Comulgar es recibir a Dios realmente. Por ello, la preparación y acción de gracias de este don ayuda a sacar los mayores frutos de cada una de las veces que recibimos al Señor sacramentalmente. En este artículo, el autor repasa cinco claves o puntos para ayudarnos a vivir, de la mejor manera, la comunión
Juan Luis Selma en omnesmag.com
Las grandes catedrales las construyeron nuestros mayores para albergar el Cuerpo de Cristo. Son, como las iglesias, la casa de Dios.
Recuerdo las palabras que adornaban el dintel de entrada de la parroquia de mi pueblo: Domus Dei. Se entraba a la casa de Dios, y el lugar más precioso e importante era el sagrario. Así me lo enseñaron de pequeño.
La eucaristía es el tesoro de la Iglesia, el don más preciado que Dios ha hecho a los hombres. En ella está presente el Cuerpo y la Sangre de Cristo, el Hijo del Dios vivo, el mismo Dios hecho hombre.
Pan común y pan eucarístico
En todos los sacramentos, como en la vida de Jesús, hay una dimensión humana y divina, visible e invisible. Lo material, como el pan y el vino, nos revela la gracia que encierra. Así como el pan alimenta el cuerpo, el Pan eucarístico alimenta el alma. Aunque tiene aspecto de pan, es el Cuerpo de Cristo. Y esto es así porque lo dijo Él mismo: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo”, “tomad y bebed, este es el cáliz de mi sangre”; y lo dijo el Hijo de Dios, Jesús, que no puede mentir ni fallar.
Les pregunté a los niños de primera comunión por qué querían comulgar. La respuesta fue “para recibir al Señor”. Una niña dijo que la Eucaristía era un banquete y un sacrificio. Creemos firmemente que, en los sacramentos, hay un misterio, algo que no podemos ver con los ojos. La presencia de Cristo en la Eucaristía es real, pero sacramental.
Hay una diferencia misteriosa, pero real, entre el pan común y el eucarístico. Al acercarnos al altar, hay que saber y creer que no recibimos una galleta sino a Dios escondido bajo las especies de pan y vino
Asimilar la Eucaristía
Hay una diferencia entre el deseo y la realidad. Por ejemplo, me puede gustar la idea de volar, pero si salto por la ventana de un décimo piso, me haré mucho daño. Lo mismo ocurre con la comunión.
Puedo tener muchas ganas de recibir el Cuerpo de Cristo, pero si no estoy preparado para ello, puede ser perjudicial para mí. Así como algunas personas tienen intolerancia a ciertos alimentos, yo puedo tener un impedimento para asimilar la eucaristía.
Para recibir al Señor con fruto, tengo que tener fe en su divina presencia y estar en gracia de Dios. Esto significa no tener ningún obstáculo que me impida asimilarle, es decir, el pecado. El pecado es el alejamiento voluntario de Dios, la renuncia a su amistad, más o menos consciente. No hace falta tener la intención o el deseo de ofender a Dios; basta con cometer actos que me alejen de Él.
La Escritura nos enseña que quien come y bebe el cuerpo y la sangre del Señor indignamente se hace reo de su condenación (1Cor 11,27-29). Por eso, la Iglesia nos pide confesarnos antes de comulgar si tenemos conciencia de haber cometido algún pecado grave, como el adulterio, el homicidio, la idolatría, el robo, la mentira, etc. (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1857-1861).
En una ocasión una niña me preguntó que por qué hay colas para comulgar y no las hay para confesar. Intuía que la comunión y la confesión estaban relacionados. Hay que ponerse en estado receptivo para poder comulgar, hay que prepararse para recibir al Rey de reyes, a Dios.
Es un alimento tan fuerte y poderoso que tenemos que tener el cuerpo y el alma preparados.
Dios es el sumo bien, toda la bondad y la luz, la armonía completa. Para recibirle en nuestra alma hace falta una preparación, una adecuación. Es la gracia, el resplandor de su presencia, la que nos prepara para ese encuentro sublime. Si unimos todo el calor y la luz con la oscuridad y frialdad de un alma alejada de Dios, no hay contacto posible. Hace falta una preparación, una adecuación, una capacitación que viene con el sacramento de la reconciliación.
