Jaume Pujol Balcells, Arzobispo de Tarragona
Sumario
1. Introducción.- 2. Un Documento a tener en cuenta.- 3. El Catecismo de la Iglesia Católica .- 4. Las catequesis de Juan Pablo II.- 5. Las vidas de Cristo.- 6. Conclusión.
1. Introducción: importancia del tema
El tema que vamos a tratar es de suma importancia, pues afecta al núcleo fundamental de la predicación y de la catequesis cristiana. En efecto, desde el comienzo de su caminar entre los hombres, la Iglesia ha tenido como misión esencial hablar de Jesucristo, y ha sido bien consciente de ella. Buen testimonio de ello son los evangelios, que constituyen un resumen de la predicación apostólica: los evangelios hablan de Cristo, narran su vida, relatan sus gestos y palabra. Buen ejemplo encontramos también en San Pablo cuando exclama: Nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados, judíos y griegos, predicamos a Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Co 1, 23-24). A nadie se le oculta que Cristo ha ocupado el centro de la predicación de la Iglesia de todos los tiempos, y que a Él, Cristo, han profesado los cristianos de todos los tiempos el amor supremo.
A este respecto son de suma importancia los números 426-429 del Catecismo de la Iglesia Católica, fundamentados especialmente en Catechesi tradendae, documentos que deben estar muy presentes para quien hable o escriba de este tema: cómo hablar de Jesucristo.
Recordemos algunas de las afirmaciones principales contenidas en estos números: el fin de la catequesis, al igual que el fin de la misión de la Iglesia, es "conducir a la comunión con Jesucristo". Se trata de una comunión de conocimiento, de amor y de vida. Lo propio del discípulo es seguir al Maestro. Se hace presente aquí con fuerza la alegoría utilizada por el Señor en la Última Cena para describir cómo ha de ser la unión del discípulo con el Maestro: ha de ser una unión vital y plena, como la del sarmiento con la vid. Sus palabras no dejan lugar a dudas: Yo soy la vid, vosotros los sarmiento (Jn 15, 5). Es esta comunión de vida y amor con Cristo a la que estamos llamados la que está pidiendo insistentemente que hagamos a su Persona el tema central de nuestra oración, de nuestra vida y de nuestra predicación.
En este contexto se entiende el cristocentrismo de Catechesi tradendae: "En el centro de la catequesis encontramos esencialmente una Persona, la de Jesús de Nazaret" (CT 5). Catequizar es, pues, descubrir en la Persona de Cristo el designio eterno de Dios, es esforzarse por profundizar cada vez más en el significado de su Persona, de sus gestos, de sus palabras y de su historia. Es hablar de Él.
Al hablar de profundizar en las inagotables riquezas que comporta el conocimiento de Cristo, con expresión que evoca a San Pablo, estamos hablando de un conocimiento en sentido bíblico, es decir, de un conocimiento que implica a toda la persona, y no de un conocimiento meramente intelectual, aunque lo incluye y lo necesita; pero hablamos sobre todo de esa misteriosa comprensión que tiene lugar en el fondo del alma y que brota del trato asiduo con Jesucristo. Se trata de un conocimiento que tiene lugar por la acción del Espíritu Santo y que el Catecismo, califica en estos números como conocimiento amoroso.
De ahí estas advertencias del mismo Catecismo: el que está llamado a enseñar a Cristo debe ante todo buscar a Cristo, conocerle, amarle: de este conocimiento amoroso de Cristo es de donde brota el deseo de anunciarlo, la fuerza para predicarlo, la capacidad para encontrar las palabras adecuadas para mostrarlo. ¿Cómo hablaban de Cristo los primeros predicadores de la Iglesia? Conviene insistir en que las palabras de los evangelios son un buen testimonio de cómo hablaban de Jesús de Nazaret, de qué predicaban sobre Él, incluso de cómo utilizaban las palabras. La sencillez y la claridad presidían estas conversaciones, que tenían lugar, como dice San Pablo de su misión evangelizadora no con sabiduría de palabras (1 Co 1, 17), sino con la fuerza del poder de Dios y, desde luego, sin disimulos vergonzosos, no procediendo con astucia, ni adulterando la palabra de Dios (2 Co, 4, 2). Nosotros los cristianos decimos con San Pablo que no sabemos otra cosa que Jesucristo, y éste crucificado.
Puede decirse de entrada que el modo de hablar de Jesucristo implica sencillez, claridad...y esa pasión que brota del amor—del conocimiento amoroso— y que se manifiesta en la palabra creyente, amorosa e interpelante.
2. Un Documento a tener en cuenta
Al tratar el tema de cómo hablar de Jesucristo, es "obligado" referirse al reciente Documento Teología y secularización en España, aprobado en la LXXXVI Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española en el marzo del 2006, pues en él se trata de cómo la predicación cristiana debe estar centrada en Cristo y de la incidencia negativa que un lenguaje inadecuado puede tener en la fe de los cristianos.
