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Es cierto, que el palpitar del Espíritu Santo, presente en toda la Jornada –y no sólo en las Eucaristías y en el entorno de los confesionarios–, se dejara claramente sentir
Pequeñas —o grandes— voces discordantes sobre el acontecimiento, apenas sirven para hacer de telón de fondo, de contraste. Son voces que realzan el canto de alabanza a Dios, de amor a Cristo, de vitalidad de la Iglesia, que el Espíritu Santo mueve en el corazón de quienes se disponen a vivir estos días, jóvenes y menos jóvenes en edad; y jóvenes en espíritu.
Las palabras de Benedicto XVI —claras y muy preparadas, sin duda—; las alocuciones de los obispos, de diversas partes del mundo, en las catequesis a un grupo o a otro; los diversos actos de catequesis, culturales, encuentros, etc. programados para estos días, no serán el centro del acontecimiento.
En medio de una multitud semejante —multitud contada y formada uno a uno—, hasta la misma Vigilia Eucarística, y la Misa final del Santo Padre, pueden ser vistas y leídas de muchas maneras, y pueden llegar a cada uno de los participantes con tonalidades y notas muy diferentes. Es cierto, que el palpitar del Espíritu Santo, presente en toda la Jornada —y no sólo en las Eucaristías y en el entorno de los confesionarios—, se dejara claramente sentir. Claramente y en silencio. Nunca mejor recordada "la soledad sonora" de san Juan de la Cruz, que será realidad en el espíritu recogido, y joven, de tantos participantes en la JMJ.
El centro, el tesoro escondido en estos días de Madrid, es el mismo Cristo, semilla escondida, levadura divina, escondida en las palabras, en los actos, en los encuentros, en la Eucaristía. El mismo Cristo, que cada joven quiera de verdad esconder, sembrar, amar, después, en su corazón.
Manolo Cruz ha comentado: «Lo que espero de la JMJ es muy simple: que los jóvenes católicos sepan contagiar sus ideales, su fe, su esperanza y su amor a quienes no han tenido oportunidad de conocer a Cristo y no han encontrado todavía un sentido a sus vidas».
Más que ideales, aunque también lo son. No dudo de que muchos hombres y mujeres jóvenes regresarán a sus lugares de origen habiendo descubierto con nuevos ojos, y nuevas luces, su vocación al sacerdocio, al convento, a un matrimonio santo, a una juventud dedicada plenamente a Cristo en el trabajo profesional y en la amistad.
Dejarán pasar los primeros momentos de mayor emoción, de mayor impacto afectivo, y saborearán el verdadero sentido de lo que han escuchado, de lo que han visto, de lo que han vivido. Descubrirán a Quien han encontrado: al mismo Cristo. Y decidirán andar todos los caminos con Él, sin preocuparse mucho de lo que algunos predicadores —con muy buena voluntad, por cierto— les anuncian: «Las cosas del mundo se juzgarán basura ante el gozo de comprobar que Cristo colma todos los deseos de felicidad».
Me atrevo a afirmar que al caminar con Cristo, el espíritu cristiano deja de preocuparse en absoluto de eso que tantas personas llaman "felicidad", y casi sin darse cuenta, convierten todas las cosas nobles del mundo en gloria de Dios. Tendrán a Cristo y serán testigos de Él, de Cristo Resucitado.
En los primeros momentos de la Iglesia, los creyentes colocaban enfermos por los caminos que iba a recorrer Pedro, para que, al menos, fueran tocados por su sombra. Pedro ofrecía su sombra a Cristo, y Cristo curaba.
Los tiempos de la Iglesia son perennes y eternos; siempre actuales. La sombra de Pedro; la sombra de Cristo, de Cristo Resucitado.
Estas Jornadas Mundiales de la Juventud convierten todos los caminos de la tierra en perennes caminos de Emaús, en perennes encuentros con Cristo Resucitado que camina a nuestro lado, aunque en tantas ocasiones no nos demos cuenta, y que quiere que les prestemos nuestra sombra, para seguir curando, para seguir anunciando su Luz al mundo.
Hoy, en Madrid, es Benedicto XVI quien presta su sombra a Cristo.
Ernesto Juliá Díaz
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