Diario de Navarra
No está mal que miles de jóvenes nos recuerden que la sociedad necesita también los anclajes religiosos para articular una cultura de convivencia y solidaridad y que, a partir de los valores cristianos, hay otra manera de ver las cosas…
La Jornada Mundial de los Jóvenes católicos que culmina con la venida del papa Benedicto, es algo más que un fenómeno sociológico de masas. Sorprende en verdad ver a 1.300 jóvenes católicos extranjeros que pasan por Navarra durante estos días camino de Madrid. Allí se reunirán en torno a un millón, venidos desde los lugares más remotos, para expresar que hay otra manera de entender la vida y de estar presente en la sociedad.
El fenómeno puede analizarse desde diferentes ángulos de las ciencias sociales. Puede entenderse como una afirmación de la propia identidad religiosa en un mundo hostil en el que se desvanecen progresivamente los valores cristianos. Hay quien cree que es un intento inútil, iniciado por Juan Pablo II, para contener la descristianización de la juventud.
Otros simplifican más el fenómeno diciendo que es una concentración en torno a un líder, el Papa, como otros lo hacen en torno a un cantante, o su equipo deportivo favorito. Algunos buscan similitudes con las convocatorias hechas a través de las redes sociales para concentrase en una plaza y protestar contra un hecho concreto o contra un dictador. En resumen un fenómeno de masas característico de la sociedad moderna.
Análisis tan simplistas no explican suficientemente la complejidad de este fenómeno. Entre otras razones porque el fenómeno religioso tiene raíces históricas muy lejanas e implicaciones personales muy profundas. Aunque las nuevas tecnologías de la comunicación han facilitado el contacto entre miles de jóvenes, la JMJ no se ha improvisado, sino que los jóvenes, desde hace dos años, se están preparando en sus respectivas parroquias para este evento.
Más allá de vivir, entre el 16 y 21 de agosto, una afirmación de la propia identidad y de sentir al lado el apoyo emocional de miles de compañeros, agrupados en torno al Papa, los jóvenes vienen a Madrid con un mensaje para nuestra sociedad: la necesidad de un rearme moral, que comprenda al individuo y a la sociedad. Algo que se está convirtiendo en un clamor general.
En el mes de julio, en los actos religiosos de las catedrales anglicanas, se podía oír la voz de los sacerdotes, protestando contra el escándalo de las escuchas ilegales para vender prensa y obtener beneficios utilizando los sentimientos más profundos e inéditos de las personas, el sexo o las desgracias humanas y advirtiendo que los ciudadanos, encendiendo nuestro televisor o comprando determinada prensa somos quienes hacemos posible la generalización de estas prácticas inmorales.
La sociedad occidental no sólo está desmoralizada sino que retroalimenta la desmoralización. Atribuimos los problemas a nuestros políticos y gobernantes o a quienes controlan las finanzas, sin asumir que unos y otros son una réplica de la sociedad, donde domina el egoísmo, el afán de disfrutar de las cosas y de los sentimientos hasta su agotamiento.
En medio de este desánimo social general, los jóvenes congregados en Madrid, afirman que el mundo y los individuos son un proyecto general y personal del que somos responsables cada uno. Hablan de moral, de esfuerzo, de solidaridad, de austeridad y de disciplina. No basta indignarse porque la sociedad no funciona, sino que es necesario implicarse para que algo cambie.
Apuestan por la responsabilidad en las relaciones personales, por el respeto a la vida y al propio cuerpo. Por desgracia los programas y propuestas de estos jóvenes tienen poca resonancia social, porque, también en esto, nuestra sociedad está dispuesta a sentarse para escuchar a los colectivos solamente cuando detrás hay reclamación apoyada por alguna forma de violencia de baja intensidad.
En medio de la proclamación festiva de los valores que deberían promoverse en la sociedad, siempre hay acciones orientadas al chantaje de esta Jornada y voces que intentan desviar el acontecimiento en otra dirección. Incluso se habla de grupos informativos (piquetes) en la entrada de residencias improvisadas en colegios públicos para acoger a miles de peregrinos. En el mejor de los casos no se oponen a la reunión de los jóvenes, pero los identifican con la intolerancia, el pasado y el ostracismo y como una amenaza para una convivencia progresista. Todo menos dejar espacio a lo religioso.
Por suerte, la sociedad civil española ha sabido separar lo laico de lo religioso. En España se ha regulado el aborto, el divorcio, los matrimonios homosexuales en contra de la opinión de la jerarquía católica. La separación entre sociedad civil y religiosa funciona y debe contar con nuestro apoyo. La sociedad civil se ha mantenido en su ámbito. La iglesia ha aceptado su papel, y nadie puede negarle el derecho a decir a sus creyentes dónde están los límites de la moral cristiana y cómo deben proyectar esta doctrina respetando los principios de la democracia.
En consecuencia, no está mal que miles de jóvenes nos recuerden que la sociedad necesita también los anclajes religiosos para articular una cultura de convivencia y solidaridad y que, a partir de los valores cristianos, hay otra manera de ver las cosas y que, en definitiva, no altera la naturaleza humana y dignifica a las personas y a la sociedad.
Luis Sarriés Sanz es catedrático de Sociología en la UPNA
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