El hombre Light. Ed. Temas de hoy
El Hombre «light». Perfil psicológico. El ideal aséptico. A) Hedonismo y permisividad: El final de una civilización. Revolución sin finalidad y sin proyecto. B) ¿Qué es el hombre?: El hombre buscador de libertad. ¿Para qué sirve la verdad? Verdad y libertad. El hombre: animal descontento.
Perfil psicológico
Estamos asistiendo al final de una civilización, y podemos decir que ésta se cierra con la caída en bloque de los sistemas totalitarios en los paises del Este de Europa. Aún quedan reductos sin desmantelar, en esa misma línea política e ideológica, aunque por otra parte se anuncian nuevas prisiones para el hombre, con otro ropaje y semblantes bien diversos.
Así como en los últimos años se han puesto de moda ciertos productos light--el tabaco, algunas bebidas o ciertos alimentos--, también se ha ido gestando un tipo de hombre que podría ser calificado como el hombre light.
¿Cuál es su perfil psicológico? ¿Cómo podría quedar definido? Se trata de un hombre relativamente bien informado, pero con escasa educación humana, muy entregado al pragmatismo, por una parte, y a bastantes tópicos, por otra. Todo le interesa, pero a nivel superficial; no es capaz de hacer la síntesis de aquello que percibe, y, en consecuencia, se ha ido convirtiendo en un sujeto trivial, ligero, frívolo, que lo acepta todo, pero que carece de unos criterios sólidos en su conducta. Todo se torna en él etéreo, leve, volátil, banal, permisivo. Ha visto tantos cambios, tan rápidos y en un tiempo tan corto, que empieza a no saber a qué atenerse o, lo que es lo mismo, hace suyas las afirmaciones como «Todo vale», «Qué más da» o «Las cosas han cambiado». Y así, nos encontramos con un buen profesional en su tema, que conoce bien la tarea que tiene entre manos, pero que fuera de ese contexto va a la deriva, sin ideas claras, atrapado--como está--en un mundo lleno de información, que le distrae, pero que poco a poco le convierte en un hombre superficial, indiferente, permisivo, en el que anida un gran vacío moral.
Las conquistas técnicas y científicas--impensables hace tan sólo unos años--nos han traído unos logros evidentes: la revolución informática, los avances de la ciencia en sus diversos aspectos, un orden social más justo y perfecto, la preocupación operativa sobre los derechos humanos, la democratización de tantos paises y, ahora, la caída en bloque del comunismo. Pero frente a todo ello hay que poner sobre el tapete aspectos de la realidad que funcionan mal y que muestran la otra cara de la moneda:
a) materialismo: hace que un individuo tenga cierto reconocimiento social por el único hecho de ganar mucho dinero.
b) hedonismo: pasarlo bien a costa de lo que sea es el nuevo código de comportamiento, lo que apunta hacia la muerte de los ideales, el vacío de sentido y la búsqueda de una serie de sensaciones cada vez más nuevas y excitantes.
c) permisividad: arrasa los mejores propósitos e ideales.
d) revolución sin finalidad y sin programa: la ética permisiva sustituye a la moral, lo cual engendra un desconcierto generalizado.
e) relativismo: todo es relativo, con lo que se cae en la absolutización de lo relativo; brotan así unas reglas presididas por la subjetividad.
El consumismo: representa la fórmula posmoderna de la libertad.
Así, las grandes transformaciones sufridas por la sociedad en los últimos años son, al principio, contempladas con sorpresa, luego con una progresiva indiferencia o, en otros casos, como la necesidad de aceptar lo inevitable. La nueva epidemia de crisis y rupturas conyugales, el drama de las drogas, la marginación de tantos jóvenes, el paro laboral y otros hechos de la vida cotidiana se admiten sin más, como algo que está ahí y contra lo que no se puede hacer nada.
De los entresijos de esta realidad sociocultural va surgiendo el nuevo hombre light, producto de su tiempo. Si aplicamos la pupila observadora nos encontramos con que en él se dan los siguientes ingredientes: pensamiento débil, convicciones sin firmeza, asepsia en sus compromisos, indiferencia sui generis hecha de curiosidad y relativismo a la vez_; su ideología es el pragmatismo, su norma de conducta, la vigencia social, lo que se lleva, lo que está de moda; su ética se fundamenta en la estadística, sustituta de la conciencia; su moral, repleta de neutralidad, falta de compromiso y subjetividad, queda relegada a la intimidad, sin atreverse a salir en público.
El ideal aséptico
No hay en el hombre light entusiasmos desmedidos ni heroísmos. La cultura light es una síntesis insulsa que transita por la banda media de la sociedad: comidas sin calorías, sin grasas, sin excitantes_ todo suave, ligero, sin riesgos, con la seguridad por delante. Un hombre así no dejará huella. En su vida ya no hay rebeliones, puesto que su moral se ha convertido en una ética de reglas de urbanidad o en una mera actitud estética. El ideal aséptico es la nueva utopía, porque, como dice Lipovetski, estamos en la era del vacío. De esas rendijas surge el nuevo hombre cool, representado por el telespectador que con el mando a distancia pasa de un canal a otro buscando no se sabe bien qué o por el sujeto que dedica el fin de semana a la lectura de periódicos y revistas, sin tiempo casi --o sin capacidad-- para otras ocupaciones más interesantes.
