La tarea de la nueva evangelización incluye suscitar la fe y transformar el mundo según el diseño de Dios. El anuncio de la fe no se reduce a llegar a los individuos uno a uno, sino que aspira también a alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio la cultura de cada civilización. El mensaje cristiano tiene una fuerza que transforma la existencia personal y colectiva, y que, en consecuencia, se materializa en los estilos de vida, las instituciones, las expresiones artísticas
A lo largo de su vida, san Josemaría predicó incansablemente que todos los bautizados están llamados a la santidad, y que esta se puede alcanzar en el ejercicio de cualquier profesión honesta. Fue un mensaje novedoso, que abría horizontes insospechados a la vida cotidiana de tantos cristianos: «Lo que a ti te maravilla a mí me parece razonable. −¿Que te ha ido a buscar Dios en el ejercicio de tu profesión? Así buscó a los primeros: a Pedro, a Andrés, a Juan y a Santiago, junto a las redes: a Mateo, sentado en el banco de los recaudadores... Y, ¡asómbrate!, a Pablo, en su afán de acabar con la semilla de los cristianos»[1].
Dentro de los planes del Señor, el trabajo no ocupa una situación periférica o accidental. Es algo más que un modo de asegurarse la subsistencia. Incluso desde el punto de vista humano, «es testimonio de la dignidad del hombre, de su domino sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad»[2]. Y la mirada de fe descubre es esta actividad un modo de participar en la obra de la creación y la redención[3]; el valor del trabajo se engrandece, porque aparece como «medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora»[4]. Resulta lógico, por lo tanto, que consideremos la trascendencia que esta realidad tiene para la misión de la Iglesia, especialmente en la tarea de la nueva evangelización.
Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, quiso compartir también la condición de trabajador, y ejercer una profesión concreta. El Evangelio recoge que sus paisanos lo reconocían como el hijo del artesano[5], y en su predicación encontramos numerosos ejemplos tomados de las labores cotidianas de los hombres y mujeres de su tiempo: la agricultura[6], el cuidado del hogar[7], el comercio[8]. El mundo del trabajo no le era ajeno, y entendía lo que implica desarrollar un oficio, que conlleva unos conocimientos y habilidades particulares.
San Lucas señala en su Evangelio que, durante su infancia, «Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres»[9]. Esto se daría también a través del trabajo diario en el taller de san José. Y es que la profesión es un cauce para el desarrollo de la propia personalidad; en buena medida, configura un modo de ser particular: un administrador aprende a ser minucioso en las cuentas, los periodistas desarrollan aptitudes comunicativas, etc. A través de una labor ejercida durante años, si la persona no cede a la rutina, consigue crecer y fomentar distintas aptitudes, hasta llegar al punto de que con razón puede estar orgullosa de su propia actividad; desarrolla la ilusión profesional.
Pero la profesión no es simplemente un recurso para cultivar una actividad a la que más o menos nos sentimos inclinados. Precisamente porque nos coloca en un determinado lugar dentro la comunidad humana, la profesión supera el ámbito privado y alcanza una evidente dimensión social. Ante los demás ciudadanos, uno aparece como obrero, vendedor, profesor, agricultor, etc. Y, precisamente desde esa posición, la persona se inserta en una red de relaciones profesionales, en la que se da un intercambio recíproco de bienes y servicios. El resultado final es mayor del que cada persona podría conseguir sola, con sus propias fuerzas. Por ejemplo, para levantar un rascacielos moderno hace falta la colaboración de miles de obreros, técnicos e ingenieros de la empresa constructora; pero además, este trabajo sería imposible sin los servicios administrativos, que se reciben de otras compañías, así como la asesoría financiera externa y las mismas facilidades que la autoridad pública puede conceder, teniendo en cuenta la importancia social del proyecto.
