Revisando esas ideas que no podemos permitirnos y nos han llevado a la nada
Dos libros recientemente publicados en Estados Unidos, junto a un tercero editado en España, se complementan al ofrecer un buen análisis de las sociedades occidentales y uno de sus problemas más graves: la caída a plomo de la natalidad, ese invierno demográfico con todos los desastres que conlleva, junto a la baja tasa de nupcialidad y la inestabilidad de las uniones matrimoniales, temas todos relacionados.
Se trata del escrito por Catherine Ruth Pakaluk, Hannah's Children: The Women Quietly Defying the Birth Dearth (Los hijos de Hannah: Las mujeres que desafían en silencio la escasez de nacimientos, Regnery Gateway, marzo 2024), Get Married: Why Americans Must Defy the Elites, Forge Strong Families, and Save Civilization (Cásate: Por qué los americanos deben desafiar a las élites, forjar familias sólidas y salvar a la civilización, Broadside Books, febrero 2024,), cuyo autor es Brad Wilcox, y, por último, La extinción de los hijos: El retorno del flautista de Hamelín (Ediciones Cristiandad, abril 2024) escrito por el español Ignacio García de Leániz.
Los dos primeros se centran en la sociedad estadounidense, su prisma es fundamentalmente sociológico; están basados en investigaciones cualitativas en el caso de Pakaluk y, en el de Wilcox, en una amplia batería de estudios de corte cuantitativo. Sin embargo, sus observaciones, aunque con ciertas salvedades, pueden resultar interesantes para otros países y, por lo que respecta a sus conclusiones, ofrecen también luz a la hora de abordar estos temas.
Por su parte, La extinción de los hijos aborda los problemas de fondo de una sociedad sin apenas nacimientos. ¿Qué es lo que ha pasado para dejar de pensar que cada vida humana es un don, un regalo, y preferir gatos y perros a hijos? ¿Qué ha provocado que los jóvenes no se planteen ni deseen ya (o no se vean capaces en algunos casos) de casarse? ¿Qué hay detrás de contemplar tener hijos como algo, en el mejor de los casos, secundario, y donde los niños se ven fundamentalmente como cargas, un peligro para el medio ambiente, cuando no «un lujo» al alcance de los que se consideran más pudientes? La explicación de García Leániz es de gran hondura y constituye un inspirador diagnóstico para entender dónde estamos y, sobre todo, por qué estamos aquí.
Ideas que uno no se puede permitir
Pero hay aún un cuarto libro que quizás sea bueno mencionar, ya que su autor ilustra de otro modo, a través de un interesante concepto, cómo hemos llegado a esto. Se trata de Troubled, la autobiografía sobre la infancia y juventud de Rob Henderson.
Henderson es quien acuñó el término luxury beliefs, esas ideas que propagan las élites y que exhiben como antaño hacían con aquellos objetos o modas de identificación y diferenciación social de los que escribió Veblen en Teoría de la clase ociosa.
Sin embargo, de acuerdo a lo que Henderson observa, esas élites en su ámbito privado, en la práctica, no parecen creer ni vivir lo que difunden. Y… ¿por qué hacen esto? Se puede tratar de un tipo de señal al exterior de pretendida virtud contemporánea, así como, según Henderson, de pertenencia a una clase social que se considera a sí misma «avanzada», tratando así de diferenciarse del común de los mortales, de la plebe (sobre los que, por cierto, no saben nada, sólo tienen teorías al respecto).
Esto que, por otro lado, puede hacernos recordar esa primera ley de Rober Conquest por la que todo el mundo es conservador en aquello que le concierne y le toca de cerca, también se alinea con lo woke y sus gestos, a menudo fundamentalmente dirigidos a la palestra.
La lista de las ideas de lujo sería interminable: educación pública, pero yo llevo a mis hijos a un concertado o privado, no me hables del cheque escolar; el poliamor es estupendo, pero deseo que mi marido me sea fiel; yo viajo en avión privado, pero tú no te muevas, que contaminas; no tendrás nada y serás feliz, pero yo tengo casa en propiedad (varias) y puedo ahorrar todos los meses.
¿A quién vas a creer, a tu propia experiencia, a la colectiva (tradición)… o a lo que te dicen las élites?
