Sumario del Curso
Presentación–Introducción:
1. El concepto de virtud en la tradición filosófica y teológica
2. Las virtudes humanas
3. Las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo
4. El conocimiento del bien: sindéresis, sabiduría, prudencia y fe
5. Para que el bien sea posible: fortaleza y esperanza
6.
Amar y realizar el bien: amor, justicia, caridad
7. El dominio de sí para poder amar: la templanza
Curso sobre las virtudes: La perfeción de la persona (3 de 7)
Sumario
1. La vocación del cristiano
1.1.
La unión con Cristo por la gracia
a)
El bautismo
b)
La filiación divina
c) Gracia, virtudes y dones
1.2.
Seguimiento e identificación con Cristo
a)
Conformarse con Cristo
b) Identificación con Cristo y Eucaristía
1.3.
El don del Espíritu Santo
1.4.
Las virtudes sobrenaturales y los dones
3. Los dones del Espíritu Santo
4. La relación de las virtudes
humanas y sobrenaturales
a)
El organismo cristiano de las virtudes
b)
Unión, no yuxtaposición ni confusión, de las virtudes humanas y sobrenaturales
c)
Las virtudes humanas y las sobrenaturales se necesitan mutuamente
d)
Unidad de vida y santidad en la vida ordinaria
5. La Iglesia, ámbito de la adquisición y educación de las virtudes
El fin último al que todo hombre está llamado es único: el fin sobrenatural, la participación en la vida íntima de la Trinidad como hijos en el Hijo.
La vocación del cristiano (y de todo hombre) es la identificación con Cristo (1), en quien somos injertados en el Bautismo por la gracia, con la que también recibimos las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo (1.1.).
La vida nueva del cristiano, hijo de Dios, consiste en seguir, imitar e identificarse con el Hijo por naturaleza, es decir, en vivir de acuerdo con el don de la filiación divina, fundamento ontológico de toda la vida cristiana (1.2.).
Esta vida es posible gracias al Don del Espíritu Santo, que habita en el alma del cristiano (1.3.).
Después de la reflexión general sobre la vocación cristiana y los medios sobrenaturales para vivirla, estudiaremos las características de las virtudes teologales (2) y los dones (3), lo que ayudará a comprender mejor un tema siempre difícil: las relaciones entre las virtudes humanas y sobrenaturales, que es un aspecto particular de las relaciones entre naturaleza y gracia (4).
Por último, expondremos algunas reflexiones sobre la Iglesia como ámbito de la recepción y educación en las virtudes (5).
La vocación del hombre está claramente señalada por San Pablo en la Carta a los Efesios: Dios nos eligió en Cristo «antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor; nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza y gloria de su gracia, con la cual nos hizo gratos en el Amado, en quien, mediante su sangre, tenemos la redención, el perdón de los pecados, según las riquezas de su gracia» (Ef 1, 4-7).
La doxología final de las plegarias eucarísticas constituye la síntesis de la vocación a la que todos los hombres están llamados: «Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria »
Dar gloria al Padre, siendo hijos en el Hijo, mediante el Espíritu Santo: he aquí en pocas palabras el verdadero sentido de la vida del hombre.
1.1. La unión con Cristo por la gracia
a) El bautismo
Dios ha revelado su voluntad de salvar a los hombres en Cristo. Esta voluntad obra eficazmente en el Bautismo, por el que «somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios, llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión»[1].
Por el Bautismo, el creyente participa en la muerte de Cristo, es sepultado y resucita con Él: «¿No sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados para unirnos a su muerte? Pues fuimos sepultados juntamente con él mediante el bautismo para unirnos a su muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva» (Rm 6, 3-4).
El hombre renacido en el Bautismo es una nueva criatura (cf. 2Co 5, 17). Se trata, en efecto, de un nuevo nacimiento (cf. Jn 3, 3) por el que la persona adquiere una nueva vida -la vida sobrenatural-, la cual debe crecer y desarrollarse hasta poder afirmar con San Pablo: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).
b) La filiación divina
El Bautismo no solo purifica de todos los pecados, sino que hace del hombre un hijo adoptivo de Dios (cf. Ga 4, 5-7), «partícipe de la naturaleza divina» (2P 1, 4), miembro de Cristo, coheredero con Él y templo del Espíritu Santo (cf. 1Co 6,19)[2].
«Insertado en Cristo, el cristiano se convierte en miembro de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. 1Co 12, 13. 27). Bajo el impulso del Espíritu, el Bautismo configura radicalmente al fiel con Cristo en el misterio pascual de la muerte y resurrección, lo reviste de Cristo (cf. Ga 3,27): Felicitémonos y demos gracias dice san Agustín dirigiéndose a los bautizados-: hemos llegado a ser no solamente cristianos sino el propio Cristo ( ). Admiraos y regocijaos: ¡hemos sido hechos Cristo![3]»[4].
El cristiano, el hombre injertado en Cristo, está divinizado, es verdaderamente hijo de Dios por participación, hermano de Cristo: pertenece en el sentido más auténtico a la familia de Dios (domestici Dei: Ef 2,19); por la gracia es introducido en la vida íntima de la Santísima Trinidad.
La filiación de Cristo y la del cristiano son distintas: la de Cristo es eterna, inmutable y plena; la del cristiano tiene un comienzo y es perfectible, su modelo es Cristo, Primogénito además de Unigénito. Pero, aunque se trate de una filiación distinta, el cristiano está incorporado realmente a Cristo. No se trata de una adopción meramente legal, sino de una verdadera participación en la naturaleza divina. Por eso, se puede decir que el cristiano unido a Cristo es ipse Christus, el mismo Cristo.
c) Gracia, virtudes y dones
La vida nueva en Cristo está llamada a crecer y fortalecerse, y a dar fruto para la vida eterna: «Los fieles renacidos en el Bautismo se fortalecen con el sacramento de la Confirmación y, finalmente, son alimentados en la Eucaristía con el manjar de la vida eterna, y, así por medio de estos sacramentos de la iniciación cristiana, reciben cada vez con más abundancia los tesoros de la vida divina y avanzan hacia la perfección de la caridad»[5].
Para poder vivir como hijo de Dios, el cristiano recibe, con la gracia, las virtudes sobrenaturales y los dones. La gracia de la justificación que la Santísima Trinidad otorga al bautizado, lo capacita, mediante las virtudes teologales, para creer en Dios, esperar en Él y amarlo; mediante los dones del Espíritu Santo, le concede poder vivir y obrar bajo sus mociones e inspiraciones; y mediante las virtudes morales, le permite crecer en el bien. El bautizado es así un hombre nuevo, dotado de un organismo sobrenatural gracias al cual puede vivir una nueva vida: la vida divina, la vida de hijo de Dios[6].
