Gentileza de UnivForum.org
1. Introducción 2. Nociones de verdad y opinión 3. El problema del fundamentalismo 4. El problema del relativismo 5. El problema de la mayoría y la conciencia 6. La raíz de la opinión de la mayoría 7. Algunas conclusiones
1. Introducción
En septiembre de 2005 un importante político español regalaba a los medios de comunicación un buen titular trastocando cierta conocida expresión evangélica. «La verdad os hará libres» ahora se convertía en «la libertad os hará verdaderos». El orden de los factores altera el producto, y las dos frases se enfrentan como la noche al día. Lo que podría ser una ocurrencia quizás feliz, quizás de mal gusto, en realidad resume con magistral brevedad la idea de fondo que caracteriza en buena medida al actual régimen democrático. Tal idea sería que en democracia la de verdad es una noción por lo menos incómoda, y que frente a ella es mucho más sano promover la libertad entendida, eso sí, como autonomía y espontaneidad, es decir, como la toma de decisiones sin reglas previas que puedan coartar la iniciativa más o menos arbitraria del sujeto que elige. La libertad os hará verdaderos, porque sólo aquel que no tenga otra regla que su espontaneidad parece cumplir cabalmente el ideal democrático. ¿Debe necesariamente la democracia, para ser tal, abanderar el relativismo, la eliminación de todos los valores aparte de lo que decida la mayoría o lo que digan las urnas?
La noción de verdad por lo menos parece incómoda. A menudo resulta ofensiva para el comportamiento ético, al menos desde los valores que defiende una sociedad caracterizada precisamente por la ausencia de valores. Al decir verdad viene a la mente occidental la idea de fanatismo, intransigencia, ausencia de diálogo, integristas radicales dispuestos a todo (crímenes horrendos marcan los días 11 de varios meses del nuevo milenio), que actúan y matan en nombre de la Verdad, el partido de la verdad, o engendros similares. Con frecuencia esta etiqueta se extiende a todo colectivo dispuesto a defender que su posición es verdadera, mucho más si lo que defiende es su condición de salvadora[2]. En nombre de esta renuncia a las convicciones de verdad se llega a expulsar a personas de la vida pública, no vaya a ser que por ese hecho sean incapaces de cumplir la legalidad vigente (caso Buttiglione en el Parlamento Europeo)[3]. ¿Para ser demócrata es necesario no defender ninguna postura, estar vacío en la propia conciencia, determinarse a defender hasta el final cualquier ley que haya sido obtenida por una mayoría de votos, aunque esa ley pueda ir en contra de las convicciones últimas del político, aunque ataque de frente lo que dice que son sus convicciones acerca de lo justo, lo bueno, lo verdadero?[4]
Quizás lo pertinente, desde el punto de vista filosófico, sea preguntarse por qué se produce este matrimonio entre democracia y relativismo. La razón es en principio la siguiente: el que habla de verdad se sale de la historia, y del punto de vista. Cuando se dice de algo que es verdad se está defendiendo que X es así con independencia de lo que yo o cualquiera opine, y que en principio es definitivamente de ese modo. En la verdad no entran el tiempo (antiguo o nuevo) ni el espacio (aquí o allí). Un ejemplo claro lo ofrecen los teoremas matemáticos: el de Pitágoras no depende de su descubridor, ni de cuándo se entiende, ni de la tradición cultural que se tenga. Siempre se cumple: está fuera del condicionamiento socio-cultural, más allá de la historia. Por eso se dice que es intelectual, que pertenece a la intemporalidad del espíritu.
Ahora bien, ¿es acaso ese el lugar de las acciones humanas? Los hombres vivimos en la historia, pertenecemos a ella (cada uno tenemos nuestras propias coordenadas de ideas y creencias, de cultura y prejuicios). La política, de hecho, es un saber eminentemente histórico, circunstancial, en el que se busca encontrar soluciones para los problemas de aquí-ahora en una sociedad determinada. Desde este punto de vista la verdad se presenta como algo que pertenece a los dioses, si se quiere al mundo ideal de Platón, pero no a nosotros, los humanos.
De fondo hay una convicción que no debe pasar inadvertida: que el hombre pertenece a la historia, que está incluido en ella, que no puede superar su situación temporal. ¿Qué consecuencias tiene esto? Que necesariamente todo lo que haga, también su conocimiento, sus principios morales, religiosos, etc., es relativo a su contexto. De esta manera el único saber que se presenta como absoluto es la hermenéutica, el arte de interpretar, de aprender a darse cuenta de que la realidad ya ha cambiado de situación (nunca está quieta, todo fluye), y que por tanto nuestro conocer cambia con ella[5]. Del mismo modo lo harán nuestras convicciones, que ya no tiene sentido que sean de fondo, sino adaptadas al hodie et nunc, al hoy y ahora en que nos tiene atrapada nuestra condición mundana.
Así se entiende que, aparte de conocimientos como el de los teoremas matemáticos[6], que no parecen claves para el desarrollo de la vida práctica, se considere que en el ser humano no hay lugar para un conocimiento esencial o, si se prefiere, atemporal. De ese modo las preguntas por las cuestiones últimas (que, sin ir más lejos, son las propias de la filosofía)[7] dejan de tener una respuesta fundada, fundamentada, para quedar recluidas en los terrenos de la opinión. ¿Qué es el hombre?, ¿existe Dios?, ¿qué es el bien, qué bueno?, ¿qué es el mal, qué malo? Estas son cuestiones que cualquiera puede hacerse, pero para las que no hay más razón de respuesta que las propias inclinaciones, estados de ánimos, ganas, gustos... A fin de cuentas en ellas se plantean interrogantes cuya respuesta dependería por completo del contexto en que se realicen, y lo que era el hombre hace unos siglos ni coincide con lo que es ahora para nuestra sensibilidad, ni tiene por qué hacerlo. Del mismo modo, ¿qué respuesta merece la cuestión de si existe Dios o no, y de si desempeña algún papel en la vida de los hombres, sino la que a cada uno le parezca?, ¿vamos acaso a reconocerle una trascendencia independiente de lo que a cada uno le venga en gana?[8].
Nuestro espíritu filosófico, esa capacidad insaciable por plantearnos interrogantes acerca del ser de las cosas, nos espolea a ahondar en esta cuestión: ¿hay lugar en el hombre para una dimensión atemporal?, ¿para algo así como el espíritu? En el fondo la pregunta que realizamos no es otra que la cuestión inicial: ¿estamos capacitados para la verdad, para desentrañar el ser de las cosas, aunque en último extremo esto signifique que no hay nada que desentrañar?
Para responder a estas incógnitas podemos seguir una estrategia típica en el mundo de las demostraciones: ¿qué pasaría si la respuesta fuera que no?, es decir, ¿qué ocurriría si en efecto los humanos no tuvieran ni espíritu ni dimensión atemporal? ¿Cuál sería en ese caso el valor real del ser humano?, ¿cuál su dignidad? Se puede defender la importancia de la convivencia, el respeto, el buen talante, pero, ¿fundado en qué? ¿En razones de conveniencia para la supervivencia del grupo?, ¿en que resulta más estético abrazarse que pegarse?, ¿en que somos una banda de sentimentales que tememos la violencia y por eso tratamos de imponer la paz, si bien no contamos con ninguna razón que justifique nuestra postura precisamente porque de partida hemos renunciado a cualquier posibilidad de valores objetivos? Si no hay verdad tampoco hay bien. En ese caso ni siquiera se puede afirmar que determinadas actitudes puedan ser malas (al igual que el que el león mate a la cebra no es un mal sino una cuestión de hecho, y de supervivencia). Y frente a la violencia, ¿nos quedará algún argumento que no sea meramente impositivo?
Por otro lado, no resulta claro que se pueda negar la existencia de la verdad con tanta facilidad, ni que se pueda presentar a ésta como el arma blanca de los fundamentalismos intolerantes y punto. Dicha reducción tienen mucho de caricatura, de argumento ad hominem, y por lo tanto de renuncia al pensamiento[9].
De hecho, parece claro que el pensamiento humano funciona a partir de evidencias primeras, que como tales no precisan de demostración sino que son la base de toda demostración posible, y que por tanto se pueden considerar verdaderas de modo inmediato. Tal es lo que sostiene Aristóteles en la defensa de los primeros principios del pensar, en especial en el llamado «principio de no-contradicción»[10]. Se trata de una evidencia de carácter teórico («Nada puede ser y no ser al mismo tiempo, bajo el mismo aspecto»), que no necesita de ninguna justificación sino que se impone desde sí misma por su carácter evidente, de fundamento de todo pensar posterior (el razonamiento sólo es posible si las palabras, pensamientos y cosas no se confunden entre sí).
Y no sólo ocurre esto en la dimensión teórica, sino también en la vida práctica. Para las personas normalmente dotadas se ve como principio de funcionamiento el afán por hacer el bien y evitar el mal[11]. Y si ya el comportamiento va proporcionando una cierta capacidad moral, las personas tratan de ponerse en el lugar de los otros, y se dan cuenta de que no deben tratar a los demás como medios sino como fines o, por decirlo evangélicamente, deben tratar a los demás como ellos quieren ser tratados. De modo que para todos es claro que aunque no tratemos bien a los demás nos gusta ser bien tratados (odiamos la injusticia, al menos cuando se comete contra nuestros intereses, aunque seamos ciegos a las que nosotros mismos cometemos), de modo análogo a que aunque anunciemos que no hay verdad no nos gusta nunca que nos mientan, y aunque engañemos no aceptamos vernos engañados. ¿Y qué son estos sino testimonios de la cercanía del bien y la verdad al conocimiento humano? ¿Tiene sentido entonces la defensa a ultranza del relativismo? Y si se siguen viendo contradicciones entre democracia y verdad, ¿no será el problema que no están las cosas bien pensadas?
