Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei. Cfr. Itinerarios de vida cristiana, Ed. Planeta, col. Testimonio, pp. 37-48
"Ven, Padre de los pobres; ven, Dador de gracias; ven, Luz de los corazones". Así reza la liturgia en la solemnidad de Pentecostés, cantando la gloria del Espíritu Santo y la plenitud de sus dones.
Esas palabras expresan no sólo la grandeza de Dios, sino también las necesidades y aspiraciones de las almas, que anhelan la luz, la alegría sin fin, la plenitud. La unión entre la riqueza infinita de Dios y nuestra limitación encierra una gran enseñanza. Pone, en efecto, de relieve que nos quedaríamos cortos en la comprensión de lo que significa desear o amar si prestáramos atención sólo a la situación de indigencia del hombre. Y más todavía, si interpretáramos esa indigencia como fruto de un distanciamiento que Dios hubiera querido establecer y mantener entre Él mismo y la criatura: Dios, allá en los cielos, donde todo es esplendor y gozo; el hombre, aquí en la tierra, experimentando la inquietud, el dolor y la desazón. Nada más lejos de la realidad. Hemos salido todos -cada una, cada uno- de las manos amorosas de un Dios que es nuestro Padre, que ha enviado a su Hijo al mundo para salvarnos, y que ha derramado su Espíritu para que nos ilumine y nos guíe en el camino que conduce hasta Él.
En nosotros, en cada uno de nosotros, se ha renovado ese momento sublime de amor divino que recoge el libro del Génesis, al relatar la creación del hombre. Nos ha mirado Dios con aquel afecto de predilección con que miró a la figura inanimada, hecha de barro de la tierra, a la que insufló "aliento de vida"; es decir, no sólo la capacidad de movimiento, sino un soplo, una fuerza, un espíritu que venía de Él y que permitía aspirar a otra vida llena de grandeza, partícipe de la naturaleza divina de la Trinidad Santísima.
Después de la caída de nuestros primeros padres, Dios no nos ha retirado su cariño, sino que, por así decir, lo ha renovado y ampliado; y una vez realizada la Redención, nos ha enviado desde la Cruz de Cristo su Espíritu, su propio Amor. Por el Bautismo y la Confirmación, la maravilla de aquel primer día de Pentecostés se actualiza en nuestra propia alma. "También nosotros -leemos en una de las cartas apostólicas- éramos en otro tiempo insensatos, desobedientes, extraviados [...]. Pero cuando se manifestó la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor a los hombres, nos salvó no por las obras justas que hubiéramos hecho nosotros, sino por su misericordia, mediante el baño de la regeneración y de la renovación en el Espíritu Santo, que derramó copiosamente sobre nosotros, por medio de Jesucristo nuestro Salvador. "
A partir del instante del Bautismo -a la vez sencillo y grandioso-, el Espíritu Santo comienza a actuar en nosotros, impulsándonos para que nuestra vida discurra según la de Jesús. Pensemos en esa acción sobrenatural que madura en el alma, incluso cuando, niños recién nacidos, somos inhábiles para razonar y agradecer. Y demos gracias ahora, ya crecidos en los años y en la fe, respondiendo con generosidad a esa acción por la que el Espíritu nos hace hijos del Padre en el Hijo.
El Don del Espíritu Santo
El apóstol san Juan escribió unas palabras llenas de fuerza y de fuego: " Dios es Amor. " En esa frase, en la que parece culminar la revelación cristiana, encontramos el mejor preámbulo a cualquier meditación sobre el Espíritu Santo.
Para acertar en la interpretación de ese texto y, especialmente, para profundizar en su contenido, recordemos la premisa con que el Apóstol la introduce: " El que no ama, no ha llegado a conocer a Dios. " Amar es, evidentemente, condición indispensable para conocer a un Dios que es Amor: no se puede conocer al amor sino desde el amor y participando del amor.
El Espíritu Santo se revela en la Santísima Trinidad precisamente como el Amor mismo con que el Padre y el Hijo se aman mutua y eternamente; o, en expresión de san Agustín, como la comunión inefable entre el Padre y el Hijo, el nexo entre las dos primeras Personas, cuya profundidad e intensidad nos trascienden de tal modo que superan lo que el lenguaje humano es capaz de expresar. Pero en la gracia -prosigue san Agustín-, "este abrazo inefable del Padre y su Imagen [...] se difunde con infinita liberalidad y abundancia por todas las criaturas"; y así, en virtud de la acción del Espíritu en nuestras almas, se nos comunica lo que no podíamos alcanzar: el conocimiento de Dios y de su Amor y, en definitiva, la comunión con las tres divinas Personas.