1.2. Seguimiento e identificación con Cristo
¿Qué implica la unión del cristiano con Cristo, la filiación divina? El nuevo ser comporta un nuevo obrar: vivir como hijos de Dios, es decir, imitar a Cristo, seguir a Cristo e identificarse con Él. No se trata de un aspecto accidental de la vida del cristiano, sino de su esencia. «Seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana»[7].
Si el cristiano es, por la gracia, el mismo Cristo, la vida del cristiano debe ser prolongación de la vida terrena de Cristo; debe pensar, sentir y actuar como Cristo, hasta que sea conforme con la imagen del Hijo (cf. Rm 8, 29).
Cristo no solo es el Salvador, sino también el modelo humano-divino de todo hombre; es el maestro de la vida moral, de todas las virtudes y de su culminación en el amor, manifestado especialmente en su pasión y muerte en la Cruz; es la Persona a la que el hombre tiene que seguir y con la que debe identificarse para vivir la vida de hijo de Dios, para la gloria del Padre, en el Espíritu Santo.
Por tanto, solo en la contemplación amorosa de la vida de Cristo se descubre en plenitud el sentido de las diversas virtudes y el valor moral de las acciones: solo Cristo «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación»[8].
«Seguir a Cristo: este es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo (cf. Rom XIII, 14). Se refleja el Señor en nuestra conducta, como en un espejo. Si el espejo es como debe ser, recogerá el semblante amabilísimo de nuestro Salvador sin desfigurarlo, sin caricaturas: y los demás tendrán la posibilidad de admirarlo, de seguirlo»[9].
La nueva vida y la conciencia de saberse hijo de Dios, que es la verdad más radical e íntima sobre la propia identidad, proporciona al cristiano un nuevo modo de ser y de estar en el mundo, cualesquiera que sean sus circunstancias, muy distinto al de quien solo se supiese criatura de Dios. Configura toda su existencia, su visión de la realidad y su conducta, el trabajo, el descanso y las relaciones con los demás hombres, sus hermanos.
a) Conformarse con Cristo
La imitación y seguimiento de Cristo no consisten en «una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad más profunda. Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a Él, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz (cf. Flp 2,5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (cf. Ef 3,17), el discípulo se asemeja a su Señor y se configura con Él; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros»[10].
Al pensar en la imitación de Cristo es preciso evitar un peligro no poco frecuente, especialmente en algunas épocas: considerar a Jesús solo como un modelo humano; muy elevado, pero, a fin de cuentas, humano. Jesús es Dios y, por tanto, está por encima de todo modelo humano. Precisamente por eso puede pedir al hombre, no que le imite como se imita a un modelo externo, sino que se conforme ontológica y moralmente con Él, que se una a Él, que viva su misma vida divina y que participe de su misión real, profética y sacerdotal. Y para que tal identificación sea posible, le concede la gracia y las virtudes sobrenaturales y dones que la acompañan.
Ser Cristo implica vivir la vida de Cristo: su misión y su destino. Concretamente, la identificación con Cristo lleva a corredimir con Él, a participar en su misión redentora: «No es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant (cf. I Tim II, 4), para salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres»[11].
b) Identificación con Cristo y Eucaristía
La inserción en Cristo alcanza su vértice, desde el punto de vista sacramental, en la Eucaristía. «La participación sucesiva en la Eucaristía, sacramento de la Nueva Alianza (cf. 1 Co 11, 23-29), es el culmen de la asimilación a Cristo, fuente de vida eterna (cf. Jn 6, 51-58), principio y fuerza del don total de sí mismo, del cual Jesús según el testimonio dado por Pablo- manda hacer memoria en la celebración y en la vida »[12].
En la celebración eucarística, Cristo renueva su sacrificio por todos los hombres, y, como primogénito de toda criatura, hace de la asamblea litúrgica, signo de la Iglesia, co-víctima con Él al Padre. Participar en la celebración significa consentir ser introducidos, por el Espíritu Santo, en la santa Oblación de Cristo, es decir, participar sacramentalmente en su muerte y resurrección.
Pero la celebración no es una realidad cerrada sobre sí misma, sino abierta a la vida. Con la despedida del celebrante: «Glorificad a Dios con vuestras vidas. Podéis ir en paz», comienza la misión. De la lex orandi se pasa a la lex vivendi. Entonces, el cristiano debe proseguir existencialmente lo que el Espíritu Santo ha hecho de él sacramentalmente: una sola víctima con Cristo al Padre. Se trata de ser «sacerdotes de nuestra propia existencia»[13]. Con esta expresión se alude a que todas las circunstancias de la vida son ocasión para vivir la propia vocación como don a Dios y a los demás, a imitación de Cristo que «se entregó por nosotros como oblación y ofrenda de suave olor ante Dios» (Ef 5, 2b).
La vida moral del cristiano debe ser, por tanto, una prolongación del sacrificio de Cristo, viviendo en todo momento el mandamiento del amor. Y puede serlo gracias, precisamente, a la donación de Dios al hombre en el mismo sacrificio. Se entiende así que la Santa Misa sea «el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano»[14]. En consecuencia, se puede afirmar también que la Eucaristía es el fundamento y la raíz de la moral cristiana[15].
1.3. El don del Espíritu Santo
La filiación divina es obra del Espíritu Santo. «Hijos de Dios son, en efecto, como enseña el Apóstol, los que son guiados por el Espíritu de Dios (cf. Rm 8, 14). La filiación divina nace en los hombres sobre la base del misterio de la Encarnación, o sea, gracias a Cristo, el eterno Hijo. Pero el nacimiento, o el nacer de nuevo, tiene lugar cuando Dios Padre ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo. Entonces, realmente recibimos un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar ¡Abbá!, ¡Padre! Por tanto, aquella filiación divina, insertada en el alma humana con la gracia santificante, es obra del Espíritu Santo»[16].
En la progresiva identificación del cristiano con el modelo, que es Cristo, el Espíritu Santo -«el Espíritu de Jesús» (Hch 16,7)- asume el papel de modelador y maestro interior. El fin que pretende con sus mociones e inspiraciones a las que el hombre puede ser dócil gracias también a sus dones y carismas- es ir formando en el cristiano la imagen de Cristo. Por eso puede afirmar San Ambrosio que el fin de todas las virtudes es Cristo[17].