2. Nociones de verdad y opinión
Tenemos que ahondar. A veces la raíz de los problemas se encuentra en la precipitación, en no haber sabido acertar con los términos o con las preguntas pertinentes. Una confusión posible en nuestro asunto es la mezcla de la verdad y la opinión.
¿Qué podemos entender por verdad?[12] Lo más sencillo: verdad es decir de algo que es lo que es. Expresado de otro modo: la adecuación (correspondencia) de la cosa y el intelecto. Todavía: «La frase en castellano la hierba es verde es verdadera si la hierba es verde».
En la Modernidad esta idea sufrió un giro que se puede resumir en la sentencia de Vico: «Verum est factum», la verdad es lo hecho. El cierre en torno al sujeto consumado por Descartes lleva al convencimiento de que se desconoce el ser de las cosas (Descartes, para asegurar la realidad del mundo, necesita acudir a la fiabilidad de Dios, mientras que Kant precisa de la fe en el noúmeno), quedando el sujeto cerrado en el estrecho campo de la subjetividad (inmanencia), de las representaciones producidas por nuestra subjetividad, que a fin de cuentas no se puede estar seguro de que coincidan con lo que sea la realidad física externa a nuestro conocimiento. ¿Qué consecuencias tiene esto? Que de lo único de lo que puede estar realmente seguro el ser humano será de las cosas que él mismo causa[13]. Como colofón, se entiende que en el terreno de la verdad lo auténticamente determinante será la acción humana. ¿Qué es verdadero? Aquello cuyo proceso de elaboración ha sido controlado por los seres humanos. De ahí que lo primordial no sea la contemplación, sino la acción; que no lo sean los saberes contemplativos (metafísica) sino los trasformativos (técnica, en especial las ciencias positivas, los trabajos en laboratorio, aquello cuyos procesos se pueden controlar, modificar, dominar).
¿Nos encontramos ante una visión soberbia de la capacidad humana? ¿Está la Modernidad tratando de llevar a cabo el mito de Prometeo, el sueño del doctor Frankeinstein?[14] El sapere aude kantiano ¿ha desbancado al miedo al conocimiento que se presume tendrían las etapas anteriores de la humanidad, dominadas por los mitos, la religión o la metafísica?[15] Podría ser, pero hay autores que no dudan al hablar de un complejo de inferioridad de la razón moderna, que desconfiando de la capacidad de la razón para la verdad acaba por tratar de adaptar todos los contenidos de conocimiento a la limitada razón humana, renunciando a todo lo que trascienda nuestra comprensión (misterio, revelación, fe), abocándose a un positivismo científico sin referencias éticas, a un nihilismo que convierte todo en fugaz y provisional, a una parcelación del saber humano en la que se pierde la posibilidad de dar con un sentido[16]. Frente a eso el mismo Juan Pablo II se atreve a reclamar que se recupere la audacia de la razón, que se pierda el miedo a pensar a la altura de lo que la inteligencia humana es capaz[17].
En el mundo clásico el intellectus llega al esse; en la modernidad la razón no trasciende lo producido por el hombre[18]. En el fondo, asistimos a un retorno a la discusión entre Sócrates y la sofística: ¿verdad o apariencia?, ¿filosofía del ser o del simple parecer?[19] Gorgias de Leontinos afirmaba «nada es; si es no lo podemos conocer; si lo conocemos no lo podemos decir». De un modo aparentemente más moderado (aunque el contenido viene a ser similar) Protágoras defiende que el hombre es la medida de todas las cosas, es decir, que realmente no es capaz de saber nada aparte de sus propios presupuestos psicológicos, instintivos, interesados. Frente a ellos se alza Sócrates defendiendo la posibilidad del saber objetivo, de superar los velos de la apariencia. Contra Sócrates grita Nietzsche, el gran odiador del platonismo, que hay que denunciar la hipocresía e imposición de la objetividad de los fundamentos (cadenas tendidas por los débiles, tal y como sostuvo Calicles en el Górgias de Platón[20]), y que ante ellos la salida adecuada es la revolución, dar la vuelta a todos los valores, convertir la verdad en vida, el orden en caos, la paz en violencia.
¿Qué es la opinión? Es la postura del conocimiento ante situaciones, realidades, problemas, que se reconoce que pueden resolverse de muchas maneras. Es la postura del sujeto ante asuntos que no son unívocos, realidades que no son en sí verdaderas o falsas, sino que responden a la búsqueda de lo más conveniente en una determinada situación humana, social, histórica. Por ejemplo las cuestiones relacionadas con el gusto (musical, artístico, literario), con lo que deberían legislar las leyes de tráfico (no es un absoluto moral que 120 km/h sea la mayor velocidad permisible, dependerá más bien de la calidad de las carreteras y del parque móvil; tampoco lo es si hay que circular por la derecha o la izquierda de la vía, aunque sí sea fundamental que todos alcancemos un acuerdo) o el volumen de las cargas impositivas.
La política pertenece al campo de lo opinable. La tarea del político, del estado, es ayudar al orden social: fomentarlo y defenderlo, subordinándose al bien de los ciudadanos, al llamado bien común. Por tanto en política se trata de coordinar las distintas posturas, los más variados intereses, lograr un acuerdo y puntos de diálogo, de manera que se alcance el mayor bien posible sin hacer positivamente mal a ninguno de los ciudadanos. El político, por usar una metáfora aristotélica, sería a la sociedad lo que el alma es al cuerpo: un principio organizador que coordina los distintos órganos dando así unidad y vida al viviente (a la sociedad).
Desde esto se podría decir que la mayoría de los asuntos humanos entran en la categoría de lo opinable: el programa de estudios del bachillerato, el número de comidas que habría que hacer al día, cuántos recursos se dedican al problema de la inmigración y cuántos al fomento del deporte, el plan urbanístico que más conviene a la ciudad, dónde situar las fábricas que dan trabajo y contaminan la atmósfera, etc. En la medida en que los asuntos humanos se relacionan entre sí, en que forman redes de dependencia y de sentido, es fácil ver que la tarea no resulta sencilla y que toda decisión puede beneficiar a algunos y hacer daño a otros, de modo que el arte del político podría consistir en realidad en tratar de hacer el menor mal posible.
Si la mayoría de los asuntos humanos son opinables (y por lo tanto dejan un lugar amplio para la libertad e iniciativa de los protagonistas de esa historia, los seres humanos, los ciudadanos[21]) en consecuencia tendrán también una condición circunstancial. Lo lógico en las opiniones es que vayan cambiando al tiempo que cambian las circunstancias, los intereses de una persona o un pueblo, el punto de vista. No tendría mucho sentido mantener los límites de velocidad que existieran cuando los autos convivían con los coches de caballos: las leyes positivas por definición no son inamovibles[22]. Lo mismo ocurre con las costumbres sociales, y con la mayoría de los contenidos de la cultura: lo que escandalizaba en 1960 quizás ahora produzca sólo bostezos; las mujeres de clase alta en el XVIII debían mostrar una tez pálida como la nieve, del mismo modo que ahora estar moreno puede ser signo de bienestar económico. ¿Cuánto dura la palabra siempre en la mayoría de los asuntos humanos?, ¿cuánto la palabra nunca?
La opinión, por tanto, se caracteriza por su interés, por su utilidad, porque nos introduce en el juego de las conveniencias sociales, porque nos hace solidarios con el contexto. La opinión es variable, es relativa.
3. El problema del fundamentalismo
¿Dónde radica entonces el posible problema? Como casi siempre, en la pérdida de objetividad, en exagerar el papel de la opinión ya sea por defecto, ya por exceso.
Por defecto, la negación de lo opinable, nos encontramos ante lo que podemos llamar fundamentalismo o tradicionalismo. Hay que moverse con cuidado porque las palabras son traicioneras. ¿En qué consistiría el defecto? En el empeño de sacar de la historia lo histórico; en convertir un mero punto de vista, algo que puede admitir otras soluciones, en la única realidad plausible, absoluta, definitiva. Anular la historia, sacar las cosas de contexto. Las palabras son traicioneras porque esto no es lo que significa ni fundamento ni tradición, conceptos plausibles que son traicionados en la medida en que se absolutizan o en que se confunden sus contenidos. El fundamentalismo saca al ser humano fuera de su realidad histórica, y su consecuencia es congelar, disecar, desvivificar. Su pretensión consiste en que el hombre haya ya vivido, sin caer en la cuenta que la vida está en el movimiento, que la vida de cada ser humano y de la sociedad es su historia, su biografía. En el tradicionalismo se mira al pasado con nostalgia, y se quiere proponer de nuevo como futuro. Es un movimiento en el que predomina la nostalgia y que renuncia al proyecto, al anhelo, al porvenir. En este sentido se caracteriza por una desconfianza (a menudo desesperación) en lo que puede hacer el ser humano, como si el Paraíso quedara indefectiblemente detrás, un Paraíso perdido que a lo sumo se puede echar de menos[23].
Frente a estas posiciones parece importante conservar la calma, la memoria del ser, expresión con la que Joseph Pieper caracterizaba a la gran virtud política, la prudencia. No se trata de sacar la realidad de la historia para así no salirse nunca de los fundamentos, más bien lo que hay que lograr es aplicar esos principios fundamentales (que necesariamente serán pocos) al ahora, a las circunstancias irrepetibles del momento presente. La virtud política, la prudencia, estriba en el arte de aplicar lo esencial (el núcleo) a lo accidental (la circunstancia variable del presente). Recta razón para lo que hay que hacer, traducir lo universal a lo particular, saber cómo actuar en la situación concreta, que a fin de cuentas es lo que existe.