En ese Documento, el tema es estudiado en una doble perspectiva: a) Se insiste en el lugar central que debe ocupar Cristo en la predicación, y se sugieren orientaciones concretas sobre el modo de hablar de Él; b) Se esbozan algunas de las consecuencias secularizadoras que han tenido para la vida de los cristianos en España las vacilaciones y los modos de hablar de algunos teólogos. Me fijaré en la primera perspectiva, que es la que afecta directamente a la pregunta de cómo hablar de Jesucristo, sin entrar más que de pasada en las sombras que señala el Documento.
Al igual que hace el Catecismo, también el Documento subraya la importancia que tiene acercarse a Cristo desde la fe, es decir desde la respuesta de Pedro contenida en Mt 16, 16: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios. "La Iglesia es consciente –leemos en el n. 22— de que el primer servicio que puede y debe prestar a cada persona, y a toda la Humanidad, es anunciar a Jesucristo, hacer posible el encuentro con Él y, desde Él, iluminar la vida de los hombres". Estas palabras no pueden menos de evocar aquellas otras de Juan Pablo II, dirigidas a la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano subrayando a los Obispos que el Ministerio de la Palabra exige ante todo proclamar la verdad completa sobre Jesucristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre.
Predicar la verdad completa sobre Jesucristo exige, como acabamos de decir, la respuesta clara y cargada de consecuencias a la pregunta realizada por Jesús de Nazaret a sus discípulos en Cesarea de Filipo: ¿Y vosotros, quién decís que soy yo? (Mt 16, 15). A la luz de la respuesta de Pedro –subrayando el carácter apostólico de nuestra fe—, debemos leer y predicar toda la vida de Cristo. Y es que, como anota el Documento, "las palabras, los milagros, las acciones, la vida entera de Jesucristo es revelación de su filiación divina y de su misión redentora. Los evangelistas, habiendo conocido por la fe quién es Jesús, mostraron los rasgos de su Misterio durante toda su vida terrena" (n. 26).
La consideración que hace aquí el Documento es de suma importancia para nuestro tema: los evangelistas describieron la figura de Jesús desde la fe, y narraron los hechos de su vida en perfecta fidelidad histórica y con esa profundidad, radicalmente nueva, con que se puede ver con los ojos de la fe. ¿Cómo vieron los discípulos a Jesús resucitado? se pregunta Santo Tomás de Aquino. Y responde oculata fide, con los ojos de la fe, con una fe que tiene ojos (Summa Theologiae, III, q. 55, a. 2, ad 1).
Recuerdo en este momento un subrayado que hacía un profesor mío en las clases de Cristología: una comprensión adecuada, aunque sea pequeña, de la figura de Jesús de Nazaret exige una respuesta de fe. Dicho de otra forma: es imposible la "neutralidad" ante la figura de Jesús de Nazaret, si se le quiere conocer aunque sea sólo en sus rasgos más humanos. Piénsese, p.e., en la mansedumbre y en la humildad de Jesús, en su sentido común, en su sensibilidad de poeta, y conjúguese esto con sus rotundas afirmaciones en el Sermón del Monte (pero Yo os digo), o en su exigencia de que se le entregue un amor supremo: Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí (Mt 10, 37). Quien se atreve a proponer una exigencia así, o es un megalómano extremo hasta la locura, o, sencillamente, es consciente de su carácter de Hijo Unigénito del Padre. Esta es una de las razones por las que la figura del Señor –me refiero a la figura histórica—exige ahora como entonces una profesión de fe: Vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Por esta razón de igual forma que los evangelistas escribieron desde su comprensión de Cristo a la luz de la fe, así también el hablar de Cristo por parte de los cristianos comporta el abrazo sincero y amoroso de la verdad de Cristo proclamada por los evangelistas y contenida en la Iglesia. Dicho con brevedad: exige de nosotros el amor supremo a Cristo y estar insertos en la misma confesión de Pedro: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.
De ahí que esté totalmente justificada la exigencia que se desprende del Documento de la Conferencia Episcopal Española (n. 27) al calificar de "incorrecta metodología teológica" el "leer la Escritura al margen de la Tradición eclesial y con criterios únicamente histórico-críticos".
Esta es una de las observaciones que deseo destacar en esta intervención. A la pregunta sobre cómo hablar de Jesucristo, hay una respuesta universal, que afecta a todos: es necesario hablar dentro de la Tradición eclesial, es decir, con conciencia refleja de la apostolicidad de nuestra fe y con conocimiento de cómo ha practicado la Iglesia a lo largo de estos veintiún siglos su enseñanza sobre Cristo. Me refiero a los Símbolos de la Fe y a la Regula Fidei; me refiero a la predicación constante y universal de la Iglesia docente. Me refiero de forma especial a la fe de la Iglesia tal y como se celebra en la Liturgia. Insisto: no tiene sentido una proclamación del Evangelio de espaldas a la forma en que se ha celebrado esa misma verdad en la Liturgia por parte de la Iglesia a lo largo de los siglos. Permítanme que, en recuerdo de mi juventud universitaria, subraye que también existe una tradición catequética en la forma de presentar el misterio de la Persona y de la vida de Cristo, en la forma de narrar los misterios de su vida, que arranca de los primeros sermones de San Pedro en Hechos, que sigue por San Ireneo y Orígenes, y que llega fresca y joven hasta nuestros días. Se trata de una riqueza a la que es lógico atender.
