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“Ojalá no tengamos que lamentarnos de haber sido complacientes con una mentalidad que quiere cambiarnos las palabras corrientes e imponernos un lenguaje de diseño políticamente correcto”
Con inquietante frecuencia los medios de comunicación se hacen eco de debates sobre asuntos que suelen enmarcarse en la Bioética, como son el aborto, la eutanasia, la investigación y experimentación con embriones humanos, etc. Se trata de cuestiones de enorme trascendencia y que están profundamente implicadas en las vidas de las personas, pues afectan a cómo gestionamos temas como la enfermedad, la vejez y la muerte, el comienzo de la vida, el respeto a ella debido, la libertad y la autonomía personales, los derechos y deberes ciudadanos, la identidad misma de la persona.
Si siempre es difícil argumentar de manera racional, cuando se trata de asuntos bioéticos el debate se torna casi imposible, dado el grado de implicación que tienen en las vidas de los contendientes. Asistimos así a disputas enconadas desde marcos conceptuales diferentes y con pretensiones rivales sobre lo que es verdadero, ético y justo.
Por otra parte, y después de la sospecha que se viene arrojando sobre el lenguaje desde Nietzsche y sus continuadores deconstructivistas, mencionar palabras como persona o naturaleza humana, verdad, libertad o identidad personal es exponerse a que a uno le tilden de ingenuo. Estamos instalados en un clima intelectual que MacIntyre denominaba “emotivista”, en el que todos los juicios evaluadores no son más que expresiones de preferencia, de sentimientos, de actitudes no racionales.
Si se ha decidido que la verdad y la realidad son construcciones discursivas, si los discursos no descubren la realidad, sino que la crean, se entiende que cuando se quiere cambiar una determinada realidad social se acuda previamente a la oportuna “ingeniería lingüística”, a acuñar expresiones de diseño para renombrar las cosas de siempre. La ingeniería lingüística parte de la pretensión de que, si cambiamos las palabras, cambiará la realidad, o al menos su percepción social.
Recurso privilegiado de la ingeniería lingüística es el eufemismo. Las ideologías totalitarias del siglo XX lograron explotarlo al máximo: las dictaduras comunistas o nazi pusieron por obra, cuando no anticiparon, el camuflaje verbal y la manipulación que G. Orwell pronosticó en su novela 1984.
Cierto que no todo eufemismo es manipulador. Me refiero al eufemismo mendaz, consistente en el enmascaramiento, la cosmética al servicio de una ideología. Este tipo de eufemismo, al otorgar una nueva denominación a una determinada realidad, propone una nueva visión de ella, acorde con la ideología que lo acuña. Pero la realidad sigue manteniéndose intacta. De ahí la necesidad de buscar otros sustitutos cuando el uso ha terminado por “contaminar” a la expresión eufemística. Se trata del “efecto dominó”.
Producto estrella del eufemismo manipulador es la expresión interrupción voluntaria del embarazo para designar el “aborto provocado”, expresión que se ha impuesto en el discurso oficial con la polémica ley orgánica de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, y que ha tenido el honor de ingresar en el Diccionario de términos médicos de la Real Academia de Medicina y hasta en el Diccionario académico oficial. En ambos diccionarios se define aborto como “interrupción del embarazo”. Pero no todos los diccionarios lo definen así. El Diccionario del Español Actual (de Manuel Seco, O. Andrés y G. Ramos) y el Diccionario del Español de México, por poner un ejemplo de cada orilla del Atlántico, discrepan de la definición oficial. Para el primero, aborto es la «expulsión voluntaria o provocada del feto». Para el segundo, abortar es «expulsar un feto antes del tiempo en que puede vivir o expulsarlo ya muerto».
Podrá objetarse que interrumpir significa también «cancelar, cortar la continuidad de algo». Y aquí vuelven a discrepar del Diccionario oficial los diccionarios no académicos, que precisan que forma parte del significado de interrumpir el rasgo semántico «durante cierto tiempo y espacio», motivo por el cual no resulta adecuado aplicar al aborto la noción de “interrumpir”: con el aborto no se “interrumpe” el embarazo: se cancela definitivamente.
También se han encontrado sustitutos eufemísticos para la eutanasia, con expresiones como “muerte digna”, “muerte asistida”, frases calcadas del inglés. E idéntico recurso está presente en formaciones como fecundación asistida por “fecundación artificial”, reproducción humana en vez de “concepción” o “procreación”. La acuñación del término preembrión, ya felizmente abandonado por los científicos, como ha mostrado Gonzalo Herranz en El embrión ficticio (2013), ha dado cobijo a prácticas de más que dudosa ética. Y un estudio aparte merecerían las andanzas lingüísticas de la palabra género, forzada a significar algo distinto de lo que designa en el lenguaje de la calle.
¿No da qué pensar el simple hecho de que haya tanto eufemismo en tantos puntos clave del debate bioético actual? Ojalá no tengamos que lamentarnos, como tantos intelectuales de Occidente en el siglo pasado, de haber sido complacientes con una mentalidad que quiere cambiarnos las palabras corrientes e imponernos un lenguaje de diseño políticamente correcto.
Manuel Casado Velarde, catedrático de la Universidad de Navarra, Instituto Cultura y Sociedad
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