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La propuesta cristiana se centra en el amor, como gran “secreto” para llegar a la santidad y servir máximamente a Dios y a los demás
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A Santo Tomás Moro (1478-1535), lord canciller de Inglaterra, Juan Pablo II lo nombró en 2000 patrono de los políticos y los gobernantes. Su vida se representa en la película "Un hombre para la eternidad" (A man for All Seasons, F. Zinnemann, 1966)
VIDEO: ">Un hombre para la eternidad
En época de elecciones viene bien reflexionar sobre la relación entre política y santidad. Decía Max Weber que al político le corresponde la “ética de la responsabilidad” (actuar previendo todas las consecuencias), mientras que al santo le conviene la “ética de la convicción” (actuar según lo que piensa que debe hacerse o Dios le pide, sin mirar las consecuencias); dos opciones que, en su opinión, son irreconciliables.
Pero Spaemann observa que así se pasa por alto un hecho fundamental: que han existido políticos que han sido santos o santos que han sido políticos, y buenos políticos, con éxito; pues ambas cosas no están reñidas (cf. Ética: Cuestiones fundamentales, cap. V).
Vale la pena preguntarse en qué consiste la santidad y cómo sería posible alcanzarla no a pesar de la política, sino “también” siendo político.
La llamada universal a la santidad
Todas las personas están llamadas a la santidad. De un modo más concreto, todos los bautizados. Lo ha recordado Benedicto XVI con ocasión de la fiesta de todos los santos: «Todos los estados de vida, de hecho, se pueden convertir, con la acción de la gracia y con el compromiso y la perseverancia de cada uno, en vías de santificación» (Ángelus, 1-XI-2011). La Iglesia, añadía, es la llamada concreta de todos los bautizados a la “comunión de los santos”, por el Bautismo; para ello hemos de superar la fragilidad y vencer el pecado. La santidad, es pues, la meta. Pero ¿cuándo y cómo se logra? ¿Y qué relación tiene con las actividades ordinarias de la vida? ¿Hay que dejar aparte las cosas que amamos para buscar la santidad?
La meta de la santidad sólo se alcanza definitivamente en el Cielo. Tal es la gran esperanza cristiana, única que da sentido a la muerte. Todos buscamos que perviva lo bello y grande que hayamos podido realizar. Dice el Papa: «Sobre todo, sentimos que el amor reclama y pide eternidad, y no es posible que sea destruido por la muerte en un solo momento» (Audiencia general, 2-XI-2011). Ni el hombre ni la muerte ni el amor pueden afrontarse con puros métodos “científicos” o experimentales, pues la dimensión del Amor de Dios trasciende el espacio y el tiempo. Según la fe cristiana, la vida en unión con Cristo y la fe en Él, por decirlo en una palabra, la santidad (que se incoa en esta vida), es la garantía de Vida eterna.
La santidad lleva a trabajar por el futuro y la esperanza
Pues bien, la fe cristiana y la santidad no nos apartan del interés por todo lo que es bueno para el hombre y el trabajo en la tierra para incrementarlo, ni hacen inútiles nuestras esperanzas de alcanzarlo y transmitirlo. Señala Benedicto XVI: «La fe en la vida eterna da al cristiano el valor para amar aún más intensamente esta tierra nuestra y trabajar para construirle un futuro, para darle una esperanza verdadera y segura» (Ibid). Esto nos interesa para nuestro tema. Trabajar por el futuro y la esperanza, ¿no es lo que, con vistas al bien común, deben hacer los políticos?
Los últimos domingos del año litúrgico han sido ocasión para volver a subrayar que el amor es el camino y la puerta del Cielo (cf. Mt 25, 34-36). Por una parte, el amor y las obras de misericordia son el “aceite” para encender la lámpara que conduce al Reino de Dios (cf. Mt 25, 1-13). El amor, observa el Papa, «no se puede comprar, pero se recibe como regalo, se conserva en la intimidad y se practica en las obras». Por eso «quien cree en Dios-Amor lleva en sí una esperanza invencible, como una lámpara con la que atravesar la noche más allá de la muerte, y llegar a la gran fiesta de la vida» (Ángelus, 6-XI-2011)
De otro lado, el amor es también el “talento” (cf. Mt 25, 14-30) más importante que Dios nos ha concedido, para hacerlo fructificar durante nuestra vida. «La caridad es el bien fundamental que nadie puede dejar de hacer fructificar y sin el cual todo otro don es vano (cf. 1 Co 13, 3)» (Ángelus, 13-XI-2011).
La política, tarea impulsada por la justicia y el amor
¿Qué decir, en este marco, acerca de la tarea política? ¿Será un lugar donde la fe hay que dejarla fuera o no tiene consecuencias? ¿Será una actividad donde la luz no ilumina o el amor no da fruto?
A finales de 2002 la Congregación de la Fe publicó un documento sobre los católicos y la vida política, donde se decía que los cristianos laicos no pueden abdicar de su participación en la política, entendida como «la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común». La encíclica Caritas in veritate afirma que todas las personas tienen la vocación de comprometerse a favor de la verdad y el amor, y, por tanto, de trabajar por el desarrollo integral de los demás.
Ciertamente, no todos lo harán como trabajo profesional. Los políticos de profesión, a la luz de los principios expuestos, han de tener una conciencia viva de que su tarea debe ser impulsada por la justicia y el amor. Laicismo intolerante sería negar a los cristianos la legitimidad de actuar en política de acuerdo con las propias convicciones acerca del bien común, entre ellas las que corresponden a la ética natural.
La política, como todas las tareas de esta vida, necesita del amor. La justicia sola, aun siendo imprescindible, no basta para hacer “justicia total” a la realidad del hombre y del mundo. La propuesta cristiana se centra en el amor, como gran “secreto” para llegar a la santidad y servir máximamente a Dios y a los demás. Esto es posible en todas las condiciones, situaciones y trabajos de la vida. También en la política.
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
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