Sobre la doctrina de la vocación universal a la santidad acogida con júbilo en el inmediato posconcilio y propuesta con renovada fuerza por Juan Pablo II al inicio del tercer milenio
En el prólogo o introducción de la exhortación apostólica Gaudete et Exsultate (en adelante, GaExs) el Papa Francisco da razón de su iniciativa: «Mi humilde objetivo es hacer resonar una vez más el llamado a la santidad […] Porque a cada uno de nosotros el Señor nos eligió ‘para que fuéramos santos e irreprochables ante él por el amor’ (Ef 1,4)» (GaExs 2); «Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada» (GauExs 1). Por su parte, el documento preparatorio de la inminente XV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de Obispos afirma que «la vocación al amor asume para cada uno una forma concreta en la vida cotidiana a través de una serie de opciones que articulan estado de vida (matrimonio, ministerio ordenado, vida consagrada, etc.), profesión, modalidad de compromiso social y político, estilo de vida, gestión del tiempo y del dinero, etc.»[1]. No pocas de las opciones señaladas −matrimonio, profesión, compromiso social y político, libre gestión del tiempo y dinero− tienen mucho que ver con la condición secular, que es la predominante en el Pueblo de Dios. Evidentemente, la «vocación al amor» puede ser recibida, acogida y vivida en el matrimonio y en el ejercicio de una profesión civil que tiene la intención de dar gloria a Dios y servir a los demás. Sin embargo, se debe reconocer que, a pesar de los cincuenta años transcurridos desde el Concilio Vaticano, la vivencia de la condición laical con sentido vocacional es, todavía, poco frecuente. En general −y aunque no falten excepciones−, existe en el sentir popular una fuerte inercia a ver en el sacerdocio y en la vida consagrada las «verdaderas» vocaciones. Al constatar esta realidad, cabe preguntarse si la teología ha ahondado suficientemente en el contenido y consecuencias de la doctrina sobre la llamada universal a la santidad, expuesta con claridad en el capítulo quinto de la Constitución Lumen gentium. Y no solo: la pastoral de la Iglesia ¿ha logrado transmitir con eficacia el sentido vocacional de toda existencia cristiana, consecuencia inmediata de esa doctrina? Solo cuando se es consciente de haber sido llamado se puede vivir la existencia como realización de una vocación. Por ello, resulta tarea insoslayable, en las actuales circunstancias, afirmar con fuerza el carácter vocacional de la experiencia cristiana laical[2].
En Gaudete et Exsultate, Francisco afronta la cuestión dando dos pasos. Primero, superando el concepto restringido de vocación: «Para ser santos no es necesario ser obispos, sacerdotes, religiosas o religiosos. Muchas veces tenemos la tentación de pensar que la santidad está reservada solo a quienes tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a la oración. No es así. Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra» (GaExs 14). Y, posteriormente, subrayando el sentido vocacional de toda existencia cristiana: «Tú también necesitas concebir la totalidad de tu vida como una misión. Inténtalo escuchando a Dios en la oración y reconociendo los signos que él te da. Pregúntale siempre al Espíritu qué espera Jesús de ti en cada momento de tu existencia y en cada opción que debas tomar, para discernir el lugar que eso ocupa en tu propia misión» (GaExs 23). Efectivamente, el «nexo entre vocación y misión remite necesariamente a la conformidad de nuestra voluntad con la voluntad divina. El cristiano se santifica en la medida en que su fe, esperanza y caridad actúan en el cumplimiento fiel y diario de la voluntad de Dios. En otras palabras, lo que perfecciona y conduce a plenitud la personalidad humana es la aceptación del estilo de vida, condiciones personales, e inserción en el mundo que Dios elige para cada uno. El hombre se ‘realiza’ en el libre consentimiento al querer de Dios, que, para el hombre de fe, es siempre lo mejor»[3]. También el Santo Padre insiste en esta idea: «No tengas miedo de la santidad. No te quitará fuerzas, vida o alegría. Todo lo contrario, porque llegarás a ser lo que el Padre pensó cuando te creó y serás fiel a tu propio ser» (GaExs 32); «No tengas miedo de dejarte guiar por el Espíritu Santo. La santidad no te hace menos humano, porque es el encuentro de tu debilidad con la fuerza de la gracia» (GaExs 34). Después de afirmar que la vocación es universal −en sentido subjetivo, todos son llamados; y objetivo: todas las circunstancias de la vida pueden ser lugar y medio de santificación[4]−, omnicomprensiva −abraza la vida entera en todas sus facetas− y «realizadora» de la persona, hay que añadir que la llamada implica siempre una misión, una función o tarea que realizar como miembro del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