En este acto, mi intención es ofrecer una aportación lo más práctica posible. Por esta razón desarrollaré cuanto quiero decir mostrando cómo se ha presentado el misterio y la vida de Cristo en tres escritos actuales y de gran relevancia: el Catecismo de la Iglesia Católica, las Catequesis de Su Santidad Juan Pablo II dedicadas a Cristo, y lo que dice Su Santidad Benedicto XVI en el prólogo de su libro sobre la vida de Cristo, pues aquí describe explícita y reflejamente cuáles son las coordenadas en las que se sitúa para hablar de la vida de Cristo.
3. El Catecismo de la Iglesia Católica
Como es bien sabido, el Catecismo de la Iglesia Católica sigue en la primera parte la explicación de los artículos del Símbolo. La Cristología la encontramos tratada explícita y detenidamente en el segundo ciclo del Credo, es decir, en el ciclo dedicado a la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Son 160 números, amplios y densos (nn. 422-682), que marcan las líneas fundamentales de cómo hablar de Jesucristo al hombre de hoy.
Los títulos de Cristo.- Tras ocho números dedicados a la consideración de que la Persona de Cristo es la Buena Nueva –el evangelio es la buena noticia de que Dios ha enviado a su Hijo para que el hombre no perezca, sino que tenga vida eterna (cfr Jn 3, 16)--, y señalar que, en consecuencia, Cristo está en el centro de la catequesis, el CEC presenta cuatro títulos de Cristo: Jesús, Cristo, Unigénito, Señor (nn. 430-455). Dos de estos títulos pertenecen a su Humanidad; los otros dos se refieren a su Divinidad. En la pedagogía que utiliza el Catecismo, se trata de cuatro puntos de referencia que es necesario tener presentes –sin separarlos— a la hora de considerar el misterio de Cristo. Son cuatro títulos, que en la intención del Catecismo, vertebran lo que se califica en el número 429 como "conocimiento amoroso". Son los cuatro títulos que se contienen –conviene destacarlo—en el Símbolo de Nicea: Et in unum Dominum nostrum Jesum Christum, Filium Dei Unigenitum.
La Persona de Jesús de Nazaret.- El Catecismo pasa seguidamente a una exposición sucinta y clara de las principales cuestiones de una Cristología: unión hypostática, doctrina del Concilio de Calcedonia, conciencia de Cristo, voluntad humana de Cristo, es decir, a una sucinta explicitación de la Carta del Papa San León a Flaviano, que descansa, como es bien sabido, sobre la afirmación de que Jesucristo es perfecto Dios y perfecto hombre y, en razón de esto, el único Mediador entre Dios y los hombres.
Los misterios de la vida de Cristo.- Es aquí, en el tratamiento de los misterios de la vida de Cristo, donde el Catecismo muestra una grata novedad dentro del género de los catecismos, por la extensión y profundidad con que los trata. Se trata sin duda alguna de la parte más extensa de los comentarios al ciclo segundo del Símbolo: va desde los números 512 al 630.
A mi modo de entender, esto significa que quien habla de Cristo debe hacerlo en el marco de los títulos cristológicos y de la reflexión que la Iglesia ha hecho en una progresiva toma de conciencia de la realidad misteriosa de la Persona de Cristo. Baste recordar los Concilio Cristológicos de la Antigüedad. Pero este hablar de Cristo ha de referirse con una gran generosidad a los acontecimientos de su vida terrena.
Es de justicia llamar la atención sobre los párrafos que dedica el Catecismo a explicar la naturaleza teológica de los misterios de la vida de Cristo, pues estos párrafos animan a hablar de Cristo como lo hicieron los primeros predicadores –los Apóstoles y Evangelistas—y los primeros cristianos: narrando amorosamente los misterios de su vida, de su muerte y de su resurrección. Y es que "su humanidad aparece como el sacramento, es decir, el signo y el instrumento de su divinidad y de la salvación que trae consigo: lo que había de visible en su vida terrena conduce al misterio invisible de su filiación divina y de su misión redentora" (n. 515).
El Concilio Vaticano II ha insistido con fuerza en que la revelación tiene lugar por medio de gestos y de palabras: verbis gestisque (cfr Conc. Vaticano II, Const. Dei verbum, n. 2). Esta afirmación se cumple plenamente en Cristo: Él es la Revelación de Dios Padre a los hombres; todo en Él es Revelación. El Catecismo lo dice con palabras hermosas: "Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar. Jesús puede decir: Quien me ve a mí, ve al Padre (Jn 14, 9)". Todo en Cristo es revelación: también sus silencios.