Parece evidente que estas luxury beliefs se han hecho fuertes por el apoyo de grandes corporaciones, organizaciones internacionales, burócratas e ingenieros sociales, medios de comunicación y, especialmente, gracias a la industria del entretenimiento, quienes machaconamente le repiten al hombre y a la mujer corriente que aquello que pudieran conocer de primera mano, o de acuerdo a la experiencia de sus ancestros (puede leerse como tradición), lo que añoran en su corazón (tal fue el caso de Henderson) no es cierto, que se equivoca de pleno. Porque lo que Troubled demuestra es eso: quienes han vivido en carne propia determinadas situaciones son aquellos que mejor pueden identificar la falsedad de tanta cháchara «teórica».
Robert Henderson nunca conoció a su padre y fue abandonado por su propia madre drogadicta, vivió en diversos hogares de acogida antes de ser adoptado, pero tuvo tan mala suerte que sus padres adoptivos al poco se divorciaron y su madre empezó una relación con una mujer que acabó también por romperse.
Su infancia y adolescencia con apenas referencias, escasos recursos económicos, malas compañías, cayendo en la pequeña delincuencia, el alcoholismo y los coqueteos con otras drogas, pudo enderezarse más adelante gracias al Ejército, aunque también necesitó ayuda profesional. Pese a sus pésimos inicios, acabó yendo a una universidad precisamente de élite.
De 'Murphy Brown' a la realidad de ‘La asistenta’
En su autobiografía Henderson relata cómo descubrió (recuerda algo a la experiencia de Roger Scruton en Cambridge) que, al llegar en este caso a Yale, sus compañeros, en su mayoría de clase alta, eran progres y defendían unas ideas para él chocantes en cuanto a familia y otros temas. Sin embargo, en su vida privada, esos chicos procedían de matrimonios no sólo con recursos económicos, sino estables (esos strivers o luchadores que Brad Wilcox identifica en su libro precisamente), y se habían criado casi todos con su padre y su madre. ¿Por qué, entonces, apoyaban que no hay ningún modelo familiar mejor y que «todo vale» igualmente? Se trata de una de esas ideas de lujo que élites, medios y la industria del entretenimiento (cine, series) se han ocupado de difundir.
¿Un ejemplo de esto, aunque Henderson no lo mencione? Hay muchos, pero podemos pensar en aquella madre soltera de la serie Murphy Brown a finales de los setenta, periodista de altos vuelos que decide tener un hijo prescindiendo intencionadamente del matrimonio y del padre y que se presentaba como avance, provocando un debate público en su día: eras un atrasado ya entonces si creías que un niño se cría mejor por una madre y un padre que colaboren y hagan lo posible por quererse y querer al niño.
Cuarenta años después se puede ver Maid (La asistenta), la serie de Netflix basada en la historia real narrada en el libro de Stephanie Land, Maid: Hard Work, Low Pay, and a Mother's Will to Survive. Ahí se muestra la cruda realidad de una madre soltera y pobre en EE.UU.; el panorama no parece entonces tan bonito como lo pintaba Murphy, pero el socavamiento cultural se ha realizado satisfactoriamente y ha hecho un gran daño general y, en especial, a quienes tienen menos recursos de todo tipo, no sólo económicos.
Cásate (y ten hijos): qué tipo de personas tienen en EE.UU. matrimonios estables y descendientes que prosperan
Enlazando con el libro de Henderson, Wilcox estudia en su libro Get Married qué hay detrás de los matrimonios que hoy resultan, bastante excepcionalmente, estables en unos Estados Unidos donde aproximadamente uno de cada dos matrimonios acaba en divorcio. El factor de estabilidad matrimonial es el que influye de modo más determinante en la trayectoria de los descendientes. Hay que especificar que el foco aquí está puesto fundamentalmente en el éxito en los estudios, los trabajos y el nivel económico que alcanzan los hijos.
Wilcox identifica cuatro tipos de perfiles mayoritarios entre quienes mantienen estables sus matrimonios que, de modo resumido, son los siguientes: personas que se identifican como conservadoras, con valores conservadores tanto políticos como, especialmente, sociales; los definidos como religiosos o fieles practicantes; los denominados como luchadores (strivers), esos profesionales con estudios superiores y buenas cuentas corriente (las familias de los compañeros de Henderson en Yale); y, por último, pero no en importancia, los americanos asiáticos y, muy en concreto, aquellos de ascendencia india, pues reúnen una sólida cohesión y ética familiar (fuerte solidaridad intergeneracional con atención mutua y presencia de los abuelos), dedicación a las nuevas generaciones, así como una alta exigencia respecto a sus descendientes tanto académica como vitalmente.