La doctrina conciliar sobre los laicos expuesta en el capítulo cuarto de Lumen gentium arranca con la afirmación de que ellos tienen la común vocación cristiana, pero con una modalidad y características propias (cfr. n. 30), que son descritas en el número siguiente: «A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, [… y] Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento»[5]. No debe pasar desapercibido que este texto utiliza un lenguaje vocacional −«corresponde, por propia vocación», «allí están llamados por Dios»−, señalando también el origen divino de la misión confiada de santificar el mundo. Evidentemente, esta misión ha sido confiada por Cristo a la totalidad de la Iglesia: «La obra de la redención de Cristo, que de suyo tiende a salvar a los hombres, comprende también la restauración incluso de todo el orden temporal. Por tanto, la misión de la Iglesia no es sólo anunciar el mensaje de Cristo y su gracia a los hombres, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico»[6]. Es decir, la misión de la Iglesia es como una moneda con dos caras: una es la salvación de las almas, y la otra la santificación del mundo. Esta última consiste en purificar y renovar el mundo, conducirlo hacia Dios. Y todos en el Pueblo de Dios −sacerdotes, religiosos y laicos− participan en esa responsabilidad y misión, aunque con modalidades diversas. La modalidad laical tiene, sin embargo, una particular relevancia: «en el cumplimiento de este deber universal corresponde a los laicos el lugar más destacado. Por ello, con su competencia en los asuntos profanos y con su actividad elevada desde dentro por la gracia de Cristo, contribuyan eficazmente a que los bienes creados, de acuerdo con el designio del Creador y la iluminación de su Verbo, sean promovidos, mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil, para utilidad de todos los hombres sin excepción»[7]. En definitiva −y es a donde queríamos llegar−, si la misión de la Iglesia consiste, junto con la salvación de las almas, en la santificación del mundo, no es posible seguir ignorando el carácter teologal y eclesial del trabajo santificado y santificador de los laicos en medio del mundo. Con razón insistió en esta idea san Juan Pablo II: «el ser y el actuar en el mundo son para los fieles laicos no sólo una realidad antropológica y sociológica, sino también, y específicamente, una realidad teológica y eclesial»[8].
En los decenios posconciliares, con algo de superficialidad, se ha tendido a distribuir la vocación y misión del laico en «la Iglesia y en el mundo» en dos ámbitos paralelos, aplicando un dualismo en el ser y actuar del laico, que alternativamente intervendría o en la Iglesia o en el mundo, como si fueran realidades opuestas o en insanable antinomia. Una cierta inercia de la literatura teológica y pastoral ha llevado a identificar la misión del laico en la Iglesia con el ejercicio de los ministerios laicales y con su responsable y necesaria participación en las estructuras organizativas y administrativas eclesiásticas, dejando en el olvido su actuación en el mundo, como si ésta se desarrollara en la periferia de la vida de la Iglesia. Esta visión, imbuida de clericalismo, relega a función marginal en la Iglesia la santificación de las estructuras temporales (familia, sociedad, cultura, trabajo, etc.). En el corazón de la vida de la Iglesia se encuentra, como hemos visto, la misión de renovar el mundo y conducirlo hacia Dios. Del mismo modo que no se duda de la eclesialidad del ejercicio del diaconado permanente, ni de la función catequética de la madre que enseña a sus hijos las primeras oraciones, tampoco se debería dudar de la eclesialidad del trabajo realizado por un obrero o un profesional que busca santificarse con su actividad, sirviendo a los demás, mejorando el mundo y alabando a Dios. Cuando se ejerce cualquier profesión con perfección humana y sobrenatural (caridad e intención) se está purificando el correspondiente ámbito de esas realidades terrenas y están siendo conducidas a Dios.
