Se han publicado las Actas de la Jornada de Estudio sobre “Misericordia y Derecho en el matrimonio”, organizada por la Facultad de Derecho Canónico de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, el pasado mes de mayo de 2014
El volumen, editado en italiano por los profesores Carlos J. Errázuriz y Miguel Á. Ortiz, desea aportar una reflexión sobre la importancia de la misericordia en el derecho matrimonial canónico, teniendo en cuenta los actuales desafíos pastorales sobre la familia, en línea con el Sínodo de Obispos que se celebrará en octubre.
Incluimos la traducción no oficial del texto de la conferencia del Rev. Prof. Eduardo Baura, de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, de Roma.
1. Misericordia divina y derecho en la Iglesia. 2. Ley, misericordiae dispensatio y oikonomia. 3. La misericordia y las demás virtudes. 4. Pastoral matrimonial, misericordia y derecho. 4.1. La prudencia pastoral iluminada por la fe. 4.2. Las exigencias pastorales en los diversos momentos del sistema matrimonial canónico. 4.3. Derecho y misericordia respecto a los fieles divorciados y civilmente vueltos a casar.
Dios ha manifestado su bondad mediante la creación, queriendo que existiesen criaturas capaces de participar en su felicidad. La “re-creación”, la obra de la redención, refleja un aspecto de su bondad: su infinita misericordia. La misericordia resalta aún mejo la gratuidad del don.
La misericordia, como expresa la composición de la misma palabra, consiste en tener el corazón mísero, es decir, cargado de la “miseria” ajena (entendida la miseria en el sentido de falta, limitación u otro aspecto negativo). Se tiene misericordia, como enseña santo Tomás, cuando se considera la miseria del otro como si fuese propia. Si uno tiene una miseria, procura vencerla, rechazarla. Por tanto, el acto propio de la misericordia consiste en remover la miseria ajena. La misericordia puede referirse a las necesidades materiales o bien a las espirituales, como, por ejemplo, la enseñanza o la corrección. Quien practica la misericordia es bueno y es feliz[1].
Quizá la obra más relevante de la misericordia es el perdón, mediante el cual se remueve una “miseria” consistente en una deuda. La liturgia no duda en afirmar que Dios manifiesta su omnipotencia perdonando[2]. La misma palabra “per-dón” significa que se trata de un gran don. Además, en el perdón de una deuda se hace evidente la gratuidad del don.
«Dios es rico en misericordia»[3], como ha manifestado en la obra de la redención, mediante la cual hemos sido justificados, perdonados de la enorme deuda. Sin mérito por nuestra parte, el Verbo asumió la naturaleza humana, compartiendo nuestra condición en todo excepto en el pecado, cargando sobre sí nuestra miseria, para devolvernos, a través del sacrificio de la Cruz, lo que habíamos perdido, y regalarnos otros dones[4]. No es pues exagerado afirmar que Cristo es la “misericordia encarnada”.
Para hacer efectiva en cada hombre la redención, Cristo fundó la Iglesia, a la que confió los medios de salvación. La Iglesia es pues la administradora de la misericordia divina, y a través de ella se alcanzan los efectos salvadores de la misericordia divina. Desde que Cristo instituyó los medios de salvación (la palabra y los sacramentos), confiando su administración a la Iglesia a través de sus ministros, dichos instrumentos salvíficos se convirtieron en nuestros derechos. La gracia contenida en los sacramentos, la fuerza salvadora del depósito de la fe, son un don gratuito de la misericordia divina, y son además derechos de los bautizados ante los ministros de la Iglesia[5].
La primera trama entre derecho y misericordia en la Iglesia consiste, pues, en esta aparente paradoja: los fieles tienen derecho a la misericordia divina (no ciertamente respecto a Dios, porque precisamente se trata de misericordia, pero sí respecto a los ministros de la Iglesia); los ministros tienen el deber de justicia de repartir la misericordia divina, ya que la gracia de los sacramentos y la palabra divina no son mérito de los ministros, sino bienes salvíficos que Cristo ha confiado a su Iglesia para que esta los administre[6]. Se tiene derecho hasta del perdón (a la eliminación gratuita de la deuda), en el sentido que los fieles tienen derecho a recibir de los sacerdotes el sacramento de la confesión.
En el ámbito matrimonial se observa que la elevación de la institución natural del matrimonio al plano de la gracia es una manifestación de la misericordia divina. El matrimonio, la unión indisoluble entre el hombre y la mujer capaz de incrementar la familia humana, se ha convertido en «sacramentum magnum», significando la indisoluble unión carnal del Verbo con la humanidad[7], y llamado a realizar la misión importantísima de fundar la “Iglesia doméstica”. El matrimonio cristiano es un sacramento que confiere la gracia para cumplir fielmente la misión vocacional matrimonial y para poder recorrer ese camino vocacional que lleva a la vida eterna[8].
El derecho natural al matrimonio se vuelve en la Iglesia un derecho fundamental del fiel a recibir el sacramento que confiere la gracia que lo ayuda a vivir fielmente la vocación cristiana matrimonial. La Iglesia debe, con deber de justicia, administrar la gracia que Cristo ha previsto para las familias, preparando a los novios para la recepción del sacramento del matrimonio, asistiendo a los esposos en las dificulta-des, ayudando a los padres en la educación de los hijos.
Parte del deber de administrar la misericordia en el ámbito matrimonial consiste en establecer un orden legal sobre la materia, mediante el cual se dicten las reglas que regirán el modo de administrar la gracia sobre el matrimonio: condiciones para celebrarlo, modos de la celebración, comprobación de la validez, determinación de los derechos y deberes, y otros aspectos relativos a este ámbito. Dichas normas deben reflejar la fe de la Iglesia sobre el matrimonio y deben hacer posible el acceso al plan salvífico previsto por Cristo para las familias. El conjunto de esas normas y de los derechos y deberes sobre el sacramento del matrimonio se suelen denominar mediante la expresión “sistema matrimonial canónico”.
La ley eclesiástica, al establecer el orden de la administración de la misericordia, o sea, de los bienes salvíficos, reconoce y constituye derechos, los delimita y, a la vez, establece también deberes de justicia, de tal modo que algunas de sus disposiciones pueden, en ciertas situaciones, resultar gravosas. El deber de justicia de cumplir una determinada ley puede, en algún caso particular, desaparecer, cuando las circunstancias excepcionales hagan inaplicable, evidentemente inoportuna o incluso injusta la regla general en esa coyuntura particular, aun permaneciendo válida para la generalidad de los casos. Aristóteles había explicado este fenómeno (epikeia) por lo abstracto de la ley humana: siendo la ley una norma general que abstrae del mundo real e histórico las circunstancias singulares de las personas, los lugares y los tiempos, puede suceder que, en una determinada situación, dichas circunstancias omitidas por la previsión legal hagan más conveniente (este parece ser el significado del término epikeia) una solución diversa de la prevista para la generalidad de los casos[9].