De ese modo se ve que por prudencia no se entiende nada parecido al ideal maquiavélico (tan moderno) en el que lo prudente es lo astuto, cruel si es necesario ser cruel, la actuación de alguien que no tiene otro principio que su propio beneficio (o el del partido, o el que sea, pero no el bien en sí ni la acción desinteresada[24]). La idea clásica de prudencia es bien distinta: aplicar al hic et nunc (esto y ahora) lo universal. ¿Y qué es lo universal? Los principios, que son pocos, pero claves para que no caiga la estructura social o no se haga inicua. Vendrían a ser los cimientos del edificio: están presentes, aunque no se vean. Y sin ellos todo se vendría abajo: sin principios, sin una mirada desinteresada al ser real, no cabría encontrar razones, a parte del voluntarismo paciente, para hacer el bien y evitar el mal.
Eliminar los principios conduce a la iniquidad, con frecuencia en nombre de la ley. El ejemplo quizás más claro lo ofrece el totalitarismo. Muchos de los movimientos totalitarios del Siglo XX surgieron con un deseo de redimir al hombre de los lazos del mal. Curiosamente, en cada uno de estos sistemas políticos se acabó por tratar de sacar al hombre de la historia, aún en el caso de que su programa fuera el de una redención intra-histórica [25]. Pero el único modo eficaz de sacar al ser humano de la historia consiste en dirigirse directamente contra el mismo hombre, contra una dimensión clave de su modo de ser. Así, en el totalitarismo, el ideal se impone sobre la persona, la abstracción sobre el quién concreto, el intelecto sobre la realidad corpórea. De ese modo aparece una fascinación por el concepto (hasta la educación se entiende como una gran teoría, en la que los que no importan son los padres, profesores o alumnos, sino el orden burocrático del sistema educativo), la lógica del interés general, del consecuencialismo (nadie tiene valor absoluto, sino que lo importante es lograr el mayor bien para el mayor número de personas, aunque esto suponga la eliminación de algunas otras, o la realización de acciones en sí misma malas[26]), la posibilidad de aceptar términos como daño colateral.
4. El problema del relativismo
La postura contraria a la opinión por exceso puede recibir el nombre de relativismo. Desde esta posición lo que se pretende es convertirlo todo en opinión, desmochar los principios (últimas fortalezas de la ya vencida metafísica) y abrir la posibilidad de que todo entre en discusión. Este todo no se refiere en exclusiva a lo histórico, a lo que puede ser ad multas et diversa, sino también a lo esencial[27]. Más aún, se niega la existencia de lo esencial, volviendo así a los principios del nominalismo.
¿Qué sostiene el nominalismo? Que los universales (las esencias, lo que los clásicos también llaman definición o naturaleza) no existen en la realidad sino que únicamente son nombres. En la realidad existen individuos, son los hombres los que dan esencias, verdad, bien. El hombre es la fuente de valor en las cosas, no las cosas mismas. El motivo inicial de esta postura (Guillermo de Ockham, siglo XV) era teológico: no se pueden atar las manos a Dios, de manera que en la realidad no puede haber nada realmente necesario (incluso matar al inocente podría ser bueno si Dios así lo quisiera). La característica principal de la divinidad es la omnipotencia, y para afirmarla hay que defender también un contingentismo completo en el mundo de las cosas: Dios no se subordina a nada, nada hay de necesario en nada. En consecuencia, la raíz de esas leyes que creemos leer en la naturaleza no podemos ser sino nosotros mismos que, incapaces de conocer cada cosa en su singularidad, por medio de parecidos establecemos esencias, reglas de comportamiento, principios morales, etc. En conclusión, todo es relativo porque no puede existir objetividad, y el filósofo se da cuenta de esto, y por eso se ve en la responsabilidad de decidir los principios, lo bueno y lo malo. La voluntad, el querer, pasa a primera línea, una vez que se ha mostrado que lo que cree conocer el intelecto no responde a nada objetivo[28].
El problema hacia el que aboca esta postura es perfectamente claro ya desde el diálogo platónico Gorgias, y es el siguiente: si es el hombre quien pone los principios, en seguida se descubre que la designación de qué es el bien o el mal se convierte en una cuestión de fuerza. ¿Qué será verdad? Lo que diga el fuerte, el que en ese momento es poderoso, que es verdad. El razonamiento se podría exponer como sigue:
1) se parte de la premisa de que la realidad es un vacío (todo es relativo, si hubiera una objetividad no la podríamos conocer);
2) se continúa con la experiencia de que el hombre siempre ha necesitado controlar el sentido de lo que hace. El modo de lograr esto será ejerciendo el poder, pues es por medio de él como se logra determinar el contenido de la realidad (en la acción de legislar, por ejemplo), contenido que por definición es arbitrario, depende de la decisión de la voluntad de quienes manden;
3) de ese modo, el poder, la ley, el derecho, se acaban convirtiendo necesariamente en acción violenta, al menos frente a las minorías (que verán que se les imponen leyes que no tienen otra justificación que la fuerza coercitiva del poder), quien sabe si incluso también frente al ser de las cosas.
[Un ejemplo puede verse en la reciente ley sobre la familia aprobada en España. En ella, en nombre de la igualdad, se pretende establecer la categoría de matrimonios homosexuales. Al mismo tiempo, por medio de la ley del llamado divorcio express, se recupera la idea vetero testamentaria del repudio y se establece la normalidad del matrimonio como unión en principio temporal, descomprometida (al albur de lo que decidan los cónyuges o al menos uno de ellos). La idea de fondo es que el matrimonio no responde a ningún principio esencial o natural: su definición es arbitraria, completamente cultural, de modo que no resulta extraño que el contenido de la institución ?tanto en lo referido a quiénes pueden casarse como al grado de compromiso al que obliga el enlace matrimonial? se defina como capaz de evolución o en permanente cambio (de hecho la expresión que ha hecho fortuna es la de nuevos modelos de familia). Los problemas son múltiples. 1) Por un lado está lo que plantean aquellas personas que sí defienden la posibilidad de una objetividad en algunos aspectos de la realidad, es decir, que piensan que hay cosas que tienen una naturaleza propia e inmutable ?por ejemplo, la necesidad de complementareidad en el matrimonio no sólo en razón de la prole, sino del apoyo mutuo entre los dos sexos; la capacidad de establecer compromisos definitivos que se expresan en una promesa?. Teniendo en cuenta que, en el caso del matrimonio, ésta ha sido una postura mundialmente aceptada desde los albores de la humanidad, quizás sea una postura que merezca mejor respuesta que el mero ataque contra las personas que la proponen. 2) Por otro, los de aquellos que admiten la evolución de esa realidad sin contenidos propios que llamamos matrimonio, y que en consecuencia quieren más, pues no habiendo objetividad todo límite resulta ser una coacción. De ese modo se afirma, con razón, que desde los presupuestos de la ley que permite la denominación de matrimonios homosexuales no hay ninguna razón contra instituciones como la poligamia ?aceptada en culturas que cada vez encuentran más sitio en Occidente?, la poliandria, el incesto, o cualquier tipo de convivencia que sin necesidad de suponer intercambio sexual pueda mostrar interés por ejemplo por las ventajas impositivas de la institución matrimonial ?entre madre e hija, grupo de amigos, personas con intereses comunes, incluso uno consigo mismo (¿discriminación por motivos de número o por no ejercer un acto tan íntimo como el intercambio sexual?[29])].
La aparición de la fuerza como última instancia de la ley tiene un problema serio: el choque de fuerzas, el enfrentamiento entre los fuertes. Si no hay un terreno común sobre el que establecer un diálogo lo único que quedará es la coacción. Desde este punto de vista el gobierno se convierte en la capacidad de controlar los resortes de la violencia de modo que la postura del que gobierna sea la dominante. Ya no se puede entender la polis como un lugar de encuentro entre hombres libres que buscan a la par el bien común: tal cosa es un ideal que ha olvidado la realidad de la triste condición humana. La sociedad no existe para que los hombres vivan bien o logren con su ayuda la eudaimonia, la vida buena, la excelencia. La sociedad existe como consecuencia del miedo al vecino, y al otro, y al otro; por el miedo de todos contra otros que nos anima a constituir un ser superior e impersonal (el Estado) que controlando el monopolio de la violencia haga improbable que nos dañemos entre nosotros. Un monstruo por encima de todos, amenazando a todos, que en caso de necesidad de una mayoría puede disponer lo que sea preciso, incluso pisoteando a las personas, reduciéndolas a casos, a elementos prescindibles[30].
Además suele ocurrir que quien tiene la fuerza no siempre es la persona que se puede considerar con condiciones para ello. Más bien es habitual encontrar la opinión siguiente: «hasta este momento X, el poder ha sido detentado por los débiles, y éstos no han hecho otra cosa que poner cadenas a los hombres de verdadero carácter, que no tienen otra razón de ser que romperlas y darle la vuelta a la situación, cambiar todos los valores». Así lo piensa Calicles, Trasímaco, quizás Maquiavelo, seguro Nietzsche. Y cuando hablan de «cambiar todos los valores» no se andan con chiquitas: si es así que no hay objetividad alguna, y que nos respetamos unos a otros porque parece lo más conveniente para que no se rompa el equilibrio, ¿qué pasará si precisamente lo que quiero es romper cualquier tipo de equilibrio, con más razón en la medida en que el relativismo absoluto no deja de sostener que todo orden resulta arbitrario?[31].
De ese modo llegamos a una conclusión sorprendente, que nos habla del peligro en que nos encontramos en Occidente a raíz de los principios por los que tratamos de regirnos: lo que parecía mayor libertad (no existe naturaleza, no existe nada previo a la voluntad del hombre, la autonomía se hace total y ya no nos ata ninguna cadena mítica o religiosa) se torna en la mayor de las amenazas.