En el origen de una falta de reconocimiento del carácter eclesial del compromiso del laico en el mundo se puede detectar el prejuicio clerical del pensar que el cristiano es más cristiano en la medida en que se involucra en funciones y tareas eclesiásticas. Lo había denunciado hace medio siglo san Josemaría Escrivá de Balaguer, promotor de una espiritualidad laical basada en la santificación del trabajo profesional: «Hay que rechazar el prejuicio de que los fieles corrientes no pueden hacer más que limitarse a ayudar al clero, en apostolados eclesiásticos. […] El modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales»[9]. Esta idea −de origen carismático y con visos de profecía− la vemos recogida, reiterada y aumentada, casi medio siglo después, en un texto relativamente reciente del Para Francisco: «El clericalismo lleva a la funcionalización del laicado; tratándolo como ‘mandaderos’, coarta las distintas iniciativas, esfuerzos y hasta me animo a decir, osadías necesarias para poder llevar la Buena Nueva del Evangelio a todos los ámbitos […]. Muchas veces hemos caído en la tentación de pensar que el laico comprometido es aquel que trabaja en las obras de la Iglesia y/o en las cosas de la parroquia o de la diócesis y poco hemos reflexionado cómo acompañar a un bautizado en su vida pública y cotidiana; cómo él, en su quehacer cotidiano, con las responsabilidades que tiene se compromete como cristiano en la vida pública. Sin darnos cuenta, hemos generado una élite laical creyendo que son laicos comprometidos solo aquellos que trabajan en cosas ‘de los curas’ y hemos olvidado, descuidado al creyente que muchas veces quema su esperanza en la lucha cotidiana por vivir la fe»[10].
El dinamismo «de salida» que el Papa Francisco quiere provocar en una Iglesia misionera requiere un mayor compromiso de los fieles laicos en lograr que los valores cristianos penetren el mundo social, político y económico. Confesión de la fe y compromiso social van de la mano. Lo afirma claramente Francisco al señalar dos errores nocivos o «ideologías que mutilan el corazón del Evangelio»: un compromiso social sin unión personal con el Señor (cfr. GaExs 100), o una fe que considera el compromiso social superficial, mundano, inmanentista (cfr. GaExs 101-103).
Uno de los grandes desafíos pastorales que tiene ante sí la Iglesia en nuestros días es lograr concienciar a esa multitud de fieles laicos, cristianos «de a pie», de haber recibido una vocación divina y de estar llamados a santificarse en su ambiente profesional, purificando con su actuar cristiano las realidades terrenas y conduciendo, así, el mundo hacia Dios. La potencia evangelizadora de los laicos está todavía por descubrir y hacer explotar. Los fieles laicos, por estar colocados en la entraña del mundo para actuar «desde dentro, a modo de fermento», no pueden prescindir, en sus relaciones con Dios, de sus obligaciones de estado familiar y laboral, ni de su inserción en los ámbitos cultural, socio-político, económico, etc. Todo eso constituye parte importante de su vida espiritual, de su relación con Cristo, marcándola y condicionándola profundamente. Se podría afirmar que la vida espiritual del laico se desarrolla entre dos coordenadas o componentes irrenunciables: la coordenada vertical de comunión con Dios, de unión a Cristo por la fe y la caridad; y la horizontal, de inserción en las realidades temporales y participación en las actividades terrenas.
