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A partir de algunas premisas fundamentales personalistas que tocan el borde de lo que hay de más íntimo en la criatura humana, podremos construir un mundo más justo, recto, libre e igualitario
La crisis política y económica que estamos pasando, a nivel nacional o mundial, parece que nos exige replantear no un reajuste de algunos puntos concretos, sino más bien buscar la causa de todo lo que está sucediendo. Se trata de profundizar en el malestar que se ha creado a nuestro alrededor. iLos verdaderos indignados eran más de los que cabían en las plazas ocupadas! iEran muchos más, cada uno a su manera! Estamos arrastrando un gran déficit de madurez ético-democrática por no poner el acento en la dignidad de la persona humana.
Muchos de los planteamientos que hemos ido haciendo han mostrado un cierto descuido en el redescubrimiento de la verdad del ser humano, visto como "persona". A partir de este concepto podremos edificar mejor toda la vida social, familiar, profesional, y al mismo tiempo también vislumbrar mejores perspectivas. En otras palabras, podremos hacer políticas bastante más conformes con el bien común integral.
El ser humano, imagen de su creador, es una persona libre, inteligente, capaz de lo mejor, de lo que es más excelente y de todo lo que se puede llamar bueno y verdadero, lo que permite descubrir su potencialidad. A partir de algunas premisas fundamentales personalistas que tocan el borde de lo que hay de más íntimo en la criatura humana, podremos construir un mundo más justo, recto, libre e igualitario.
Un elemento imprescindible, en el ejercicio de esa capacidad y posibilidad de reconstruir este mundo social, económico y familiar, será siempre el amor —el "agapé"— hacia los demás. Por mucha justicia que haya, por mucha prudencia que pongamos, por mucho estudio que dediquemos..., si no hay un gran amor hacia el prójimo no veremos la necesidad de hacer nuevos planteamientos éticos.
Sólo nos quedaremos en soluciones parciales, en parches que mirarán más la economía, la productividad, el bienestar material... que las personas: una a una. El político no puede desligarse de los variados aspectos que conforman la necesaria unidad de vida que caracteriza todo el ser y obrar humanos, basados en el amor desinteresado. En pocas palabras, se puede afirmar que para hacer una política nueva hay que entender que el amor forma parte de la vocación humana y que sin amor nada vale ni perdura, y que un mero humanismo desprovisto del afecto por la persona —sea quien sea— no se puede ir adelante.
También los políticos deben amar al prójimo. Los gobernantes deben amar a los súbditos, los funcionarios públicos deben servir por amor, los ciudadanos nos tenemos que respetar unos a otros. Todos nos tenemos que ver como personas capaces de amar, servir, colaborar, trabajar responsablemente. Nuestra dedicación "preocupante" será la de vivir, convivir, ayudar, escuchar y compartir.
No hace muchos años, afirmaba Benedicto XVI que el amor «es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad» y por eso, ese amor, esa fuerza íntima, inteligente y libre, ha de ser la vía maestra de una política sin mentiras ni corrupciones, sin falsas promesas ni tácticas extrañas. Rompo una lanza para que la política tenga estos fundamentos: el amor, la verdad y la libertad personales. Que la persona y el respeto de su esencial dignidad esté en el centro de la atención política.
Ahora que todos apuntan a aclamar por el bienestar desde diferentes vías, deberíamos apoyarnos en el bienestar integral. Es decir, el bienestar de una sociedad se debe ofrecer a todos sus componentes: ancianos, enfermos, profesionales, padres, niños, profesores, trabajadores, investigadores, campesinos, hombres y mujeres... Y los gobernantes deben contemplar los súbditos como a sus iguales, como conciudadanos y colaboradores... Los políticos deben considerar los concebidos —y aún no nacidos— como seres humanos vivos, los inmigrantes como amigos, los parados y los indigentes... como hermanos, etc. En todos tenemos que ver personas que mantienen, en todo momento, una esencial dignidad personal.