El hombre light es frío, no cree en casi nada, sus opiniones cambian rápidamente y ha desertado de los valores trascendentes. Por eso se ha ido volviendo cada vez más vulnerable; por eso ha ido cayendo en una cierta indefensión. De este modo, resulta más fácil manipularlo, llevarlo de acá para allá, pero todo sin demasiada pasión. Se han hecho muchas concesiones sobre cuestiones esenciales, y los retos y esfuerzos ya no apuntan hacia la formación de un individuo más humano, culto y espiritual, sino hacia la búsqueda del placer y el bienestar a toda costa, además del dinero.
Podemos decir que estamos en la era del plástico, el nuevo signo de los tiempos. De él se deriva un cierto pragmatismo de usar y tirar, lo que conduce a que cada día impere con más fuerza un nuevo modelo de héroe el del triunfador, que aspira --como muchos hombres lights de este tramo final del siglo XX-- al poder, la fama, un buen nivel de vida_, por encima de todo, caiga quien caiga. Es el héroe de las series de televisión americanas, y sus motivaciones primordiales son el éxito, el triunfo, la relevancia social y, especialmente, ese poderoso caballero que es el dinero.
Es un hombre que antes o después se irá quedando huérfano de humanidad. Del Mayo del 68 francés no queda ni rastro, las protestas se han extinguido; no prosperan fácilmente ni la solidaridad ni la colaboración, sino más bien la rivalidad teñida de hostilidad. Se trata de un hombre sin vínculos, descomprometido, en el que la indiferencia estética se alía con la desvinculación de casi todo lo que le rodea. Un ser humano rebajado a la categoría de objeto, repleto de consumo y bienestar, cuyo fin es despertar admiración o envidia.
El hombre light no tiene referente, ha perdido su punto de mira y está cada vez más desorientado ante los grandes interrogantes de la existencia. Esto se traduce en cosas concretas, que van desde no poder llevar una vida conyugal estable a asumir con dignidad cualquier tipo de compromiso serio. Cuando se ha perdido la brújula, lo inmediato es navegar a la deriva, no saber a qué atenerse en temas clave de la vida, lo que le conduce a la aceptación y canonización de todo. Es una nueva inmadurez, que ha ido creciendo lentamente, pero que hoy tiene una nítida fisonomía.
Algunos intelectuales europeos han enunciado este tema. Alain Finkielkraut lo expone en su libro La derrota del pensamiento. Por otra parte, Jean François Revel, en El conocimiento inútil, resalta que nunca ha sido tan abundante y prolija la información y nunca, sin embargo, ha habido tanta ignorancia. El hombre es cada vez menos sabio, en el sentido clásico del término.
En la cultura nihilista, el hombre no tiene vínculos, hace lo que quiere en todos los ámbitos de la existencia y únicamente vive para sí mismo y para el placer, sin restricciones. ¿Qué hacer ante este espectáculo? No es fácil dar una respuesta concreta cuando tantos aspectos importantes se han convertido en un juego trivial y divertido, en una apoteósica y entusiasta superficialidad. Por desgracia, muchos de estos hombres necesitarán un sufrimiento de cierta trascendencia para iniciar el cambio, pero no olvidemos que el sufrimiento es la forma suprema de aprendizaje, otros, que no estén en tan malas condiciones, necesitarán hacer balance personal e iniciar una andadura más digna, de más categoría humana.
Finalmente, es preciso resumir esa ingente información, la náusea ante un exceso de datos y la perplejidad consiguiente, y para ello lo mejor es extraer conclusiones que pueden ser de dos tipos:
1. Generales: ayudan a interpretar mejor la realidad actual, en su rica complejidad.
2. Personales: conseguirán que surja un ser humano más consistente, vuelto hacia los valores y comprometido con ellos.
El final de una civilización
Estamos ante el final de una civilización. Releyendo el libro de Indro Montanelli, Historia de Roma, pienso que nos encontramos en una situación parecida: posmodernismo para unos, era psicológica o posindustrial para otros. La década de los sesenta nos deparó la polémica del positivismo con la confrontación entre Karl Popper y Theodor Adorno. La de los setenta, el debate sobre la hermenéutica de la historia entre Jurgen Habermas y Hans Gadamer. Los ochenta, el significado del posmodernismo, y los noventa están presididos por la caída de los regímenes totalitarios. Se ha demostrado que una de las grandes promesas de libertad no era sino una tupida red en la cual el ser humano quedaba atrapado sin posible salida.
El panorama hoy es muy interesante: en la política hay una vuelta a posiciones moderadas y a una economía conservadora; en la ciencia ha tenido lugar un despliegue monumental, ya que los avances en tantos campos han dado un giro copernicano brillante y con resultados muy prácticos; el arte se ha desarrollado también de forma exponencial, pero ya es imposible establecer unas normas estéticas: hemos llegado a un eclecticismo evidente en el que cualquier dirección es válida, todos los caminos contienen una cierta dosis artística; igualmente, en el mundo de las ideas y su reflejo en el comportamiento se ha producido un cambio sensible, que es lo que pretendo analizar a continuación.