Aparte de los casos límite en los que la misma obligación legal cesa, hay también otras circunstancias que, sin quitar per sé el deber legal, pueden aconsejar una solución distinta a la establecida por la norma general. Para tales situaciones, la tradición canónica conoce la institución de la dispensa, mediante la cual la autoridad eclesiástica exonera de una obligación legal en un caso singular en consideración de una causa justa, permaneciendo la ley en vigor para el resto de los casos. Los clásicos, en atención a la causa dispensandi, distinguían la dispensa prohibida (injusta, sin causa legítima), la dispensa permitida (dependiente del juicio prudente de la autoridad) y la dispensa debida[10]. En efecto, desde los albores de la ciencia canonística se planteó el problema de los límites de la ley y la necesidad de armonizar las exigencias de la justicia con las de la misericordia[11]. En este contexto, la dispensa se denominaba con frecuencia como dispensatio misericordiae, poniendo de relieve que en los orígenes de la palabra dispensatio estaba el significado de administración, distribución, precisamente, relativo a la donación de la misericordia[12]. La dispensa de la ley sería pues la institución más emblemática, aunque no la única, de las medidas tomadas por la autoridad eclesiástica que manifiestan la misericordia, en cuanto se trata de una disposición referida a un caso singular que tiene como efecto la exoneración de una obligación[13]. Gracias a esas instituciones, la praxis jurídica de la Iglesia puede adaptarse a las exigencias reales de los casos concretos, sin permanecer enredada en la rígida red del legalismo.
La idea contenida en la expresión latina dispensatio misericordiae se acerca a la expresada por los orientales con el término oikonomia[14]. No existe una definición auténtica o unánimemente reconocida de oikonomia, pero se puede afirmar que el término quiere hacer referencia al principio inspirador —reflejo de algún modo de la economía divina relativa al plan salvífico del hombre— de la actividad de la autoridad eclesiástica cuando, en un caso excepcional, adopta una medida separándose de la aplicación estricta (akribeia) de los cánones[15]. Los autores ortodoxos insisten mucho en el carácter de excepcionalidad, hasta el punto de que una solución tomada en virtud de la oikonomia no puede servir de precedente ni siquiera en un caso excepcional similar: cada caso se debe valorar singularmente.
Estaría en contraste con la concepción ortodoxa pretender fijar límites objetivos apriorísticos a la oikonomia: su aplicación correcta depende de la sabiduría del pastor asistido por el Espíritu Santo. Sin embargo, es pacífico considerar que la oikonomia no puede contradecir la verdad dogmática ni las “normas esenciales”[16]. El problema es la interpretación del dogma y la determinación de esas normas esenciales, cuestiones que quedan a la prudente valoración de cada pastor[17].
La oikonomia ha llamado la atención del mundo católico por la praxis de las iglesias ortodoxas de “bendecir” de algún modo las nuevas nupcias de quien ya está casado, apelando precisamente a la oikonomia[18]. Dependiendo del criterio de cada pastor, se podría celebrar una tercera unión, pero nunca se admite un cuarto “matrimonio”.
A primera vista, no parece posible entender el fundamento de esta praxis, porque incluso en las mismas iglesias ortodoxas ese segundo “matrimonio” no se considera sacramento, y la ceremonia de las segundas nupcias tendría un carácter más bien penitencial, penitencia, sin embargo, que no acaba en la remoción de la situación por la que se hace penitencia, sino en la admisión a una nueva unión considerada ilegítima o, al menos, no sacramental. La única justificación sería precisamente la oikonomia, es decir, la misericordia que, participando del poder divino, se presenta revestida de cierto velo mistérico que impediría una explicación racional de su obrar[19]. Además, está la perplejidad del límite puesto a esa praxis (nunca una cuarta unión), ya que la práctica de la misericordia no debería tener límites.
Resulta comprensible que la praxis en cuestión haya constituido un obstáculo ecuménico. Por una parte, la fe católica confiesa abiertamente «como doctrina que debe considerarse definitiva»[20], que la Iglesia no tiene poder de disolver el matrimonio rato y consumado. Por otra, no parece fácil de entender cómo se puede celebrar una ceremonia relativa a una unión considerada ilegítima[21].
Más allá del abismo existente en este punto, la cercanía entre oikonomia y misericordiae dispensatio es, en mi opinión, bastante estrecha. En ambos casos se trata de la posibilidad de realizar medidas singulares que contienen una excepción a la norma general. La misericordia que se traduce en una excepción a la regla general deberá obedecer a una causa justa, que legitime la excepción, y tratarse de un caso verdaderamente extraordinario, insólito, no porque la misericordia sea excepcional, sino porque ésta —que no puede ser disociada de la verdad ni de la justicia— se contiene habitualmente en la ley general. Por eso, los canonistas clásicos requerían que la dispensa fuese causalis et casualis: o sea, que tuviese una causa justificante, y que fuese efectuada en un caso excepcional. Partiendo de estas consideraciones, se aprecia lo engañoso que sería proponer la solución de un problema de dimensiones generales pensando en medidas excepcionales. Entre otras cosas, semejante postura conduciría a una estéril casuística con todos los riesgos que conlleva. No es raro, pues, el hecho histórico de que, ante muchas dispensas de una ley, el legislador haya decidido cambiar la norma general, como pasó con la abolición de algunos impedimentos matrimoniales.
La singular característica de esas medidas requiere una prudencia especial por parte de la autoridad. Ciertamente, esas decisiones se exponen al riesgo de error más que el que puede tener la emanación de declaraciones o normas generales, con la dificultad de identificar la doctrina y la tradición de la Iglesia a partir de la praxis en casos límite[22].
El punto de divergencia entre la praxis ortodoxa y la católica antes mencionado manifiesta la diferencia esencial entre la ley divina y la ley humana. Esta última, como antes se apuntó, es una regla extrínseca a la realidad regida por ella, elaborada mediante una abstracción. A veces puede pasar que precisamente un elemento o una circunstancia no considerada en la ley sea determinante para la solución del caso concreto, y por eso justifica la excepción. Esto no significa que todo lo que se encuentra en la ley humana pueda ser eliminado sin una causa justa. Además, no se puede olvidar que la ley humana determina la ley divina, se apoya en ella, y de ella saca su fuerza vinculante[23], razón por la que resulta del todo engañoso establecer un discurso donde el elemento disciplinar carecería de toda importancia doctrinal.
La ley divina es ley solo en sentido analógico respecto a la humana, eclesiástica o civil. De manera distinta a la ley humana, la divina es creadora, constitutiva de la realidad, actúa dentro del ser de las cosas, de tal modo que no es posible una excepción porque sería como pretender decir que algo no es o no debe ser lo que en realidad es. De lo contrario, se caería en la concepción voluntarista de la ley divina propia del nominalismo. Por ejemplo, no es que exista una regla divina –en el sentido de norma positiva, contingente, abstracta y extrínseca a la realidad regulada— según la cual los matrimonios deben ser indisolubles, sino que la realidad es que Dios creó al hombre y a la mujer de modo que un determinado matrimonio, si es verdadero matrimonio, es indisoluble, del mismo modo que una persona humana, por el hecho de ser hombre (y no por una norma positiva posterior), tiene derecho a la vida. Otra cosa es el modo humano (abstracto) de formular lo que llamamos leyes o principios de derecho divino: la formulación humana del derecho divino, precisamente porque tiene la limitación de la abstracción, puede ser susceptible de excepciones. Es más, en realidad la posibilidad de realizar excepciones justas a la ley humana (legítima) se basa en la no derogabilidad de la ley divina, la cual prevalece sobre la previsión abstracta humana por muy razonable y obligatoria que sea para los casos generales.
Las aparentes excepciones a la ley moral que puedan hallarse en algunos textos bíblicos deben interpretarse en el sentido de tolerancias que no legitimantes («por la dureza de vuestro corazón»[24]) pertenecientes al plano pedagógico divino, que culmina con la Revelación del Verbo encarnado. Dios sí es misterioso, y es verdad que el hombre no puede explicar totalmente su obrar, pero la razón humana fue creada por Dios para que pueda conocer la realidad, de modo que «no obrar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios»[25] La imposibilidad de derogar la ley divina no es un límite de poder, sino perfección del ser, coherencia metafísica.
