El Año de la fe es un momento propicio para redescubrir y difundir el papel del matrimonio y la familia. En su seno nace y se desarrolla el fundamento de la sociedad: la persona humana. Al mismo tiempo, Dios la ha querido como un canal privilegiado para recibir la vida de la gracia: en el hogar, las nuevas generaciones aprenden a vivir la fe. Para muchas personas, encontrar un matrimonio que siga el ejemplo de la Sagrada Familia puede suponer la ayuda que necesitan para afrontar con ilusión la tarea de formar una familia feliz
En un texto magisterial muy completo sobre la familia, el beato Juan Pablo II afirmaba que «la familia, en los tiempos modernos, ha sufrido quizá como ninguna otra institución, la acometida de las transformaciones amplias, profundas y rápidas de la sociedad y de la cultura»[1]. Con estas palabras, el papa señalaba cómo la progresiva pérdida del sentido del compromiso o del amor que se constata en algunos ambientes, ha oscurecido progresivamente el valor, la naturaleza y la misión de la familia, provocando la desorientación de no pocas personas.
Pasados treinta años, esta constatación sigue plenamente vigente: lejos de desanimarnos, aviva nuestro optimismo sobrenatural y humano.
El Prelado del Opus Dei recuerda con frecuencia que «la familia necesita urgentemente que se reafirme su humus originario, querido por Dios en la creación, que desgraciadamente las costumbres y las leyes civiles de muchos países se empeñan en pervertír»[2]. Este Año de la fe, en el contexto marcado por el Sínodo de la Nueva Evangelización, es un momento propicio para redescubrir y difundir el papel fundamental del matrimonio y la familia, pues aquí está en juego el futuro de la Iglesia y de la humanidad.
La familia resulta insustituible para el hombre, pues constituye la célula primera y original de la sociedad; en ella, el hombre y la mujer son acogidos y tratados por vez primera como requiere su dignidad: con amor desde su concepción hasta su muerte, queriéndolos por lo que son. Es en el hogar donde cada uno puede aprender a amar y a ser amado. El ser humano precisa de la familia no sólo por su precariedad y por la necesidad que tiene de los otros para sobrevivir, sino también, y sobre todo, en función de su plenitud.
Se entiende, entonces, que la calidad moral de la sociedad y del hombre estén ligadas a la familia. De hecho, el hombre y la sociedad serán lo que sea la familia. Urge darse cuenta de que el futuro de la humanidad pasa por esta institución: allá donde encuentra su lugar y es protegida, salvaguardando su naturaleza, la sociedad logra fomentar el desarrollo pleno e integral de sus ciudadanos. Por el contrario, donde es atacada o menospreciada, el bien común se resiente. De ahí que proteger la familia sea «una tarea de importancia capital, en la que los católicos coincidimos con personas de otras creencias, o sin religión alguna, conscientes de que la promoción de la familia −comunión de amor entre un hombre y una mujer, indisoluble y abierta a la vida− construye una columna insustituible para la promoción de la sociedad, y un fundamento importante para que los hombres alcancen la madurez y la felicidad»[3].
Por eso, la salvaguarda de la familia no es una cuestión confesional o perteneciente al ámbito privado. En la familia nace y se desarrolla el fundamento mismo de la sociedad: la persona humana. Por eso, «ningún país del mundo, ningún sistema político puede pensar en el propio futuro, si no es a través de la imagen de estas nuevas generaciones que tomarán de sus padres el múltiple patrimonio de los valores, de los deberes y de las aspiraciones de la nación a la que pertenecen, junto con el de toda la familia humana»[4].
Al mismo tiempo, la identidad de la familia cristiana no se circunscribe sólo a lo anterior. Dios ha querido darle un papel esencial para la vida de la gracia y la relación de cada hombre con Dios. La Constitución dogmática Lumen gentium afirma que «en esta especie de iglesia doméstica que es el hogar, los padres han de ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe, tanto con su palabra como con su ejemplo, estimulando a cada uno en su vocación»[5]. La familia cristiana es una auténtica “iglesia doméstica”: «participa, a su manera, en la misión de salvación que es propia de la Iglesia»[6], pues los cónyuges cristianos «no sólo “reciben” el amor de Cristo, convirtiéndose en comunidad “salvada”, sino que están también llamados a “transmitir” a los hermanos el mismo amor de Cristo, haciéndose así comunidad “salvadora”»[7].