Si al final resulta que es verdad que «el hombre es un lobo para el hombre», no parece quedar otra solución que o bien sucumbir al caos propuesto por los fuertes, o bien limitarnos la libertad para evitar el daño. Ahora bien, como no existen normas naturales de convivencia (¡cómo vamos a imponer un valor objetivo!) el respeto de unos a otros no será tampoco natural, sino impuesto. Se acaba legislando la sanción que acarrea la negligencia en la ayuda a un accidentado de tráfico, la prohibición de escupir en el suelo (¿no es algo evidente para quien cuida de los demás?), la posibilidad de acelerar la muerte de un paciente anciano que molesta y no produce. Y las razones de nuestra cooperación con el Estado no radican en el deseo de hacer una sociedad mejor, sino en la coacción de las multas, la información cruzada de los datos de miles de ordenadores, la posibilidad de ser descubierto y dar con los huesos en una triste cárcel. ¿No es eso un empobrecimiento?
5. El problema de la mayoría y la conciencia
Si no hay verdad, quien ejerce el poder decide lo que es verdadero. Y lo confunde con lo legislado. Se supone que lo que dice la ley es lo que hay que hacer, y la razón es que la ley lo dice. Dos ejemplos, uno pequeño y tonto, el otro mucho más serio. Cuando se alquila un DVD la película va precedida de un anuncio (que no se puede evitar, que es preciso ver) contra la cultura de la piratería de material audiovisual. Tras unas rápidas imágenes de diversos robos a coches, bolsos, personas, se plantea la cuestión de si uno estaría dispuesto a hacer eso contra la propiedad intelectual. Y para subrayar la inconveniencia de ese tipo de acciones la voz en off acaba diciendo: «Piratear películas es algo prohibido por la ley. La piratería es un delito». No se dice que sea bueno o malo (estas categorías al parecer no tienen ningún sentido), sino que va contra la ley. Ahora bien, toda ley positiva puede cambiar. Por otro lado, imaginando que no te pillan, ¿supondría algún tipo de problema serio, o ético, el piratear ese tipo de material? Para el beneficiario lo dudo. Una ley fundada así no obliga en conciencia, sino que más bien responde al cálculo de probabilidades de si el riesgo de transgredirla merece o no la pena (como el conductor que, esperando que no haya radares, coge los 150 km/h y encima fuma). A fin de cuentas, no se trata más que de una cuestión de puntos de vista, ¿no? La sombra de Robin Hood es alargada.
El otro ejemplo sólo lo presento. Nos hace volver a las salas de los Juicios de Nüremberg, al intento de los acusados de refugiarse en el hecho de que ellos se limitaban a cumplir la ley, a cumplir órdenes, y a la apelación de los jueces a la existencia de leyes no escritas que hay que respetar y de leyes promulgadas que atentan contra la justicia. ¿No implica todo esto una relación directa con la realidad, una defensa de lo que aquí estamos llamando objetividad?
En algunas ocasiones el tirano no tiene por qué ser un individuo. Cabe la tiranía de la mayoría, en la medida en que por medio de una votación se trate de legislar o decidir sobre la realidad ontológica de las cosas, los comportamientos, las acciones. Es un problema obvio e inmediato en los estados democráticos. Por supuesto que casi todos ellos suscriben la Declaración de los Derechos Humanos, y que tienen Constituciones llenas de grandes principios y buenas intenciones. Sin embargo, en la realidad cotidiana las cosas no son tan sencillas. Menos aún en la medida en que en la práctica se pretende negar la presencia de algunas realidades que trascienden a cualquier elección por el sencillo motivo de que su contrario sería siempre una acción marcadamente injusta.
Aristóteles, que no tiene problemas para defender la libertad o la bondad de la democracia, no duda en sostener que la capacidad humana de elegir tiene límites. La razón es que hay muchos modos de fallar y uno solo de acertar, y por eso es fácil errar el blanco y difícil dar con él[32]. De hecho, aunque insista en que la libertad es elegir, habla de una serie de acciones «cuyo mero nombre implica maldad, por ejemplo, la malignidad, la desvergüenza, la envidia; y entre las acciones el adulterio, el robo y el homicidio. Todas estas cosas y las semejantes a ellas se llaman así por ser malas en sí mismas. Por tanto no es posible acertar nunca con ellas sino que siempre se yerra»[33]. En conclusión, desde la visión aristotélica, cualquier ley que de cualquier modo justificara acciones como las descritas (y piénsese si se quiere en leyes del divorcio, del aborto, de la eutanasia), sería una ley inicua y por tanto no merecería ser respetada, obedecida ni cumplida.
Resulta llamativa la actualidad de este problema. ¿Hay en democracia sitio para la ley inicua? ¿Queda espacio para ejercer la llamada objeción de conciencia? Téngase en cuenta que esto habla de un espacio objetivo dentro de la subjetividad y que se convierte en fuente de actuación no de una mayoría, sino de un sujeto determinado. ¿Cabe la conciencia en un gobierno de todos?, ¿tiene algún sentido o debe ser absoluto el gobierno del pueblo, de la colectividad? En el fondo, ¿debe ser absoluta la presencia de lo relativo[34] , o tendríamos que reconocer en la persona humana ?en cada uno de nosotros? la presencia de una instancia que está más allá de mayorías y decisiones externas, que no se encuentra disponible ni es relativa al querer de nadie, aunque estos sean casi todos, sino que se encuentra marcada por ese sello absoluto que llamamos dignidad? ¿Qué vale más, la conciencia de una persona o el deseo de quien gobierna?[35].
Estas preguntas se han planteado con frecuencia a lo largo de la historia de la humanidad. Un testimonio imprescindible sobre esta cuestión es el de Santo Tomás Moro. En las Actas de su Juicio se recoge su defensa, pronunciada cuando el juez procedía a la lectura de la sentencia. Allí, frente a la acusación de soberbia por no seguir el dictado de la inmensa mayoría de universidades y obispos de Inglaterra en lo referente al Acta por la que se nombraba a Enrique VIII cabeza de la Iglesia anglicana, dice: «Si de una parte estuviera yo solo y de la otra el Parlamento entero, grande sería mi temor a apoyarme únicamente en mi propio criterio. Y aunque el número de esos obispos y Universidades sea tan importante como vuestra Señoría da a entender, poca razón veo, Lord Canciller, para variar mi conciencia. Porque no me cabe duda de que, si no en este reino, sí en la Cristiandad, componen mayoría los hombres virtuosos y los sabios obispos hoy en vida que piensan igual que yo. Esto sin contar a los que ya están muertos, y muchos de ellos santos en el cielo. Estoy positivamente seguro de que la inmensa mayoría pensaron en vida de la misma manera que yo ahora. Por tanto, Lord Canciller, no estoy obligado a confirmar mi conciencia al Consejo de un reino contra el Consejo General de la Cristiandad. Ya que por cada obispo de los vuestros cuento yo con más de un centenar de los santos obispos mencionados. Y por un consejo o Parlamento de los vuestros ?¡Y Dios sabe qué clase de Parlamento!? cuento con los demás reinos cristianos»[36].
Ante la ley injusta lo debido es plantarse[37]. La condición de ello es la presencia de la conciencia, instancia por la que nuestra interioridad más íntima se encuentra alineada con el valor objetivo del ser, de manera que se encuentra capacitada para juzgar acerca del obrar concreto. Y no movida por su interés subjetivo ?Moro no tenía vocación de mártir?, sino por la fidelidad al ser de las cosas, a la justicia, el bien y la verdad. Sólo así se entienden movimientos como el de Ghandi y su resistencia pasiva ante una ocupación injusta aunque fuera legal; o el enfrentamiento a las leyes raciales que dominaban en los estados del Sur de EEUU todavía en los 60 y habían sido defendidas por el pueblo; o el apperheit sudafricano que se mantuvo hasta los 80, etc. Si no hubiera lugar a la resistencia ante los dictados dominantes ninguna de estas figuras tendría sitio en la historia, y más que como ideales para el comportamiento de las personas habría que presentarlas como desafectos a la normalidad, a la ley (que, como dicen en los DVDs, parece la última instancia de la moralidad). Y, sin embargo, descubrimos en ellos a aquellos que supieron dar voz no sólo a lo que era justo, sino también a los más débiles, a aquellos que no pudiendo hablar tampoco tenían hueco dentro del juego democrático, de manera que su representación en la asamblea del pueblo no era ni siquiera una utopía. La mayoría hace callar al débil, le quita la voz, y encima enaltece la supuesta justicia de su paradigma falsamente democrático.
En nuestra circunstancia el problema de la objeción de conciencia afecta a tanto personal sanitario (¿realizar una intervención que va contra las propias convicciones ?aborto, vasectomía, cambio de sexo? porque se esté a sueldo de la Seguridad Social?), farmacéuticos (¿vender píldoras abortivas estando convencido de que el embrión pertenece a la especie homo sapiens?[38], ¿cooperar en comportamientos farmacológicos que no tienen una finalidad médica?); educativos (¿someterse a un plan de estudio que trata de presentar como verdadero lo que sólo tiene consideración legal, y que puede ir contra las convicciones del docente o de los padres de los alumnos?[39]; ¿aceptar la neutralidad como ideal educativo?, ¿no enseñar a ser personas sino sólo matemáticas?); etc.
¿Qué vale más, la decisión de la mayoría o la propia conciencia?, ¿la generalidad o la persona? La idea de persona viene a recordar el carácter absoluto de cada caso de la especie humana (absoluto relativo, dice Spaemann, en razón de que cada persona humana es un absoluto entre absolutos). Desde este punto de vista se puede afirmar que la persona no puede ser objeto de decisiones democráticas en lo que a su condición radical se refiere: ella es indisponible, no relativizable a ningún contexto [40], su ser no depende intrínsecamente para nada de lo que decida el Estado, la mayoría, la ley, el líder. En todo caso todas esas decisiones deben ir subordinadas a esa realidad absoluta (el Infinito, diría Levinás) que es cada persona humana. De otro modo la ley, el sistema, el pueblo, será injusto, y por lo tanto estará lleno de iniquidad.