El modelo del cristiano es Cristo; el modelador es el Espíritu Santo, que quiere conformar a cada hombre con Cristo. Pero esta conformación será operada por el Espíritu Santo, si el cristiano se deja guiar por Él: «Porque los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios» (Rm 8, 14). Por eso, «la tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad. Ser sensibles a lo que el Espíritu divino promueve a nuestro alrededor y en nosotros mismos: a los carismas que distribuye, a los movimientos e instituciones que suscita, a los afectos y decisiones que hace nacer en nuestro corazón»[18].
1.4. Las virtudes sobrenaturales y los dones
Dios llama al ser humano a un fin sobrenatural: a participar como hijo en la vida de conocimiento y amor interpersonal entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Con la gracia, Dios infunde en la inteligencia y en la voluntad, las virtudes sobrenaturales y los dones (hábitos infusos), que otorgan al hombre la posibilidad de obrar como hijo de Dios, en conformidad con el fin sobrenatural.
Lo mismo que las virtudes naturales, las sobrenaturales no son cosas añadidas a la inteligencia y a la voluntad, sino despliegue ordenado de esas potencias. En el caso de las virtudes sobrenaturales y los dones, ese despliegue es causado por la presencia de la Trinidad en el alma, en virtud de la gracia creada. «Cada virtud sobrenatural intensifica con un actualización divinizante- la energía del alma, capacitando a la persona a mejor conocer y amar el bien divino y los diversos bienes creados, mediante una participación gratuita y sobrenatural en el conocimiento y amor intratrinitarios. De ahí, la íntima conexión que guardan entre sí y con las virtudes adquiridas: son nuevo y más rico poder de conocer y amar, generado por la acción divinizante del Espíritu»[19].
Las virtudes infusas otorgan a la inteligencia y a la voluntad una capacidad que antes no poseían: obrar sobrenaturalmente; sin la fe, la esperanza y la caridad, el hombre no podría creer, esperar y amar como un hijo de Dios.
Pero, además de otorgar la capacidad, inclinan a la persona a la realización de sus actos propios: creer, amar y esperar. Esta inclinación, sin embargo, no significa plena facilidad para obrar: hay que vencer las inclinaciones contrarias (el egoísmo, el orgullo, la autosuficiencia, etc.), y para ello no basta con la gracia; se necesita también la lucha personal por desarrollar las virtudes humanas, en las que se asientan las sobrenaturales.
Son dones gratuitos, es decir, se adquieren y crecen no por las fuerzas naturales, sino por el don de la gracia y por los medios que Dios ha dispuesto para su aumento: oración y recepción fructuosa de los sacramentos. El hombre debe desearlos, pedirlos, no poner obstáculos para recibirlos y, una vez recibidos, cooperar con sus obras buenas y merecer así su aumento, siempre causado gratuitamente por Dios.
No disminuyen directamente por los propios actos, pero pueden disminuir indirectamente por los pecados veniales, porque enfrían el fervor de la caridad. Las virtudes sobrenaturales desaparecen con la gracia por el pecado mortal, excepto la fe y la esperanza, que permanecen en estado informe e imperfecto, a no ser que se peque directamente contra ellas (por ejemplo, por infidelidad, desesperación, etc.).
En el campo de las virtudes sobrenaturales, la iniciativa y el crecimiento dependen, sobre todo, de Dios. Los dones de Dios tienen la primacía no solo ontológica, sino también histórica: «Nosotros amamos, porque Él nos amó primero» (1Jn 4, 19).
Pero como los dones de Dios no anulan la libertad humana, requieren la colaboración del hombre. De ahí que la vida moral sea a la vez e inseparablemente don y tarea: «Don, pues Dios no solo llama al hombre, sino que lo eleva hasta Él con su gracia, dándole, con las virtudes teologales, la capacidad de participar de su conocimiento y su amor, y por tanto, de su vida. Tarea, porque ese don se transforma en vida en la medida en que es personal y libremente asumido»[20].
Una consecuencia de que el desarrollo de las virtudes sobrenaturales sea fruto de la iniciativa divina, es que, por su parte, la persona debe cultivar particularmente la humildad y la docilidad, es decir, vaciar el corazón del amor desordenado a sí mismo para que Dios pueda colmarlo con su amor.
Las virtudes sobrenaturales suelen dividirse en teologales y morales. La existencia de las virtudes morales sobrenaturales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza infusas, es doctrina común entre Padres y teólogos[21]. Por una parte, en muchos pasajes de la Escritura las virtudes morales se presentan como dones que se piden a Dios y se reciben de Él. Por otra, como el cristiano camina hacia su fin sobrenatural a través de todas sus acciones, parece necesario que las virtudes humanas sean elevadas al plano sobrenatural, a fin de que pueda realizar con sentido divino todas las tareas de su vida.
La existencia de las virtudes teologales solo nos es conocida por la Revelación. En la Sagrada Escritura, además de los textos en los que se habla de cada una de ellas, hay otros que unen las tres en un conjunto armónico: «Como hijos de la luz vivamos sobriamente, vestidos de la cota de la fe y la caridad, y el yelmo de la esperanza» (1 Ts 5, 8); «Ahora permanecen estas tres virtudes: fe, esperanza y caridad; y de las tres la más excelente es la caridad» (1 Co 13, 3)[22].
De acuerdo con estas enseñanzas bíblicas, el Concilio de Trento enseña que «en la misma justificación, juntamente con la remisión de los pecados, recibe el hombre las siguientes cosas, que se le infunden por Jesucristo, en quien es injertado: la fe, la esperanza y la caridad»[23].
Las virtudes teológicas o teologales son dones de Dios por los que el hombre se une a Él en su vida íntima. Pero son verdaderas virtudes, es decir, disposiciones permanentes del cristiano que le permiten vivir como hijo de Dios, como otro Cristo, en todas las circunstancias. No se puede entender, por tanto, la caridad como el mismo Espíritu Santo que obra en el hombre, al modo de Pedro Lombardo[24]. Ni se puede decir como afirma Nygren- que el sujeto del amor cristiano no es el hombre, sino el mismo Dios. El hombre no sería más que «el canal, el conducto que transporta el amor de Dios»[25]. Por ser virtudes, el sujeto de las acciones de creer, esperar y amar es la persona humana.