"Si alguno me ama -declaró Jesucristo en la larga e íntima conversación que mantuvo con sus discípulos en la última Cena, camino ya de su Pasión-, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. " Ése es el misterio sublime que se realiza en el alma en gracia, al que el Papa Juan Pablo II, en el curso de una audiencia, hace algunos años, calificó como " la realidad más grande y más santa en la espiritualidad religiosa del cristianismo". Dios, la Trinidad -el Padre y el Hijo con el Espíritu de amor que los une-, inhabita en el alma de quien vive de acuerdo con la palabra de Cristo, actúa en nuestras potencias, impulsa nuestros pensamientos, confiere fuerza a nuestros proyectos, eleva nuestros afectos. Si acoge ese don, si abre su libertad a esa gracia divina, el hombre se diviniza. Bajo la acción del Paráclito, todos sus actos grandes o pequeños- se convierten en manifestaciones de amor, de amor a Dios y de amor a los demás.
En este volcarse de la Trinidad hacia las criaturas, el Espíritu Santo, don primero y fuente de los demás dones, marca la acción de Dios en el mundo -en la historia, en la vida de la Iglesia, en cada alma- con la impronta del amor, del que Dante cantó que mueve no sólo a los hombres sino también "al sol y a las demás estrellas". Es un amor que todo atrae y todo lo unifica. Si consideramos que el Espíritu Santo es, en la vida intratrinitaria, vínculo que une al Padre con el Hijo, comunión consustancial y coeterna del Padre con el Hijo, comprenderemos que la unidad esconde uno de los reflejos más propios de la presencia de Dios en nosotros: unidad de la vida personal, coherencia en cada uno de nuestros actos con la fe que profesamos, unidad de la Iglesia, unidad afectiva y efectiva con nuestros hermanos los hombres.
Me atrevería a decir que este amor a la unidad, sinónimo a la vez de espíritu universal, de apertura de mente y de corazón, guarda una parte importante de lo que espera de los cristianos la humanidad de hoy, surcada por divisiones y particularismos de todo tipo. También desde este punto de vista, el Espíritu Santo se muestra como don de Dios, como regalo necesario para el mundo. Pensar en la tercera Persona de la Trinidad no significa adentrarse en cuestiones lejanas, propias sólo de almas singulares, sino alcanzar la perspectiva más alta para comprender con profundidad al hombre y a la historia, para entender las aspiraciones y sentimientos que brotan del corazón y para afrontar las tareas que el quehacer diario y las grandes encrucijadas de la historia colocan ante cada uno.
Jesús prometió a los suyos: "Os conviene que me vaya, pues si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros. En cambio, si Yo me voy os lo enviaré" Un. 16, 7). La venida del Espíritu Santo -el Consolador: tal es el significado del término griego Paracletos- corona el designio de la creación y de la redención, completa la misión de Cristo e instaura la definitiva comunicación de Dios a los hombres.
Docilidad al Espíritu Santo
El amor que el Espíritu Santo infunde en los corazones -amor para el que hemos sido creados y en el que hallamos la felicidad- mantiene un querer verdadero; no un sentimiento vago, superficial, pasajero, no acompañado por las obras, sino un afecto generoso que impulsa a la entrega. Ésa es la esencia del vivir cristiano, como recuerda frecuentemente Juan Pablo II citando un conocido pasaje del Concilio Vaticano II: "El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo. "
Dios, que se ha entregado por nosotros, desea que nos entreguemos a Él. Dios dirige a cada uno las palabras que san Pablo escribió a los fieles de Corinto: "No busco vuestros bienes, sino a vosotros". El Beato Josemaría expresaba así esta misma idea: «Jesús no se satisface "compartiendo": lo quiere todo.» El panorama, de entrada, puede asustarnos; pero si tenemos presente que el mismo Dios que reclama nuestra entrega la hace posible con sus dones, con el don de Sí mismo, nos daremos cuenta de que convertir nuestra vida en una ofrenda grata al Señor está realmente a nuestro alcance.
La gracia que se nos ha concedido con la efusión del Espíritu Santo nos habilita para amar a Dios sin reservas, con ese amor que, como hemos visto, es participación de aquel con el que Dios Padre nos ha amado hasta enviar a su Hijo para que se hiciera hombre y derramara su sangre por nosotros.
Cuando el alma, movida por el Espíritu Santo, encauza toda su existencia según las exigencias del amor, lo que Dios pueda pedirle ya no se considera un conjunto de renuncias, pesos, sacrificios, sino de oportunidades para encontrar a Dios y unirse más a Él. La madurez del sentido cristiano se alcanza precisamente a través de la victoria del amor, que desecha el miedo, el egoísmo o, al menos, la desconfianza.
Pero, como en todo, en la vida espiritual no hay victoria sin lucha; una lucha que se prolongará a lo largo de toda la existencia. En efecto, estamos apegados a nosotros mismos y, con nuestra cortedad de miras, tendemos a considerar las cosas a ras de tierra, a dejarnos engañar por la satisfacción de un momento o la afirmación del yo, en lugar de abrir el corazón a la grandeza de los planes amorosos de Dios. En ese itinerario de nuestro crecimiento espiritual, el Paráclito no deja ni un instante de impulsarnos. Lo único que hace falta es que nosotros seamos dóciles a sus inspiraciones.