Por lo que se refiere a la tolerancia, o el no reconocimiento de efectos jurídicos de una conducta o situación considerada negativa bajo el aspecto moral, hay que decir que no se trata habitualmente de una cuestión de misericordia (porque no se quita lo que se considera negativo) sino más bien de prudencia legislativa, o de la constatación de que una determinada materia carezca de relevancia jurídica. Así, la despenalización de alguna conducta inmoral (piénsese, por ejemplo, en el duelo) responde al juicio del legislador de considerar que dicho comportamiento ya no es una amenaza para la sociedad, pero no presupone ninguna actitud especial de misericordia respecto a un eventual retador, y mucho menos una valoración positiva de lo que solamente se tolera[26].
Una vez considerado el papel de la misericordia ante la norma general, y antes de estudiar cómo se lleva a la práctica en el sistema matrimonial canónico, parecen necesarias algunas reflexiones acerca de la relación de la misericordia con las de-más virtudes.
a) La prudencia. La misericordia huye de la fría operación lógica de aplicar una regla general a un caso concreto; al contrario, fija su atención en las circunstancias de la persona, considerada un ser único e irrepetible. Para practicar la misericordia no se requiere el conocimiento de una técnica ni especiales cualidades lógicas, sino la prudencia para juzgar lo que se debe hacer en el caso concreto.
b) La fidelidad. Además de la prudencia, en el momento de proveer a una solución excepcional que se separa de la norma general, se requieren también la justicia y la fidelidad, de tal modo que la excepción sea justificada y no mera inobservancia de la ley. Es frecuente en los autores clásicos apelar a las características evangélicas del buen administrador —fidelis ac prudens[27]—, que son las que aseguran que la dispensatio misericordiae no sea dissipatio. Son célebres las palabras con las que san Bernardo de Claraval exhortaba a Eugenio III a tomar la justa decisión, no porque le fuese prohibida la fidelis dispensatio, sino porque debía evitar la crudelis dissipatio[28].
c) La fe. La fidelidad hace referencia a la fe. La acción prudente y misericordiosa debe ser guiada por la fe. La prudencia del misericordioso busca la verdad de la situación personal del otro, de cuyas reales necesidades quiere hacerse cargo. La fe es una luz que ilumina el conocimiento de la realidad, que es histórica, concreta. No es la fe un conjunto de creencias teóricas, inoperantes a nivel práctico. No se puede relegar la fe al mundo de las ideas para permitir una praxis —falsamente considerada “pastoral”— contraria a ella. La pretensión de justificar una praxis independiente de la fe es contraria a la fe católica: sería una visión de la fe sin obras, propia del luteranismo[29] o un recurso ideológico y demagógico de las verdades de fe, abstractamente confesadas, pero negadas en la práctica.
Como ya se dijo, en materia de dispensatio misericordiae, de medidas excepcionales contrarias a las normas generales, es necesaria la prudencia para distinguir lo que son exigencias de la ley humana —que, aunque determine la ley divina o se apoye en ella, sigue siendo abstracta y, por tanto, susceptible de ser suspendida en un caso excepcional— de lo que proviene del derecho divino inscrito en la realidad histórica y concreta. La fe ayuda a la prudencia a cumplir esta función.
La fidelidad a la verdad es, a la vez fidelidad al bien, es decir al “verdadero bien”. Siendo la acción misericordiosa el intento de quitar la “miseria”, o sea el mal del otro, es preciso identificar prudentemente el mal del sujeto, teniendo en cuento que el bien y el mal no coinciden necesariamente con lo que el interesado pueda desear o rechazar. En la identificación del bien, y sobre todo en este punto, resulta de capital importancia la ayuda que puede prestar la fe en orden a no confundir el auténtico bien con la apariencia de él.
d) La fortaleza. Muchas veces el bien será arduo y, por tanto, será necesaria la fortaleza, también por parte de quien pretende ejercer la misericordia, como el médico que prescribe la medicina amarga o practica una dolorosa intervención quirúrgica. Esa es la fortaleza que tantas veces deben demostrar los pastores en el ejercicio de su ministerio de administración de la misericordia[30].
No se puede olvidar que en materia de misericordia es fácil conceder al sentimiento humano un papel excesivo. La misericordia comporta la compasión, “patire cum” el otro. El hombre tiende por naturaleza a manifestar esa pasión en el sentimiento. En el Evangelio hay muchos ejemplos de cómo Jesucristo, perfecto Dios y perfecto hombre, se conmueve ante las necesidades de los hombres, tanto materiales (falta de alimentos, enfermedad, muerte), como espirituales, llegando incluso a llorar, como hizo ante la muerte de un amigo y ante la ingratitud de los hombres respecto a Dios. Sin embargo, la esencia de la misericordia no consiste tanto en el sentimiento que pueda provocar la miseria ajena sino en la voluntad de remediarla. Y en todo caso no se debe confundir el justo sentimiento que acompaña de modo natural la necesidad ajena con el sentimentalismo. Este último es una desviación del sentimiento que lleva a afrontar el dolor de manera irracional o contra la verdad de las cosas. El sentimentalismo lleva a fin de cuentas a no afrontar hasta el fondo los problemas, a no eliminar los males, porque eso sería costoso, o a quitarlos causan-do otros peores.
También aquí la fe ayuda a entender que el camino que conduce al hombre a la felicidad pasa a través de la cruz de cada día. A sensu contrario, es fácil constatar cómo una sociedad secularizada y basada en el bienestar, lleva naturalmente al sentimentalismo, como se ha demostrado en las discusiones sobre temas de gran importancia moral, que, con argumentos aparentemente “misericordiosos”, han terminado llevando a las sociedades opulentas a permitir, si no a promover, conductas contrarias a la dignidad del hombre.
Siendo el sentimentalismo la preponderancia del sentimiento sobre la verdad de las cosas, el modo de razonar sentimentalista es el de presentar situaciones límite que suscitan naturalmente un sentido de compasión para concluir precipitadamente o demagógicamente con una solución irracional, es decir no adecuada al bien real e incapaz de resistir un análisis crítico racional. A pesar de su irracionalidad, el eslogan sentimentalista produce fácilmente el resultado pretendido, ya que no se busca la verdad —que requeriría una fase de reflexión— sino el sentimiento inmediato, quizá porque se considera más importante el movimiento sentimental empírico que la verdad considerada difícil o imposible de alcanza. De este modo se hace difícil el diálogo sereno y constructivo. Siendo esta la manera de obrar propia del sentimentalismo, resulta comprensible que constituya un arma codiciada por las ideologías. En materia matrimonial no faltan en la opinión pública, incluso en sectores católicos, manifestaciones de un sentimentalismo engañoso, que no responde a la verdadera misericordia, pues consiste en argumentos aparentemente misericordiosos pero contrarios a la verdad del matrimonio y, por tanto, a la dignidad del hombre y de la mujer.
e) La justicia. Finalmente, tratando de la relación de la misericordia con las demás virtudes, es necesario plantearse también el problema de la misericordia y la justicia, argumento clásico entre filósofos, moralistas y juristas.