Sirva de ilustración el título de una exposición acerca del Holocausto, de la Soah, que tuve ocasión de visitar durante una estancia en Montevideo. Se llamaba «Seis millones de veces uno». Descubrir el ser personal indica esta realidad: no importa el número, sino cada quien. Desde este punto de vista la democracia no puede decidir nada sobre el ser personal. Por ejemplo, no tendría sentido votar una ley para resolver si ciertos seres humanos son personas o no lo son, menos aún en el caso de que esos posibles sujetos personales no puedan presentarse en la votación (de nuevo, es el caso de los embriones, del aborto, enfermos terminales, etc.).
En la tradición judeo-cristiana este carácter absoluto del ser personal se justifica por la condición que tiene el hombre (cada hombre) de imagen de Dios. «Cuando decimos que el hombre ha sido hecho a imagen de Dios entendemos por imagen, como dice el Damasceno, un ser dotado de inteligencia, libre albedrío y dominio de sus propios actos»[41]. En esta línea sostiene la teología católica que cada uno vale toda la sangre de Cristo. Como se ve, en lo relacionado con el ser personal los números, las estadísticas, la totalidad, no cuentan. Pueden orientar y aún así la conciencia personal es capaz de señalar la posibilidad de un desorden, de un error, de lo falso. Por eso se ha calificado a la conciencia como sagrario del hombre[42]. Y la razón última estriba en que en ella se da la presencia de lo incondicionado, de lo absoluto, de lo suprahistórico: una ley recibida, no dada por el sujeto, ante la que se debe tomar la decisión de seguirla o dejarla de lado, y que en el hondón de la persona se experimenta como aquello sobre lo que recibirá el premio o el castigo, el camino hacia la Isla de los Bienaventurados o la bajada al Tártaro[43].
La conciencia abre una perspectiva que va más allá del propio interés, a la que no importa la propia conveniencia. El compromiso que establece es tal que puede llegar a costar la propia vida. ¿Y no es esa la prueba máxima de que la mirada benevolente a la realidad trasciende la perspectiva interesada del sujeto? La historia de Tomás Moro, la de Sophie Scholl (esa estudiante alemana que encontró la muerte a causa del movimiento enfrentado al nazismo de La rosa blanca), o el testimonio de los mártires, testigos de la Verdad, así lo muestran[44].
6. La raíz de la opinión de la mayoría
A la expresión gobierno de la mayoría se le puede aplicar el método de la sospecha, auspiciado por Nietzsche. No deja de ser curioso cómo lo primero que trata de controlar quien ejerce el poder en toda democracia sean los medios de comunicación, la educación y la familia. En los regímenes democráticos la propaganda es un medio habitual de funcionamiento, de manera que se busca un control de la opinión pública que no es otra cosa que inducir modos adecuados (políticamente correctos) de opinión, de pensamiento. La presión de los mass-media es evidente en este sentido, decretando la agenda de los temas sobre los que hay que pensar, disponiendo del modo adecuado de hacerlo. Así se evita el debate seriamente intelectual y se ejerce una presión por la cual las posturas contrarias a lo conveniente son presentadas como irracionalismo, conservadurismo, mal fondo.
Esto se puede ejemplificar de diversos modos. Cuando en España se introdujo la Ley del Divorcio se proyectaba en la televisión (entonces única) una serie titulada Anillos para una dama en la que una abogada experta en causas de divorcio nos convencía a todos de la bondad de la ley, sin entrar en ningún momento a los posibles peros que se podrían plantear (desestructuración de los hogares, los hijos como víctimas, injusticias hacia el otro cónyuge, renuncia al esfuerzo por recuperar la convivencia en el hogar, etc.). Un camino similar se llevó en la introducción del aborto (uso de un lenguaje eufemístico, presentar casos límite, dar falsas estadísticas de vuelos a Londres o de abortos clandestinos, centrar la discusión en los derechos de la mujer olvidando el estatuto del feto, etc.), en el debate sobre la homosexualidad (baste recordar las reacciones tras la exposición del Dr. Aquilino Polaino en el Congreso de los Diputados ?puramente emocionales, ad hominem, sin presentar argumentos racionales que pudieran desmontar lo que el psiquiatra exponía presuntamente a partir de datos científicos?, o el bombardeo en todas las series de ficción televisivas sobre la normalidad de los personajes homosexuales frente al radicalismo de tantas familias tradicionales). Parece ser que algo por el estilo, pero en mayor escala, es lo que se pretende con la tan traída asignatura de Educación para la ciudadanía.
En cierto modo estas cosas recuerdan a una de las afirmaciones de Sócrates: «Seré juzgado como lo sería, ante un tribunal de niños, un médico a quien acusara un cocinero. Piensa, en efecto, de qué modo podría defenderse el médico puesto en tal situación, si se le acusara con estas palabras: Niños, este hombre os ha causado muchos males a vosotros a los más pequeños de vosotros los destroza cortando y quemando sus miembros, y os hace sufrir enflaqueciéndoos y sofocándoos; os da bebidas más amargas y os obliga a pasar hambre y sed; no como yo, que os hartaba con toda clase de manjares agradables. ¿Qué crees que podría decir el médico puesto en ese peligro? O bien, si dijera la verdad: Yo hacía todo esto, niños, por vuestra salud, ¿cuánto crees que protestarían tales jueces?, ¿no gritarían con todas sus fuerzas?»[45].
Se le podría criticar a Sócrates su evidente aristocratismo, que hable de los ciudadanos como de niños, pero ¿acaso podría tener razón? Una sociedad infantilizada, sin tiempo para pensar acerca de las cuestiones últimas (y por lo tanto sin condiciones para regir el gobierno, ni para conocer el fin hacia el que se apunta), dócil en el pensamiento, acrítica, técnica. No es otra la pretensión del totalitarismo: Vosotros dedicaros a vuestros juegos, pasadlo bien, reclamad vuestros derechos sin preocuparos por vuestros deberes, mientras nosotros gobernamos esto para que no sufráis molestias. El control del pensamiento era la consecuencia última de 1984, la fábula de George Orwell. A lo mismo (en este caso por la vía del hedonismo consumista) apuntaba Un mundo feliz, el demoledor libro de A. Huxley.
¿No es hacia eso a lo que apunta el empeño por encerrar las cuestiones de conciencia, de verdad, en el ámbito de lo privado?, ¿el empeño por convertir lo público en un supermercado de los valores en el que todo viene a ser lo mismo estando la única tarea del ciudadano en elegir una cosa u otra con tal de que no moleste a los demás? Si eso no lo haríamos con un estante de productos farmacéuticos (imaginemos las consecuencias de una automedicación al azar, en la que el pueblo elija qué tomar dependiendo de lo que le guste el color de las cajas o de las píldoras), ¿por qué sí hacerlo con algo más importante, como son lo valores, las preguntas sobre el bien o el sentido de la existencia? La sociedad sin verdad, sin contenidos, acaba desembocando en la completa arbitrariedad: no puede extrañar la propuesta aparecida en Holanda de que se permita crear un Partido de los Pedófilos cuyo objetivo electoral no es otro que el de rebajar hasta los 12 años el mínimo de edad en que se puedan tener relaciones sexuales sin que se deriven consecuencias penales[46].
Todos estos puntos, a fin de cuentas, no son sino una invitación a intervenir en el debate público.
7. Algunas conclusiones
Es hora de tratar de plasmar unas conclusiones.
1) Es preciso defender la presencia de lo opinable. Hay que cuidarse de estereotipos. La palabra siempre apenas tiene cabida en las realidades humanas: modos de vestir, normas de educación, maneras de hablar, lo que hay que hacer, varían con el tiempo. Los seres humanos debemos guardarnos de la tentación de congelar el tiempo, de considerar lo propio como lo mejor o como lo definitivo. Lo propio es lo propio, y eso es bueno. Mejor todavía es aceptar la diferencia y acogerla. La globalización de las costumbres y modas supone en este sentido un empobrecimiento: se viste y se piensa del mismo modo en todas partes, faltan colores, la alegría de la variación. En cambio, es probable que nunca la humanidad haya estado en condiciones tan buenas para percibir la bondad de lo otro, de lo diferente. Cuidado entonces con esa sensación tan propia de la juventud que es la inmortalidad. Lo adjetivo de las cosas cambia, y eso no es ni bueno ni malo, es lo que ocurre (luego cada cultura se encarga de conservar unas tradiciones y deshacerse de otras, eso constituye otro asunto). Muchos enfrentamientos (entre culturas, entre generaciones) nacen de una ceguera en este punto.
La tarea política, que tiene que ver con lo que es mejor para determinada sociedad en determinado momento, se centra en lo opinable. La razón política es el modo de justificar una opción que quizás pudiera ser distinta, pero que por los argumentos que aporta, al ponente le parece la más conveniente. En la medida en que la política es el campo de intercambio de opiniones, siempre hay lugar para escuchar las posturas del resto, rectificar la propia si las razones ajenas son mejores, establecer un diálogo enriquecedor.
2) A la vez es preciso buscar lo incondicionado. Entiendo por incondicionados aquellos principios sobre los que se puede edificar el diálogo, y que son el fundamento o sostén de ese diálogo. No existe diálogo si el otro amenaza con mi eliminación, o viceversa. No existe diálogo si no estamos de acuerdo, desde el inicio, de que todos valemos más allá de nuestras opiniones, raza, condición física, etc. La noción de persona es imprescindible para fomentar la justicia, para posibilitar la convivencia de unos con otros.
