de indisolubilidad contraído al casarse. Y también si se pensara más en el terrible mal que se ocasiona a los hijos aunque sean mayores.
Entre las causas de los divorcios están las infidelidades, discusiones continuas, malos tratos.... Pero en la gran mayoría de los casos hay una causa común de fondo en la que a veces no se repara suficientemente y es de gran trascendencia: la indiferencia religiosa de los esposos, aunque se hayan casado en la Iglesia. Se comprueba estadísticamente que la mayoría de los matrimonios que se rompen, además de la causa más inmediata o aparente, hay otra circunstancia importante: que esas personas viven como si no fueran cristianas; no practican su fe. Como también se comprueba que los matrimonios que viven su fe, raramente llegan a divorciarse.
Se comprende que sea así, porque la indiferencia religiosa debilita las convicciones morales y doctrinales, y la influencia del ambiente relativista pesa más. Se olvidan los compromisos contraídos al casarse. Se recurre a justificaciones que no pueden serlo. Se cae en un sentido erróneo de la libertad, desligada de la verdad. El orgullo y la soberbia, más que la debilidad de la carne es el enemigo mayor: impide reconocer el error, pedir perdón o perdonar y recomenzar.
Las personas que están más cerca de Dios, son más conscientes de que han de ser fieles a sus compromisos. Cuentan más con la ayuda de la gracia y reconocen más fácilmente su culpa.
Es necesario vivir el matrimonio con la conciencia clara de “pertenecer por completo sólo a una persona. Los esposos asumen el desafío y el anhelo de envejecer y desgastarse juntos, y así reflejan la fidelidad de Dios. Esta firme decisión, que marca un estilo de vida, es una ‘exigencia interior del pacto de amor conyugal’, porque ‘quien no se decide a querer para siempre, es difícil que pueda amar de veras un solo día’”[12].
En el caso de que la convivencia se haga imposible por culpa de uno, la Iglesia admite la separación, mientras dure esa causa, pero no el divorcio, pues el vínculo es indisoluble y no puede ser disuelto por ninguna autoridad ni civil ni eclesiástica (salvo el Papa en casos muy excepcionales en que está en peligro la fe de uno de los esposos). Por eso el divorcio en realidad es una ficción jurídica.
Otra cosa es que el cónyuge inocente tenga que sufrir divorciarse porque en la ley civil baste que lo solicite uno de los cónyuges para que se conceda. O para obtener los bienes económicos que le correspondan, si no hay otro modo de conseguir un acuerdo justo.
La Iglesia anima a los divorciados a no dejar de rezar y de asistir a Misa, aunque, si se han unido a otra persona civilmente o de hecho, no estén en condiciones de poder comulgar. “Fundándose en la Sagrada Escritura, la Iglesia reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos mismos los que impiden que se les admita, ya que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía” Y además, si se les admitiera, “los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio”[13].
c) El aborto
El aborto es una de las tragedias mayores de nuestro tiempo, una lacra social sin justificación posible, de la que los hombres (hombres y mujeres) tendrán que dar cuenta a Dios. La muerte de millones de inocentes clama al cielo. Peor que los campos de exterminio, y ha causado y sigue causando en el mundo más muertos que todas las guerras juntas. Y mientras tanto, la sociedad envejece progresivamente...
“La vida humana debe ser respetada y protegida de manera absoluta desde el momento de la concepción. Desde el primer momento de su existencia, el ser humano debe ver reconocidos sus derechos de persona, entre los cuales está el derecho inviolable de todo ser inocente a lavida”[14]. Desde el siglo primero, la Iglesia ha afirmado la malicia moral de todo aborto provocado. Esta enseñanza no ha cambiado; permanece inviolable. El aborto directo, es decir, querido como un fin o como un medio, es gravemente contrario a la ley natural”[15]. El Concilio Vaticano II dijo que “el aborto y el infanticidio son crímenes abominables”[16].
Si se niega el derecho a la vida del no nacido, no podemos hablar seriamente de justicia social, ni de derechos humanos. La vida humana es una realidad biológica indiscutible desde la concepción del óvulo. Ninguna madre puede tener derecho a matar la vida del hijo que lleva en su vientre, aunque haya sido producto de una violación. La legislaciones civiles que lo permiten son injustas.
No habría abortos, en su casi totalidad, si no vinieran precedidos de una cadena de desórdenes sexuales que trivializan la sexualidad reduciéndola a un mero placer físico −con la complicidad de medios de comunicación, de la “industria” del sexo y de algunas legislaciones sobre el tipo de educación de los adolescentes−, que abarcan desde las relaciones sexuales prematuras −de adolescentes− pasando por la anticoncepción, las violencias o violaciones, los embarazos no deseados y los abortos. Y resulta sorprendente que nos extrañemos de la llamada violencia de género y a la vez nos parezca bien, y la fomentemos, una libertad sexual sin responsabilidad, es decir un libertinaje.