Las dos notas más peculiares son --desde mi punto de vista-- el hedonismo y la permisividad, ambas enhebradas por el materialismo. Esto hace que las aspiraciones más profundas del hombre vayan siendo gradualmente materiales y se deslicen hacia una decadencia moral con precedentes muy remotos: el Imperio Romano o el período comprendido entre los siglos XVII-XVIII.
Como ya hemos avanzado, hedonismo significa que la ley máxima de comportamiento es el placer por encima de todo, cueste lo que cueste, así como el ir alcanzando progresivamente cotas más altas de bienestar. Además, su código es la permisividad, la búsqueda ávida del placer y el refinamiento, sin ningún otro planteamiento. Así pues, hedonismo y permisividad son los dos nuevos pilares sobre los que se apoyan las vidas de aquellos hombres que quieren evadirse de sí mismos y sumergirse en un caleidoscopio de sensaciones cada vez más sofisticadas y narcisistas, es decir, contemplar la vida como un goce ilimitado.
Porque una cosa es disfrutar de la vida y saborearla, en tantas vertientes como ésta tiene, y otra muy distinta ese maximalismo cuyo objetivo es el afán y el frenesí de diversión sin restricciones. Lo primero es psicológicamente sano y sacia una de las dimensiones de nuestra naturaleza; lo segundo, por el contrario, apunta a la muerte de los ideales.
Del hedonismo surge un vector que pide paso con fuerza: el consumismo. Todo puede escogerse a placer; comprar, gastar y poseer se vive como una nueva experiencia de libertad. El ideal de consumo de la sociedad capitalista no tiene otro horizonte que la multiplicación o la continua sustitución de objetos por otros cada vez mejores. Un ejemplo que me parece revelador es el de la persona que recorre el supermercado, llenando su carrito hasta arriba, tentada por todos los estímulos y sugerencias comerciales, incapaz de decir que no.
Revolución sin finalidad y sin proyecto
El consumismo tiene una fuerte raíz en la publicidad masiva y en la oferta bombardeante que nos crea falsas necesidades. Objetos cada vez más refinados que invitan a la pendiente del deseo impulsivo de comprar. El hombre que ha entrado por esa vía se va volviendo cada vez más débil.
La otra nota central de esta pseudoideología actual es, como se ha dicho, la permisividad, que propugna la llegada a una etapa clave de la historia, sin prohibiciones ni territorios vedados, sin limitaciones Hay que atreverse a todo, llegar cada día más lejos. Se impone así una revolución sin finalidad y sin programa, sin vencedores ni vencidos.
Si todo se va envolviendo en un paulatino escepticismo y, a la vez, en un individualismo a ultranza, ¿qué es lo que todavía puede sorprender o escandalizar? Este derrumbamiento axiológico produce vidas vacías, pero sin grandes dramas, ni vértigos angustiosos ni tragedias_ «Aquí no pasa nada», parecen decirnos los que navegan por estas aguas. Es la metafísica de la nada, por muerte de los ideales y superabundancia de lo demás. Estas existencias sin aspiraciones ni denuncias conducen a la idea de que todo es relativo.
El relativismo es hijo natural de la permisividad, un mecanismo de defensa de los que Freud estudió y diseñó de forma casi geométrica. Así, los juicios quedan suspendidos y flotan sin consistencia: el relativismo es otro nuevo código ético. Todo depende, cualquier análisis puede ser positivo y negativo; no hay nada absoluto, nada totalmente bueno ni malo. De esta tolerancia interminable nace la indiferencia pura.
Estamos ante la ética de los fines o de la situación, pero también del consenso: si hay consenso, la cuestión es válida. El mundo y sus realidades más profundas se someten a plebiscito, para decidir si constituye algo positivo o negativo para la sociedad, porque lo importante es lo que opine la mayoría.
Hablamos de libertad, de derechos humanos, de conseguir poco a poco una sociedad más justa, abierta y ordenada. Por una parte, defendemos esto, y, por otra, nos situamos en posiciones ambiguas que no hacen más humano al hombre ni lo conducen a grandes metas. Es la apoteosis de la incoherencia. Entonces, ¿dónde puede el hombre hacer pie?, ¿dónde irá a buscar puntos de apoyo firmes y sólidos?
Un ser humano hedonista, permisivo, consumista y centrado en el relativismo tiene mal pronóstico. Padece una especie de «melancolía» new look: acordeón de experiencias apáticas. Vive rebajado a nivel de objeto, manipulado, dirigido y tiranizado por estímulos deslumbrantes, pero que no acaban de llenarlo, de hacerlo más feliz. Su paisaje interior está transitado por una mezcla de frialdad impasible, de neutralidad sin compromiso y, a la vez, de curiosidad y tolerancia ilimitada. Este es el denominado hombre cool, a quien no le preocupa la justicia, ni los viejos temas de los existencialistas (Soren Kierkegaard, Martin Heidegger, Jean Paul Sartre, Albert Camus_), ni los problemas sociales ni los grandes temas del pensamiento (la libertad, la verdad, el sufrimiento_). Ya no lee el Ulises de James Joyce, ni En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, ni las novelas de Hermann Hesse.