Las dos coordenadas a las que acabamos de hacer referencia −unión con Dios e inserción en las realidades temporales− constituyen el núcleo de la santidad laical, los elementos indispensables para que los laicos vivan su vocación y misión en la Iglesia. La primera de ellas −la unión con Dios− aunque resulte obvia no puede darse por descontada en la experiencia cristiana laical y, por eso, el Papa Francisco la subraya: «Esa misión tiene su sentido pleno en Cristo y solo se entiende desde él. En el fondo la santidad es vivir en unión con él los misterios de su vida. Consiste en asociarse a la muerte y resurrección del Señor de una manera única y personal, en morir y resucitar constantemente con él. […] Por lo tanto, ‘la santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya’» (GaExs 20-21). En ese estar unido a Cristo como el sarmiento a la vid (cfr. Jn 15,1-5), el fiel laico, como todo cristiano, necesita de la oración: «aunque parezca obvio, recordemos que la santidad está hecha de una apertura habitual a la trascendencia, que se expresa en la oración y en la adoración. El santo es una persona con espíritu orante, que necesita comunicarse con Dios. Es alguien que no soporta asfixiarse en la inmanencia cerrada de este mundo, […]. No creo en la santidad sin oración» (GaExs 147). Y junto a la vida de oración se precisa una lucha decidida contra los enemigos del alma y para crecer en las virtudes: «La vida cristiana es un combate permanente. Se requieren fuerza y valentía para resistir las tentaciones del diablo y anunciar el Evangelio» (GaExs 158); «nuestro camino hacia la santidad es también una lucha constante. Quien no quiera reconocerlo se verá expuesto al fracaso o a la mediocridad. […] En este camino, el desarrollo de lo bueno, la maduración espiritual y el crecimiento del amor son el mejor contrapeso ante el mal. Nadie resiste si opta por quedarse en un punto muerto» (GaExs 162-163).
Con esta premisa de la unión con Dios de todo cristiano, afrontamos ahora la inserción en la realidades temporales −la índole secular− propia de los fieles laicos. Aunque es obvio que en Gaudete et Exsultate el Papa se dirige a todos los miembros del Pueblo de Dios, en determinados momentos tiene muy en primer plano a los fieles laicos. Principalmente cuando habla de la sociedad que necesita ser restaurada y renovada por los principios del Evangelio. Por ejemplo, al comentar la bienaventuranza de los que tienen hambre y sed de justicia, afirma: «La realidad nos muestra qué fácil es entrar en las pandillas de la corrupción, formar parte de esa política cotidiana del ‘doy para que me den’, donde todo es negocio. Y cuánta gente sufre por las injusticias, cuántos se quedan observando impotentes cómo los demás se turnan para repartirse la torta de la vida. Algunos desisten de luchar por la verdadera justicia, y optan por subirse al carro del vencedor. Eso no tiene nada que ver con el hambre y la sed de justicia que Jesús elogia». Efectivamente, corresponde a los fieles laicos santificar el mundo desde dentro, liberando la creación de la esclavitud de la corrupción (cfr. Rm 8,21). También, al comentar la bienaventuranza de los perseguidos por causa de la justicia, se entreve la situación de muchos laicos situados en el punto de mira de una persecución solapada que busca amordazar sus conciencias, torpedear sus convicciones y arrinconarles en el bienestar, el lucro, el placer, el egoísmo destructor de la familia y de la vida misma: son persecuciones «de un modo más sutil, a través de calumnias y falsedades. […] Otras veces se trata de burlas que intentan desfigurar nuestra fe y hacernos pasar como seres ridículos. Aceptar cada día el camino del Evangelio aunque nos traiga problemas, esto es santidad» (GaExs 94).