Se han hecho muchas políticas, tanto desde la derecha como desde la izquierda. Todo lo hemos probado ya. Ha habido liberalismos económicos: liberalismos exacerbados, que han puesto todo el acento en la ley de la oferta y la demanda y han llevado a la sociedad hacia extremos de quiebra económica y de malestar global, y al otro lado, marxismos y socialismos de todo tipo —también exacerbados— que han prometido falsos tristes paraísos sin libertades políticas y con todo tipo de ofertas, incluso, casi capitalistas, y que han llevado a algunos pueblos hacia el fracaso humano, logrando esclavizar medio mundo con el resultado del desastre; dictaduras diversas, democracias débiles, populismos baratos, y experiencias de despacho... Ahora pagamos las consecuencias. Se han intentado correcciones, más o menos racionales, sin conseguir, sin embargo, mejorar el bienestar y el bien común. Después la decepción ha imperado.
Uno se pregunta si hay alguna solución... Es aquella que dice: "hay que cambiar algo para que no cambie nada" (del Guepardo de Lampedusa)? Muchos teóricos de la política —constitucionalistas, catedráticos de derecho político y expertos en economía y fiscalidad, ex gobernantes de despacho lujoso, sociólogos, etc.—, han presentado soluciones que sólo han sido "promesas" y que no han cambiado nada. iCortinas de humo! En muchos de ellos no hemos visto que se hablara de la persona, del ser humano como tal, y este ha sido el déficit de muchos de los programas políticos ofrecidos en el mundo.
Se podría afirmar que no ha cabido una auténtica antropología cristiana. Ésta se da claramente cuando se busca la verdad sobre el hombre, cuando entendemos qué quiere decir ser persona, cuando se descubre la magnífica gratuidad de la entrega desinteresada a los demás —vivida entre todos— en una comunión que reconoce la verdadera libertad y dignidad de cada uno.
Los "indignados" tal vez buscaron "su verdad" en el terreno político-económico. Ellos miraron de reojo a los actuales gobernantes, la fuerza de los banqueros, los poseedores del capital. Los vieron culpables, pero después, ¿qué han aportado? ¿Sólo una confusa e inútil denuncia? Por otra parte, no parece que hayan acertado plenamente ni en la precisa diagnosis ni en las posibles soluciones: todo sigue igual de preocupante, sin ver claro el horizonte.
Y todo puede ir a peor: siempre con los mismos defectos sin llegar a ninguna solución justa y racional. Se ha dicho que la "globalización" nos ha hecho más cercanos, pero no más hermanos, ya que en la visión antropológica del hombre en general se ha excluido a Aquel que nos ha creado a imagen y semejanza suya, y una sociedad sin el creador acaba siendo siempre una sociedad inhumana. El hombre —sin duda— puede organizar la tierra sin tenerlo en cuenta, pero al final nos encontraremos siempre con unos desajustes insuperables: los de todas las épocas. Reconoceremos también que "los tiempos pasados tampoco fueron mejores". No nos extrañe que los "indignados" hayan potenciado más nihilismo, más relativismo, más malestar... al no encaminar las cosas hacia un punto de vista más positivo.
No tengo la solución, pero quizás entre todos los hombres de buena voluntad, ¿acertaríamos a encontrar la antropología que nos falta: la que propugnaron Mounier, Maritain y compañía? La de los padres de Europa, como Adenauer, Schumann y De Gasperi, después de la Segunda Guerra Mundial.
Las políticas sociales no son ni de izquierda ni de derechas. Las hacen los gobernantes —y eso intenta el personalismo cristiano— que miran al hombre en primer lugar, que aplican las exigencias que les dicta una conciencia inquieta, pacífica y exigente al mismo tiempo, a fin de resarcirnos de aquellas injusticias cometidas sobre los más desvalidos: los pobres e indigentes, las ancianos, los enfermos, los huérfanos, los disminuidos psíquicos y físicos, los parados, los inmigrantes, así como los desgraciados "egoístas", repletos de dinero o de poder fáctico, para que cambien su comportamiento y piensen más y mejor en el prójimo necesitado de ayuda.
Josep Vall i Mundó
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