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"La Universidad ha de contribuir a que los jóvenes se lancen con valentía a revitalizar una sociedad más libre, creativa y solidaria"
Discurso de Mons. Javier Echevarría, Gran Canciller de la Universidad de Navarra con motivo de la investidura de Doctores Honoris Causa
* * *
Excelentísimos Señores.
Dignísimas Autoridades.
Claustro Académico y alumnos de esta Universidad
Señoras y Señores.
La recepción en el Claustro Académico de tres destacadas personalidades, como nuevos doctores honoris causa, constituye hoy otro motivo de gozo y esperanza para la Universidad de Navarra. Porque, además de experimentar una sólida y sincera alegría al reconocer sus altos méritos, la comunidad académica se ve vivamente alentada al comprobar, como en ocasiones precedentes, que —en tres campos muy significativos del saber— estos maestros han logrado superar las dificultades del camino y beneficiar a muchos con la fecundidad de su excelente y esforzado trabajo.
Los tres nuevos doctores, cada uno desde su especialidad, comparten un rasgo común: su honda vinculación a la institución universitaria.
El magnífico pintor Antonio López, miembro de la Real Academia de San Fernando, uno de los máximos representantes del realismo contemporáneo en España, es considerado el padre de la escuela hiperrealista madrileña. Con una vocación precoz para las artes plásticas, estudió en la Academia de Bellas Artes de San Fernando y viajó a Italia, como meta de tantos artistas, antiguos maestros. Su obra se caracteriza por un agudo sentido investigador de la realidad, actitud que le sitúa también en condiciones de reconocer la huella de Dios en las criaturas. Desde el año 2006 dirige en la Universidad de Navarra el taller de pintura figurativa, donde se forman jóvenes artistas que se acercan a su concepción de tan espléndida arte.
El cardenal Péter Erdö, Arzobispo de Esztergom-Budapest y Presidente del Consejo de Conferencias Episcopales de Europa, es una clara muestra de apertura de la mente al conocimiento de la realidad, en sus aspectos más dispares. Doctor en teología y en derecho canónico, materias de las que ha sido profesor en el seminario de Esztergom-Budapest, es miembro de la Academia Húngara de las Ciencias y de varios Dicasterios de la Curia Romana, en los que aporta su honda formación como canonista y teólogo. La trayectoria del Cardenal Erdö está estrechamente ligada a la vida académica: fue Rector de la Universidad Católica Pázmany Péter, de la que actualmente es Gran Canciller, y en años pasados colaboró como profesor de Derecho Canónico en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, de Roma. Ha sido, y es, un gran cultor de la historia, gran maestra de la vida.
El profesor Joseph Weiler sobresale como uno de los mayores expertos en el derecho de la Unión Europea y es también un gran académico, pues ha estudiado y trabajado —entre otras— en las Universidades de Cambridge, Florencia, Michigan, Harvard, Singapur y Copenhague. Con el máximo nivel docente, es en la actualidad profesor de la Universidad de Nueva York, además de miembro de la Academia Americana de las Artes y las Ciencias, y son numerosas y profundas sus publicaciones.
Ampliar las fronteras del conocimiento
La ceremonia de la concesión de estos doctorados se convierte otra vez en una celebración para toda la comunidad universitaria. La acendrada personalidad de los tres nuevos doctores nos ofrece la oportunidad de reflexionar sobre la tarea de formación de las personalidades jóvenes y sobre el empeño por ampliar las fronteras del conocimiento, mediante la investigación científica. El primer Gran Canciller de esta Alma Mater enseñó que la institución universitaria, para ser fecunda, debe ante todo no conformarse con metas mediocres, sino aspirar ad maiora, a las cosas más altas, a horizontes más amplios.
Al volver la mirada sobre sí misma, la universidad descubre que las luces y sombras de cada momento brotan como reflejo de la época que le ha tocado afrontar; simultáneamente, ese panorama indica también exigencias, que no cabe eludir, para influir responsablemente sobre el propio tiempo. Tan altos se demuestran los ideales académicos, que los motivos de satisfacción aparecen siempre entreverados por limitaciones, que reclaman afinar la visión y redoblar el esfuerzo, siempre con ánimo positivo, que, en el caso de esta universidad, se funda en el ejercicio de las virtudes humanas y cristianas.
Los valores a los que una Alma Mater ha de tender siempre como propios se resumen, esencialmente, en aquellos a los que la universitas studiorum se propuso servir desde su inicio, más de siete siglos atrás. La audacia de este proyecto histórico se manifiesta en la pretensión de armonizar entre sí los saberes fundamentales. Para lograr tan ardua y sugestiva meta, resulta evidente que el método adecuado es el intercambio de los profesores, entre sí y con los estudiantes, en tensión conjunta y armoniosa hacia la verdad. La universitas studiorum se realiza a través del «ayuntamiento de maestros y escolares con voluntad y entendimiento de aprender los saberes»; como definía el Rey Sabio la conjunción de los estamentos académicos, que colaboran conjuntamente para alcanzar los fines propios de la educación superior.