La teología contemporánea ha encontrado fórmulas elocuentes para hacer hincapié en esta afirmación del Señor tan cargada de contenido: el rostro de Jesús es el rostro de Dios; en la kénosis de la Cruz se manifiesta el rostro de Dios. Felipe, quien me ha visto a mí, ha visto al Padre (Jn 14, 9). En la vida de Jesús, en su vida oculta y en su vida pública, en su predicación y en sus silencios –como puntualiza oportunamente el Catecismo— se revela cómo es el corazón de ese Dios al que el Apóstol San Juan define como Amor (cfr 1 Jn 4, 16). De ahí que la vida de Cristo sea para la Iglesia de un valor inconmensurable. Bien lo demuestran los evangelistas que, no conviene olvidarlo, recogen la primera predicación apostólica. ¿Cuál era el contenido esencial de esa predicación? Fundamentalmente los misterios de la muerte y resurrección de Jesucristo.
Nuestra comunión con los misterios de la vida de Cristo.- La importancia de destacar los misterios de la vida de Cristo en su realidad de acontecimiento histórico y en su dimensión salvífica estriba, entre otras razones, en que nuestra salvación tiene lugar precisamente por la unión con Cristo y en la unión con Cristo. Con radicalidad y con belleza poética lo expresó el Señor en la Última Cena al describir esa unión como la unión vital que existe entre la vid y los sarmientos (cfr Jn 15, 5). Como es bien sabido, al hablar de Bautismo, San Pablo utiliza un lenguaje realista para describir no sólo nuestra unión con Cristo, sino nuestra unión con los misterios de la muerte y resurrección de Cristo: Pues fuimos sepultados juntamen con Él mediante el bautismo para unirnos a su muerte, para que así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva (Rm 6, 4).
Como se dice en el Catecismo, Cristo "nos hace comulgar en cuanto miembros de su Cuerpo en lo que Él vivió en su carne por nosotros y como modelo nuestro" (n. 521). Se subraya con esta frase uno de los rasgos esenciales de los misterios de la vida de Cristo: su carácter recapitulador de la vida de cada hombre y de la misma historia humana. En efecto, es en el misterio de la muerte y resurrección del Señor donde encuentra su sentido la historia humana. Cristo es el alfa y la omega, el principio de y el fin de la historia. Los himnos cristológicos del Apocalipsis lo destacan con palabras inolvidables.
Una vez más conviene dirigir la mirada a la liturgia, a la forma en que la Iglesia vive y celebra a lo largo del ciclo litúrgico los misterios de la vida del Señor. La liturgia es una buena fuente –también en la materialidad de los textos litúrgicos— para responder a la pregunta sobre cómo hablar de Jesucristo. En efecto, la Iglesia desarrolla un gran parte de su pedagogía en la liturgia.
La lección del Catecismo.- Los números de dedicados por el Catecismo a los misterios de la vida de Cristo son un buen ejemplo de cómo se puede narrar la vida de Cristo recogiendo la gran riqueza de los estudios de exégesis bíblica y de teología patrística. Son muchos los matices y las observaciones que se encuentran en estas páginas tanto sobre los acontecimientos de la vida de Cristo considerados en su facticidad, como en su dimensión salvífica, que reflejan el colosal avance de los estudios exegéticos y de los estudios patrísticos.
Toda la vida de Cristo guarda entre sí una estrecha unidad: los acontecimientos de su vida se encuentran inseparablemente entrelazados no sólo por la unidad de la Persona, sino por su razón de ser: la salvación de los hombres. Conviene insistir en este punto: toda la vida terrena de Cristo está orientada hacia el misterio de la muerte y de la resurrección; toda ella tiene valor salvífico. Así, p.e., el Catecismo destaca la importancia soteriológica que en sí misma entraña la vida oculta del Señor. También en su vida de obediencia y de trabajo, Jesús "repara nuestra insumisión mediante su sometimiento" (n. 517); estos años son "imagen temporal de su obediencia filial a su Padre celestial" (n. 532); son años en que la cotidianidad santamente vivida anuncia ya la entrega del Jueves Santo e inaugura "la obra de la restauración de lo que la desobediencia de Adán había destruido" (ibid).