Especialmente hoy en día, ejercer la profesión implica relacionarse con muchas personas sin las que no podríamos alcanzar objetivos comunes. Se habla, con razón, de que somos interdependientes, al constatar −entre otras cosas− que es indispensable establecer relaciones profesionales. Relaciones que, no obstante, son siempre entre personas y, en este sentido, exigen que se cultiven de un modo adecuado a la dignidad del ser humano. Por lo tanto, en este intercambio de servicios, además de las lógicas consideraciones de eficiencia y productividad, no podemos olvidar su clara dimensión ética. Así lo advertía Benedicto XVI: «El riesgo de nuestro tiempo es que la interdependencia de hecho entre los hombres y los pueblos no se corresponda con la interacción ética de la conciencia y el intelecto, de la que pueda resultar un desarrollo realmente humano. Sólo con la caridad, iluminada por la luz de la razón y de la fe, es posible conseguir objetivos de desarrollo con un carácter más humano y humanizador»[10].
La actividad profesional perdería su sentido si no contribuyera a la perfección global de la persona y, en último término, si no ayudara a que los hombres y las mujeres respondieran a su llamada a la santidad. Y, sin embargo, no es extraño encontrarse con planteamientos, tanto teóricos como prácticos, que lesionan la dignidad del hombre por subrayar excesivamente la capacidad productiva de los individuos, y reducir la finalidad del trabajo al simple aumento del consumo. Llegan incluso a pensar que se puede construir una civilización fundada únicamente en el egoísmo, y consideran al trabajador como una simple pieza más de una gran maquinaria productiva.
El Papa Francisco, reflexionando sobre los problemas que actualmente aquejan a muchos países, ha señalado claramente los límites de dichos planteamientos reduccionistas: «La crisis mundial que afecta a las finanzas y a la economía pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo, la grave carencia de su orientación antropológica, que reduce al hombre a una sola de sus necesidades: el consumo. Y peor todavía, hoy se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del “descarte”. Esta deriva se verifica a nivel individual y social»[11].
Ante este panorama, los cristianos están llamados a demostrar, con hechos, que se pueden desarrollar actividades profesionales que, al mismo tiempo que resultan beneficiosas y productivas, ayudan a las personas del entorno laboral a perfeccionarse como personas. Se trata de la importante tarea de ordenar rectamente las tareas temporales[12]. En cierto modo, hace falta redescubrir el auténtico sentido de la profesionalidad, que es un valor compartido en muchas culturas.
¿Cuál es el perfil de un buen profesional? Inmediatamente, viene a la mente que esa persona tiene que realizar con competencia su trabajo: ofrecer un producto de calidad, dominar los peculiares conocimientos técnicos de la profesión, tener las destrezas necesarias para utilizar ciertas máquinas o programas informáticos. A esto habría que añadir otras aptitudes y hábitos, que facilitan el trabajo de todo el equipo y de los clientes: la puntualidad en las reuniones, el trato afable en la oficina o en la fábrica, la lealtad de quien no genera conflictos entre los compañeros y los dirigentes, etc.
La lista anterior podría seguir creciendo indefinidamente. En cualquier caso, resulta evidente que las virtudes contribuyen al buen acabamiento de la actividad laboral. Y, en este punto, todos los bautizados pueden dar un testimonio claro de cómo su fe contribuye a la perfección de la persona, incluida la dimensión profesional. Y no porque busquen una ocasión para la autoafirmación, sino porque consideran el trabajo como un campo privilegiado para llevar, con naturalidad, el mensaje del Evangelio, de servir a los hombres, en todas sus dimensiones. Así lo decía san Josemaría: «No creo en la rectitud de intención de quien no se esfuerza en lograr la competencia necesaria, con el fin de cumplir debidamente las tareas que tiene encomendadas. No basta querer hacer el bien, sino que hay que saber hacerlo. Y, si realmente queremos, ese deseo se traducirá en el empeño por poner los medios adecuados para dejar las cosas acabadas, con humana perfección»[13].
Cuando un cristiano, a pesar de sus personales limitaciones, se empeña por ser un buen profesional, adquiere un prestigio tal que facilita el apostolado en su ambiente de trabajo, y esta actitud se convierte en un motivo que invita a los demás a acercarse a la fe católica. Se trata de un testimonio de vida cristiana al que son especialmente sensibles los hombres y mujeres que se desenvuelven en una cultura que aprecia el trabajo bien hecho. Es un ámbito al que podemos aplicar la siguiente invitación de Benedicto XVI: «La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó»[14].