Preparar el cuerpo
No somos espíritus puros; el hombre es un ser único con alma y cuerpo. No basta la santidad del alma, su limpieza, para acercarnos a la Eucaristía. También el cuerpo debe prepararse. Jesús entra en nuestro interior; recibimos su cuerpo como alimento espiritual, como pan supremo.
La Iglesia ha considerado desde los primeros tiempos que ese alimento espiritual no debe mezclarse con los corporales; por eso recomienda el ayuno eucarístico, antiguamente consistía en abstenerse de todo alimento sólido o líquido desde la noche anterior. Ahora se prescribe al menos una hora antes de recibir la comunión.
Según santo Tomás de Aquino, el ayuno eucarístico se basa en tres razones principales: el respeto al sacramento, el significado de que Cristo es el verdadero alimento y para evitar el peligro de poder devolverlo.
Además, también es importante una cierta limpieza y dignidad en lo corporal: aseo personal, limpieza y cuidado del vestido. No olvidar que vamos al encuentro del Señor del Universo, del Rey de reyes, que, aunque no le importan las apariencias se merece un respeto.
Otro asunto es el modo de recibir al Señor sacramentado. Antes se hacía siempre de rodillas y en la boca, como señal de adoración, como muestra de fe y de respeto. Ahora hay otras posibilidades, como la de recibir la comunión en la mano; esto no es una novedad, antiguamente también se hacía así. Lo importante es que seamos conscientes de lo que estamos haciendo y lo hagamos con el mayor cariño posible. Él se lo merece.
Unión a Cristo y con él a los demás
El fin de la comunión no es recibir el Cuerpo de Cristo sin más, como si se tratara de un objeto: una medallita, por ejemplo. Recibimos a Jesús vivo y vivificante, todo su amor.
Comulgar es un encuentro que nos puede transformar, puede cambiar nuestra vida: curar nuestro egoísmo, abrir nuestro corazón a los demás, fortalecer nuestra debilidad. Es el instante estelar, la conjunción astral, la fusión nuclear.
Es la ocasión de agarrar la mano de Cristo, de escuchar sus palabras, de identificarme con Él. Para eso hace falta silencio, recogimiento, procurar la intimidad. Después de la comunión la Iglesia nos pide el silencio sagrado.
En este instante se cumple el deseo de Jesús, su petición al Padre sobre la unidad: “Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros”. Este es el sacramento de la unión, con Dios y con los hermanos. La comunión bien aprovechada me da los sentimientos de Cristo de amor al Padre y de dar la vida por los hermanos.
En la catequesis se debe ayudar a los niños a preparar lo que le van a decir a Jesús, que es el mejor amigo, y de escucharle.
La piedra de toque: el después de la misa
Cuando me preguntan cuál es el momento más transcendental de la misa, aun sabiendo que es la consagración, respondo que es la salida a la calle.
En una Misa aprovechada, en una comunión eucarística viva, no solo se transforma el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, también nos transformamos nosotros.
Ahora somos otros cristos, como dice san Pablo. Por eso la misa termina con el ite misa est, con la misión. Ahora, con Cristo, asimilados a Cristo, con sus sentimientos y su mirada, con sus manos, a transformar el mundo.
Se tiene que notar que hemos comulgado. La Sangre de Cristo derramada, su Cuerpo comido, tienen una eficacia enorme de la que no acabamos de ser conscientes. El fin de la comunión no es recibir a Cristo, es ser otro Cristo. La infinita gracia de la comunión tiene energía, fuerza ilimitada, transformadora. Una sola comunión nos puede hacer santos.
El Jueves Santo Jesús instituye la Eucaristía adelantando su entrega del viernes, el derramamiento de su sangre. Después de revivir los acontecimientos pascuales en la misa, estamos capacitados para darnos a los demás, para la misión, para vivir en el día a día la unión con Cristo.
La comunión es misterio de unidad con Dios, con la Iglesia y el mundo, con nosotros mimos. “Podéis ir en paz” dice el sacerdote, es el ite missa est, marcha en paz contigo, vive lo que has celebrado, trasmítelo a los demás.
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