En ese sentido, en democracia es imposible que todo sea opinable. Lo primero que no se debe aceptar es la anulación del contrario, la discriminación por las razones que sean (sexo, raza, creencias), o las posiciones que en fondo aceptan esas actitudes. Se entiende que no se acepte en el juego democrático un partido nazi, y que por ese motivo la traída frase de soy tolerante con todo no tenga especial sentido. Del mismo modo la noción de consenso tiene también límites: si la mayoría decide eliminar a los inmigrantes sub-saharianos porque despiertan en ellos la desconfianza, ¿debe aceptarse ese acuerdo? Los sucesos de El Egido, los ataques sufridos por comerciantes chinos, señalan lo contrario. Eso no quiere decir que no haya que buscar soluciones políticas a esas situaciones que, sin duda, son problemas. Desde este punto de vista se ve claro que el relativismo no es la salvación de la democracia: son los fundamentos los que proporcionaran las condiciones necesarias para que la sociedad democrática se enriquezca por medio de la convivencia.
Por otro lado, la misma noción de incondicionado evita la posibilidad de posturas totalitarias. La razón es que el principio de partida es la dignidad humana, el carácter de imago Dei que tiene cada persona, y eso hace que impere la necesidad de respetar al otro y sus convicciones pues siempre nos encontraremos ante «un ser dotado de inteligencia, libre albedrío y dominio de sus propios actos» que merece ser tratado como tal. Por eso quien defiende la verdad sabe que ésta no se impone, se propone: una actuación distinta entraría en contradicción con la esencia de la defensa de la dignidad humana. Hay que dejar espacio para que cada persona decida qué hacer con su vida. Aunque sea mejor hacer el bien que el mal, para el hombre es mejor poder hacer el mal que no poder hacerlo (Santo Tomás de Aquino). Es evidente que esto aumenta la obligación de ayudar al otro para que pueda decidir con suficientes elementos de juicio. En este sentido la educación debe siempre entenderse como un modo de promover la libertad del educando, no como una simple transmisión de conocimientos neutrales que nada significan, menos aún como el origen de una desorientación total acerca de qué hacer en la vida. Educar es preparar al educando para sus propias elecciones.
3) La noción de persona no entra en lo debatido, sino que es la razón de ser del debate. Si fuéramos los seres humanos quienes decidiéramos quién es persona, o quienes nos diéramos la categoría de incondicionalidad (como si fuera algo que antes de nuestra propia elección no teníamos), del mismo modo nos lo podríamos quitar, y así el gobierno se reduciría una vez más al ejercicio de la violencia, no a la búsqueda del bien común. Sin lo sagrado incondicionado no cabe justificación de la dignidad humana. El único argumento a su favor sería una postura voluntarista (Queremos ser dignos), que carecería de justificación racional y sería contingente: con el relevo de gobierno, con una diferencia en la decisión de la mayoría, podrían cambiar los contenidos de lo que se considera dignidad, o de quiénes son portadores de dicha condición. Tal cosa ha ocurrido en la Alemania nazi, en tantos países del denominado Bloque del Este. Así ocurre hoy en muchas democracias occidentales.
La dignidad humana no se fundamenta en la democracia. Más bien se cumple la inversa: lo que fundamenta la convivencia, el respeto, el diálogo es el hecho de que todos los seres pertenecientes a la especie humana compartimos una misma dignidad que nos hace ser, a cada uno, absolutos frente al resto, y por lo tanto indisponibles. Porque ante mi mirada el otro se me aparece como absoluto, con independencia de mi interés o deseo, debo afirmarle como sujeto de respeto, y como alguien del que puedo aprender algo y al que hay que escuchar. ¿Es plausible la tan traída Alianza de Civilizaciones? Sí, si esas civilizaciones que se ponen a hablar asumen la realidad de la dignidad, la igualdad, el valor trascendente de cada vida humana. Curiosamente, estas verdades corresponden con el contenido de la predicación cristiana. ¿Relativismo? En lo que se refiere a muchos modos de actuar, sí. En lo que se refiere a la dignidad del hombre y la mujer, en absoluto. Ceder ahí supondría que el gobierno democrático perdiera la justicia[47].
4) La conciencia se encuentra por encima de cualquier mayoría. Pero eso no invita a caer en el subjetivismo. Las convicciones de conciencia no son necesariamente irracionales, ni particulares: las ideas deben poder exponerse, razonarse. Para eso es necesario el diálogo, y pensar las propias posturas. El dogmatismo, la fe, no tienen que hacer política: la política es un intercambio de argumentos racionales que se pueden compartir y discutir[48].
Por otro lado la conciencia debe guardar una estrecha relación con la verdad, con el ser de las cosas. Por eso debe ser formada según el fundamento (la dignidad humana). El miembro de las SS convencido de que, si es necesario, debe dar su vida para eliminar a todos los elementos indeseables que actúan contra la raza aria no es más que un ejemplo de interioridad corrupta. Cualquier persona que no es capaz de ver en el Otro un rostro sino sólo una abstracción (un txakurra ?perro?; una cucaracha tutsi; un rojo; un enemigo de clase) lo que necesita es ser apartado del compartir racional en que consiste la convivencia democrática. Para eso están las leyes penales, la justicia, los manicomios, las cárceles.
La abstracción es el gran peligro al que nos aboca la Modernidad[49]. Narra Alain Finkielkraut la siguiente experiencia: un francotirador del ejército francés, durante la Primera Guerra Mundial, se arrastra hacia la trinchera enemiga. Descubre un blanco aceptable: un mando de los alemanes. Se dispone a disparar cuando ve que quien va a ser su objetivo ofrece un cigarrillo a un soldado de guardia, enciende una cerilla y se ilumina así su rostro. El francotirador se da cuenta de que no le puede matar, pues no se trata simplemente de un enemigo (eso es la abstracción) sino de alguien como él, con su familia, con sus dudas, con alguien que seguro que está esperándole en algún lugar lejos del frente. Se retira de allí incapaz de cumplir con lo que hasta entonces era su cometido. Esa mirada benevolente le ha puesto ante los ojos la imposibilidad de matar. La conciencia, que actúa[50].
Formar la conciencia es una invitación a pensar por uno mismo; a salir del dictado de la masa, de las opiniones impuestas desde los conductos oficiales; es el atrevimiento a enfrentarse a la aventura de la crisis dolorosa que lleva consigo el pensamiento filosófico y religioso, aventura a la que ya se refería Platón en su alegoría de la caverna[51]. El cultivo de la interioridad; el alejamiento del ruido, el activismo y el negocio; la primacía de la libertad, que se consigue a sí misma en la medida en que es capaz de abrirse al ser de las cosas, de abrirse a esa verdad que a fin de cuentas es lo que nos hará libres.
* * *
[1] Doctor en filosofía. Autor de ocho libros y numerosos artículos, relacionados sobre todo con los campos de la antropología filosófica, la ética y la educación. El artículo no ha sido publicado.
[2] Recuérdese la polvareda que levantó la declaración Dominus Iesus, como si dijera algo distinto a lo que desde siempre ha defendido la Iglesia acerca de la figura de Jesucristo
[3] Cf. sobre el significado de este hecho el libro de G. Weigel, Política sin Dios, Ed. Cristiandad, Madrid 2005. Ha tratado del mismo, de un modo interesante y crítico, A. Cruz Prados, «Democracia y convicciones. ¿Es más fácil la tolerancia para un escéptico?», en C. Izquierdo; C. Soler (Eds.), Cristianos y democracia, Eunsa, Pamplona 2005, pp. 69-86.
[4] Es lo que se recuerda en la Instrucción sobre la Actuación de los Católicos en la vida pública.
[5] La gran presentación sobre el sentido de la hermenéutica la propone H. G. Gadamer, Verdad y método, Sígueme, Salamanca 1997.
[6] Algo similar se supone que ocurre con las ciencias positivas, que no se podrían entender si no buscaran la verdad (de cómo curar un tumor, hacer funcionar bien determinado motor, las auténticas leyes físicas del universo, el modo de producir determinada reacción química, etc.). De todos modos la ciencia viene caracterizada por su condición en el fondo contingente. Por un lado por la idea de progreso permanente, que supone la anulación del carácter definitivo que parece acompañar a la idea de verdad. De ese modo, en pocas semanas un descubrimiento puede considerarse ya definitivamente anticuado, y la literatura científica no deja de enterrar continuamente a las obras y artículos anteriores. Por otro, la búsqueda de la verdad se realiza en frecuencia en negativo, es decir, más que llegando a resultados, descubriendo en qué medida determinadas tesis no son eficaces, o se quedan cortas. Parece que el verdadero científico debe acabar sosteniendo estas palabras de K. Popper: «Cualquiera que fuese el tipo de sabiduría a que yo pudiese aspirar jamás, tal sabiduría no podría consistir en otra cosa que en percatarme más plenamente de la infinitud de mi ignorancia». K. Popper, Búsqueda sin término. Una autobiografía intelectual, Alianza Editorial, Madrid 2002, p. 14. Cfr. igualmente pp. 132 y 210-211.
[7] Quizás sea esta la razón del desprestigio de este modo de conocimiento (¿de pseudoconocimiento?) que en su día comenzaron a cultivar unos pocos griegos, y la justificación del hecho de que vaya desapareciendo de los planes de estudio. A fin de cuenta, si por decreto se decide que en el ser humano no hay lugar para los saberes esenciales, verdaderos, inmutables, ¿a santo de qué mantener las asignaturas de Filosofía en el bachillerato?