Un hombre así es cada vez más vulnerable, no hace pie y se hunde; por eso, es necesario rectificar el rumbo, saber que el progreso material por sí mismo no colma las aspiraciones más profundas de aquél que se encuentra hoy hambriento de verdad y de amor auténtico. Este vacío moral puede ser superado con humanismo y trascendencia (de tras-, atravesar, y scando, subir); es decir, «atravesar subiendo», cruzar la vida elevando la dignidad del hombre y sin perder de vista que no hay auténtico progreso si no se desarrolla en clave moral.
El hombre buscador de libertad
Cuando intentamos profundizar sobre un modelo humano reciente, muy habitual a final del siglo XX, la imagen que ilustra refleja una sociedad desorientada, perpleja, desengañada, escéptica, que va a la deriva pero orgullosamente, radiante de caminar hacia atrás, a un cierto galope deshumanizado. Siempre se ha dicho que al final de una civilización se pueden observar hechos de esta naturaleza, como por ejemplo, un ser humano venido a menos, degradado, sin lealtades fijas, que ha idolatrado lo menos humano que hay en su interior, que es capaz de pensar que todo es negociable; incluso lo inalcanzable. Animalizar al hombre en aras de no sé qué libertad es uno de los mayores engaños que éste puede sufrir, porque así se favorece un tipo de conducta que escandaliza y funciona como botón de muestra de la evolución de la sociedad. Precisamente, el hombre es libre porque no es un animal, porque puede tomar distancia de sus instintos más primarios y elevarse de nivel, aspirando a no quedar determinado por su naturaleza. En Antígona, de Sófocles, uno de los personajes principales dice: «Muchas cosas grandiosas viven, pero nada aventaja al hombre en majestad.» La pieza clave para entender al ser humano es la libertad. La célebre frase de Lenin, «¿Libertad para qué?», tiene para mí una clara y contundente respuesta: libertad para aspirar a lo mejor, para apuntar hacia el bien, para buscar todo lo grande, noble y hermoso que hay en la vida humana. Dicho en otros términos: ser hombre es amar la verdad y la libertad. Hoy a muchos no les interesa para nada la verdad, ya que cada uno se fabrica la suya propia, subjetiva, particular, sesgada según sus preferencias, escogiendo lo que le gusta y rechazando lo que no le apetece. Una verdad a la carta, sin que implique compromiso existencial, como una pieza más o menos estética, pero sin implicaciones personales.
Si no existe interés por la verdad, la libertad perderá peso y, como máximo, servirá para moverse con soltura, pero sin importar demasiado su contenido. Sin embargo, el contenido de la libertad justifica una vida, retrata una trayectoria, deja al descubierto lo que uno lleva dentro, las pretensiones fundamentales y los argumentos (1). De este modo, vamos del hombre grande, egregio, ejemplar, que sirve como modelo a aquel otro entregado a la satisfacción de lo inmediato, que tergiversa los nombres y a la prisión la llama libertad, al sexo practicado sin compromiso le pone la palabra amor, y al bienestar y al nivel de vida los equipara con la felicidad.
Casi todos los finales de siglo suelen ser confusos: hay desconcierto, desorden, grandes errores sobre temas primordiales, inversión de los valores, equívocos que traerán graves consecuencias. No se trata de erratas a pie de página ni de gazapos de escasa entidad; los malos entendidos afectan a lo que es esencial (2), básico, fundamental, propio y peculiar de la condición humana, y ahí radica su gravedad.
Como dice Julián Marías, el ser humano necesita una «jerarquía de verdades» que cree el subsuelo en el que se asientan las ideas, creencias y opiniones fundadas en la autoridad, las «opiniones contrastadas» que vamos recibiendo y esa sabiduría especial y honda que constituye la experiencia de la vida. Sobre esta variada gama de verdades se sustenta nuestra existencia, y entre todas ellas se establecen unas relaciones recíprocas, complejas y reticulares, muchas veces difíciles de investigar, y entre las que se articulan conexiones presididas por lo que ha sido y es nuestra vida en concreto.
Es inexcusable que el hombre desempeñe un papel importante en la vida propia. Dice un refrán castellano: «Cada uno habla de la feria según le ha ido en ella.» En Psiquiatría sabemos la importancia que tienen los traumas afectivos en la formación de la personalidad; pues todo ello, sumado y sintetizado, forma un magma especial que Julián Marías denomina «nuestro sistema de convicciones»: un conjunto de certidumbres que forman una totalidad coherente. Ello remite a una «certidumbre radical», de la que emergen y sobre la que se asientan todas las demás, y allí se ordenan y conectan unas con otras.