La defensa de la vida humana no es ni de izquierdas ni de derechas, sino de todos, como lo es el no robar, el no mentir, el no matar y como deberían serlo todos y cada uno de los diez mandamientos, que son el resumen de la ley natural. Ponerle etiquetas para descalificarlo, resulta bochornoso. Tiene poca credibilidad moral el que no respete la vida humana del nasciturus. Por supuesto, a la vez, los Estados deben ayudar a las madres solteras, proteger la maternidad, etc.
Tan grave considera la Iglesia el aborto consentido que pena con la excomunión al que lo practica y al que induce a él[17]. La ignorancia de esa pena especial libra de ella, aunque no de su culpa y de su gravedad.
La Iglesia, como madre, siguiendo el ejemplo de Jesucristo con la mujer adúltera, la samaritana y tantos otros pecadores, acoge a todos sus hijos, sean cuales sean sus errores y pecados, siempre que los reconozcamos y acudamos a pedir perdón.
d) Modo de entender las relaciones sexuales
Muchos aspectos negativos relacionados con la sexualidad, que afectan en definitiva a la institución matrimonial, se deben a una manera errónea de entender y vivir las relaciones sexuales. Hemos sido creados hombre y mujer, iguales en dignidad (por tener la misma naturaleza) y complementarios en la sexualidad. Esta distinción de sexos es, como resulta evidente, para la procreación. Pero somos personas, y por tanto nos debemos regir por la razón, no por el instinto como los animales. Por otra parte, la dignidad de la persona −cuerpo y alma, materia y espíritu, imagen y semejanza de Dios− requiere que no se le pueda “utilizar” como si fuera un “objeto de placer”. “El cuerpo del otro es con frecuencia manipulado, como una cosa que se retiene mientras brinda satisfacción y se desprecia cuando pierde atractivo”[18]. Añade el Papa que “la sexualidad no es un recurso para gratificar o entretener, ya que es un lenguaje interpersonal donde el otro es tomado en serio, con su sagrado e inviolable valor”[19].
El único modo adecuado de tratar a la persona humana, hombre y mujer, es el amor, como recordaba San Juan Pablo II. Por tanto la relación sexual entre el hombre y la mujer debe ser siempre por amor y abierta a la vida. Y ambas cosas reclaman un compromiso previamente asumido de unión y fidelidad para siempre, para poder hacerse cargo del fruto de esa unión, y porque todo nacido tiene derecho a tener un padre y una madre, no solo biológicos, que le cuiden y le quieran. Ese compromiso es el matrimonio. Si la relación sexual se desliga del compromiso matrimonial y del amor, lo que es un medio para facilitar la procreación (el placer sexual) se convierte en un fin, y por tanto es una relación desordenada, ilícita, inmoral. Y si esas relaciones se mantienen, inevitablemente vendrán consecuencias negativas, humanas y espirituales, para esas personas.
El Papa habla de “la cultura de lo provisorio”, en la que las personas pasan con velocidad de una relación afectiva a otra: “creen que el amor se puede conectar y conectar a gusto del consumidor”, con temor a un compromiso permanente. Además, “el narcisismo vuelve a las personas incapaces de mirar más allá de sí mismas, de sus deseos y necesidades”[20]. Y una “afectividad narcisista , inestable y cambiante, no ayuda siempre a los sujetos a alcanzar una mayor madurez”[21].La difusión de la pornografía y el uso desequilibrado de internet son otros factores negativos.
e) La ideología de género
Otro peligro grave para el matrimonio, la familia, la educación de los jóvenes y la sociedad en general es la llamada ideología de género, que va contra la historia de la humanidad, contra la ciencia y el sentido común, y sin embargo tiene la pretensión de presentarse como si se tratase de un gran avance en los derechos de la persona, que deben ser reconocidos por las legislaciones civiles, incluso con un carácter dogmático y punitivo para el que piense lo contrario.
“Detrás del uso cada vez más difundido de la expresión ‘género’, en vez de la palabra ‘sexo’, se esconde una ideología que pretende eliminar la idea de que los seres humanos se dividen en dos sexos. Esta ideología quiere afirmar que las diferencias entre el hombre y la mujer, más allá de las obvias diferencias anatómicas, no corresponden a una naturaleza fija, sino que son producto de la cultura de un país o de una época determinados. Según esta ideología, la diferencia entre los sexos se considera como algo convencionalmente atribuido por la sociedad y cada uno puede ‘inventarse’ a sí mismo. Desaparece la diferencia entre lo que está permitido y lo que está prohibido en este ámbito”[22].