[8] En septiembre de 2005, frente a las dudas antropológicas que puede suscitar la investigación científica con embriones humanos (dudas que surgen evidentemente ante la pregunta por el estatuto antropológico del embrión, y no por un supuesto miedo al progreso o a los avances médicos, que es el argumento ad hominen que se lanza contra quienes invitan a una reflexión seria y no ideologizada acerca de este tema), otro importante político se descolgaba con el siguiente comentario: «Ya vale de hablar de los embriones con argumentos del siglo XIII». Es decir, en sus palabras se considera que todo lo que es anterior al presente resulta un conocimiento anticuado, que nada hay que sea definitivo, que los argumentos que resultaban válidos con Aristóteles o Tomás de Aquino ahora no pueden tener ningún peso. Es decir, que el conocimiento humano está imbuido por el proceso de la historia, y que ni siquiera lo que tal político defiende tiene más pretensiones que la de ser una postura válida para justo el momento en que se dice.
[9] Lo que viene a ser lo mismo que decir: de postura fundamentalista, ideológica, voluntarista, justamente lo que se trataba de evitar.
[10] Cf. Aristóteles, Metafísica, libro IV. L. Polo, El conocimiento habitual de los primeros principios, Universidad de Navarra, Pamplona 1993. Como primeros principios del conocimiento teórico, además del «Principio de no-contradicción» se habla de «el todo es mayor que la parte» y el «principio del tercio excluso».
[11] Lo que no quiere decir que seamos por naturaleza virtuosos, tal y como propone el optimismo roussoniano, sino que al actuar lo hacemos bajo razón de bien, hasta el punto que el mal que hacemos lo llevamos a cabo porque lo consideramos más o menos conveniente para nuestros intereses, y siempre tratamos de evitar lo que nos parece malo, o lo resistimos en razón de un bien que juzgamos mayor (por ejemplo, una intervención quirúrgica por obtener la salud).
[12] Un amplio desarrollo del debate contemporáneo (especialmente Frege y Tarski) y clásico (Aristóteles y Tomás de Aquino) sobre la verdad en A. Llano, Metafísica y lenguaje, cap. 2 ss., Eunsa, Pamplona 1984. Cfr. K. Popper, o.c., pp. 235-250.
[13] Aunque se trata de un causar transformativo, no ontológico, pues el hombre no da el esse sino que lo más que puede es manipularlo y otorgar un fieri.
[14] No parece otra la intención de M. Schelley en su famosa novela que la de hablar del nuevo Prometeo, el hombre de ciencia.
[15] Es curioso que esta doctrina de A. Compte tenga una vigencia tan grande, al tiempo que se desconoce al autor de la misma, tan falsable por otra parte a raíz de los hechos históricos.
[16] Este debate ha alcanzado gran profundidad en la discusión, producida sobre todo en el ambiente anglosajón, sobre las críticas de David Hume a la doctrina de los milagros. Cf. el excelente libro de C. S. Lewis, Los milagros, Encuentro, Madrid 1991. Del mismo autor, frente al reduccionismo empirista en el conocimiento moral, La abolición del hombre, Encuentro, Madrid 1990, considerado por autores como J. Ratzinger o R. Spaemann como uno de los libros más importantes del siglo XX.
[17] Todas estas ideas están recogidas en Juan Pablo II, Carta Encíclica Fides et ratio, del 14-IX-1998, nnº 46-48. La expresión voto de pobreza intelectual referida a la Modernidad se puede encontrar en L. Polo, Introducción a la filosofía, Eunsa, Pamplona 1995. De un modo más sistemático, cfr. su crítica a los principios del conocimiento en Kant en L. Polo, Curso de Teoría del Conocimiento. Tomo I, Eunsa, Pamplona 1984.
[18] Cfr. J. Cruz Cruz, Intelecto y razón. Las coordenadas del pensamiento clásico, Eunsa, Pamplona 1998.
[19] Cfr. Fides et ratio, nnº 43-44.
[20] Y como repiten los nihilistas de nuestro tiempo, aunque suelan ser luego defensores de distintos valores inalienables, o se abanderen en la causa de la dignidad, siempre de modos intelectualmente incoherentes.
[21] Nada más lejos de la postura que aquí se defiende que el estatalismo, el socialismo y en general la tentación de tantos gobiernos de ingerencia en los asuntos internos de las personas y las familias (otorgándose el protagonismo en la tarea educativa de los jóvenes, adoctrinando a través de la televisión, retirando de los planes de estudio todo lo que invite al pensamiento crítico individual, etc.).
[22] Por este motivo tampoco las constituciones lo son: la Carta Magna, en la medida en que las circunstancias del país cambian, admite enmiendas, aclaraciones o cambios radicales, del mismo modo que determinada nación puede en un momento dado dejar de serlo, anexionarse con otra, separarse de ella (del mismo modo que su comienzo tuvo lugar en la historia). No es conveniente confundir la Constitución con la Ley Natural, aunque en la medida en que sólo se admita el derecho positivo, y dado que ls humano necesitamos de referencias objetivas estables, esa tentación se hace claramente presente.
[23] Esta postura supone una tentación cíclica en la historia del espíritu humano, no es propia en exclusiva del actual fundamentalismo islámico. Así, la filosofía platónica es ante todo una defensa de la nostalgia (la vuelta al mundo de las ideas). Con el cristianismo a menudo ha ocurrido lo mismo. La razón es la siguiente: en la cosmovisión cristiana el sacrificio de Cristo ya ha sido eficaz, pertenece al lado de la eternidad aunque se haya dado en la historia. Cristo ya nos ha redimido. Pero esa redención todavía no se encuentra por completo operante, sino que cada persona debe acogerla o rechazarla, en la medida en que Dios sigue respetando la libertad del ser humano («Los suyos no le recibieron», recuerda San Juan). El tradicionalista pensará que la historia ya está, aunque parece más acertado con nuestra condición de viandantes repetir el dicho: «Ya, pero todavía no». Parece evidente que muchos modos de nacionalismo caen en la tentación de la nostalgia, de ahí que no sea extraño que los orígenes del movimiento nacionalista combinen el romanticismo del XIX con unos principios míticos (mitológicos) que no tienen por qué coincidir con la realidad histórica.
[24] Cfr., por ejemplo, N. Maquiavelo, El príncipe, Aguilar, Madrid 1976, capítulo XV: «Muchos han imaginado principados o repúblicas que no se han visto jamás, ni se ha conocido ser verdaderos, porque hay tanta distancia de cómo se vive a cómo se debería vivir, que aquel que deja lo que se hace por lo que se debiera hacer, antes se procura su ruina que su conservación. En efecto, el hombre que quiera en todo hacer profesión de bueno ha de arruinarse entre tantos que no lo son. De aquí que sea menester a un príncipe, si quiere mantenerse, aprender a saber no ser bueno, y usar esto o no usarlo según necesidad». Como se ve lo que importa es el triunfo, el éxito, y eso es lo que convierte a un comportamiento ?el que sea? en virtuoso. No hay un bien objetivo, sólo sirve el interés del príncipe, del gobernante (empresario, político, etc.). Las deportaciones ?presentes en la URRS, llevadas a lo más drástico en el drama de Camboya? eran un modo más de eliminar la historia: desarraigar a todos para empezar desde cero, que el mundo ya haya sido.
[25] Así, el marxismo, siendo como era un movimiento revolucionario que funcionaba presuntamente según una dialéctica de la necesidad, no aspiraba a otra cosa que al fin de la historia, la sociedad sin clases, la justicia total en un mundo que en realidad ya no sería nunca más nuestro mundo sino un presunto «paraíso en la tierra» que dada nuestra condición temporal es a priori una utopía irrealizable. El Reich de los 1000 años no parece un asunto radicalmente distinto.
[26] Quizás quien haya tratado con mayor profundidad el concepto y las críticas del consecuencialismo sea R. Spaemann, Felicidad y benevolencia, Madrid 1991, pp. 182-198.
[27] Suele haber, al menos en teoría, una excepción: el relativismo mismo, al que se le otorga una posición absoluta, no relativa. Todo entra en discusión, a excepción de que todo sea discutible. Una duda sobre este asunto no se puede plantear, a no ser que se pretenda ser tachado de reaccionario, derechista, conservador y otras lindezas. En este sentido el relativismo radical entra en contradicción consigo mismo, pues no acaba de aceptar su propio carácter relativo (y por lo tanto contingente): si hasta lo relativo es relativo, ¿cómo podemos pretender no acabar en lo absoluto? Desde este punto de vista el extremo relativista acaba acercándose peligrosamente al fundamentalismo y vuelve a cumplirse el dicho de que los extremos se tocan.
[28] Sobre este tema cfr. L. Polo, Nominalismo, idealismo y realismo, Eunsa, Pamplona 1997.
[29] Algo parecido ocurre con los Derechos Humanos: ¿qué los justifica?, ¿qué los fija? Ya se habla de derechos humanos de 2ª o 3ª generación, que quizás no recojan a todos los individuos de la especie en la medida en que se llega a defender que no todo ser humano es persona, que no todo hombre es necesariamente humano y, por lo tanto, sujeto de derechos. Dicha postura no puede extrañar en una sociedad que acepta sin crítica la realidad del aborto o de la experimentación con embriones. Cfr. R. Spaemann, «¿Todos los hombres son personas», en Personas. Acerca de la distinción entre algo y alguien, Eunsa, Pamplona 2000, pp. 227-236. Del mismo autor, «¿Son personas todos los hombres? Acerca de las nuevas justificaciones filosóficas de la aniquilación de la vida», en Límites. Acerca de la dimensión ética del actuar, Eiunsa, Madrid 2003, pp. 399-408.