Ahora bien, las virtudes teologales no solo perfeccionan las potencias, sino que elevan al hombre a un nuevo nivel (sobrenatural) de conocimiento y amor, porque son una participación del conocimiento y amor divinos. No solo llevan hacia Dios, como las demás virtudes, sino que tienen por objeto a Dios, a quien se adhieren: tocan a Dios, alcanzan a Dios, es decir, elevan la capacidad humana de conocer y amar hasta hacer participe al hombre del conocer y amar divinos[26]. Además, Dios es su origen y su fin, porque, a través de la acción del Espíritu Santo, las infunde en el alma, las activa internamente y hace que las acciones humanas de creer, esperar y amar acaben en el mismo Dios. Las virtudes teologales se pueden definir, por tanto, como aquellas que tienen al mismo Dios por objeto, origen y fin[27].
Por la fe, «creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha revelado, que la Santa Iglesia nos propone, porque Él es la verdad misma»[28]; por tanto, por la fe, se conoce la intimidad de Dios.
Por la esperanza «aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo»[29].
Por la caridad, Dios nos ama y nos da el amor con que podemos libremente amarle a Él «sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios»[30].
Las virtudes teologales son necesarias para saber que el destino del hombre es la contemplación amorosa de Dios, cara a cara; y para poder vivir como hijos de Dios y merecer la vida eterna: por la fe, el hombre puede saber, asintiendo a lo que Dios le ha revelado, que la vida con la Santísima Trinidad es el fin al que está llamado; la esperanza refuerza su voluntad para que confíe plenamente en que, con la ayuda divina, puede alcanzar su destino; y la caridad le confiere el amor efectivo por su fin sobrenatural.
La luz natural del entendimiento y la rectitud natural de la voluntad, que tiende naturalmente al bien de la razón, no son suficientes para alcanzar la bienaventuranza sobrenatural. La inteligencia necesita los principios sobrenaturales: las verdades de fe que son aceptadas y creídas. Y la voluntad debe ser dirigida hacia el mismo fin de dos modos: en cuanto al «movimiento de intención que tiende a ese fin como a algo que es posible conseguir» (la esperanza); y en cuanto a una «cierta unión espiritual, por la que la voluntad se transforma de algún modo en aquel fin» (la caridad)[31].
Gracias a las virtudes teologales que «son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano»[32]-, la persona crece en intimidad con las Persona divinas y se va identificando cada vez más con el modo de pensar y amar de Cristo. Perfeccionadas por los dones del Espíritu Santo, proporcionan la sabiduría o visión sobrenatural, por la que el hombre, en cierto modo, ve las cosas como las ve Dios, pues participa de la mente de Cristo (cf. 1Co 2,16).
Si las virtudes humanas potencian la libertad, con las virtudes teologales y los dones, la persona adquiere la «libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rm 8,21). El dominio sobre uno mismo ya no es solo el que se alcanza por las propias fuerzas, sino también el que se adquiere por participar del señorío de Dios, pues el Espíritu Santo es el principio vital de todo el obrar.
Las virtudes teologales constituyen la esencia y el fundamento de toda la moral cristiana. Las tres virtudes deben estar presentes en todas las acciones del cristiano: la fe, como luz que permite percibir el sentido divino de los acontecimientos; la caridad, como principio que empuja a amar siempre con el amor de Dios; y la esperanza, como seguridad y optimismo fundados en la confianza en Dios[33].
A diferencia de las virtudes humanas, las virtudes teologales no están regidas por la regla del término medio entre dos extremos. Como la medida de la virtud teologal es el mismo Dios, «nuestra fe se regula según la verdad divina; nuestra caridad, según la bondad de Dios; y nuestra esperanza, según la inmensidad de su omnipotencia y misericordia. Es esta una medida que excede a toda facultad humana, de manera que el hombre nunca puede amar a Dios todo lo que debe ser amado, ni creer o esperar en Él tanto como se debe; luego mucho menos llegará al exceso en tales acciones»[34].
3. Los dones del Espíritu Santo
«El hombre justo, que ya vive la vida de la gracia y opera por las correspondientes virtudes como el alma por sus potencias- tiene necesidad además de los siete dones del Espíritu Santo. Gracias a ellos el alma se dispone y fortalece para seguir más fácil y prontamente las inspiraciones divinas»[35].
Los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales que disponen a la inteligencia y a la voluntad para recibir las inspiraciones e impulsos del Espíritu Santo. Permiten al hombre realizar los actos de todas las virtudes no solo según la deliberación de su razón, sino bajo la influencia directa, inmediata y personal del Espíritu Santo, que es así el impulsor, el guía y la medida de las acciones de los hijos de Dios, a fin de que vivan como otros Cristos en el mundo[36].
Para llegar a Dios, no basta con las virtudes. «Por muy fuerte, puro y vibrante que sea nuestro amor, frente al de Dios, el nuestro tiene una limitación que debe ser superada. El que las virtudes conformadas por la caridad encuentren su plenitud en el don reside en el hecho de que el único amor capaz de Dios es el amor divino, solo Dios tiene la bondad requerida para llegar a Él mismo. Por buenos que seamos, nunca podemos serlo suficientemente, y al fin alcanzamos la felicidad, fundamentalmente, no por nuestra propia actividad, sino gracias al Espíritu»[37].
Los actos realizados bajo la influencia de los dones son los más humanos, los más libres, los más personales, y, a la vez, los más divinos, los más meritorios. La iniciativa es de Dios; pero el cristiano, por su parte, tiene que consentir libremente a la acción divina. Del mismo modo que las virtudes morales, al racionalizar los afectos sensibles, potencian la libertad, los dones del Espíritu Santo divinizan y hacen más libres todas las facultades operativas de la persona.
Para vivir como hijo de Dios, el hombre necesita la guía continua del Espíritu Santo y los dones lo disponen a seguir esa guía. Son luces, inspiraciones e impulsos que lo capacitan para obrar de modo connatural con Dios. Por medio de los dones, Dios le comunica su modo de pensar, de amar y de obrar, en la medida en que es posible a una criatura[38]. Los dones son necesarios para que el cristiano pueda conformarse a Cristo, vivir como otro Cristo, pensar como Él, tener sus mismos sentimientos y realizar así su misión en esta tierra, que es continuar la misión de Cristo.
En la persona existe un instinctus rationis que funda y contiene en unidad las inclinaciones naturales al bien, a la verdad, a la vida en sociedad, etc., que la inclina a sus operaciones propias, por las que se dirige a la perfección. Este instinto se desarrolla por las virtudes adquiridas, que, como hemos visto, proporcionan al hombre una cierta connaturalidad con el bien. Santo Tomás, siguiendo a algunos Padres, habla también de un instinctus Spiritus Sancti o gratiae, un instinto espiritual divino: el conjunto de las virtudes teologales y los dones, que dispone a la persona a corresponder a la acción del Espíritu Santo[39]. Las virtudes infusas y los dones proporcionan al hombre una más perfecta instintividad o connaturalidad con lo divino para conocer y obrar el bien: lo conforma con el pensamiento y la voluntad de Cristo, y hace que le sea connatural pensar, sentir y obrar como hijo de Dios[40]. Esta connaturalidad afectiva halla su realización suprema en el don de sabiduría.