Desde los más variados ámbitos profesionales, se puede contribuir a la tarea de la nueva evangelización. Esto implica, sin lugar a dudas, presentar un estilo de trabajo, de relacionarse con los demás, que probablemente contrastará con otras prácticas que no responden a la llamada a la santidad de todos los hombres. En estas circunstancias, la unidad de vida de los creyentes cobra una especial relevancia.
Los hijos de Dios no se pueden conformar con ocupar posiciones influyentes en su ámbito laboral (en los negocios, asociaciones profesionales, sindicatos) si no ponen lo que esté de su parte para cambiar las prácticas que se oponen a la dignidad de la persona. Al contrario, deben aprovechar las oportunidades que tengan para que la organización o empresa fomenten un ambiente que promueva el desarrollo humano, al mismo tiempo que consigue ser rentable. Y no sólo porque se ofrece capacitación profesional, sino también porque las condiciones laborales faciliten a los empleados dedicar el tiempo necesario a cultivar el trato con Dios, las relaciones familiares, algunas aficiones.
Por otro lado, es evidente que en la actividad profesional hay situaciones en las que se pone a prueba la coherencia cristiana: invitaciones de compañeros a sacar provecho personal a costa de perjudicar los recursos de la empresa; ofrecer servicios que, aunque a primera vista parece que cumplen lo estipulado en el contrato, pasado el tiempo perjudican a los clientes; estrategias de competencia desleal; etc. A veces se plantean como condiciones que deberían ser aceptadas porque “así es como funcionan las cosas”, o “lo venimos haciendo de este modo por mucho tiempo”. Incluso pueden ser prácticas que, por un defecto de la legislación, no acarrearían repercusiones legales, pero que para el cristiano resulta evidente que no responden a la ley de Dios.
Es el momento de recordar que el Señor quiere que seamos, también en nuestro ambiente de trabajo, esa sal de la tierra que no puede perder su sabor[15], y que para contribuir a la misión del Iglesia hemos de vencer los respetos humanos y el miedo a condicionar la trayectoria profesional. Últimamente el Papa Francisco ha insistido en que no podemos ceder al dominio de los intereses económicos desordenados, que perjudican el bien integral de la persona, especialmente de los más desprotegidos: «Lo que manda hoy no es el hombre: es el dinero, el dinero; la moneda manda. Y la tarea de custodiar la tierra, Dios Nuestro Padre la ha dado no al dinero, sino a nosotros: a los hombres y a las mujeres, ¡nosotros tenemos este deber!»[16].
Es verdad que en muchas ocasiones se pueden alcanzar ganancias y éxitos fáciles cuando no se sigue la ley de Dios, pero éstos con el tiempo se revelan frágiles: no faltan en los últimos años ejemplos de escándalos en el mundo empresarial y financiero que lo confirman. Los creyentes, en cambio, saben que seguir un estilo de trabajo impregnado por la caridad cristiana responde a la verdad del hombre y que, en consecuencia, no implica de ningún modo ejercer una actividad profesional mediocre. Viven con esa visión de fe, que les lleva a valorar en su justa medida el bienestar material y los logros temporales, con la clara conciencia de que no tenemos morada permanente en la tierra[17] y que el mayor proyecto que pueden emprender es el de la santidad personal: «¡el ciento por uno y la vida eterna! −¿Te parece pequeño el “negocio”?»[18]
R. Valdés
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[1] San Josemaría, Camino, n. 799.
[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 47.
[3] Cfr. Beato Juan Pablo II, Litt. enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, n. 27.
[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 47.
[5] Cfr. Mt 13, 55.
[6] Cfr. Mt 13, 1-9.
[7] Cfr. Lc 15, 8-10.
[8] Cfr. Mt 13, 45-46.
[9] Lc 2, 52.
[10] Benedicto XVI, Litt. enc. Caritas in veritate, 29-VI-2009, n. 9.
[11] Francisco, Discurso ante los embajadores de Kirguistán, Antigua y Barbuda, Luxemburgo y Botswana, 16-V-2013.
[12] Cfr. Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 36; Const. past. Gaudium et spes, n. 43.
[13] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 50.
[14] Benedicto XVI, Litt. apost. Porta fidei, 11-X-2011, n. 6.
[15] Cfr. Mt 5, 13.
[16] Francisco, Audiencia, 5-VI-2013.
[17] Cfr. Hb 13, 14.
[18] San Josemaría, Camino, n. 791.
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