El sacerdocio común de los fieles laicos se ejercita también mediante el trabajo profesional bien hecho que, ofrecido a Dios como sacrificio espiritual agradable a Dios por Jesucristo (cfr. 1P 2,5), es medio de santificación, como confirma Francisco: «Me gusta ver la santidad […] en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a sus casas» (GaExs 7); «¿Eres un trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos. […] ¿Tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales» (GaExs 14).
Esa connatural inserción de los fieles laicos en la entraña de la sociedad aparece reflejada en la exhortación, en los párrafos agrupados bajo el título de «la actividad que santifica»: «Como no puedes entender a Cristo sin el reino que él vino a traer, tu propia misión es inseparable de la construcción de ese reino: ‘Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia’ (Mt 6,33). Tu identificación con Cristo y sus deseos, implica el empeño por construir, con él, ese reino de amor, justicia y paz para todos» (GaExs 25). Además, Francisco pone en alerta ante el peligro de un espiritualismo que inhiba de la acción: «No es sano amar el silencio y rehuir el encuentro con el otro, desear el descanso y rechazar la actividad, buscar la oración y menospreciar el servicio. […] Somos llamados a vivir la contemplación también en medio de la acción, y nos santificamos en el ejercicio responsable y generoso de la propia misión. […] a veces tenemos la tentación de relegar […] el compromiso en el mundo a un lugar secundario, como si fueran ‘distracciones’ en el camino de la santificación y de la paz interior» (GaExs 26-27).
Del mismo modo, el matrimonio de los fieles laicos es confirmado como camino de santidad: «Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos» (GaExs 7); «¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. […] ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús» (GaExs 14).
En definitiva, Francisco −como hiciera san Juan Pablo II al inicio del nuevo milenio− desea de nuevo «poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad»[11]. Una intención cargada de consecuencias entre las que destaca la necesidad de reconocer la vocación y misión de los laicos en la Iglesia, y persuadiendo a los pastores de la dignidad y santidad del camino vocacional de los fieles laicos, a quienes deberán hacer descubrir y vivir su llamada a renovar el mundo con Cristo.
Vicente Bosch
Pontificia Universidad de la Santa Cruz
[1] Sínodo de los Obispos, Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional. Documento preparatorio. Introducción, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2017, p. 6.
[2] «Reto pastoral en nuestros días es hacer entender que la condición laical de la mayoría de los cristianos no es fruto de la casualidad ni de la necesidad (no tener vocación al sacerdocio o a la vida religiosa), sino opción personal e identificación existencial que, apoyadas en la fuerza y virtualidad del bautismo, se convierte en modalidad de seguimiento de Cristo, en camino de santidad» (V. Bosch, Santificar el mundo desde dentro. Curso de espiritualidad laical, BAC, Madrid 2017, p. 14).
[3] V. Bosch, Llamados a ser santos. Historia contemporánea de una doctrina, Palabra, Madrid 2008, p. 203.
[4] Cfr. F. Ocáriz, Vocación a la santidad en Cristo y en la Iglesia, en M. Belda – J. Escudero – J.L. Illanes – P. O’Callaghan (eds.), Santidad y mundo, Eunsa, Pamplona 1996, p. 41.
[5] Concilio Vaticano II, const. Lumen gentium (21-XI-1964), n. 31.
[6] Ídem, decr. Apostolicam actuositatem (18-XI-1965), n. 5.
[7] Ídem, const. Lumen gentium, n. 36.
[8] San Juan Pablo II, ex. ap. Christifideles laici (30-XII-1988), n. 15.
[9] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, nn. 34/a y 59/b, ed. crítico-histórica preparada por J.L. Illanes y A. Méndiz, Rialp, Madrid 2012, pp. 243 y 303.
[10] Francisco, Carta al Card. Ouellet, Presidente de la Pontificia Comisión para América Latina, 19-III-2016.
[11] San Juan Pablo II, carta ap. Novo millennio ineunte (6-I-2001), n. 31.
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