Y sí, a veces estos cuatro tipos se solapan y el efecto es mucho más potente en cuanto a estabilidad matrimonial y recorrido de sus descendientes.
Los tres grandes mitos sobre el matrimonio
Wilcox explica el cambio de mentalidad que se produjo en la década de los setenta a los ochenta, ese paso del nosotros al yo, el sabotaje que se ha realizado a la institución clave en cualquier sociedad que pretenda sobrevivir, el matrimonio, mediante la difusión de una serie de ideas de lujo en gran medida que la experiencia demuestra que son falsas y perniciosas, tanto personal como socialmente. En este caso él las califica de mitos e identifica fundamentalmente tres.
El primer mito es que el matrimonio no es en absoluto beneficioso para la amplia mayoría de mujeres y hombres, sino dañino, que solo (y sola) se vive mejor: se es más rico, se tiene una mejor proyección profesional y mayores satisfacciones vitales si, utilizando las palabras de Wilcox, se vuela solo, todo lo cual, según demuestra el autor, es falso de acuerdo a estudios diversos.
Esa aversión al matrimonio y la idealización de la soltería se explica también por el miedo al divorcio y a quedarse tras él sin nada de muchos hombres, por la monserga feminista «las mujeres nos las componemos perfectamente» y en paralelo que los hombres son el potencial enemigo por naturaleza o la extendidísima idea de que la vida profesional (las «carreras», esa visión del trabajo que final y realmente sólo alcanzan un porcentaje mínimo de personas, sean hombres o mujeres) son las que verdaderamente «nos llenan» y no las personas a las que queremos y nos quieren.
El segundo mito es el de la diversidad de modelos familiares donde el amor (entendido como sentimiento) y el dinero son los elementos fundamentales constitutivos de la familia y no la estabilidad de un matrimonio formado por el compromiso mutuo de un hombre con una mujer.
El tercer mito hace referencia a esa idea de alma gemela (soulmate) y de un amor cuyo recorrido lo fija el sentimentalismo (mientras me hagas feliz). Toda una parafernalia de historias de ficción y reales se exhiben hoy para enseñar que uno ama auténticamente mientras «siente» (mariposas en el estómago, etc.), una infantilización que alcanza a mujeres y hombres no ya en su adolescencia, sino en su madurez que evidentemente no llega nunca. Las expectativas no altas sino equivocadas sobre lo que un cónyuge puede ser o llegar a ser están a la orden del día con el resultado bien de no conseguir encontrar a esa alma gemela que tanto se anhela, bien del desencanto y tirar la toalla ante las debilidades y fallos que toda persona tiene y que se muestran precisamente de modo más patente, precisamente, en la convivencia conyugal.
Cinco pilares sobre los que re-construir
Ante estos mitos que explican la aproximación más extendida hacia el matrimonio y la familia. Wilcox propone cinco pilares para forjar uniones felices y estables.
El primero es el poner el nosotros, lo compartido, antes del yo, algo fundamental y difícil en esta era de egos y narcisismo, de cuentas separadas, por poner un ejemplo.
El segundo, considerar que ni la paternidad ni la maternidad suponen una trampa para la felicidad, sino que añaden sentido y propósito a nuestras vidas (en línea con lo que las mujeres de Pakaluk declaran), no como un colofón vital o checklist para ser la madre o padre «perfectos» (y tener al hijo o la hija «perfectos»), sino como vocación y entrega.
El tercero, abandonar la falta de compromiso haciendo de la fidelidad y la lealtad realidades actuando sensatamente: al igual que las buenas vallas hacen buenos vecinos, las buenas vallas en un matrimonio que tan risibles son hoy para la cultura dominante que desprecia el simple sentido común ayudan a la estabilidad conyugal y familiar.
El cuarto, recuperar y apuntalar para los hombres su papel de proveedores, protectores y cuidadores de su mujer porque a la hora de la verdad ellos, y, oh, cielos, también ellas, por feministas que sean, necesitan ese rol que les ha sido arrebatado a los varones por circunstancias diversas. Todo esto, por supuesto, sin que pueda identificarse esto unívocamente en un simplificador «yo gano el dinero, tú te quedas en casa».
En último lugar, y también coincidiendo con Pakaluk como a continuación veremos, Wilcox señala que, como muestran diversas evidencias, la fe y la práctica religiosa de ambos cónyuges ayudan a la estabilidad matrimonial y familiar.