Los dones tienen una íntima relación con la vocación personal. Todo hombre está llamado a ser otro Cristo, a la santidad. Pero cada uno es distinto, y cada uno ha de vivir su vocación a la santidad -recorriendo el Camino, que es Cristo-, según el plan concreto que Dios desea para él. El Espíritu Santo, por su influencia a través de los dones, lleva a cada persona a identificarse con Cristo según su vocación específica, y le comunica la gracia y los carismas oportunos para realizarla. En este diálogo entre Dios y el hombre, desempeñan un papel muy importante los que ejercen la dirección espiritual, que deben ser fieles instrumentos del Espíritu Santo.
La Sagrada Escritura habla de siete dones: «Descansará sobre él, el Espíritu del Señor: Espíritu de sabiduría e inteligencia; Espíritu de consejo y fortaleza; Espíritu de ciencia y piedad, y le llenará el Espíritu de temor de Dios» (Is 11, 2-3). En la biblia hebrea, la enumeración consta de seis espíritus; el número de siete proviene de la versión de los Setenta, en la que se tradujo por dos vocablos griegos diferentes -piedad y temor de Dios- la palabra hebrea yirah, repetida dos veces. Los Padres de la Iglesia y los teólogos medievales utilizaban los Setenta y la Vulgata, por lo que se hizo tradicional el número siete y la Iglesia lo ha homologado en su magisterio ordinario[41]. «Se puede decir afirma Juan Pablo II- que el desdoblamiento del temor y de la piedad, cercano a la tradición bíblica sobre las virtudes de los grandes personajes del Antiguo Testamento, en la tradición teológica, litúrgica y catequética cristiana se convierte en una relectura más plena de la profecía, aplicada al Mesías, y en un enriquecimiento de su sentido literal»[42].
El don de entendimiento o inteligencia es una luz sobrenatural que hace al hombre aprender los misterios y las verdades divinas bajo la guía misma del Espíritu Santo.
El don de ciencia lleva a entender, juzgar y valorar las cosas creadas en cuanto obras de Dios y en su relación al fin sobrenatural del hombre.
El don de sabiduría perfecciona la virtud de la caridad. Hace al hombre dócil para juzgar con verdad sobre las más diversas situaciones y realidades bajo el impulso del Espíritu Santo. Hace que sea connatural al hombre querer todo y solo lo que lleva a Dios: da la inclinación amorosa a seguir las exigencias del amor divino.
El don de consejo hace dócil al hombre para apreciar en cada momento lo que más agrada a Dios, tanto en la propia vida como para aconsejar a otros.
El don de fortaleza confiere la firmeza en la fe y la constancia en la lucha interior, para vencer los obstáculos que se oponen al amor a Dios.
El don de piedad da la conciencia gozosa y sobrenatural de ser hijos de Dios y hermanos de todos los hombres.
El don de temor perfecciona la esperanza, e impulsa a reverenciar la majestad de Dios y a temer, como teme un hijo, apartarse de Él, no corresponder a su amor.
Los dones del Espíritu Santo están subordinados enteramente a las virtudes teologales, a su servicio. Son las virtudes teologales las que unen inmediatamente a Dios. Todo el organismo sobrenatural de las virtudes infusas y los dones tiene, respecto a las virtudes teologales, el valor de medio que ayuda al hombre a unirse mejor a Dios. Los dones son solo auxiliares de las virtudes teologales, porque proporcionan a las facultades humanas disposiciones nuevas (sobrenaturales o infusas) para que la persona pueda creer, esperar y amar con la máxima perfección[43].
4. La relación de las virtudes humanas y sobrenaturales
a) El organismo cristiano de las virtudes
«Las virtudes no existen aisladas; forman siempre parte de un organismo dinámico que las reúne y las ordena alrededor de una virtud dominante, de un ideal de vida o de un sentimiento principal que les confiere su valor y medida exactas. Al pasar de un sistema moral a otro, una virtud se integra en un organismo nuevo»[44].
El organismo de las virtudes del hombre cristiano, del hombre nuevo renacido en el Bautismo, es radicalmente nuevo respecto al concebido por la filosofía griega y romana y por el pensamiento judío. San Pablo pone de relieve esta novedad, sobre todo en la primera Carta a los Corintios y en la Carta a los Romanos.
La virtud dominante y el nuevo fundamento del edificio moral, sobre el cual se asientan las demás virtudes, es la fe en Jesús, crucificado, muerto y resucitado. El nuevo ideal de vida es la identificación con Cristo. En consecuencia, la moral humana es radicalmente transformada en su inspiración, en sus elementos, en su estructura y en su aplicación[45].
El centro de la moral cristiana en una persona: Jesús. En su individualidad histórica, Jesús, Dios y Hombre, se convierte en la fuente de la santidad y de la sabiduría nuevas ofrecidas a los hombres por Dios. Las morales judía y griega y cualquier otra moral, dejan a los hombres solos ante la ley, ante las virtudes y sus exigencias. El cristiano, en cambio, posee un nuevo principio de vida que actúa desde el interior: el Espíritu Santo, que lo hace vivir en Cristo y lo modela a imagen de Cristo.
El centro y el fin de la vida del hombre cambian de lugar. Para el cristiano unido a Cristo por la fe y el amor, se encuentran en Cristo resucitado, hacia el que camina lleno de esperanza, pero sin despreciar las realidades terrenas, sino precisamente identificándose con Cristo en y a través de ellas.
La consecuencia de la fe es la caridad: una virtud que supera a todas las virtudes humanas, pues tiene su fuente en Dios. El amor de Dios se derrama en el corazón del cristiano (cf. Rm 5, 5) y penetra todas las virtudes, las purifica, las eleva y les confiere una dimensión divina. De este modo, las virtudes conocidas por los griegos son transformadas al ser introducidas en un organismo moral y espiritual diferente cuya cabeza son las virtudes teologales, que aseguran la unión directa con Dios[46].