En primer lugar, sería una postura equivocada del problema la de pensar en la justicia y en la misericordia en términos dialécticos, como si fueran dos virtudes contrapuestas o incompatibles. Ciertamente en la solución que se adopte en un caso singular hay que decidir si se debe realizar la acción justa de satisfacer un derecho o la misericordiosa para perdonar una deuda o remediar gratuitamente un mal, pero es imposible que la acción de una virtud sea contraria a otra, porque las virtudes son los hábitos operativos de la libertad que empujan a obrar moralmente bien, y no puede haber un bien moral para una virtud y al mismo tiempo malo respecto a otra, pues, aunque se dan distintas especies de virtudes por sus respectivos objetos, la razón formal del bien es genéricamente una[31] . En definitiva, una acción no puede ser moralmente buena en un aspecto y mala en otro.
Precisamente porque hay unidad del bien y diversidad de virtudes, hace falta el auriga virtutum, la prudencia, para actuar correctamente a nivel moral, practicando todas las virtudes[32]. Se ha hecho notar que la “justicia” sin la misericordia es crueldad, y la misericordia sin justicia lleva al libertinaje[33]. Mirando bien, la crueldad es en realidad injusta, y la misericordia sin justicia trae un mal mayor, a veces al mismo destinatario. La justicia precede a la misericordia en el sentido de que antes de remover gratuitamente el mal del otro hay que darle lo que es suyo[34]. En otras palabras, la misericordia se practica en la justicia y en la verdad. Se comprende, en definitiva, que la verdad sea el límite de la oikonomia reconocida por los orientales. En realidad habría que decir que la verdad no es un límite, como si se tratase de una línea extrínseca de frontera, sino que habría que afirmar más bien que la misericordia y la justicia hay que practicarlas en la verdad[35].
La misericordia en sentido estricto, precisamente por ser tal, no podrá ser requerida jurídicamente, pero no por eso es menos obligatoria a nivel moral. Se recuerda que la misericordia divina presente en los medios de salvación confiados a la Iglesia constituye derechos de los fieles respecto a los ministros que deben —con deber de justicia— administrarla. También dicha administración debe hacerse en la verdad y con justicia: los fieles tienen derecho a recibir los auténticos bienes que constituyen la verdadera misericordia (por ejemplo, la auténtica doctrina y no otra por mucho que se adapta a las costumbres). Además, la consideración de la justicia en la administración de la misericordia llevará a no realizar injustas discriminaciones.
a) La prudencia pastoral iluminada por la fe
El término pastoral tiene un contenido polisémico, pero aquí entiendo con pastoral la actividad propia del munus pascendi confiado al ordo para conducir a las almas a Dios a través de los medios salvíficos (la palabra de Dios y los sacramentos que Cristo confió a su Iglesia)[36].
Es indudable que el arte pastoral debe ser guiado por la prudencia. El primer paso de la pastoral prudente será identificar las necesidades pastorales. Es lo que ha hecho el Papa convocando las asambleas sinodales para estudiar cómo afrontar los problemas pastorales relativos al matrimonio y a la familia. Ahora hay que identificar las cuestiones concretas que se van a estudiar. En esta coyuntura histórica se añade un factor que ha adquirido especial importancia en los últimos tiempos: la opinión pública.
El hecho de poder contar son una opinión pública vivaz, con noticias de todo el mundo, tiene indudablemente muchos aspectos positivos, como permitir a los fieles participar en la vida de la Iglesia y ejercer su derecho a manifestar por el bien de la Iglesia su propia opinión basada en la ciencia y en el prestigio del que gozan[37]. Junto a estos elementos positivos no hay duda de que hay que contar con los peligros que comporta en este ámbito la discusión de temas difíciles en los que están implicados importantes bienes para el hombre. Porque la orientación de la Iglesia debe seguir la pars sanior, mientras que en esta situación se corre el riesgo de oír sobre todo la voz de la pars fortior, a veces con ingerencias ideológicas, que, apoyándose en el sentimentalismo, podrían manipular la opinión de los fieles.
Concretamente, en materia matrimonial y familiar, la opinión pública puede llevar la discusión solo al tema de los divorciados “vueltos a casar”, haciendo olvidar en la práctica los problemas de la preparación adecuada al matrimonio, la educación de los hijos —tanto de las familias normales como de las que pertenecen a otras situaciones—, del apoyo a las familias en las circunstancias ordinarias y en los momentos de crisis. Por cuanto se refiere a la cuestión de los divorciados y posteriormente casados civilmente, deseosos de recibir la comunión eucarística, está claro que se trata de un tema muy puntual, ya que el problema pastoral importante es que la inmensa mayoría de los divorciados no tiene ningún interés en acercarse a la Iglesia. Además, se trata de una cuestión propia de países ricos, pero que puede no ser el problema pastoral de muchos otros sitios donde la Iglesia está creciendo.
Ante esta situación los pastores deben actuar con extrema prudencia. Por un lado, tienen que relacionarse con los medios de comunicación, teniendo en cuenta sus características y su potencialidad evangelizadora en determinadas circunstancias, sin ceder a vanos protagonismos, ni caer en la trampa de entablar una discusión entre ellos ante los focos de todo el mundo, fomentando inútilmente divisiones o confusiones dentro del Pueblo de Dios. Por otro, los pastores deberán ejercer la fidelidad y la fortaleza para predicar la verdad del Evangelio, que no raramente se percibida como escándalo o necedad[38], resistiendo a las presiones provenientes de la opinión pública.
La prudencia pastoral debe reflejarse también, naturalmente, en el momento de identificar la solución a los problemas. En este punto es especialmente importante que la prudencia sea iluminada por la fe. Es necesaria esta virtud ante todo para afrontar la cuestión desde la perspectiva de la fe, confiando en la acción del Espíritu Santo, sin ceder al pesimismo ni a la tentación de querer lograr éxitos pastorales inmediatos y fáciles. Es necesaria la fe para tener la convicción de que los preceptos divinos ofrecen lo que conviene al hombre, lo que le da la verdadera felicidad. No basta la fe que proclama la prohibición de cambiar la doctrina, y presenta la doctrina y el derecho divino como si fueran límites inevitables, casi males para la libertad del hombre. Al contrario, la misericordia movida por la fe lleva a anunciar el mensaje cristiano porque es el que puede dar la verdadera felicidad a los hombres. Si no he entendido mal, esa es la idea principal de la Exhortación apostólica Evangelii gaudium del Papa Francisco.
b) Las exigencias pastorales en los diversos momentos del sistema matrimonial canónico
No es infrecuente referirse a la pastoral y al derecho canónico como si fuesen dos realidades, si no contradictorias, al menos difíciles de armonizar. Pero así se pierde de vista una verdad fundamental, y es que los fieles tienen derecho a la pastoral, concretamente a la pastoral realizada en la verdad. Los derechos de los fieles no son —como quisiera una concepción liberal de los derechos subjetivos— ámbitos de libertad autónoma, constituidos por lo que el sujeto desea, sino bienes objetivos de un sujeto en virtud de un título que se le atribuye; en nuestro caso, se trata de los bienes salvíficos pertenecientes a los fieles porque Cristo, en su infinita misericordia, los ha confiado a su Iglesia para que los administre fielmente. Así pues, no es derecho de los fieles lo que ellos desean recibir de los pastores, sino lo que los pastores han recibido de Cristo para administrarlo a los fieles. En otras palabras, el derecho se refiere a la pastoral ejercida en la verdad.