[30] Como es bien conocido la postura del Estado como gran vigilante se encuentra en la obra de T. Hobbes, El leviatán, Alianza, Madrid 1983. Un interesante estudio de cómo este control absoluto lleva a la pérdida de la naturalidad y al disimulo, F. R. de la Flor, Pasiones frías. Secreto y disimulación en el Barroco hispano, Marcial Pons, Madrid 2005, especialmente pp. 45-86 y 141-162.
[31] Por ejemplo, hubo una época en la que se hablaba de leyes de la guerra. Establecían que ciertas cosas no podían hacerse (pongamos, matar mujeres y niños, arrasar una ciudad entera, quemar la totalidad de los campos del enemigo) porque el oponente merecía un respeto ?era hostes, no inimicus?, y porque si se cumplía con este respeto parecía más probable que también él te respetara en caso de derrota. En la medida en que tales leyes no escritas han ido desapareciendo (por ejemplo a raíz de la táctica de bombardeo indiscriminado contra la población civil, el exterminio del enemigo ?de raza, de clase?) la violencia ha crecido de modo exponencial y sin atenerse a racionalidad alguna. ¿Cómo se puede luchar contra unos terroristas dispuestos a inmolarse chocando unos aviones cargados de pasajeros sobre dos rascacielos gigantescos?, ¿cómo contra los que están dispuestos a cualquier cosa, en cualquier lugar, justificados con unas exigencias inalcanzables, arropados por la impiedad de los ataques que ellos mismos ?o sus pueblos, o la mitología de sus pueblos? han sufrido?
[32] Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1106b 29-33. Está afirmación será la piedra de toque que justifique la ética de las virtudes: es necesario adquirir un arte de vivir porque, siendo la vida buena algo a lo que todos aspiramos, no es sencillo de conseguir.
[33] Idem., 1107a 8-12.
[34] Ya se ha hecho referencia a esta evidente contradicción de todo relativismo absoluto.
[35] «La ley y medida del deber no es ni la utilidad ni la conveniencia personal ni la felicidad de la mayoría ni la conveniencia del Estado, ni el bienestar, orden y pulchrum. La Conciencia no es una especie de egoísmo previsor ni un deseo de ser coherente con uno mismo; es un Mensajero de Dios, que tanto en la naturaleza como en la Gracia nos habla desde detrás de un velo y nos enseña y rige mediante sus representantes», J. H Newman, Carta al Duque de Norfolk, Rialp, Madrid 1996, pp. 73-74 (fue escrita en 1874). Hasta tal punto llega la defensa de la libertad de conciencia en el cristianismo que, pocas páginas más adelante, dice Newman: «Caso de verme obligado a hablar de religión en un brindis de sobremesa ?desde luego, no me parece cosa muy probable?, beberé ¡Por el Papa!, con mucho gusto. Pero primero ¡Por la Conciencia!, después ¡Por el Papa!», p. 82. Del mismo autor, otra apasionante defensa de la libertad de conciencia en Apología pro vita sua, Ediciones Encuentro, Madrid 2001. Un desarrollo actual, y newmaniano, del tema de la conciencia en Juan Pablo II, Carta Encíclica Veritatis Splendor, del 6-VIII-1993, en especial nnº 54-64.
[36] A. Vázquez de Prada, Sir Tomás Moro, Palabra, Madrid 1983, pp. 464-465.
[37] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica I-II, q. 93, a.3, ad 2m: «La ley humana tiene razón de ley en tanto se dice según la recta razón: y esto se ve claramente en la medida en que se deriva de la ley eterna (ley natural, ser de las cosas, objetividad). En la medida en que se separa de la razón se llama ley inicua y, como tal, no tiene razón de ley, sino más bien de violencia» (el paréntesis es mío).
[38] Evidentemente la venta de la píldora RU-486, o píldora del día después, no tiene nada que ver con la dispensación de analgésicos, por ejemplo. Dados sus efectos potencialmente abortivos abre un verdadero problema moral, y resultaría abiertamente injusto negar esa evidencia, amenazar a quienes presentaran reservas de conciencia o limitarse a ridiculizarles (lo que constituiría un nuevo tipo de discriminación por razón de conciencia).
[39] ¿Aplaudiríamos la objeción de conciencia de un docente en la Alemania de los años 30 a la hora de explicar las leyes de raza?
[40] Uno ni siquiera puede disponer de sí mismo, y por eso nadie dispone de sí hasta el punto de poder tomar opciones que anulen su libertad, ya sea el caso de ofrecerse como esclavo, en el del suicidio voluntario, en último extremo de la eutanasia. Cfr. R. Spaemann, «No podemos abandonar el tabú de la eutanasia», en Límites, o.c., pp. 393-398. En esta línea, J. Aranguren, «Sobre la eutanasia», en Nuestro Tiempo, nº 613-614, julio 2005, pp. 60-73.
[41] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica I-II, prólogo. Cf. Idem, I, q. 93.
[42] La expresión se toma de la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, nº 16. Allí se especifica: «En lo profundo de su conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándolo siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia está la dignidad humana y según la cual será juzgado (cf. Romanos 2, 14-16)». Sobre este tema, Santo Tomás de Aquino, De veritate. Cuestiones 16 y 17. La sindéresis y la conciencia. Introducción, traducción y notas de A. M. González, Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie universitaria nº. 61, Pamplona 1998.
[43] Así lo expresa Platón, Gorgias, 524ª. Merece la pena la lectura de todo el mito relatado al final de este diálogo: 523ª-527e. Cf. mi trabajo «Silencio y mito», en Javier Aranguren, Juan Jesús Borobia, Alejandro Llano, Miguel Lluch, Comprender la Religión. Actas del II Simposio Internacional Fe Cristiana y Cultura Contemporánea, Eunsa, Pamplona 2001, pp. 329-343.
[44] Resulta llamativo que la Carta Encíclica Veritatis Splendor acuda al testimonio de los mártires como instancia última de la presencia de la Verdad en el mundo, y cómo insiste en que en ese testimonio del bien moral absoluto los cristianos no están solos. «Puede aplicarse a todos la expresión del poeta latino Juvenal Considera el mayor crimen preferir la supervivencia al pudor y, por amor a la vida, perder el sentido del vivir. La voz de la conciencia ha recordado siempre sin ambigüedad que hay verdades y valores morales por los cuales se debe estar dispuestos a dar incluso la vida» (nº 94). Cf. nnº 90-94. La cita de Juvenal en Satirae, VIII, 83-84.
[45] Platón, Gorgias, 521e-522a.
[46] De modo análogo la esclavitud imperante en los Estados del Sur de EEUU hasta la Guerra de Secesión no tiene justificación alguna, por mucho que la mayoría de la población autóctona la aprobara. O la costumbre de los sacrificios humanos en la cultura azteca. Su prohibición no responde a una imposición de los valores eurocéntricos imperantes en la Conquista/Evangelización, sino que son una victoria de la humanidad frente a la barbarie. También se puede afirmar en este sentido que la aparición del Derecho Romano fue un avance para la humanidad en general: ¿hay culturas superiores a otras? En algunos aspectos, sí. Especialmente cuando tienen que ver con la defensa de la dignidad humana, es decir, con esa dimensión precultural en la que todos los seres humanos somos solidarios. Sobre las relaciones entre la antropología filosófica y la cultura, cf. J. Choza, Antropologías positivas y antropología filosófica, Cenlit, Tafalla 1985.
[47] Un caso en el que este peligro se plantea con toda su crudeza: el llamado terrorismo de estado (como en el caso del GAL en España). El fallo no está sólo en romper la legalidad (a fin de cuentas, ¿no se podría cambiar la ley en caso de necesidad), sino en la falta de respeto a la vida y a la justicia, y en actuar de espaldas al resto de los ciudadanos, tratándoles como si no tuvieran nada que decir, como si no fueran sujetos con palabras propias sino títeres de una representación. El paternalismo es un vicio que acecha a todos los gobernantes.
[48] En este sentido, el laicismo puede caer en una pobreza de razonamiento político idéntica a la que acusa a las personas con firmes convicciones. En la medida en que se trate de imponer una postura sin justificarla ante los demás, se ha dejado la política y se ha pasado al autoritarismo. Cf. A. Cruz Prados, «Democracia y convicciones. ¿Es más fácil la tolerancia para un escéptico?», en C. Izquierdo; C. Soler (Eds.), Cristianos y democracia, Eunsa, Pamplona 2005, pp. 69-86: «Cuando el creyente no es capaz de dar razones políticas de su postura política, puede sospecharse que está siendo impulsado por motivos religiosos; y cuando el ateo no es capaz de presentar razones políticas que justifiquen sus propuestas políticas, cabe sospechar también que se está dejando llevar por motivos religiosos: por motivos religiosos contrarios a los del creyente. Esto es lo que ocurre con el laicismo. Las propuestas laicistas no se basan en auténticas razones políticas ?no mejoran la polis en lo que es propio de ésta? sino que procede de la actitud religiosa del laicista, de los deseos que el laicista tiene respecto de la religión (...): la eliminación de toda presencia de ésta en la vida ciudadana» (p. 74). Tanto en el clericalismo religioso como en el laicismo antirreligioso nos encontraríamos nos encontraríamos ante dos actitudes paternalistas y por lo tanto criticables: en ellas se trata a los ciudadanos de incapaces de razonar sobre sus propios intereses.
[49] No es el momento de justificar esta afirmación. Lo hace E. Levinas en Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca 1999.Cf. J. Aranguren, Antropología filosófica. Una reflexión sobre el carácter excéntrico de lo humano, McGraw-Hill, Madrid 2003, pp. 165-198.
[50] A. Finkielkraut, La humanidad perdida. Ensayo sobre el siglo XX, Anagrama, Barcelona 1998.
[51] Una propuesta interesante en este campo es la de Ch. Taylor, La ética de la autenticidad, Paidós
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