En la nueva estructura del organismo moral, virtudes como la humildad y la castidad adquieren un puesto particular. La humildad aparece «como el umbral de la vida cristiana contra el cual choca necesariamente toda moral que se quiera presentar como totalmente humana»[47]. La castidad, por su parte, se hace más honda, pues recibe un nuevo fundamento: el que comete impureza peca no solo contra su cuerpo, sino contra el Señor, pues somos miembros suyos, y contra el Espíritu Santo, del cual nuestro cuerpo se ha convertido en templo. El elogio y la recomendación de la virginidad manifiestan también esta nueva dimensión y hondura que la castidad recibe en el Evangelio[48].
b) Unión, no yuxtaposición ni confusión, de las virtudes humanas y sobrenaturales
En el sujeto moral cristiano, las virtudes humanas y sobrenaturales están unidas y forman un organismo moral, con un único fin: la identificación con Cristo y, en consecuencia, la realización en el mundo de la participación en la misión de Cristo. Las virtudes sobrenaturales y las humanas se exigen mutuamente para la perfección de la persona.
Cuando se intenta profundizar en el misterio de la unión de lo humano y lo sobrenatural (creación-redención) en el hombre, es fácil derivar hacia la comprensión de ambos órdenes como yuxtapuestos. No se trata de un problema trivial: las consecuencias para la vida práctica del cristiano son muy negativas, porque se reduce al hombre a un ser unidimensional, prevaleciendo en unos casos la dimensión natural (naturalismo, laicismo) y en otros la sobrenatural (espiritualismo, pietismo).
Para evitar este peligro, es necesario recordar que Cristo es el fundamento a la vez de la antropología y del obrar moral de todo hombre, pues todo hombre ha sido elegido en Cristo «antes de la creación del mundo» para ser santo y sin mancha en la presencia de Dios, por el amor, y predestinado a ser hijo adoptivo por Jesucristo (cf. Ef 1, 3-7).
De modo análogo a como en Cristo perfecto Dios y hombre perfecto- se unen sin confusión la naturaleza humana y la divina, en el cristiano deben unirse las virtudes humanas y las sobrenaturales. Para ser buen hijo de Dios, el cristiano debe ser muy humano. Y para ser humano, hombre perfecto, necesita la gracia, las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo.
«Cierta mentalidad laicista y otras maneras de pensar que podríamos llamar pietistas, coinciden en no considerar al cristiano como hombre entero y pleno. Para los primeros, las exigencias del Evangelio sofocarían las cualidades humanas; para los otros, la naturaleza caída pondría en peligro la pureza de la fe. El resultado es el mismo: desconocer la hondura de la Encarnación de Cristo, ignorar que el Verbo se hizo carne, hombre, y habitó en medio de nosotros (Ioh I, 14)»[49].
«Si aceptamos nuestra responsabilidad de hijos suyos, Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere -insisto- muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que es perfectus Deus, perfectus homo»[50].
c) Las virtudes humanas y las sobrenaturales se necesitan mutuamente
En el estado real del hombre redimido, pero con una naturaleza herida por el pecado original y los pecados personales-, las virtudes humanas no pueden ser perfectas sin las sobrenaturales. Por eso se puede afirmar que solo el cristiano es hombre en el sentido pleno del término. «Solo la clase de conocimiento que proporciona la fe, la clase de expectativas que proporciona la esperanza, y la capacidad para la amistad con los otros seres humanos y con Dios que es el resultado de la caridad, pueden proveer a las otras virtudes de lo que necesitan para convertirse en auténticas excelencias, que conformen un modo de vida en el cual y a través del cual puedan obtenerse lo bueno y lo mejor»[51].
Pero las virtudes sobrenaturales sin las humanas, carecen de auténtica perfección, pues la gracia supone la naturaleza. En este sentido, las virtudes humanas son fundamento de las sobrenaturales. «Muchos son los cristianos afirma San Josemaría Escrivá- que siguen a Cristo, pasmados ante su divinidad, pero le olvidan como Hombre..., y fracasan en el ejercicio de las virtudes sobrenaturales a pesar de todo el armatoste externo de piedad-, porque no hacen nada por adquirir las virtudes humanas»[52].
Las virtudes humanas pueden ser camino hacia las sobrenaturales: «En este mundo, muchos no tratan a Dios; son criaturas que quizá no han tenido ocasión de escuchar la palabra divina o que la han olvidado. Pero sus disposiciones son humanamente sinceras, leales, compasivas, honradas. Y yo me atrevo a afirmar que quien reúne esas condiciones está a punto de ser generoso con Dios, porque las virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales. Es verdad que no basta esa capacidad personal: nadie se salva sin la gracia de Cristo. Pero si el individuo conserva y cultiva un principio de rectitud, Dios le allanará el camino; y podrá ser santo porque ha sabido vivir como hombre de bien»[53].
Las virtudes humanas disponen para conocer y amar a Dios y a los demás. Las sobrenaturales potencian ese conocimiento y ese amor más allá de las fuerzas naturales de la inteligencia y la voluntad; asumen las virtudes humanas, las purifican, las elevan al plano sobrenatural, las animan con una nueva vida, y así todo el obrar del hombre, al mismo tiempo que se hace plenamente humano, se hace también divino.
d) Unidad de vida y santidad en la vida ordinaria
La unión de las virtudes sobrenaturales y humanas significa que toda la vida del cristiano debe tener una profunda unidad: en todas sus acciones busca el mismo fin, la gloria del Padre, tratando de identificarse con Cristo, con la gracia del Espíritu Santo; al mismo tiempo que vive las virtudes humanas, puede y debe vivir las sobrenaturales. Todas las virtudes y dones se aúnan, en último término, en la caridad, que se convierte en forma y madre de toda la vida cristiana.
La íntima relación entre virtudes sobrenaturales y humanas ilumina el valor de las realidades terrenas como camino para la identificación del hombre con Cristo. El cristiano no solo cree, espera y ama a Dios cuando realiza actos explícitos de estas virtudes, cuando hace oración y recibe los sacramentos. Puede vivir vida teologal en todo momento, a través de todas las actividades humanas nobles; puede y debe vivir vida de unión con Dios cuando lucha por realizar con perfección los deberes familiares, profesionales y sociales. Al mismo tiempo que construye la ciudad terrena, el cristiano construye la Ciudad de Dios[54].
«No hay nada que pueda ser ajeno al afán de Cristo. Hablando con profundidad teológica, es decir, si no nos limitamos a una clasificación funcional; hablando con rigor, no se puede decir que haya realidades -buenas, nobles, y aun indiferentes- que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte. Porque en Cristo plugo al Padre poner la plenitud de todo ser, y reconciliar por El todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la Cruz (Col I, 19-20)»[55].