Considero que éste es un punto que no se debe olvidar en las distintas coyunturas que pueden presentarse en la pastoral matrimonial. Así, en el momento de la admisión a las nupcias hay que considerar con justicia y misericordia el ius connubii. En fuerza de este derecho fundamental, hay que hacer que se facilite lo más posible la celebración del sacramento del matrimonio, de modo que denegarlo debe ser claramente justificado. Desde la misericordia, habría que recordar la necesidad de actuar para preparar bien a los novios, ayudándoles a superar las posibles dificulta-des. Al mismo tiempo, hay que señalar que la admisión a las nupcias de quien no puede o no quiere celebrar un válido matrimonio sería contraria tanto a la justicia como a la misericordia. No sería acorde con la misericordia porque no se remediaría el mal de no poder o no querer contraer válido matrimonio, y además se añadiría el mal de haber celebrado falsamente una boda; y, aunque se trate de acoger una petición, en realidad se haría un mal al sujeto, porque tenía derecho no a contraer matrimonio (ya que no podía o no quería), sino a recibir orientación por parte de la Iglesia según la doctrina de Cristo sobre su situación concreta, en vez de darle una solución engañosa. Además, habría que considerar la injusticia causada a la comunidad con el permiso de una ceremonia falsa.
Análogas consideraciones podrían hacerse ante las parejas en crisis. Justicia y misericordia quieren que sean apoyadas y orientadas. En los casos en los que (incluso sin “crisis”) se dude seriamente de la validez del vínculo, el sistema matrimonial canónico prevé la averiguación de la validez del sacramento. A este propósito, parece útil alguna reflexión general sobre la materia.
Las declaraciones de nulidad, aunque no son, evidentemente, contrarias a la ley, tienen carácter excepcional respecto a la normalidad, que consiste en presuponer que una celebración formal de matrimonio constituye un vínculo matrimonial. La declaración de nulidad siempre es algo traumático para la comunidad y sobre todo para los propios interesados, aunque sea fuertemente deseado por alguno de ellos e independientemente de que haya habido o no mala fe por parte de alguno, porque se viene a descubrir la falsedad de la apariencia de un gran bien, como es el matrimonio, vivido quizá durante años, cuya veracidad está además fuertemente garantizada por una forma solemne ad validitatem. Por eso, más allá de la corrección con la que se pronuncien las sentencias de nulidad del matrimonio, el mero hecho de que haya un elevado número de sentencias de nulidad hace el sistema matrimonial canónico paradójico, con el resultado de que pierde credibilidad ante los fieles y la gente en general. Sin duda, apelar a los procesos de nulidad para resolver una situación general resulta contradictorio. No es extraño que a medida que crece la descristianización de la sociedad aumenten los casos reales de nulidad, pero ante tal situación los esfuerzos pastorales tienen que ir en el sentido de prevenir la nulidad: el verdadero problema no es tanto cómo declarar nulos los matrimonios que lo son (existe ya un sistema para hacerlo, aunque su funcionamiento puede perfeccionarse), sino cómo evitar que los matrimonios celebrados sean nulos. Además, el mero hecho de combinar en un discurso general el problema de los fieles unidos en una segunda unión después del matrimonio canónico al de la nulidad matrimonial refleja una voluntad de instrumentalizar las nulidades matrimoniales con el fin de la regularización externa de ciertas situaciones, desinteresándose de la verdad y aumentando el descrédito del sistema.
La tradición canónica ha construido un sistema procesal dirigido a verificar la verdad de la existencia del vínculo matrimonial, el cual, por mucho que sea, lógicamente, perfectible, sobre todo a nivel práctico, refleja un gran respeto por las personas y es garantía de la búsqueda de la verdad sustancial. Durante un proceso de nulidad los pastores implicados tienen no pocas ocasiones de demostrar un servicio auténticamente pastoral en favor de las partes, respetando en todo caso el derecho al justo proceso y todos los derechos, de las partes y de la comunidad, implicados.
Por lo que respecta a las sentencias, existe el derecho al proceso justo y a la sentencia justa, pero no a la “nulidad”, aunque sea lo que quieren los cónyuges. Se sigue que una posible sentencia favorable a las expectativas de los cónyuges pero contraria a la verdad, aunque solo sea por falta de certeza moral, es un acto injusto respecto a los cónyuges y a la comunidad, y, siendo injusto (porque quita ilegítimamente lo que pertenece a sus titulares), no puede de ningún modo ser misericordioso. Afirmar que consta la nulidad cuando en cambio no es así comporta la negación del derecho —del bien objetivo— que los interesados tienen de saber cuál es el juicio de la Iglesia sobre su situación (aunque ellos no tengan interés real en saberlo).
La Iglesia debe estar al servicio de las conciencias, iluminándolas y guiándolas con la luz de la fe. La sentencia injusta confunde las conciencias. No es posible saber con certeza qué sucede en lo íntimo de las personas, pero incluso en la mejor de las hipótesis, o sea cuando una sentencia pro nullitate quite toda responsabilidad moral a los cónyuges de buena fe, en realidad, induciéndoles a error, no se les da un bien, aunque, haciéndolo así, vengan satisfechos sus deseos, porque la privación del conocimiento de la verdad sobre su ser personal es ciertamente un mal (además del riesgo de que en otra fase de su vida pueda reaparecer la cuestión) y la felicidad fundada en la verdad es bastante más consistente que la basada en el error. Llamar “pastoral” a la solución que esconde la verdad con la esperanza de que haya buena fe basada en el error es desnaturalizar la finalidad pastoral hasta el paroxismo. Es cierto que en circunstancias límite es posible dejar a las personas en el error —el caso clásico del matrimonio putativo—, pero una cosa es dejar una situación preexistente porque no es posible un bien mayor y otra es llevar positivamente a esa condición. Sin duda, la responsabilidad moral objetiva derivada de la acción de emitir conscientemente una sentencia nula es enorme, por el daño ocasionado a las partes y a toda la comunidad (evidentemente, esta reflexión se refiere a la acción objetiva en sí, ya que sobre la conciencia, tanto de las partes como del juez, no se puede, lógicamente, saber nada).
También sería igualmente injusta una sentencia que niegue la nulidad del matrimonio cuando consta que lo es, o se podría constatar si se realizase el proceso correctamente, como también es injusto el proceso que dura más de lo necesario por falta de la debida diligencia o pericia.
El sistema matrimonial canónico, y de modo especial lo dicho acerca de las sentencias de nulidad, se apoya en la presunción de la validez del matrimonio celebrado según la forma establecida, de tal modo que para declararlo nulo debe constar con certeza moral la nulidad del vínculo. Se podría preguntar si dicha presunción no pueda ser anulada, o al menos suspendida, en casos excepcionales por motivos de misericordia, ya que parece tratarse de un principio de derecho eclesiástico. El tema excede los límites del presente trabajo. Baste aquí presentar algunas consideraciones generales, dejando claro que el argumento se debe desarrollar, con las oportunas distinciones.
Ante todo, la presunción de que se trata responde a una necesidad de la convivencia humana: la presunción de la validez de los actos hechos del modo adecuado respecto a sus elementos externos, de los que trata el c. 124 §2, es considerada la regina praesumptionis; sería absurdo no presumir la validez de los actos realizados, porque poner en duda cualquier cosa hacía imposible la vida social. El permiso de contraer un segundo matrimonio en el caso de duda sobre la existencia de la validez del primero, o sea sobre la existencia del impedimento de vínculo, comportaría la admisión de la celebración de un segundo matrimonio que nacería objetivamente dudoso (privado de la presunción de validez); además del daño social que esto comportaría, habría que ver hasta qué punto sería una solución misericordiosa, porque llevaría a hacer una acción moralmente dudosa (la celebración del segundo matrimonio) en materia tan grave y, sobre todo, habría que preguntarse qué pasaría con el primer matrimonio dudoso.