La fuerza iluminadora del Cristianismo
Podríamos preguntarnos de dónde procede la inspiración de una empresa tan ambiciosa, cuál es la fuerza que —no sin altibajos— mantiene vivo y eficaz un proyecto que ha cambiado la faz del mundo, haciéndolo más unitario y más humano. Entre las diversas y valiosas aportaciones de las que se ha beneficiado la universidad, es preciso destacar con determinación la fuerza iluminadora del Cristianismo. El rigor histórico nos lleva a recordar, sin ambages, que la institución universitaria surge fundamentalmente como proyecto nacido en el seno de la Iglesia, sin el que no hubiera sido viable lo que hoy entendemos por modernidad.
El momento actual se presenta grávido de desafíos. Como en períodos anteriores no menos arduos, la comunidad académica no ha de replegarse sobre sí misma: sería una irresponsabilidad grave. Ha de responder, en cambio, a los diversos retos que se le presentan, avivando los motivos de esperanza.
«Pero —se preguntaba Benedicto XVI durante la reciente Jornada Mundial de la Juventud— ¿dónde encontrarán los jóvenes esos puntos de referencia en una sociedad quebradiza e inestable? A veces se piensa que la misión del profesor universitario sea hoy exclusivamente la de formar profesionales competentes y eficaces que satisfagan la demanda laboral en cada preciso momento.
También se dice que lo único que se debe privilegiar en la presente coyuntura es la capacidad técnica. Ciertamente, cunde en la actualidad esta visión utilitarista de la educación, también universitaria, difundida especialmente desde ámbitos extra-universitarios.
Sin embargo —comentaba el Papa a los profesores en El Escorial—, vosotros que habéis vivido como yo la Universidad, y que la vivís ahora como docentes, sentís sin duda el anhelo de algo más elevado que corresponda a todas las dimensiones que constituyen al hombre. Sabemos que cuando la sola utilidad y el pragmatismo inmediato se erigen como criterio principal, las pérdidas pueden ser dramáticas: desde los abusos de una ciencia sin límites, más allá de sí misma, hasta el totalitarismo político que se aviva fácilmente cuando se elimina toda referencia superior al mero cálculo de poder. En cambio, la genuina idea de universidad es precisamente lo que nos preserva de esa visión reduccionista y sesgada de lo humano».
Superar las perplejidades morales de nuestro tiempo
Si se persigue sinceramente esa renovación del entusiasmo por la verdad, se recuperará el optimismo propio de la actitud sapiencial, que intenta descifrar los enigmas que laten en el núcleo inteligible de la realidad, rechazando la actitud de permanecer en la superficie de las cuestiones. Se logrará así que la concepción del mundo no tienda a dispersarse en especialidades cada vez más angostas o aisladas, como si fueran ajenas entre sí, y para las que el alcance universal del conocimiento no pasa de ser una idea vacía de sentido. Frente a esa dinámica centrífuga, que conduce a la disgregación, se advierte hoy nuevamente que el diálogo interdisciplinar es imprescindible para una investigación innovadora.
A su vez, sólo el acercamiento sapiencial a la naturaleza, a la sociedad y a la persona, a la verdad de su origen y de su destino, puede ofrecer una sólida base para la educación de las nuevas generaciones que frecuentan aulas, bibliotecas y laboratorios. Los años que esos jóvenes transcurren en su Alma Mater resultan decisivos para la formación de la inteligencia y de la personalidad de quienes se abren a las promesas y dificultades de la vida. Respetando cuidadosamente la libertad de los estudiantes, los profesores —como he afirmado— han de entrar en diálogo personal con los alumnos, y también entre ellos, para ampliar horizontes culturales y orientarse hacia la superación de tantas perplejidades morales como se alzan ante su mirada, en un entorno social que —de no reaccionar— se halla en trance de perder toda sustancia ética.
Lejos de ofrecerles un refugio protector, reductivo, la universidad ha de contribuir a templar el ánimo de los jóvenes, para que se lancen con valentía —ahora y en el futuro— a revitalizar una sociedad más libre, creativa y solidaria: más cristiana. Es éste un panorama esperanzador, que invita a una visión llena de optimismo y de afirmaciones.