La persona que procura secundar las mociones del Espíritu Santo experimenta la eficacia de su ayuda. Lo que parecía imposible se alcanza, y lo que parecía duro se convierte en punto de partida para una respuesta generosa. Un himno litúrgico invoca al Paráclito como "dulce huésped del alma, descanso en nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos" . Sí: el Espíritu divino nos consuela en el sufrimiento, nos saca del peligro, nos anima en la congoja, nos fortalece en la prueba. Con su asistencia, las dificultades dejan de acogotar como peso que aplasta, para convertirse en ocasión de entrega; más aún, en encuentro con Jesús. Y así, lo que costaba se transfigura en la Cruz de Cristo y el esfuerzo se llena de sentido.
Algunos teólogos han descrito el papel del Espíritu Santo en la vida cristiana con la metáfora de la barca: las virtudes sobrenaturales del cristiano, presentes en el alma por el Bautismo, están representadas por los remos, que reclaman, para su manejo, el esfuerzo y la fatiga; los dones del Espíritu Santo serían las velas empujadas por la fuerza del viento. La trayectoria de la santidad cristiana exige lucha -pelea gozosa, no resignada- porque el amor, la felicidad verdadera, no se abre camino sin empeño y los residuos del pecado no se vencen sin una voluntad decidida. Pero en todo momento, Dios Espíritu Santo nos impulsa, nos concede la fuerza y, con el crecer de la gracia, si nos conviene, nos hará sentir también sus consuelos.
La acción del Paráclito se demuestra dulce, discreta. No elimina la libertad de la criatura -la presupone siempre-, pero revela toda su potencia divina si encuentra nuestra cooperación. La Escritura ilustra su intervención acudiendo a la metáfora del viento, impetuoso unas veces, suave otras, pero siempre activo y eficaz; a la del fuego que purifica y abrasa; a la del agua que salta hasta la vida eterna... Imágenes que han de despertar en nosotros una actitud firme de esperanza, de certeza, de confianza plena en ese Dios que nos quiere santos.
En la primera epístola de san Juan, aparecen estas palabras: " El amor de Dios consiste precisamente en que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos. " Quizá, al leerlas, alguno se sorprenda, o piense que tropieza ahí con una paradoja insoluble: poner en relación el amor con cumplir unos mandatos, ¿no equivale a negar la espontaneidad del amor? La respuesta diáfana nos la facilita otro pasaje de la Escritura, del libro de Ezequiel, que recoge una promesa divina: "Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas."
La Tradición de la Iglesia ha leído en esta profecía la promesa del don del Espíritu Santo. Dios manda el amor porque -lo recordaba antes- Él mismo es Amor; porque nos ha creado a su imagen; porque estamos hechos para amar; porque ha enviado a su Hijo para que, entregándose, nos dejara el testimonio de la plenitud de su amor; porque constantemente envía a nuestros corazones al Espíritu Santo, para que nos divinice y nos comunique el amor mismo de Dios.
En su diálogo con la samaritana junto al pozo de Sicar, ante las objeciones que aquella mujer oponía a la invitación de Jesús a tomar de esa "agua viva", a abrirse a la gracia del Espíritu Santo -y no era asunto fácil, ya que convertirse, para ella, suponía cambiar radicalmente de conducta, después de amargos fracasos y de haber hundido su corazón en tantos charcos-, el Señor exclamó: "¡Si conocieras el don de Dios! " San Agustín, glosando este y otros pasajes, comenta en su tratado sobre la Trinidad que esa palabra, don, es nombre propio del Espíritu Santo: don del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, y fuente de todos los dones que Dios nos otorga. ¡Si conociéramos el don de Dios! Si fuéramos conscientes de la fuerza de Dios presente en nosotros gracias al envío del Espíritu Santo, comprenderíamos cada vez mejor que Dios hace posibles, con su gracia, esas metas que nuestra debilidad nos presenta como inalcanzables.
¡Cuántas almas se alejan de la aventura maravillosa de la santidad por el desánimo y la desconfianza! En cambio, ¡qué frutos estupendos proceden de la esperanza, de la determinación de buscar en el Espíritu la fuerza que nos falta! No olvidemos que el don del Espíritu, que sopla ciertamente cuando quiere y como quiere, se comunica de modo singular a través de los canales de la gracia, los sacramentos, que Jesús ha confiado a la Iglesia, y en los que Él, como Señor, actúa con su poder soberano. Ahí nuestro camino en la tierra encuentra las sendas de Dios: sendas que Dios recorre junto a nosotros y en nosotros. Transitemos por ahí siempre con fe, sin poner obstáculos. Amemos a la Iglesia, tengamos fe en la Iglesia, y se nos donará el Espíritu Santo.
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