A propósito de este problema específico, aunque en realidad es una consideración a tener presente en toda la pastoral matrimonial, es significativo que uno de los criterios prudenciales que determinan la oportunidad o no de la dispensatio misericordiae indicado de la doctrina clásica canonista sea el periculum animae del beneficiado[39]. La suprema ley de la Iglesia es la salus animarum como se recuerda al final del Código de derecho canónico, en el sentido de que el bien que debe alcanzar el orden eclesial es la salvación de las almas, uniuscuiusque animae, y ese debe ser el fin de toda acción verdaderamente pastoral.
Naturalmente este discurso presupone una perspectiva de fe y una visión de la vida humana en clave de eternidad. Concretamente, para valorar el periculum animae de la que hablaban los clásicos es absolutamente necesaria la fe en el infierno como lugar de condena eterna[40]. Si no se cree en esta verdad de fe (que manifiesta la grandeza y el misterio de la libertad humana y de la misericordia y justicia de Dios), o se deja aparte, o se piensa que esa pena se reserva a pocos responsables de delitos horrendos, o incluso que el infierno está en realidad vacío, lo que se vacía no es el infierno en sí sino el dogma y todo el razonamiento sobre el comportamiento moral. No podemos olvidar las frecuentes referencias de Jesucristo, “misericordia encarnada”, sobre el tema.
c) Derecho y misericordia respecto a los fieles divorciados vueltos a casar civilmente
Finalmente, hay que preguntarse cómo se articulan la justicia y la misericordia en la acción pastoral sobre los fieles alejados del camino institucional de la Iglesia, en particular con los civilmente divorciados y vueltos a casar. También a esos fieles hay que ofrecer el camino de la salvación, poniendo en práctica la suprema ley de la Iglesia. Por muy alejados que estén, siempre tienen derecho a recibir la palabra de Dios y el apoyo de la Iglesia para caminar hacia la salvación.
Sobre este punto más que sobre otros deben tenerse presentes las consideraciones propuestas más arriba sobre la verdadera naturaleza de la misericordia y las relaciones con las demás virtudes, así como una visión realista del reto pastoral que se presenta. La presión social que quiere desnaturalizar la doctrina católica sobre el matrimonio, que emplea con frecuencia los argumentos demagógicos propios del sentimentalismo, es evidente. Estando así las cosas, parece muy importante afrontar el discurso pastoral desde la perspectiva de la fe.
La fe lleva ante todo a no intimidarse ante la situación actual y estar convencidos de que la fe trae la felicidad al hombre, de modo que, en vez de acomodar el Evangelio a las costumbres sociales, hay que exhortar a los hombres a que adecuen su conducta al Evangelio. Esa fue la actitud de los primeros cristianos, y también de los evangelizadores de los pueblos paganos, que lograron cambiar concepciones del hombre y de la familia y costumbres bastante distantes de la enseñanza cristiana.
La fe es necesaria también para identificar el auténtico bien de las personas. Aunque el problema de los cristianos divorciados consiste en que la mayoría perseveran en su voluntad de permanecer alejados de la Iglesia, son objeto de especial atención los casos de aquellos fieles que desean volver. La cuestión se ha concretado —tal vez en términos un poco simplistas— en la posibilidad o no de administrar la comunión a esos fieles. Me parece que la cuestión debería hacerse en el sentido de preguntarse, desde la perspectiva de la fe, si la comunión eucarística es un bien para ellos, un bien, es decir, que les ayude a lograr la comunión eterna o, al contrario, si no va a ser para ellos su «propia condena»[41], ya que el acto justo y misericordioso no es necesariamente dar lo que el otro pide sino darle su bien. Además, no se deben olvidar los bienes de las otras personas, de modo especial el de los hijos de esas parejas.
Considero que antes de buscar nuevas respuestas, se reconsidere el último magisterio a propósito. En particular, habría que considerar de nuevo el n. 84 de la Exhortación apostólica de san Juan Pablo II, Familiaris consortio (22-IX-1981), que exhorta a los pastores a saber distinguir las diversas situaciones, a no cansarse de poner a disposición de esos fieles los medios de salvación y a ayudarles «procurando con solicita caridad que no se consideren separados de la Iglesia». Esto documento, al recordar la praxis, «fundada en la Sagrada Escritura, de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados vueltos a casar» porque están en una condición de vida que contradice objetivamente el significado de la Eucaristía, así como la de no realizar ceremonias que puedan inducir a error acerca de la indisolubilidad del matrimonio, enseñaba la posibilidad de administrar el «sacramento de la penitencia —que abriría el camino al sacramento eucarístico—» a aquellos fieles que, aunque no puedan separarse por motivos serios, estén verdaderamente arrepentidos, indicando que el auténtico arrepentimiento comportaría asumir el compromiso de vivir la continencia plena.
A alguno podrá parecer decepcionante esta respuesta, como si hubiera que cambiar la doctrina y la praxis para poder practicar la misericordia. Es más, queriendo ser más misericordiosos, se postula la posibilidad de administrar la Eucaristía a esos fieles después de haberles acompañado por un camino de “penitencia”, pero que no llevaría a un cambio de vida, por lo que no se ve dónde está la penitencia ni la remoción del mal o qué bien se concede a la persona, o sea, no se ve dónde está la misericordia. Y mucho menos la fe: el deseo de alcanzar la comunión eucarística independientemente del discurso sobre la salvación del alma y la concesión de la imposibilidad de la comunión como prohibición disciplinar desligada del dato doctrinal y óntico, es decir, como si se tratase de una cuestión de estética comunitaria, de orden de una comunidad terrena que admite o rechaza a sus miembros, hacen pensar que se está olvidando la realidad de la Eucaristía y la dimensión escatológica de la Iglesia. Y tampoco se ve la esperanza ya que, ofreciendo una falsa esperanza, se está en realidad desesperando de poder encontrar una solución verdadera para tales situaciones.
Por lo que se refiere al perfil jurídico, hay que decir que dejar a una persona en el camino que objetivamente no conduce a la salvación —dejando claro que la persona singular puede salvarse por la misericordia de Dios, ya que no es posible juzgar su conciencia— y acompañarla pero sin ayudarla a cambiar de camino, es más, cambiando la señal de tráfico, es un acto gravemente injusto para ella, ya que tiene derecho al menos a conocer la “señalética” de la Iglesia. No se puede decir que se trate de un acto de dispensatio misericordiae, sino, en terminología clásica, una crudelis dissipatio.
En cambio, mirando bien, la solución de la Familiaris consortio comporta hacerse cargo de las personas, dándoles una real esperanza, que pasa, y no por casualidad, por la cruz. Para llegar a esa solución es preciso escuchar atentamente a los interesados. Difícilmente se podrá alcanzar esa solución en reuniones de grupo, sino que vendrá tras un paciente trabajo de confesionario, escuchando atentamente a la persona, o en conversaciones amigables confidenciales. Y eso es cansado. En esas conversaciones se procurará ayudar a la persona a ponerse ante la propia conciencia, iluminándola con la luz de la fe, y orientándola para que tome decisiones que la lleven a la vida eterna, haciéndole notar el periculum animae. Y eso es agotador. Con la gracia de Dios se puede llegar al arrepentimiento, que comporta la metanoia, es decir la decisión de cambiar de vida. No siendo la unión actual auténticamente matrimonial (y de eso existe certeza, independientemente de la eventual duda sobre el precedente matrimonio), resulta respetuoso de la dignidad de la persona que se comporte en consecuencia; la plena continencia de la que habla la Familiaris consortio parece como el único modo para no banalizar la sexualidad y de hacer posible la reconciliación. La solución parece ciertamente difícil, pero con la ayuda de la gracia, con el apoyo pastoral, que acompaña en el camino de la reconciliación, siempre es posible.