La Universidad: escuela de paz y comprensión mutua
Si, en el momento actual, es clave la interdisciplinariedad en el plano científico, en el ámbito personal la universidad ha de ofrecer un ambiente caracterizado por la apertura a lo universal, ya presente en las corporaciones académicas desde su mismo origen histórico. El encuentro de docentes y discentes de muy diversas procedencias y mentalidades, enriquece a la familia universitaria; pues, al ampliar la visión del mundo, este diálogo permanente prepara a las nuevas generaciones para trabajar en un universo global, que sabe superar incomprensiones y prejuicios. La universidad se constituye así en una escuela de paz y de comprensión mutua, que contribuye a atemperar los apasionamientos y a eliminar la violencia del horizonte personal y social.
El fundador de la Universidad de Navarra, san Josemaría Escrivá de Balaguer, nos ha legado un testimonio vivo de plenitud humana y cristiana, junto con una concepción de la institución universitaria, que sintetiza lúcidamente los caminos que conviene seguir en una situación tan cambiante como la actual. Cuando los centros de enseñanza superior derivan con frecuencia hacia planteamientos empequeñecidos, que se apartan de la mejor tradición universitaria, las palabras de nuestro primer Gran Canciller muestran nuevamente su profundidad y actualidad:
Dios y las personas
«Salvarán a este mundo nuestro —permitid que lo recuerde—, no los que pretenden narcotizar la vida del espíritu, reduciendo todo a cuestiones económicas o de bienestar material, sino los que tienen fe en Dios y en el destino eterno del hombre, y saben recibir la verdad de Cristo como luz orientadora para la acción y la conducta. Porque el Dios de nuestra fe no es un ser lejano que contempla indiferente la suerte de los hombres. Es un padre que ama ardientemente a sus hijos. Un Dios Creador que se desborda en cariño por sus criaturas y concede al hombre el gran privilegio de poder amar, trascendiéndolo, lo efímero y lo transitorio».
En lugar de rendirse a exigencias meramente pragmáticas, la universidad debe reorientarse constantemente hacia la búsqueda de la verdad, camino que va acompañado por el amor al bien y por el gozo de la belleza. Aunque, a corto plazo, pueda parecer rentable la consecución de logros inmediatos y limitados, la apuesta incondicionada por los valores trascendentales —la verdad, el bien y la belleza— se ha demostrado y se demuestra siempre fecunda. Ofrece la clave de la formación completa de las personalidades jóvenes, a la que nos empuja la misión encomendada por su Fundador a la Universidad de Navarra.
La pasión por la verdad elimina la tentación del relativismo, que impone como pauta de conducta lo que más conviene al individuo en cada caso. Tal individualismo egoísta se levanta como la actitud más alejada del auténtico compromiso universitario. Porque, así como la verdad supera la opinión subjetiva, la apertura al bien prevalece sobre el interés oportunista, y el gozo de la belleza se encuentra más allá del sentimentalismo meramente emotivo.
Una sociedad más dinámica y justa
La educación universitaria ha de forjarse sobre una visión amplia y profunda del ser humano. Esta antropología abierta a la trascendencia requiere la aportación de las diversas ciencias, con especial énfasis en los saberes humanísticos. El cultivo y la docencia de la teología y de la filosofía garantizan que el humanismo universitario no se reduzca a una agregación superficial de conocimientos, sino que aspire a lograr una visión equilibrada y completa de la persona, dando también todo su valor a las ciencias aplicadas, que serán siempre imprescindibles.
El sentido de la verdadera vida que ha de fomentar la universidad está tejido por la generosidad y la altura de miras; al formar profesionales competentes, los estudios superiores no pretenden facilitar a sus titulados un mero provecho de ventaja individualista, sino capacitarles para que su servicio a la sociedad sea más fecundo. Todos los grandes anhelos, el afán de conocer, el entusiasmo por la investigación de vanguardia, la inquietud positiva y constructiva por avanzar hacia una sociedad más dinámica y justa, revierten positivamente sobre quien los cultiva, que obtiene así una ganancia muy superior a quien se enreda en la maraña de la medianía y de la satisfacción inmediata.
Juega un gran papel en la dinámica universitaria la fuerza de la sana emulación y del libre seguimiento de la ejemplaridad. Los jóvenes miran hacia los que ya han avanzado largamente en el camino del saber y del servicio, y se dan cuenta de que —también en una coyuntura histórica tan compleja y sugestiva como la nuestra— es viable llegar a una notable altura profesional a través del trabajo esforzado y de la ética más exigente.
Por eso —al admirar en los tres nuevos doctores honoris causa su cercanía a la belleza, a la verdad, al bien— damos a cada uno nuestra más sincera enhorabuena, y les agradecemos el ejemplo que su amplia y brillante trayectoria transmite a todos los componentes de la Universidad de Navarra.
Mons. Javier Echevarría, Gran Canciller de la Universidad de Navarra
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