Desde esta perspectiva, puede apreciarse con más claridad la relevancia moral de las virtudes intelectuales. El cristiano no se conforma con realizar bien un trabajo, dominar una técnica o investigar una ciencia, sino que, a través de esas actividades, busca amar a Dios y servir a los demás, es decir, vive la caridad. Y por este motivo el amor- trata de realizar su trabajo no de cualquier manera, sino con perfección humana y competencia profesional. Además, ese trabajo así realizado es medio y ocasión para dar testimonio de Cristo con el ejemplo y la palabra.
5. La Iglesia, ámbito de la adquisición y educación de las virtudes
Al tratar de las virtudes humanas, se señalaba que para su adquisición y educación se requiere: a) un ámbito en el que se conciba la vida moral como un progreso hacia la meta (telos) de la excelencia humana; b) caracterizado por los vínculos de la verdad, el afecto o amistad y la tradición; y c) por la existencia de maestros de la virtud.
Al considerar al sujeto moral cristiano, se ha dejado constancia de que la Iglesia es precisamente el hogar en el que ese sujeto nace a la vida de hijo de Dios y progresa hacia la excelencia humana que es la identificación con Cristo. La Iglesia es el ámbito en el que se dan las condiciones adecuadas, el ambiente necesario, para la adquisición y educación de las virtudes sobrenaturales y humanas: es la casa del Padre en la que cada uno se sabe hijo y, por tanto, libre; en la que cada uno se siente querido por sí mismo y ve reconocidos sus derechos y su dignidad; en la que cada uno se sabe partícipe de un proyecto común[56].
1. En la Iglesia, el cristiano descubre el verdadero y pleno sentido de su vida, la meta (telos) a la que está llamado, es decir, la vocación a identificarse con Cristo en su ser y en su misión. La gracia, junto con las virtudes humanas y sobrenaturales, y todos los dones, que el cristiano recibe en la Iglesia, están encaminados al cumplimiento de esa vocación. Dentro de la vocación universal a la santidad, el cristiano descubre también en la Iglesia su vocación específica, la misión concreta a la que Dios lo ha destinado y para cuya realización lo ha dotado de los talentos y carismas necesarios.
2. En la Iglesia, todos los miembros están unidos por los vínculos de la verdad, la caridad y la tradición.
El vínculo de la verdad. «De la Iglesia (el cristiano) recibe la Palabra de Dios, que contiene las enseñanzas de la ley de Cristo»[57]. Los miembros de la Iglesia comparten una verdad común, la Palabra de Dios, que contiene enseñanzas de fe y moral.
El vínculo de la caridad. «El cristiano realiza su vocación en la Iglesia, en comunión con todos los bautizados»[58]. Esta comunión tiene su fundamento en la comunión con Cristo, Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia. Todos están unidos a la misma Cabeza, todos son hijos de un mismo Padre, todos están vivificados por el mismo Espíritu, todos tienen la misma misión (participación en la misión de la Iglesia, en la misión de Cristo).
En el Cuerpo de la Iglesia, hay una corriente vital que va de Cristo a cada uno: es la gracia con las virtudes sobrenaturales y los dones que Él da; y hay otra corriente entre todos los miembros del Cuerpo, los del cielo, los del purgatorio y los que todavía caminan en esta tierra: «El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión»[59]. Además de esta dimensión ontológica de la comunión de los santos, hay también una dimensión moral, que consiste en la ayuda mutua que unos a otros se prestan, con la palabra y el ejemplo, movidos por la caridad, para vivir todas las virtudes a imitación de Cristo.
El vínculo de la tradición. Además de la transmisión del depósito de la fe y la moral, en la Iglesia se transmiten las virtudes de unos miembros a otros, virtudes que cada uno debe aprender para ser fiel a la historia sobre la que la Iglesia está asentada: la de la vida, muerte y resurrección de Cristo. En esta transmisión tienen una especial importancia, en primer lugar, la familia (iglesia doméstica) y, en segundo lugar, las asociaciones, movimientos, comunidades, etc., que el Espíritu Santo suscita a lo largo del tiempo, en armonía con la dimensión institucional de la Iglesia.
3. «De la Iglesia, (el cristiano) aprende el ejemplo de la santidad: reconoce en la Bienaventurada Virgen María la figura y la fuente de esa santidad; la discierne en el testimonio auténtico de los que la viven; la descubre en la tradición espiritual y en la larga historia de los santos que le han precedido y que la liturgia celebra a lo largo del santoral»[60].
El primer ejemplo y modelo de virtudes que el cristiano encuentra en la Iglesia es el mismo Cristo. No es un modelo que vivió hace dos mil años, porque Cristo es siempre contemporáneo a cada cristiano. «La contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época se realiza en su cuerpo, que es la Iglesia»[61].
«Con su palabra y con sus sacramentos, con la totalidad de su vivir, la Iglesia realiza verdaderamente la contemporaneidad con Cristo con el hombre de todo tiempo y, al realizar esa contemporaneidad, abre al hombre a esa conciencia y esa vivencia de lo teologal desde la que la vida y el comportamiento éticos reciben su plenitud de sentido»[62].
Las virtudes solo se pueden aprender y comprender en una relación de amistad. Entre Cristo y cada cristiano hay una relación de amor, de caridad que supera a cualquier amistad humana. Pero esa amistad, por parte del cristiano, tiene que reforzarse por medio de los sacramentos, las buenas obras y la oración.
Además, el cristiano aprende las virtudes de la Virgen y de los santos. Espera también un particular ejemplo por parte de los pastores. Y todos los cristianos, por la amistad de caridad y conscientes de su munus propheticum, deben ayudarse unos a otros, con su vida y su palabra, a buscar la plenitud de la virtud que les llevará a la identificación con Cristo. Por último, toda la comunidad de la Iglesia y cada miembro en particular deben testimoniar y enseñar a los demás, con sus virtudes, el nuevo modo de vida que Cristo quiere instaurar en el mundo.
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLI CA, nn. 1812-1832.
C. CAFFARRA, Vida en Cristo, EUNSA, Pamplona 1988.
H. FITTE, Dejarse amar por Dios. La Fe, la Esperanza y la Caridad, Rialp, Madrid 2008.
L. MELINA-P. ZANOR (a cura di), Quale dimora per lagire? Dimensioni ecclesiologiche della morale, Pontificia Università Lateranense, Mursia, Roma 2000.
M.M. PHILIPON, Los Dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid 41997.
S. PINCKAERS, El Evangelio y la moral, EIUNSA, Barcelona 1992.
J. RATZINGER, Mirar a Cristo. Ejercicios de fe, esperanza y amor, Edicep, Valencia 1990.
P.J. WADELL, La primacía del amor. Una introducción a la ética de Tomás de Aquino, Palabra, Madrid 2002.