A mi entender, aún dentro de su brevedad, entraña una gran lección la forma en que el Catecismo presenta, el Bautismo del Señor y la profunda intención de solidaridad con los pecadores con la que Jesús se somete al bautismo (nn. 535-537), o el modo en que subraya la capitalidad de Cristo en el episodio de las tentaciones: Cristo vence al demonio no sólo como Persona singular, sino también como Cabeza nuestra (nn. 538-540). También es muy de tener en cuenta la precisión y el cuidado con que se habla de la predicación del Reino y de la naturaleza de ese Reino; las dificultades del momento lo exigían. Finalmente, conviene destacar la importancia que se otorga a la escena de la Transfiguración (nn. 554-556) con la deliciosa cita del Kontakion de la Fiesta de la Transfiguración de la Liturgia bizantina que nos hace dirigir los ojos hacia la riqueza de la espiritualidad y de la liturgia del Oriente, que tanto ayuda para hablar de Jesucristo
4. Las catequesis de Juan Pablo II
Las catequesis de Juan Pablo II sobre Cristo se extienden a lo largo de tres años (1987-1989), y en ellas trata una gran multitud de temas siguiendo un orden parecido al de un manual de teología sistemática: el Mesías prometido en el Antiguo Testamento, Jesucristo en el Nuevo Testamento, la verdad de Jesús, la formulación dogmática de la fe en Jesús, las cuestiones relativas a la soteriología. Quien lea estas catequesis en su totalidad adquiere indiscutiblemente un amplio conocimiento del misterio del Hijo de Dios y una valiosa información de muchas cuestiones actuales de la exégesis bíblica. He aquí cómo presenta el Papa el hilo conductor que dará unidad a sus catequesis:
"Recorreremos juntos este itinerario catequístico ordenando nuestras consideraciones en torno a cuatro puntos: 1) Jesús en su realidad histórica y en su condición mesiánica trascendente, hijo de Abraham, hijo del hombre, hijo de Dios; 2) Jesús en su identidad de verdadero Dios y verdadero hombre (…); 3) Jesús a los ojos de la Iglesia que con la asistencia del Espíritu Santo ha esclarecido y profundizado los datos revelados, dándonos formulaciones precisas de la fe cristológica, especialmente en los Concilios Ecuménicos; 4) Finalmente, Jesús en sus obras, en su pasión redentora y en su glorificación, Jesús en medio de nosotros" (Catequesis 7.I.1987).
El Papa continúa señalando que hay muchos modos de hacer bien una catequesis, pero todos y cada uno de ellos, si se quiere que sean auténticos, han de tomar "su contenido de la fuente perenne de la Sagrada Tradición y de la Sagrada Escritura, interpretada a la luz de las enseñanzas de los Padres y Doctores de la Iglesia, de la liturgia, de la fe y la piedad popular" (ibid.), en definitiva, han de estar insertos vitalmente en la gran corriente de vida y de amor que ha ido manifestándose de tantas formas a lo largo de estos veinte siglos de cristianismo.
Esta es la cuestión fundamental que hemos de plantear clara y explícitamente a la hora de tratar sobre cómo hablar de Jesucristo: encontramos a Jesucristo en la Iglesia, y hemos de hablar el mismo lenguaje de la Iglesia. "De qué serviría una catequesis sobre Jesús si no tuviese la autenticidad y la plenitud de la mirada con que la Iglesia contempla, reza y anuncia su misterio?" (Ibid.).
Esta es la cuestión clave que hemos de plantearnos a la hora de hablar de Jesucristo: la fidelidad a la palabra y a la vida de la Iglesia. Esa palabra se recoge en el evangelio y en dos características de nuestra fe, tal y como se recoge en la proclamación del Credo: la catolicidad y la apostolicidad. Puede decirse que, en muchos casos, las dificultades para pronunciar una palabra "creíble" sobre Jesús no se encuentra en Jesús mismo, ni en los testimonios que poseemos sobre Él, ni siquiera en la necesidad de encontrar las palabras que acerquen su figura al hombre de hoy, sino en la posición de fondo de quien debe hablar de Jesús.
No se puede decir que carezcan de fundamento las palabras del Documento Teología y Secularización en España cuando advierte de que en algunos escritos de cristología se da "un oscurecimiento de cuestione fundamentales de la Profesión de fe en el Misterio de Cristo: entre otras, su preexistencia, filiación divina, conciencia de Sí, de su Muerte y misión redentora, Resurrección, Ascensión y Glorificación" (n. 27). Desde luego, no se puede hablar con solvencia de Cristo si se toma como punto de partida lo que podría calificarse como planteamiento de la sospecha: sospecha de que la fe de la Iglesia significa una ruptura con el Jesús histórico, es decir, sospecha de la veracidad de la enseñanza apostólica contenida en los Evangelios, sospecha de que la asistencia del Espíritu Santo a lo largo de estos siglos no haya conseguido que la Iglesia conozca y ame con verdad y con acierto a quien es su Fundador y su Esposo. En esta situación, no se puede dar mejor consejo al catequista que el de que examine su corazón y si fe, por si las dificultades más importantes para hablar convincentemente de Jesucristo no están en los oyentes, sino en el mismo catequista.
A este respecto, las Catequesis de Juan Pablo II son todo un ejemplo de cómo han de desarrollarse los temas. Esta es quizás su mejor lección catequética: el modo en que desarrolla los temas, siguiendo muy de cerca la Sagrada Escritura y entrando a fondo, desde la fe, en las cuestiones que trata. Buena muestra de es modo de hacer son las catequesis sobre la Resurrección de Cristo. Conviene repasarlas porque en ellas se palpa la magnífica información que poseía el Papa de las cuestiones agitadas con mayor o menor fundamento en aquellos años, de la sospecha tantas veces carentes de todo motivo que se intentaban arrojar sobre los misterios de la vida de Cristo, especialmente, sobre la realidad de su resurrección.