Por último, el autor aborda una serie de medidas educativas (significativa la recuperación de la FP), la mención de empleos dignos y salarios justos, el tratamiento fiscal y otras políticas para apuntalar familias sólidas y con hijos.
Descubriendo esas ignoradas razones de las que ya tienen (muchos) hijos
El libro de Pakaluk supone una innovadora aproximación a la natalidad pues se centra en ese mínimo porcentaje de mujeres con «muchos» hijos, más de cinco en concreto. Innovador porque el argumentario contemporáneo para recuperar la natalidad se centra casi unívocamente en las medidas fiscales, de ayudas, políticas de conciliación, etc. que podrían apoyar más nacimientos, pero ignora, minimiza o resuelve de un plumazo con tópicos diversos un tema de fondo clave, previo o, al menos, igualmente importante: cómo se ve hoy la vida humana y los hijos, cada hijo. Por eso la autora decide investigar y escuchar no a las razones para no tenerlos que parecen bastante esgrimidas, conocidas y extendidas sino, sorprendentemente, a las razones y situaciones de aquellos (en concreto de aquellas) que ya, ahora, tienen hijos y, en el caso de este libro, quienes tienen muchos.
El texto se basa sobre las entrevistas en profundidad que se realizaron a 55 mujeres con más de cinco hijos, un segmento de población que representa un porcentaje mínimo en EEUU (menos del 5% de las familias) que podría aportar algo al debate de los nacimientos, especificando que dichas razones podrían ser compartidas por otras que tienen menos. En definitiva, se trataba de averiguar qué puede haber en la cabeza, el corazón y la vida de esas mujeres desafiantes que nadan tan contra corriente.
¿Qué denominador común pueden tener estas madres de confesiones, clases sociales y procedencias diferentes en EEUU? Sólo tres factores: creer que un hijo es siempre un don, un regalo, que los hijos dan sentido y propósito en la vida mucho más que cualquier otra cosa (trabajo, «carrera», posición, etc.); fe y fuerte práctica religiosa, creer que hay un Dios providente (seas judía, católica, mormona, etc.); y, muy enlazado con los anteriores, una confianza plena en el cónyuge: no hay miedo al abandono o al divorcio, se confía en el marido sea cual sea el reparto de tareas y cometidos o quién trae o no el dinero a casa.
Cuando la nada se instala, el no ser se prefiere a ser
Por último, el libro de José Ignacio Leániz, La extinción de los hijos, con el ilustrativo subtítulo de El retorno del flautista de Hamelin aporta una mirada honda, de corte filosófico con referencias a la literatura y el cine, pues en las narraciones que nos contamos están muchas claves de cómo nos vimos y nos vemos.
Durante milenios la venida de los hijos se recibía con alegría y fiesta. Ha sido el siglo XX el que ha cambiado esto. Cuando la ausencia de ser se prefiere al ser, el nihilismo se instala. Somos dueños de nuestro destino con una vocación por la nada, se 'nadifica' el mundo y la vida humana. El aborto es lo más siniestro y terrible que le ha ocurrido a nuestras sociedades, pero convivimos con ello, nos hemos acostumbrado sin oposición apenas; se trata de un debate cerrado donde la espiral del silencio reina.
A esto se ha sumado la visión del hombre como un ser per se dañino viendo a los nacimientos humanos y a las personas como una amenaza para la naturaleza. A la parafernalia antinatalista se le suma el apocalipsis climático. Sustituimos a los hijos por las mascotas, evitamos el rostro del otro, significativo dato el que dichas mascotas no nos sobrevivan.
Vivimos en una sociedad donde la mayoría de los niños ya no tienen hermanos ¿y nos extrañamos de que no haya solidaridad en ella, del narcisismo creciente? También son sociedades sin abuelos, porque de modo creciente los que hoy viven al no tener hijos tampoco serán abuelos.
Todo esto está anclado en una visión de la vida sin fe en todos los sentidos, en el religioso inicial y fundamentalmente, también sin esperanza, sin una apuesta al futuro que vemos sombríamente. La crisis de la figura del padre evidentemente está ligada a la crisis de la idea de Dios cristiano, a su pérdida.
En definitiva, lo que García de Leániz muestra es que las claves de la situación en cuanto a la natalidad se encuentran primero en esas creencias de fondo: desde la nada no tiene sentido tener hijos, mientras no cambiemos estas ideas de fondo las medidas políticas pro natalidad no serán eficaces.
Aurora Pimentel Igea, en eldebate.com
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