Cumplir esta misión requiere un doble movimiento, porque sólo una familia “evangelizada”, que ha acogido el Evangelio y ha permitido que fructifique en sus miembros, puede ser a su vez evangelizadora. Por eso, la iglesia doméstica debe, en primer lugar, acoger en sí misma de modo pleno el mensaje de Cristo: convertirse en un lugar donde se aprende la fe, y en el que las relaciones interpersonales están animadas por la caridad del Señor. De este modo, la familia cristiana podrá también ser luz para los demás hombres, y eficaz instrumento de Dios para la nueva evangelización.
La primera responsabilidad de un hogar cristiano es transmitir la fe y enseñar a vivirla a las nuevas generaciones que nacen en su seno. Esta primera evangelización no es sólo una tarea o deber de los padres: probablemente, muchos podríamos hacer propio un recuerdo del Papa Francisco que muestra cómo toda la familia está llamada a transmitir la fe, porque todos sus miembros contribuyen a crear un hogar cristiano: «fue sobre todo mi abuela, la mamá de mi padre, quien marcó mi camino de fe. Era una mujer que nos explicaba, nos hablaba de Jesús, nos enseñaba el Catecismo. Recuerdo siempre que el Viernes Santo nos llevaba, por la tarde, a la procesión de las antorchas, y al final de esta procesión llegaba el “Cristo yacente”, y la abuela nos hacía –a nosotros, niños– arrodillarnos y nos decía: “Mirad, está muerto, pero mañana resucita”. Recibí el primer anuncio cristiano precisamente de esta mujer, ¡de mi abuela! ¡Esto es bellísimo! El primer anuncio en casa, ¡con la familia! (…) Esto sucedía también en los primeros tiempos, porque san Pablo decía a Timoteo: “Evoco el recuerdo de la fe de tu abuela y de tu madre”»[8].
De este modo, la familia está llamada a ser «una comunidad de personas, para las cuales el propio modo de existir y vivir juntos es la comunión»[9], porque para transmitir la fe «no basta una buena teoría o doctrina que comunicar. Hace falta algo mucho más grande y humano: la cercanía, vivida diariamente, que es propia del amor y que tiene su espacio más propicio ante todo en la comunidad familiar»[10]. Transmitir la fe en la familia requiere, en primer lugar, el ejemplo del amor de los padres entre sí. De este modo los hijos ven hecha realidad la doctrina del amor y la caridad cristiana. Un amor bien fundamentado, sincero y comprometido, fiel, que es auténtica donación. Y, al mismo tiempo, un amor esforzado, trabajado día a día. Sin un amor firme y estable entre marido y mujer, de poco servirán los esfuerzos que se pongan en educar a los hijos. En última instancia, educar consiste en enseñar a amar, y el amor se enseña viviéndolo.
Al mismo tiempo, la vida de fe de los padres y su testimonio deben impregnar de sentido cristiano el hogar y facilitar que los hijos incorporen a su vida con naturalidad las prácticas cristianas que hacen crecer en la fe: la oración, el Santo Rosario, la participación en la Santa Misa. «La oración que se hace juntos es un momento precioso para hacer aún más sólida la vida familiar»[11], que se convierte en lugar de diálogo con Dios. «El hogar es así la primera escuela de la vida cristiana y "escuela del más rico humanismo". Aquí se aprende la paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de la propia vida»[12]. El ejemplo personal de los padres en el cuidado de su vida interior −frecuentar los sacramentos, poseer un plan de vida, asistir a medios de formación cristiana, etc.− es también de gran ayuda para la educación de los hijos, además de un modo de suscitar conversaciones más profundas.
En un hogar cristiano, «la fe y la esperanza se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los problemas, pequeños o grandes, que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con que se persevera en el cumplimiento del propio deber. La caridad lo llenará así todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria»[13].
Se aprende así la importancia de la gratuidad y la prontitud propias del amor, que empuja a extremar la delicadeza con los demás, sabiendo agradecerles los detalles que tienen con uno mismo −agradecimiento que facilita el servicio, lo hace más atractivo, y lo colma de sentido−, y sin llevar cuentas de los favores que se hacen. La caridad ayuda a mantener alto el tono humano en el modo de comportarse, para hacer nuestro trato agradable a los demás miembros de la casa. Ese es el ambiente que vivía la Sagrada Familia: «En Belén nadie se reserva nada. Allí no se oye hablar de mi honra, ni de mi tiempo, ni de mi trabajo, ni de mis ideas, ni de mis gustos, ni de mi dinero. Allí se coloca todo al servicio del grandioso juego de Dios con la humanidad, que es la redención»[14].