Juan Pablo II titula la primera catequesis sobre la resurrección (25.I.1989) con un título de claridad meridiana: "La Resurrección: hecho histórico y afirmación de fe": "Trataremos de investigar –dice el Papa— con las rodillas de la mente inclinadas el misterio enunciado por el dogma y encerrado en el acontecimiento". La investigación comienza por una lectura de los principales testimonios contenidos en el Nuevo Testamento. Se trata de una lectura respetuosa con el texto y atenta a los detalles de los testimonios que esos textos aportan, comenzando por el primer texto que habla de la Resurrección de Cristo, contenido en la primera Carta de San Pablo escrita a los Corintios hacia la Pascua del año 57, y siguiendo por el testimonio de los cuatro evangelios. El análisis amoroso de los detalles, tantas veces indirectos, que se traslucen de esos testimonios, ayuda a comprender la razón de fondo de la firmeza con que los Apóstoles y la Iglesia han entendido que la Resurrección de Cristo es la cuestión fundamental. No es éste el momento de detenernos en las cuestiones que plantea la resurrección del Señor: estamos citando estas catequesis porque son un buen ejemplo de cómo desarrollar los temas, prestando atención a las dificultades que se plantean en nuestros días, sobre todo cuando liberales y marxistas recurren insistentemente a la teoría de la sospecha de que el Cristo de la fe no coincide con el Jesús de la historia, pero, sobre todo, prestando atención a la Escritura y a la fe de la Iglesia que son las que hacen que presentemos un Cristo vivo, porque hablamos del Cristo que vive en la Iglesia.
5. Las vidas de Cristo
Al llegar aquí, como bien saben, hablo de un libro que aún no ha sido publicado, pero que ya ha sido presentado por Su Santidad Benedicto XVI. Me refiero a la Vida de Cristo que el Papa va a publicar, llegando por ahora hasta la Transfiguración. Conocemos el Prólogo, que es toda una toma de postura, elocuente y refleja, de cómo acercarse a la vida de Jesús y de cómo presentarla, es decir, de cómo hablar de Jesucristo. Puede decirse que la persona de Benedicto XVI se nos desvela discretamente en esas breves páginas, mostrando algo de lo que le mantuvo espiritualmente en su juventud, como del "atteggiamento" con que se acerca a la figura de Jesús, ahora ya en la madurez de sus años de estudio y de ministerio.
Escribe: "En los tiempos de mi juventud—los años treinta y cuarenta—se publicaron una serie de libros apasionantes sobre Jesús. Recuerdo el nombre de algunos autores: Karl Adam, Romano Guardini, Franz Michel Willam, Giovanni Papini, Jean Daniel-Rops. En todos estos libros la imagen de Jesucristo se delineaba a partir de los evangelios: cómo vivió sobre la Tierra y cómo, a pesar de ser plenamente hombre, llevó al mismo tiempo a los hombres a Dios, con el cual, como Hijo, era una cosa sola. Así, a través del hombre Jesús, se hizo visible Dios y a partir de Dios se pudo ver la imagen del hombre justo".
Las palabras del Papa ponen ante los ojos la posibilidad de delinear los principales rasgos de la figura de Jesús tomando como base sencillamente los evangelios; no sólo eso, sino de hacerlo bien hecho. Los autores que cita pertenecen a la segunda mitad del siglo XX, y sus Vidas de Jesús no sólo están a nuestro alcance, sino que continúan editándose y a muchos de nosotros nos han hecho mucho bien. Para hablar de Jesucristo no es necesario esperar a que los "críticos" hayan llegado a un "acuerdo"; lo fundamental ya está dicho, y está dicho con suficiente claridad. Su Santidad llama a esos libros "apasionantes", y lo son de hecho por su notable esfuerzo por dejar hablar a los evangelios y escribir con fidelidad a ellos.
El problema de fondo es, como se señala también en el Documento de la Conferencia Episcopal Española que tanto he citado, la desconfianza hacia el Cristo predicado por la Iglesia, hacia el Cristo de la confesión de fe. Es muy ilustrativo el juicio del Papa e incluso la forma suave pero decidida en que lo dice: "A partir de los años cincuenta, cambió la situación. El desgarre entre el «Jesús histórico» y el «Cristo de la fe» se hizo cada vez más grande: uno se alejó del otro rápidamente. Pero ¿qué significado puede tener la fe en Jesucristo, en Jesús Hijo del Dios viviente, si después el hombre Jesús era tan distinto de como lo presentaban los evangelistas y de cómo lo anuncia la Iglesia a partir de los Evangelios? Los progresos de la investigación histórico-crítica llevaron a distinciones cada vez más sutiles entre los diversos estratos de la tradición. Detrás de ellos, la figura de Jesús, sobre la que se apoya la fe, se hizo cada vez más incierta, tomó rasgos cada vez menos definidos".