Se constata, en definitiva, la necesidad de no perder de vista la naturaleza de la auténtica misericordia: «La verdadera misericordia se hace cargo de la persona, la escucha atentamente, se acerca con respeto y con verdad a su situación, y la acompaña en el camino de la reconciliación. Y esto es cansado, sí, ciertamente»[42]. Pero es la verdadera misericordia, la que hace felices a quien la recibe y a quien la practica.
Eduardo Baura. Pontificia Universidad de la Santa Cruz
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Jesucristo, justo y misericordioso
[1] «Beati misericordes, quoniam ipsi misericordiam consequentur. Misericordem esse est habere miserum cor de miseria aliorum: tunc autem habemus misericordiam de miseria aliorum, quando illam reputamus quasi nuestram. De Nuestra autem dolemus, et studemus repellere. Ergo tunc vere misericors es, quando miseriam aliorum studes repellere. Est autem duplex miseria proximi. Prima in istis rebus temporalibus; et ad istam debemus habere miserum cor; I Io. III, 17: qui habuerit substantiam huius mundi, et viderit fratrem suum necesse habere, et clauserit viscera sua ab eo, quomodo caritas Dei manet in eo? Secunda qua homo per peccatum miser efficitur: quia, sicut beatitudo est in operibus virtutum, ita miseria propria in vitiis; Prov. XIV, 34: miseros facit populos peccatum. Et ideo quando admonemus corruentes ut redeant, misericordes sumus; infra IX, V. 36: videns autem Jesus turbas, misericordia motus est. Isti ergo misericordes beati». SANTO TOMÁS DE AQUINO, Super Evangelium Matthaei, cap. 5, lc. 2.
[2] Para ver en qué sentido se puede afirmar que la gracia es superior a la creación, cfr. S. Th., I-II, q. 113, a. 9.
[3] Ef 2,4.
[4] Cfr. Heb 4,15 y Fil 2,6-8.
[5] El c. 213, en efecto, reconoce el derecho de todos los fieles «de recibir de los sagrados pastores las ayudas derivadas de los bienes espirituales de la Iglesia, sobre todo de la palabra de Dios y de los sacramentos».
[6] Sobre el fundamento de la existencia del derecho en la Iglesia en la dimensión de justicia ínsita en los sacramentos y en el depósito de la fe, cfr. J. HERVADA, Las raíces sacramentales del derecho canónico, en «Ius Ecclesiae» 17 (2005), pp. 711-739.
[7] Cfr. Ef 5,31-32.
[8] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1601-1605, 1612-1617 e 1655-1658.
[9] Cfr. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, lib. V, n. 10.
[10] Cfr. SAN RAIMUNDO DE PEÑAFORT, Summa de iure canónico (ed. X. Ochoa – A. Díez, Roma 1975), II, 27, 6, coll. 143-144.
[11] Esto se refleja en el célebre trinomio rigor iuris, aequitas y dispensatio: «Et nota quod aliud est rigor, aliud est ius, aliud est dispensatio […] Rigor non est servandus, nisi ubi timetur exemplum mali […] Dispensatio est idem, quod iuris relaxatio: et ea non est utendum nisi sit necessitas, vel utilitas. Ius autem media strata incedit inter rigorem, et dispensationem […] Ius autem est aequitas, id est aequalitas, ius suum unicuique tribuens, bonis praemia, malis supplicia: hoc debet iudex semper observare» (D.50 c.25 gl. v. detrahendum est).
[12] La expresión «dispensatio misericordiae» es de un pasaje del Decreto de Graciano (C.1 q.7 d.a. c.6), precisamente el comentado por Rufino cuando propone la definición de dispensa –a la que mirará la canonística posterior– como una específica institución con la que la autoridad puede conceder una excepción a la ley («iusta causa facente ab eo, cuius interest, canonici rigoris casualis facta derogatio»). RUFINO, Summa decretorum, ed. H. Singer (Paderborn 1902=Aalen 1963), ad C.1 q.7 d.a. c.6, p. 234.
[13] Sobre el tema, cfr. E. BAURA, La dispensa canonica della legge, Milán 1997, en especial pp. 7-33.
[14] Cfr. S. BERLINGÒ, La causa pastorale de la dispensa, Milán 1978, pp. 13-98.
[15] En el ámbito católico, durante los trabajos de preparación del vigente Código de los cánones de las Iglesias orientales, se hicieron propuestas de definición de la economía, que no llegaron a puerto. Cfr. E. JARAWAN, Révision des canons De normis generalibus – Canons préliminaires au Code tout entier, en «Nuntia» 10 (1980), pp. 92-94 e I. ZUZEK, L’économie dans les travaux de la Commission Pontificale pour la Révision du Code de Droit Canonique Oriental, en «Kanon» 6 (1983), pp. 67-83.
[16] Cfr. P. L’HUILLIER, L’Economie dans la tradition de l’Eglise Orthodoxe, en W.M. PLÖCHL (editor), Oikonomia, Mischehen, Wien 1983, p. 24.
[17] Para una primera aproximación a la noción de oikonomia, con abundante bibliografía, cfr. P. GEFAELL, s.v. Oikonomia, en J. OTADUY - A. VIANA - J. SEDANO (editores), Diccionario General de Derecho Canónico, vol. V, Cizur Menor 2012, pp. 695-700.
[18] Hay quien afirma que el divorcio ortodoxo no sería por economía sino por ley (cfr. B. PETRÁ, Il concetto di ‘economia ecclesiastica’ nella teologia ortodossa, en «Rivista di teologia morale» 14 [1982], pp. 511-512), pero se trataría en todo caso de una ley nacida de una praxis oikonomica.
[19] Algunos hablan de la “muerte” del matrimonio (cfr. B. PETRÁ, Il matrimonio può morire? Studi sulla pastorale dei divorciados risposati, Bolonia 1996), pero afirmar que se puede celebrar una segunda unión porque el precedente matrimonio está muerto equivale a negar la indisolubilidad del matrimonio.
[20] Cfr. SAN JUAN PABLO II, Discurso a la Rota Romana, 21 gennaio 2000, in AAS, 92 (2000), pp. 350-355. En este discurso el Romano Pontífice se refería al «límite de la potestad del Sumo Pontífice respecto al matrimonio rato y consumado, que “no puede ser disuelto por ninguna potestad humana y por ninguna causa, excepto la muerte” (CIC, c. 1141; CCEO, c. 853). Esta formulación del derecho canónico no es de naturaleza solamente disciplinar o prudencial, sino que corresponde a una verdad doctrinal mantenida desde siempre en la Iglesia. Sin embargo, se va difundiendo la idea según la cual la potestad del Romano Pontífice, siendo vicaria de la potestad divina de Cristo, no sería una de esas potestades humanas a las que se refieren los cánones citados, y por tanto podría tal vez extenderse en algunos casos también a la disolución de los matrimonios ratos y consumados. Frente a las dudas y perplejidades que podrís surgir, es necesario reafirmar que el matrimonio sacramental rato y consumado no puede ser disuelto jamás, ni por la potestad del Romano Pontífice». Tras diversas citas magisteriales en este sentido, san Juan Pablo II concluía: «El Romano Pontífice tiene la “sacra potestas” de enseñar la verdad del Evangelio, administrar los sacramentos y gobernar pastoralmente a la Iglesia en nombre y con la autoridad de Cristo, pero dicha potestad no incluye en sí ningún poder sobre la Ley divina natural o positiva […] Resulta, pues, con claridad que la no extensión de la potestad del Romano Pontífice a los matrimonios sacramentales ratos y consumados es enseñada por el Magisterio de la Iglesia como doctrina que debe considerarse definitiva, aunque no haya sido declarada de forma solemne mediante un acto definitivo».