En un gran número, el hombre de hoy no sabe a dónde va, y esto quiere decir que está perdido, sin rumbo, desorientado. Tenemos dos exponentes claros al respecto: en los jóvenes, la droga, y en los adultos, las rupturas conyugales. Ambos aspectos nos ponen sobre el tapete la fragilidad existente en nuestros días. ¿Qué está pasando?, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? Del hombre más egregio al más degradado hay una enorme distancia, pero los dos pertenecen a la especie humana. Sólo uno de ellos ha sabido llevar su vida sacando el máximo partido a lo positivo; ahí tenemos algunos ejemplos de la historia de la humanidad: desde Sócrates, Platón, Aristóteles, Plotino, San Agustín, San Anselmo, Santo Tomás de Aquino o el maestro Eckhart, pasando por Kepler, Galileo, Newton. Descartes. Pascal. Kant o Hegel a los existencialistas como Sartre, Camus, Kierkegaard, Nietzsche, nuestro Unamuno, o los grandes pensadores de nuestro tiempo, como Brentano, Husserl, Heidegger, Max Scheler y Ortega y Gasset.
Frente a ellos se levantan igualmente personas cuya existencia ha sido un fracaso total, algo que también constituye una parte fundamental de la existencia humana y que de algún modo ayuda a troquelarla.
¿Para qué sirve la verdad?
La vida humana se desliza por los hilos que teje la trama de las circunstancias, envueltas siempre en un halo de incertidumbre. Cada uno de nosotros es capaz de lo mejor y de lo peor, pero entre estos puntos extremos cabe un espectro intermedio de posibilidades. La incertidumbre nos hace dudar respecto a qué atenernos y nos impide alcanzar la firmeza definitiva. No obstante, a pesar de esos avatares, en la vida hay que buscar unos criterios sólidos, y uno de ellos es saber en qué consiste la verdad. Su posesión se traduce en una peculiar sensación luminosa tanto personal como de la realidad, además de en una impresión de seguridad.
Pero, ¿qué es la verdad?, ¿en qué consiste?, ¿Cuántos tipos de verdad existen? Esto constituye uno de los temas prioritarios de la filosofía (3), pero aquí sólo daré unas referencias muy generales, que nos pongan sobre la pista de esta cuestión, y así distinguiremos dos maneras posibles de acercarse a su estudio: por un lado, el aspecto conceptual y, por otro, sus distintas versiones.
La idea de libertad se relaciona con tres conceptos: el griego aletheia, el latino veritas y el hebreo emunah. Aletheia significa lo que está desvelado o descubierto y que se manifiesta con claridad; se refiere especialmente al presente. Veritas quiere decir lo que es exacto y riguroso; de hecho, procede de verum, lo que es fiel y sin omisiones; habla más del pasado, de lo que ya sucedió. Y, finalmente, emunah deriva de la raíz amen: asentir con confianza; por eso se suele decir al final de cada oración, ya que Dios es por esencia el que cumple lo que promete; expresa sobre todo el futuro, lo venidero.
La verdad nos conduce al mejor conocimiento de la realidad personal y periférica. Una y otra, entrelazadas por verdades personales, nos facilitan saber qué hacer y, en consecuencia, actuar. Lo opuesto a saber es ignorar, y por eso resulta necesario «averiguar», lo que en latín se llama verum facere, es decir, «verificar»: hacer verdadero, hallar la verdad que uno necesita para sí mismo.
Verdad y realidad son dos términos estrechamente unidos. Existe una realidad patente, en menor proporción, y una realidad latente--con la que no se suele contar--escondida, camuflada, y de la cual emergen islotes, segmentos, trozos que nos la muestran.
Por otra parte, las distintas versiones de la verdad pueden esquematizarse de este modo tan sucinto:
1. La verdad de uno mismo, en la que se articulan el pasado y el presente y,. de alguna manera, puede hacerse un estudio prospectivo: qué será del futuro, según los datos que tenemos.
2. La verdad de las cosas con las que nos encontramos, que expresa lo externo.
3. La verdad de las circunstancias, que nos lleva al conocimiento de la complejidad de la situación y al perímetro en que ese individuo o esa realidad se encuentran inmersos.
4. La verdad como coherencia, que brota del idealismo del siglo XIX y nos muestra una existencia con el menor número posible de contradicciones; es la vida como armonía, como equilibrio entre la teoría y la práctica.
Hay que señalar que mientras la filosofía se ocupa de la verdad, la ciencia busca la certeza del conocimiento; la primera se expresa en silogismos y premisas; la segunda, en lenguaje matemático.
La búsqueda de la verdad es una pasión por la libertad y sus consecuencias. Aspirar a ella es ir hacia lo mejor de nosotros mismos y de lo que nos rodea. Muchos hombres de nuestros días siguen las huellas de Nietzsche y se ven abocadas al nihilismo, como consecuencia de la entronización de la subjetividad. Esto se manifiesta por un especial estado de ánimo que consiste en la pérdida de sentido del mundo y de la vida: nada merece la pena. Por otro lado, para muchos existencialistas el hombre es el más inhóspito de los huéspedes de la tierra. Este sentimiento nihilista planea sobre el hombre contemporáneo y hace que los valores se diluyan, pierdan su consistencia. Valores como la verdad, la libertad, la razón, la humanidad o Dios desaparecen sin ser sustituidos por otros de similar significación.