He aquí la cuestión: la cuestión de fondo que hace problemático hablar de Jesús no estriba ni en la figura de Jesús, ni en los oyentes por hablar un lenguaje distinto, sino que el problema de fondo es la sospecha, casi convertida en tesis de fondo, de que entre el Cristo predicado por la Iglesia y el Jesús de la historia existe un hiato que se va agrandando cada vez más. Es esta "sospecha" la que hace que, en estos ambientes, la figura de Jesús se vaya haciendo "cada vez más incierta", vaya tomando "rasgos cada vez menos definidos". La cuestión de fondo hay que situarla, pues, en los mismos catequetas, en los estudios que realizan y en las posiciones de fondo que mantienen sobre Jesús de Nazaret. A este respecto es significativo que tanto el Catecismo de la Iglesia Católica como las Catequesis de Juan Pablo II sobre Cristo se inicien poniendo como punto de partida con la confesión de fe contenida en MT 16, 16: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.
Benedicto XVI pasa a continuación a señalar las consecuencias que se siguen de aceptar el exceso de criticismo en torno a la verdad histórica contenida en los evangelios. Tras la ruptura entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe propugnada hasta el extremo por la crítica racionalista, lógicamente se intenta recuperar al Cristo de la historia de la "mitificación" sufrida en la predicación de la Iglesia. Es frecuente oír la expresión "rescatemos al Jesús histórico", volvamos al Jesús histórico, al auténtico rabí de Nazaret. Esto es lo que sucedió. El Papa lo describe la situación con palabras y con imágenes que no pueden menos de evocar a Albert Schweitzer:
"Al mismo tiempo, las reconstrucciones sobre este Jesús, que debía ser buscado tras las tradiciones de los evangelistas y sus fuentes, se hicieron cada vez más contradictorias: desde el revolucionario enemigo de los romanos que se oponía al poder constituido y naturalmente fracasa, al manso moralista que todo lo permite e inexplicablemente acaba por causar su propia ruina. Quien lea varias de estas reconstrucciones puede constatar enseguida que son más fotografías de los autores y de sus ideales que el verdadero cuestionamiento de una imagen que se ha hecho confusa. Mientras, iba creciendo la desconfianza hacia estas imágenes de Jesús, y la misma figura de Jesús se iba alejando cada vez más de nosotros.
Todos estos intentos han dejado tras de sí, como denominador común, la impresión de que sabemos muy poco sobre Jesús, y que sólo más tarde la fe en su divinidad ha plasmado su imagen. Mientras tanto, esta imagen ha ido penetrando profundamente en la conciencia común de la cristiandad. Semejante situación es dramática para la fe, porque hace incierto su auténtico punto de referencia: la amistad íntima con Jesús, de quien todo depende, se debate y corre el riesgo de caer en el vacío".
Pienso que estas palabras del Papa dibujan un panorama que ha sido bastante frecuente en estas últimas décadas en muchos ambientes de estudios y de catequesis. La descripción que hace el Papa converge bastante con la que hacía Schweitzer sobre lo que aconteció en los ambientes protestantes con el esfuerzo por "rescatar" al Jesús de la historia "liberándolo" del Jesús de la fe. Me refiero a las conocidas palabras del prólogo que realiza Schweitzer a la segunda edición de su Vida de Jesús trabajada críticamente:
Continúa el Papa, señalando con nitidez las coordenadas en las que se va a mover: "Por lo que se refiere a mi presentación de Jesús, esto significa ante todo que yo tengo confianza en los Evangelios. Naturalmente doy por descontado cuanto el Concilio y la moderna exégesis dicen sobre los géneros literarios, sobre la intencionalidad de sus afirmaciones, sobre el contexto comunitario de los Evangelios y sus palabras en este contexto vivo. Aceptando todo esto en la medida en que me era posible, he querido intentar presentar al Jesús de los Evangelios como el verdadero Jesús, como el «Jesús histórico» en el verdadero sentido de la expresión. Estoy convencido, y espero que se pueda dar cuenta también el lector, de que esta figura es mucho más lógica y desde el punto de vista histórico también más comprensible que las reconstrucciones con las que nos las hemos tenido que ver en las últimas décadas.
Yo creo que precisamente este Jesús—el de los Evangelios—es una figura históricamente sensata y convincente. Sólo si sucedió algo extraordinario, sólo si la figura y las palabras de Jesús superaban radicalmente todas las esperanzas y las expectativas de la época, se explica la Crucifixión y su eficacia".
La claridad en el lenguaje y la competencia en el conocimiento forman parte esencial de la cortesía del buen profesor y del buen catequeta. Ambas están presentes en este párrafo del Papa en el que expone cuáles son sus opciones metodológicas de fondo. Y este punto de partida no es otro que la confianza en que los evangelios no "deforman" la historicidad de los relatos que contienen. Indiscutiblemente, el misterio que rodea a la figura de Jesús, incluido el amor de sus discípulos hasta el martirio, es mucho más "comprensible" desde las líneas de fuerza amplias y matizadas que trazan los evangelios de las palabras y los hechos de Jesús de Nazaret. Sólo "si sucedió algo extraordinario", si Él era una figura "extraordinaria" en el sentido fuerte de la expresión se explica la fe en la resurrección y el hecho de que, a pesar de lo acontecido en la Cruz, sus enemigos no pudiesen poner su tumba como prototipo del Mesías fracasado.