[1] Catecismo de la Iglesia Católica (CEC), n. 1213.
[2] Cf. CEC, n. 1265.
[3] S. AGUSTÍN, In Iohannis Evangelium Tractatus, 21, 8.
[4] JUAN PABLO II, Encíclica Veritatis splendor (VS), n. 21.
[5] PABLO VI, Const. apost. Divinae consortium naturae: AAS 63 (1971) 657.
[6] Cf. CEC, n. 1266.
[7] VS, n. 19.
[8] CONCILIO VATICANO II, Const. Past. Gaudium et sepes, n. 22.
[9] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, Rialp, Madrid 2001, 28ª, n. 299.
[10] VS, n. 21.
[11] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid, 2000, 38ª, n. 138.
[12] VS, n. 21.
[13] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, o.c., n. 96.
[14] «La Santa Misa nos sitúa de ese modo ante los misterios primordiales de la fe, porque es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia. Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de todos los sacramentos. En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación» (S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, o.c., n. 87). Cf. CEC, n. 2031: «La vida moral, como el conjunto de la vida cristiana, tiene su fuente y su cumbre en el Sacrificio Eucarístico».
[15] Cf. C. CAFFARRA, Vida en Cristo, EUNSA, Pamplona 1988, 23.
[16] JUAN PABLO II, Enc. Dominum et vivificantem, (18-V-1986), n. 52.
[17] S. AMBROSIO, In Ps. CXVIII, 48: «Finis omnium virtutum, Christus».
[18] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, o.c., n. 130.
[19] R. GARCÍA DE HARO, La vida cristiana, EUNSA, Pamplona 1992, 657.
[20] J.L. ILLANES, Tratado de teología espiritual, EUNSA, Pamplona 2007, 399-400.
[21] Por ejemplo, S. Gregorio Magno (Moralia in Iob, 2, 49) y Sto. Tomás de Aquino (S.Th., I-II, q. 51, a. 4; q. 63, a. 3). En cuanto al Magisterio, véase CONC. DE VIENNE, Const. Fidei catholicae: DS 904; Catecismo Romano, II, 2, 51.
[22] Cf. también: 1Ts 1, 3; Rm 5, 1-15; Col 1, 3-5; Hb 10, 22-24.
[23] CONC. DE TRENTO, sess. VI, c.7, DS 800/1530.
[24] Cf. PEDRO LOMBARDO, Libri Sententiarum I, d. 17, c. 1, 2, Grottaferratta, II, Romae 1971, 141.
[25] A. NYGREN, Eros und Agape, II, 557 (citado por J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o.c., 487).
[26] Cf. S.Th., II-II, q. 17, a. 6c.; I-II, q. 62, a. 1. Como han puesto de relieve algunos autores, «hay que destacar la importancia de tocar el fin último porque es un concepto de medida moral absolutamente nuevo que permite comprender la renovación que aportan las virtudes teologales a los dinamismos humanos» (L. MELINA-J. NORIEGA-J.J. PÉREZ-SOBA, Caminar a la luz del Amor. Los fundamentos de la moral cristiana, Palabra, Madrid 2007, 367).
[27] Cf. S.Th., I-II, q. 62, a. 1.
[28] CEC, n. 1418.
[29] CEC, n. 1817.
[30] CEC, n. 1822.
[31] S.Th., I-II, q. 62, a. 3.
[32] CEC, n. 1813.
[33] Cf. R. GARCÍA DE HARO, Lagire morale e le virtù, o.c., 148-49.
[34] S.Th., I-II, q. 64, a. 4.
[35] LEÓN XIII, Enc. Divinum illud munus, 9-V-1887, AAS 29 (1896/97) 646 y ss.
[36] Cf. S.Th., q. 68, aa. 1-8. Un extenso estudio sobre los dones, siguiendo a Santo Tomás: M.M. PHILIPON, Los Dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid 41997.
[37] P.J. WADELL, La primacía del amor, o.c., 234-235.
[38] Cf. M.M. PHILIPON, Los Dones del Espíritu Santo, o.c., 125.
[39] Cf. S. PINCKAERS, El Evangelio y la moral, EIUNSA, Barcelona 1992, 215-216.
[40] Cf. S.Th., I-II, q. 108, a. 1; cf. R. GARCÍA DE HARO, La vida cristiana, o.c., 677-679.
[41] Cf. M.M. PHILIPON, Los Dones del Espíritu Santo, o.c., 139.
[42] JUAN PABLO II, Audiencia general, 3-IV-1991, 4.
[43] Cf. M.M. PHILIPON, Los Dones del Espíritu Santo, o.c., 154ss.
[44] S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, o.c., 170. En este apartado seguimos de cerca el capítulo V de esta obra, en el que el autor desarrolla ampliamente el tema que nos ocupa.
[45] Ibidem, 157.
[46] La especificidad de la moral cristiana se manifiesta especialmente según Pinckaers- al considerar este nuevo organismo de las virtudes humanas y sobrenaturales en íntima relación con Cristo (cf. ibídem, 171).
[47] Ibidem, 173.
[48] Cfr ibidem, 174-175.
[49] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Las virtudes humanas, en Amigos de Dios, o.c., n. 74.
[50] Ibidem, n. 75.
[51] A. MACINTYRE, Tres versiones rivales de la ética, Rialp, Madrid 1992, 181.
[52] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Surco, Rialp, Madrid 2001, 19ª n. 652.
[53] ID., Las virtudes humanas, en Amigos de Dios, o.c., 74-75.
[54] Cf. GS, capítulo III.
[55] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Cristo presente en los cristianos, en Es Cristo que pasa, o.c., n. 112. Una magnífica exposición pastoral de este tema es la homilía del mismo autor, pronunciada en el campus de la Universidad de Navarra el 8-X-1967, Amar el mundo apasionadamente, incluida en Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 2001, 20ª, nn. 113-123.
[56] Sobre este tema, se recogen interesantes estudios en L. MELINA-P. ZANOR (a cura di), Quale dimora per lagire? Dimensioni ecclesiologiche della morale, o.c.
[57] CEC, n. 2030.
[58] Ibidem.
[59] CEC, n. 953.
[60] CEC, n. 2030.
[61] VS, n. 25.
[62] J.L. ILLANES, La Iglesia, contemporaneidad de Cristo con el hombre de todo tiempo, en G. BORGONOVO (a cura di), Gesù Cristo, Legge vivente e personale della Santa Chiesa, Atti del IX Colloquio Internazionale di Teologia di Lugano, Facoltà di Teologia di Lugano, Piemme, Casale Monferrato 1996, 209.
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