Una familia así será capaz de «anunciar con renovado entusiasmo que el evangelio de la familia es un camino de realización humana y espiritual»[15]. Frente a falsas concepciones del matrimonio, que desfiguran la realidad y el designio de Dios, el “evangelio de la familia” proclama que «el amor y la entrega total de los esposos, con sus notas peculiares de exclusividad, fidelidad, permanencia en el tiempo y apertura a la vida, está en la base de esa comunidad de vida y amor, que es el matrimonio»[16].
Nuestro tiempo necesita testigos. Necesita que le recuerden que vivir según el Evangelio no sólo no es imposible, sino que es fuente de alegría. No cabe duda, por ejemplo, de que una familia que acoja el número de hijos que Dios quiera darles se convierte, en algunos lugares, en una invitación a la reflexión, que desmiente −con la alegría de sus componentes− cualquier tópico o prejuicio. Y lo mismo puede decirse cuando se da testimonio de firmeza en la fidelidad conyugal, en el respeto a la vida, etc.
Muchas personas hoy día se encuentran tentadas por el desánimo y angustiadas por las dificultades que antes o después acechan a la vida familiar, y que acaban rompiendo muchos hogares. Para ellas, encontrar un matrimonio amigo que siga el ejemplo de la Sagrada Familia puede suponer la ayuda que necesitan para recuperar la esperanza, afrontar con ilusión la tarea de formar una familia feliz, descubrir el sentido del sacrificio por amor a los demás. Las familias tienen la necesidad de ver cómo actúa la gracia en otros matrimonios: conocer cómo afrontan sus mismos problemas y luchas, cómo educan a sus hijos, cómo el marido y la mujer salvaguardan su amor. Para esto puede resultar de utilidad invitarles a cursos de orientación familiar, u organizar conferencias –o encuentros más familiares– sobre cuestiones como la educación de los hijos y el aprovechamiento del tiempo libre. No sería extraño que estas iniciativas permitan descubrir intereses o preocupaciones comunes con otros matrimonios, que los llevarán a aunar esfuerzos para fomentar iniciativas legislativas y administrativas en favor de las familias.
En este sentido, la amistad con otras familias es terreno fértil para el apostolado personal, pues facilita el entorno humano, amable y confidente que se precisa para llegar hasta el corazón de las personas. Y nada más lógico que afrontar las dificultades comunes saliendo al frente de los problemas de toda la sociedad: «A los padres y madres de familia les corresponde por derecho propio −insisto− una amplia gama de apostolado personal con diversas manifestaciones. Y nada más lógico que libremente se asocien a otras muchas personas que experimentan problemáticas similares, para afrontar esta situación de clara trascendencia: el empleo del tiempo libre, el esparcimiento y la diversión, los viajes, la promoción de lugares adecuados para que las hijas y los hijos vayan madurando humana y espiritualmente, etc»[17].
La alegría y la luz que transmite una familia unida −¡hogares luminosos y alegres!, como gustaba decir a San Josemaría– son un reclamo para atraer a nuestros amigos y mostrarles la Verdad que nos hace felices. Es el particular «ven y verás»[18] de las familias, que están siempre bajo la protección de Santa María, Madre de Jesús y Madre nuestra, Regina familiae.
J. Vidal-Quadras
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[1] Cfr. Beato Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 1.
[2] Mons. Javier Echevarría, Carta, 2-X-2011, n. 30.
[3] Mons. Javier Echevarría, Carta, 2-X-2011, n. 30.
[4] Beato Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 26.
[5] Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 11.
[6] Beato Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 49.
[7] Beato Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 49.
[8] Francisco, Encuentro con los movimientos eclesiales en la vigilia de Pentecostés, 18-V-2013.
[9] Beato Juan Pablo II, Carta a las familias, 2-II-1994, n. 7.
[10] Benedicto XVI, Discurso, 6-VI-2005.
[11] Francisco, Audiencia general, 1-V-2013.
[12] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1667, citando Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 52.
[13] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 35.
[14] San Josemaría, Carta 14-II-1974, n. 2.
[15] Benedicto XVI, Discurso a los presidentes de las comisiones episcopales para la familia y la vida de América Latina, 3-XII-2005, n. 6.
[16] Ibidem.
[17] Mons. Javier Echevarría, Carta, 29-IX-2012, n. 25.
[18] Jn 1, 46.
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