El ocaso de los valores supremos es uno de los dramas del hombre actual, pero como éste necesita del misterio y de la trascendencia, crea otros que, de alguna manera, llenen ese vacío en que se encuentra. Aparecen así los ya mencionados en el curso de estas páginas: hedonismo y su brazo más directo: consumismo; permisividad y su prolongación: subjetivismo y todos ellos unidos por el materialismo.
Vivir en la verdad y de la verdad conduce a lo que podríamos denominar una vida lograda, plena, profunda, repleta de esfuerzos, natural y sobrenatural a la vez, que mira al otro y cuyo objetivo lo constituyen unos valores para sacar lo mejor que hay dentro del ser humano... En definitiva, una vida verdadera.
Aquellos que ni buscan ni aman la verdad denominan como tal a eso que tienen o el lugar donde se encuentran. Van brujuleando y jugando con las palabras, arrimándolas a lo que más les conviene. Y ello por haber perdido el espíritu de lucha consigo mismo (4), con lo cual todo vale y es adecuado si a uno le gusta.
Verdad y libertad
El hombre vive prisionero del lenguaje. Con las palabras juega, se apoya en ellas, las acomoda a sus intereses y lleva su significado como mejor le parece. De este modo, denominando una cosa por otra, podemos alcanzar el fenómeno de la confusión. Un ejemplo muy claro y evidente es la moda actual de llamar «amor» a las relaciones sexuales sin más. La esencia de la verdad no reside en su utilidad. De lo contrario, podemos caer en algo que es hoy frecuente: aceptar la verdad, pero a condición de hacerla hija de nuestros deseos.
Para muchas personas resulta más interesante estar bien informado que buscar y conocer la verdad. Y esto es así por el subjetivismo reinante (5). Teóricamente, la información que recibimos a diario debería ir notándose en la sociedad occidental: la condición humana mejora, el hombre actual es más sabio y más dueño de sí... Sin embargo, no parece que los resultados vayan en esa dirección. Si bien la caída de los regímenes comunistas es ya un hecho (excepto China, ese gigante con los pies de barro; Cuba y otros países de menor envergadura), durante mucho tiempo esas tiranías estuvieron «relativamente aceptadas» por muchos intelectuales.
La célebre frase de Raymond Aron se cumple en casi su totalidad: «El opio de los intelectuales ha sido el comunismo durante todos estos últimos años.»
Karl Popper y Henri Bergson hablaron de sociedades abiertas para referirse a aquéllas en las que se puede contar lo que se ve, lo que se observa. Pero si valoramos cómo funcionan en la actualidad esos medios de comunicación social, hay que decir que manipulan, falsifican y deforman sus contenidos con demasiada frecuencia. Se puede hablar así de la farsa de la información. El periodista se juega la vida por servirnos la última noticia; el reportero gráfico hace lo imposible por traernos una imagen sintética de un acontecimiento de cierta relevancia; y el audaz corresponsal se mueve con soltura para conseguirnos una primicia informativa de primera mano. Pues bien, todo eso no suele apuntar, a la larga, ni a la búsqueda de la verdad ni al amor por la libertad. Aun reconociendo que en este último período del siglo XX se ha producido una apertura sin precedentes, sigue existiendo un fondo mezquino, pobre y falso a la hora de ofrecernos esa acumulación de datos procedentes de cualquier rincón del mundo.
Hoy en día el único valor teórico que se ha impuesto, la única verdad referencial, es la democracia. Pero el obstáculo para la verdad, desde esa cima política y social, no es ya la censura, sino los prejuicios, la parcialidad en la forma de dar una noticia, los sesgos, los odios entre las personas que integran los distintos partidos políticos o las familias intelectuales, los grupos de poder que desprecian e ignoran a quienes no piensan como ellos. Así, se adulteran los juicios de valor y los análisis de los hechos, la información que se recibe no es formativa, ni constructiva, ni busca el bien del hombre ni lo conduce a comprenderse mejor a sí mismo y estar más cerca de los demás. Esa es la gran paradoja.
La información se ha convertido en un río de datos y noticias, pero lo importante es saber captar qué fluye bajo él. Cuando uno se olvida de ir a lo sustancial, se pierde en lo anecdótico. Ante tantas noticias negativas, desgracias colectivas o personales, el ser humano se vuelve insensible y cauteriza su piel como mecanismo de defensa ante el aluvión que le arrolla.
Los medios de comunicación hacen de problemas locales asuntos universales, pero, al mismo tiempo, esa universalidad no les aproxima a buscar unas claves más generales para entender mejor la existencia. Otra paradoja. Existe una bulimia de consumo de sucesos y acontecimientos que apunta hacia el sensacionalismo, que paraliza la capacidad de reacción del informador para hacer una síntesis de lo que recibe. En general, todo eso no educa, sino que forma una especie de globo hinchado que asciende y después se rompe, dejando un mínimo rastro que se apaga, hasta que asciende otro suceso, incidente o circunstancia que lo desbanca.