Estas afirmaciones, que van contra la evidencia y el sentido común, llevan a afirmar que hay más de dos géneros todos igualmente válidos (el homosexual masculino o femenino, el heterosexual, el bisexual y el transexual), así como toda forma de relación sexual fuera del matrimonio.
Junto con la desaparición de los sexos, propugnan la desaparición de la familia porque, según esta ideología, la familia es fuente de opresión de la mujer.
Difunden también la libre elección de reproducción, que quiere decir derecho al aborto, derechos reproductivos de las lesbianas, derecho de las lesbianas a concebir hijos a través de inseminación artificial y adoptar legalmente a los hijos de sus compañeras. La reproducción sería resultado sólo de algunos encuentros sexuales heterosexuales[23].
Estas ideas están ampliamente comentada sen un documento de la Congregación de la Doctrina de la Fe, del año 2004[24].
El problema radica en que en los últimos años ha habido una tendencia errónea a “subrayar fuertemente la condición de subordinación de la mujer” −subordinación al hombre− para justificar así “una actitud de contestación”. Laujer, para ser ella misma, “se constituye en antagonista del hombre”, lo que da lugar a “una rivalidad entre los sexos”, lo que tiene “su implicación más inmediata y nefasta en la estructura de la familia”. Y para evitar cualquier supremacía de un sexo sobre otro, “se tiende a cancelar las diferencias, consideradas como simple efecto de un condicionamiento histórico-cultural”. El sexo con el que se nace no tendría mayor importancia, porque lo principal es “el género” masculino o femenino que libremente se escoja, independientemente del sexo. El “género” sería una dimensión estrictamente cultural.
Así, se da lugar a una antropología que en vez de favorecer la igualdad de la mujer con el hombre, cuestiona la familia compuesta por un padre y una madre, enfrenta a la mujer con el hombre, equipara la homosexualidad a la heterosexualidad, y abre la puerta a una sexualidad polimorfa.
Aunque la “bandera” con que se presenta esta ideología es el feminismo, la motivación más profunda es el empeño en liberar a la persona humana de sus “condicionamientos biológicos”: la naturaleza, dicen, no debe imponer ninguna ley; es la persona la que se configura según sus propios deseos, libre de toda predeterminación vinculada a su constitución esencial (cfr. nn. 1-3 de la Carta de la Congregación).
Estas ideas tienen antecedentes en la ideología neo-marxista, por su visión distorsionada de la realidad, que analiza a través de los esquemas de lucha de clases. De hecho, Federico Engels, en su libro El origen de la familia, propiedad privada, y Estado, sostiene que “el primer antagonismo de clases de la historia coincide con el desarrollo del antagonismo entre el hombre y la mujer en el ámbito del matrimonio monógamo; y la primera opresión de clase, con la del sexo femenino por parte del masculino”[25]. De ahí que las feministas de género no busquen, en el fondo, la mejora de la situación de la mujer, lo que es noble y necesario siempre que existan situaciones de injusticia en el ámbito familiar, profesional, etc. “Lo que se busca −ya lo hemos dicho− es la anulación de lo femenino y lo masculino en cuanto condición dada por la naturaleza humana.
Recientemente, el Papa Francisco ha dicho también que esta ideología “presenta una sociedad sin diferencias de sexo y vacía el fundamento antropológico de la familia”. Además trata de “imponer un pensamiento único que determine incluso la educación de los niños. No hay que ignorar que el sexo biológico (sex)y el papel sociocultural del sexo (gender) se pueden distinguir pero no separar (...) No caigamos en el pecado de pretender sustituir al Creador. Somos criaturas, no somos omnipotentes. Lo creado nos precede y debe ser recibido como don. Al mismo tiempo, somos llamados a custodiar nuestra humanidad, y eso significa ante todo aceptarla y respetarla como ha sido creada”[26].
Los medios a poner para remediar estas deficiencias no son pocos, y están al alcance de nuestra mano, al menos para los casos personales. Además harán falta medidas legislativas justas y eficaces que protejan el matrimonio y la familia, la maternidad, la educación moral de los jóvenes y adolescentes, la atención a los mayores, etc. Aquí me detengo brevemente en los primeros, los personales.