Más aún, pocas semanas después de los acontecimientos del Calvario, encontramos a Pedro predicando en las proximidades del Sanedrín que ese Jesús que mataron ha sido resucitado por Dios, ha sido constituido Mesías, y está sentado a la derecha de Dios (cfr Hch 2, 14-36). Y muy poco después, en los primeros escritos neotestamentarios aparece como esculpida toda una cristología en torno a este Jesús de la historia, es decir, cuando aún están vivos algunos de los que convivieron con el Maestro. "Aproximadamente veinte años después de la muerte de Jesús, escribe el Papa, nos encontramos ya plenamente desplegado en el gran himno a Cristo que es la Carta a los Filipenses (2, 6-8) una cristología, en la que se dice de Jesús que era igual a Dios pero que se desnudó a sí mismo, se hizo hombre, se humilló hasta la muerte en la cruz y que a él incumbe el homenaje de la creación, la adoración que en el profeta Isaías (45, 23) Dios proclamó que sólo a Él se le debía". Por esta razón, la investigación crítica que tantas precisiones importantes ha aportado al conocimiento de la historia de Jesús, se hace con buen criterio la pregunta: ¿Qué sucedió en estos veinte años desde la Crucifixión de Jesús? ¿Cómo se llegó a esta Cristología? La acción de formaciones comunitarias anónimas, de quienes se intenta encontrar exponentes, en realidad no explica nada. ¿Cómo es posible que agrupaciones de desconocidos pudieran ser tan creativos, ser tan convincentes hasta llegar a imponerse de ese modo? ¿No es más lógico, también desde el punto de vista histórico, que la grandeza se encuentre en el origen y que la figura de Jesús rompiera todas las categorías disponibles y así poder ser comprendida sólo a partir del misterio de Dios?".
Por decirlo brevemente, la lectura que hace la Iglesia de los acontecimientos de la vida de Jesús contenidos en los escritos neotestamentarios tiene a su favor la asistencia del Espíritu, el hecho de ser la depositaria de la memoria de su Esposo; tiene también el sentido común, que es de suma importancia cuando se intenta revivir lo que ha acontecido en la historia. No se trata, como es obvio, de rechazar nada que pertenezca a la exégesis científica, sino de integrar los datos y los nuevos conocimientos que aporta en una visión objetiva y serena; una visión creyente y llena de confianza en aquellos que acompañaron a Jesús durante su vida terrena y nos legaron su testimonio sobre los acontecimientos con mirada de fe y sin pretender escribir en el género literario propio de una biografía en el sentido técnico propio de muchos siglos después.
Espero por el contrario, dice el Papa ya al final del Prólogo, que el lector comprenda que este libro no ha sido escrito contra la exégesis moderna, sino con gran reconocimiento por lo mucho que sigue aportándonos. Nos ha hecho conocer una gran cantidad de fuentes y de concepciones a través de las cuales la figura de Jesús puede hacerse presente con una vivacidad y una profundidad que sólo hace unas pocas décadas no podíamos ni siquiera imaginar. Yo he intentado ir más allá de la mera interpretación histórico-crítica aplicando nuevos criterios metodológicos, que nos permiten una interpretación propiamente teológica de la Biblia y que naturalmente requieren de la fe, sin que por esto quiera yo renunciar en absoluto a la seriedad histórica".
6. Conclusión
Mis palabras finales quieren ser un elogio de la teología narrativa, tal y como se manifiesta ya desde los comienzos en los escritos del Nuevo Testamento, especialmente en los grandes himnos cristológicos y en las celebraciones litúrgicas. ¿Qué es la Eucaristía, centro de la vida de la Iglesia, sino una gran y eficaz anámnesis de la muerte y resurrección de Cristo? La Iglesia militante vive de la memoria de su Maestro, celebra la memoria de su Maestro, vive con la esperanza de la venida gloriosa de su Maestro.
¿Cómo hablar de Jesucristo? La respuesta, siempre contraria a recetas prefabricadas, no puede ser otra que ésta: hablar con el amor y la fe con que ha hablado la Iglesia a lo largo de los siglos; hablar con la holgura con que los santos han hablado de Nuestro Señor, formando parte de una gran sinfonía, donde existe una gran armonía y precisamente por eso el lenguaje de la Iglesia no es monocorde, sino armónico.
A este efecto, he presentado tres modos contemporáneos de hablar de Jesucristo. Son tres modos de hablar de Jesús de Nazaret que, como es obvio, son muy posteriores a la ruptura propuesta por Reimarus en 1748 entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe: el Catecismo de la Iglesia Católica, Juan Pablo II y Benedicto XVI. Tanto los autores del Catecismo como Juan Pablo II y Benedicto XVI son buenos conocedores no sólo de la problemática suscitada por la crítica histórica, sino también del largo itinerario seguido a partir de entonces por los diversos autores y de las soluciones que han propuesto para presentar un Jesús "creíble" si se prescinde del hecho de que ese Jesús es el mismo que el predicado por la fe de la Iglesia. Los tres testimonios aducidos constituyen puntos de referencia seguros y cercanos para quien quiera hablar hoy de Jesucristo a los hombres de un modo que sea provechoso y atractivo.
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