El hombre light se alimenta de noticias, mientras que el hombre sólido procura hacer una síntesis de ellas, buscando su sentido. Hay en el último un ejercicio de la inteligencia (6) que sortea y evita la victoria del se dice, se piensa, esto es, la victoria del consenso, que tantas consecuencias negativas está trayendo. En conclusión, es Arlequín que se confunde por Antígona.
La misión del intelectual es guiar a una gran mayoría por el camino de la verdad, pero si ésta deja de interesar porque compromete a la vida y puede que obligue a rectificar la dirección emprendida, lo que se hace entonces es vivir de espaldas a ella o dar el nombre de «mi verdad» a la andadura personal. Así, ante la ausencia de un cuerpo de ideas referenciales, retorna el subjetivismo.
El hombre light, como vamos viendo, muestra una curiosidad incesante, pero sin brújula, mal dirigida; quiere saberlo todo y estar bien informado, pero nada más: éste es el salto hacia ninguna parte. En cambio, el hombre sólido busca la verdad, para que ésta le haga avanzar hacia un mejor desarrollo personal. ¿Hacia dónde? Para mí, la respuesta está clara: hacia el bien, que está repleto de amor; es decir, hacia aquello que sacia la profunda sed de infinito que todos llevamos dentro. Las ansias de absoluto se alzan ante nosotros como un punto de mira, como una aspiración que colma la hondura del hombre.
El hombre: animal descontento
El hombre light no tiene cerca nunca ni felicidad ni alegría; sí, por el contrario, bienestar (7) y placer. La distinción me parece importante. La felicidad consiste en tener un proyecto, que se compone de metas como el amor, el trabajo y la cultura; supone la realización más completa de uno mismo, de acuerdo con las posibilidades de nuestra condición; esto es, hacer algo con la propia vida que merezca realmente la pena. El bienestar, por su parte, representa para muchos la fórmula moderna de la felicidad: buen nivel de vida y ausencia de molestias físicas o problemas importantes; en una palabra, sentirse bien y, en un lenguaje más actual, seguridad.
Y la alegría, de la que antes hablaba, no hay que confundirla con el placer. En el hombre light hay placer sin alegría, porque ha vaciado la auténtica alegría de su proyecto, lo ha dejado hueco, sin consistencia. Hoy, la forma suprema de placer es la sexual, que para muchos constituye casi una religión. Hay que supeditarlo todo al sexo. La entronización del orgasmo tiene así su máximo cenit. Por ese atajo, por el que se pretende lo inmediato, la satisfacción rápida y sin problemas, a la larga se desliza el hombre hacia una serie de fracasos e insatisfacciones acumulados. Desde luego, por ahí es muy difícil toparse con la felicidad. Un hombre intrigado y atraído por muchas cosas, que curiosea aquí y allá, pero sin vincularse con nada, que tiene en sí mismo su origen y su destino, acaba por pensar que él representa el fin de la existencia, con lo cual escamotea una parte esencial del argumento de la verdad, que apunta hacia la libertad personal, hecha y tejida de riesgos.
El prototipo de hombre light busca lo absoluto, desde su punto de vista. ¿De qué forma? Convirtiéndolo en relativo. Todo es positivo y negativo, bueno y malo; o nada es bueno ni malo, sino que depende de lo que uno piense, de sus opiniones. Los nuevos valores son los del triunfador (8). Cicerón decía que lo fundamental para llevar una existencia ordenada era el respeto a uno mismo y a los demás, buscando la trascendencia. Una vez disueltos los lazos de la solidaridad y entregado a un individualismo atroz, el hombre se mueve sólo alrededor de sí mismo.
Actualmente, cuando ya se han volatilizado las visiones globales, se vive en un realismo a la carta, en el que cada uno ve lo que quiere e interpreta la realidad de forma particular, acomodándola a sus planes y preferencias. Despedazado y troceado, el hombre se hace segmento parcial de acuerdo con lo que le apetece y se desvincula de los demás hombres. Dice el Talmud, en una de sus sentencias, que el hombre fuerte es el que domina sus pasiones, el sabio el que aprende de todos con amor y, el honrado, aquel que trata a todos con dignidad, honrando a cada ser humano.
Y es que cuando se pierden los resortes más nobles de la conducta, como la negación de la verdad y sus consecuencias, el hombre se despoja de responsabilidad personal. Entonces, ya no hay debate de ideas, ni se persigue ese hombre auténtico del que hablaban los existencialistas, sino que todo queda suspendido en un mundo sin ideales. Más tarde, como fruta madura, emerge un cinismo práctico, expresión de la fría supresión de los dignos anhelos y de la caída en una actitud propia del que está de vuelta. Es la decepción plena, el atrincheramiento de cada uno en su individualismo atroz. Ya no hay verdades rotundas que sostengan al hombre, todo es negociable. Y así, podemos afirmar que el que alienta traiciones, las hace.
André Glucksman, en su libro Cinismo y pasión, se pregunta de qué sirven la filosofía y el pensamiento en tiempos de crisis. Pues de casi nada, ya que cada existencia flamea en solitario. No olvidemos, por ejemplo, el drama actual de las rupturas conyugales que acaban con tantas vidas.