La educación de cada uno comienza con nuestro nacimiento. El ambiente del hogar es esencial para la adquisición de los principios morales y religiosos, a partir del buen ejemplo de los padres. Los hermanos mayores y los abuelos son también referencias importantes para los más jóvenes. La educación religiosa en los colegios y en la parroquia es también de gran trascendencia. El estudio serio, el aprovechamiento del tiempo, el deporte, las buenas amistades, el uso correcto de la tv e internet, son otros elementos que influyen en la personalidad de los jóvenes.
Si se vive así, la sexualidad en esos años tan importantes está convenientemente orientada y no debe ser ningún obstáculo de entidad en la maduración personal. El trato con las personas del otro sexo se hará respetuosa y delicadamente, como uno quisiera que tratasen a sus propias hermanas o hermanos. Y así se puede iniciar, en su momento, una relación afectiva seria y responsable, inicio de un noviazgo vivido con gran ilusión, con naturalidad y con prudencia, viendo en esa mujer o en ese hombre, aquel o aquella en la que hemos soñado como esposo o esposa y padre o madre de mis hijos. Naturalmente, la vida cristiana bien vivida −oración, sacramentos...− ayuda mucho a conseguir estos deseables objetivos.
Y esta será la mejor preparación para un matrimonio unido, fiel, generoso en cuanto a los hijos que puedan tener. El mejor modo de combatir el divorcio y los otros peligros que hemos mencionado antes y vivir el matrimonio como el camino querido por Dios para la gran mayoría de los hombres y mujeres, en el que alcanzar la plenitud de la vocación cristiana. Como escribe el Papa, “una comunión familiar bien vivida es un verdadero camino de santificación en la vida ordinaria y de crecimiento místico, un medio para la unión íntima con Dios”[27].
Podemos terminar con esta frase del Papa, de su reciente Exhortación Apostólica sobre la santidad: “Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos”. Más adelante añade que ve la santidad en los padres y abuelos que “enseñan con paciencia a los niños a seguir a Jesús”.
“En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, «la clase media de la santidad”[28]. Muchas gracias.
Juan Moya
Fuente: caballerodegracia.org.
[1] Cfr. Francisco, Exh. Apostólica Amoris laetitia, 19-III-2016; SanJuan Pablo II, Exh. Apostólica Familiaris consortio, 22-XI-1981; y Carta de los Derechos de la Familia, 22-X-1983; Catecismo de la Iglesia Católica y Compendio del Catecismo: El sacramento del matrimonio; C. Vaticano II, Constitución Gaudium et spes, II, Cap. I: La dignidad del matrimonio y la familia; Beato Pablo VI, Encíclica Humanae vitae, 25-VII-1968; Congregación de la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la iglesia y en el mundo, 31-V-2004; Benedicto XVI, Encíclia Deus caritas est, 25-XII-2005.
[2] cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1602.
[3] cfr. Ibidem, nn. 1614-1615.
[4] Gn 2,24.
[5] Ibidem, 1,27-28.
[6] cfr. Francisco, Exh. Apostólica Amoris laetitia, cap. 2.
[7] Compendio del Catecismo de la Iglesia, 337.
[8] Ibidem, 338.
[9] Ibidem, 456-458.
[10] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 23.
[11] San Juan Pablo II, Exh. Apost. Familiaris consortio, n. 81.
[12] Ibidem, n. 319.
[13] Familiaris consortio, n. 84. La vida de la persona divorciada vuelta a casar “contrasta objetivamente con la ley de Dios” (Compendio del Catecismo de la Iglesia, n. 349).
[14] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2270.
[15] Ibidem, n. 2271.
[16] C. Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, n. 51.
[17] cfr. Catecismo de la Iglesia católica, n. 2272.
[18] Francisco, Amoris laetitia, n. 153.
[19] Ibidem, n. 151.
[20] Amoris laetitia, n. 39
[21] Ibidem, n 40.
[22] Consejo Pontificio para la Familia, Léxicon. Términos ambiguos y discutidos sobre familia, vida y cuestiones éticas, Ed. Palabra, 2004, pág. 575 (Artículo Ideología de género: sus peligros y alcance, por Oscar Alzamora Revoredo).
[23] cfr. Dra Dale O’Leary, en su trabajo El feminismo de género. Corrientes de pensamiento que impiden la promoción de la mujer, publicado en L’Osservatore Romano, n. 47, el 19-XI-2004.
[24] Congregación de la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo, 31-V-2004.
[25] cfr. Dale O ́Leary, El feminismo de género, oc.
[26] Amoris laetitia, n. 56.
[27] Amoris laetitia, n. 316.
[28] Exhortación Apostólica Gaudete et Exultate, n. 4 y 14; 19-III-2018.
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