[21] Algunas Iglesias ortodoxas bendicen las nuevas uniones, mientras que otras, siguiendo la tradición, consideran que deben limitarse a admitirlas por oikonoimia. En todo caso, la nueva unión no se considera sacramental.
[22] Por eso hay que ser muy cautos en el momento de recibir valoraciones históricas sobre la praxis y la doctrina subyacente en materia de medidas contrarias a la habitual disciplina eclesiástica. Además, es importante realizar las investigaciones históricas con seriedad, sin intereses ideológicos. Por ejemplo, en años de encendido debate sobre la pastoral sacramental, un trabajo aparentemente importante por las novedades históricas presentadas fue inmediatamente calificado en una recensión de un especialista en la materia como un «bluff» «escrito con notable habilidad periodística» (H. CROUZEL, Recensione a “G. Cereti, Divorzio, Nuove nozze e Penitenza en la Iglesia primitiva. Studi e ricerche. Bolonia, Ed. Dehoniane, 1977, 8°, 416”, en «Civiltà Católica» n. 3045 del 2 abril 1977, pp. 304-305).
[23] Cfr. SAN AGUSTÍN, De libero arbitrio, 1, c.5, 11, in PL 32, col. 1227 e SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I-II, q.95, a.2.
[24] Mt 19,8.
[25] Cfr. BENEDICTO XVI, Discurso en la Universidad de Ratisbona, 12-IX-2006, en www.vatican.va.
[26] La dissimulatio, o ficción por parte de la autoridad de no conocer la existencia de una determinada situación o acción ilegítima, tiene características similares a la tolerancia. Pues, al contrario que la dispensa, no produce ningún efecto jurídico, es decir, no pretende crear un nuevo derecho. La dissimulatio puede referirse también a situaciones contrarias al derecho divino, que no quedan legitimadas sino simplemente no sancionadas de hecho. La disimulación debe hacerse solo tras una ponderación prudente de su conveniencia para verificar si disimulando se evitan males mayores que los que se producirían sancionando una determinada conducta; en todo caso, no es legítima la dissimulatio que comporta una lesión de los derechos de los demás o, como puede suceder más a menudo en el caso de la disimulación, de la comunidad (bastaría pensar en el mal causado a la comunidad y a las personas singulares, reconocido en los últimos años, por causa de una imprudente e injusta dissimulatio de la conducta delictiva de algunos clérigos respecto a niños). Sobre la dissimulatio y la tolerancia en el derecho canónico, vid. G. OLIVERO, “Dissimulatio” e “tolerantia” nell’ordinamento canónico, Milán 1953.
[27] Cfr. Mt 24,45 y Lc 12,42.
[28] «”Quid?” inquis. “Prohibes dispensare?” Non, sed dissipare. Non sum tam rudis, ut ignorem positos vos dispensatores, sed in aedificationem, non in destructionem. Denique quaeritur inter dispensatores, ut fidelis quis inveniatur. Ubi necessitas urget, excusabilis dispensatio est; ubi utilitas provocat, dispensatio laudabilis est. Utilitas dico communis non propria. Nam cum nihil horum est, non plane fidelis dispensatio, sed crudelis dissipatio est» (SAN BERNARDO DE CLARAVAL, De consideratione, 3.4.18 [PL 182, col. 769]).
[29] Cfr. Sant 2,14-24.
[30] A propósito de las características que deben adornar a los obispos, afirmaba recientemente el Papa: «La valentía de morir, la generosidad de ofrecer la propia vida y de gastarse por el rebaño están inscritas en el ADN del episcopado. La renuncia y el sacrificio son connaturales a la misión episcopal» (FRANCISCO, Discurso a la Congregación de obispos, 27-II-2014, en «L’Osservatore Romano» 28-II- 2014, p. 8).
[31] SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I-II, q. 60, a. 1.
[32] Precisamente por eso, el arte jurídico está siempre vinculado a la prudencia, hasta el punto de conocerse la ciencia jurídica con el nombre de “jurisprudencia”. Santo Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles, habla de la gnome come parte de la virtù de la prudencia que es capaz de captar la solución justa del caso concreto cuando requiere separarse de la regla general (cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 48, a. 1).
[33] «Iustitia sine misericordia crudelitas est, misericordia sine iustitia mater est dissolutionis» (IDEM, Super Evangelium Matthaei, cap. 5, lectio 2).
[34] Como ha enseñado Benedicto XVI «la caridad excede la justicia, porque amar es dar, ofrecer de lo “mio” al otro; pero nunca se da sin la justicia, la cual induce a dar al otro lo que es “suyo”, lo que le corresponde en razón de su ser y de su obrar. No puedo “dar” al otro de lo mio, sin haberle dado en primer lugar lo que le compete en justizia. Quien ama con caridad a los demás es ante todo justo con ellos» (BENEDICTO XVI, Encíclica Caritas in veritate, 29-IV-2009 n. 6).
[35] Sobre la necesidad de no disociar la misericordia de la verdad, el Papa recordó recientemente: «Verdad y misericordia: no las separemos. Nunca. “La caridad en la verdad –nos recordó el Papa Benedicto XVI– es la principal fuerza propulsiva para el verdadero desarrollo de toda persona y de la humanidad entera” (Caritas in veritate, 1). Sin la verdad, el amor se queda en una caja vacía, que cada uno llena a su propia discreción: y “un cristianismo de caridad sin verdad puede ser fácilmente cambiado por una reserva de buenos sentimientos, útiles para la convivencia social, pero marginales”, que en cuanto tales no inciden en los proyectos y procesos de construcción del desarrollo humano (ibid., 4)» (FRANCISCO, Discurso a la 66ª Asamblea General de la Conferencia episcopal italiana, 19-V-2014), en www.vatican.va.
[36] Sobre el significado de la pastoral y sobre todo de su relación con el derecho, cfr. E. BAURA, pastorale e derecho nella Iglesia, in Vent’anni di esperienza canonica: 1983-2003, Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, Vaticano 2003, pp. 159-180.
[37] Cfr. cc. 208 y 212, §§ 2 y 3.
[38] Cfr. 1Cor 1,23.
[39] Así se expresaba, por ejemplo, el Cardenal Ostiense, considerado un representante emblemático de canonista atento a las exigencias pastorales. Cfr. ENRICO DA SUSA, Summa aurea, (Lyon 1537=Aalen 1962), lib. I, de officio archidiaconi, fol. 62rb e IDEM, In quinque Decretalium libros commentaria (Venetiis 1581=Torino 1965), ad X 3.5.30, fol. 25vb.
[40] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1033-1037.
[41] 1Cor 11,29.
[42] FRANCISCO, Discurso a los párrocos de Roma, 6-III-2014, en www.vatican.va.
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