El cínico no niega la realidad, la comprueba y la reconoce pero no le compensa alcanzar la verdad y lo que ésta trae consigo. Maquiavelo (9), que era un cínico, logró que el fraile Savonarola fuera a moralizar la vida de Florencia, pero terminó muriendo en la horca. La tesis maquiavélica consistía en poner de manifiesto que de nada servía esta actitud del religioso, ya que aunque tuviera razón, no había alcanzado un final feliz. El cínico es de un pragmatismo atroz, frío, sarcástico; para él, el fin justifica los medios; hace lo contrario de lo que piensa, va a lo suyo con procacidad y carece de moral. Por el contrario, el escéptico es más honrado, piensa que es imposible alcanzar la verdad, pero respeta a los que dicen poseerla o buscarla.
Con la verdad indefensa, lo más frecuente es entregarse a la moda, que es lo que hace el hombre light. En vez de combatir el cinismo mediante convicciones firmes, se arroja en brazos de lo que se lleva. No puede haber fidelidades permanentes, porque todo es negociable. Esta cultura de finales del siglo xx nos muestra un tipo humano frágil, precario, ajeno a los valores, a lo que verdaderamente tiene valor, inconsistente, endeble en sus coordenadas, capaz de cambiar de rumbo si puede aumentar esa motivación tetralógica que voy exponiendo a lo largo de estas páginas: hedonismo-consumismo-permisividad-relativismo.
Notas
(1) La vida humana tiene que ser abierta y argumental Lo primero significa que es incompleta, provisional, siempre sujeta a imprevistos, por eso tiene un fondo dramático; lo segundo quiere decir que necesita tener un tejido sustantivo, un porqué, una razón de ser. Así descubrimos la grandeza o pobreza de cada persona. Los psiquiatras, al bucear en la vida ajena con un afán constructivo, somos testigos de excepción de vidas grandes y de otras vacías, huecas.
(2) En el pensamiento, la esencia de algo se define como «aquello por lo que una cosa es lo que es y no es otra cosa». La fenomenología de Edmund Husserl era un método de aproximación a la realidad que buscaba esencias y conexiones esenciales, dejando «entre paréntesis» lo accesorio, secundario marginal. El trabajo descriptivo de Husserl se centra en la conciencia. La fenomenología de Max Scheler, por su parte, se ocupa de la afectividad: captar relaciones existentes entre sentimientos, emociones, pasiones y motivaciones. Para distinguir más claramente estos cuatro aspectos, véase mi libro El laberinto de la afectividad, Espasa-Calpe, Madrid, 1987, págs. 17 y ss.; 21 y ., y ss.
(3) Para el que desee conocer mejor el tema sobre la verdad puede beber de dos diccionarios filosóficos: Ferrater Mora (Alianza Editorial Madrid 1980) y Nicola Abagnano (Fondo de Cultura Económica, México, 1966) donde se aclaran, de forma sencilla, los pormenores del mismo.
(4) Le decía Don Quijote a su sobrina que en la vida existen dos caminos: las armas y las letras... y que él había escogido el primero. Esta figura cervantina encarna al hombre idealista, aquel cuya conducta se forma sobre los grandes ideales, entre los que destaca la búsqueda de la verdad y el amor por la libertad.
(5) Jean-François Revel habla de esto en su libro El conocimiento inútil Los medios de comunicación de masas nos cubren de mensajes e informaciones minuciosas que no son formativas, que no ayudan a construir un ser humano mejor, con más criterio y mejor dispuesto para acercarse a la verdad.
(6) A partir de Duns Escoto, la libertad se considera más una tarea de la voluntad que de la inteligencia. También lo recoge así Santo Tomás. Porque la inteligencia nos lleva a distinguir lo accesorio de lo fundamental, mientras que la voluntad nos conduce a elegir una forma de vida en la que se da una adecuación entre los medios y los fines. Pero para ello es decisivo saber a dónde vamos. Vuelve así el tema de eso que en el pensamiento clásico se llamaba «los universales»: conceptos objetivos que representan a la naturaleza. Ahí enlazaríamos con el sentido de la existencia.
(7) La idea de bienestar, aunque reciente, tiene unas raíces remotas. En el siglo XVI podemos encontrar algunos atisbos de ella. Pero es durante la Ilustración cuando se expansiona, para generalizarse ya a partir de la II Guerra Mundial En nuestros días, el concepto de bienestar se construye más sobre la forma que sobre el contenido. Saca a relucir aquella máxima de que es mejor tener que ser, y de ahí se derivan muchos desencantos contemporáneos.
(8) La exaltación del ganador deja a legiones de perdedores fuera del ring social. Remito al lector al capítulo «Psicología del fracaso», en el que explico la importancia de las derrotas en cualquier travesía biográfica.
(9) Maquiavelo fue un político italiano que vivió entre los siglos XV y XVI. en 1498 fue elegido secretario de la Cancillería de Florencia y se encargó de diversas misiones diplomáticas. En su libro El Principe expone la defensa del pragmatismo político a costa de todo.
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |
El islam regresa a España |
El trabajo como agente de la transformación social según san Josemaría |