Cuando las cosas no están en su sitio, están sucias o desagradables, la paz se desvanece. Reconocer el pecado es ordenar el alma y recuperar la paz
Una estampa típica de Carnaval incluye los concursos de chirigotas y comparsas, los desfiles por la calle y, por supuesto, los disfraces. El tono es siempre jocoso y satírico, y suele llevar un trasfondo de denuncia, de animación simpática a cambiar. El hecho de ir siempre acompañado de un disfraz encierra todo un mensaje de insatisfacción, como una añoranza de un mundo ideal, una fuga o invitación al sueño; en definitiva, una especie de catarsis.
Aunque en sus orígenes, el Carnaval servía para aprovechar los últimos días de asueto antes de los rigores de la Cuaresma, hoy en día nos permite acentuar la crítica hacía lo que no nos gusta. Nos reímos de algunos aspectos de las gentes, de los políticos, de la sociedad y de nosotros mismos. Esto nos puede ayudar a plantearnos la vida de otro modo.
El disfraz solía servir para ocultar la personalidad y dar rienda suelta al libertinaje sin perder la buena fama. Esto está trasnochado y el Carnaval se ha quedado en una diversión más. Pero lleva en el fondo un deseo de huir de la realidad cotidiana. Un anhelo de cambio, y este es el sentido de la Cuaresma: un tiempo de conversión.
Dice el profeta Joel: “Ahora –oráculo del Señor–, convertíos a mí de todo corazón, con ayunos, llantos y lamentos; rasgad vuestros corazones, no vuestros vestidos, y convertíos al Señor vuestro Dios, un Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor, que se arrepiente del castigo”. Palabras dirigidas al pueblo de Judá sumido entonces en un caos profundo: una plaga de langostas había asolado los campos, se habían perdido todas las cosechas, reinaba el hambre. Había que volver a Dios, del que vienen todos los bienes.
Según dice el biblista Varo, la llamada a la conversión se puede entender mejor en conexión con el estribillo de una canción del Cantar de los Cantares: “¡Vuélvete, vuélvete, Sulamita! Date la vuelta, date la vuelta, que te quiero ver”. Volver, darse la vuelta, en hebreo significa lo mismo que convertirse. Dios nos invita a danzar con Él mirándole a la cara; al apremio a la conversión no es una riña, algo negativo, es convidarnos a una fiesta divertida.
Conversión y Cuaresma evocan la idea de abandonar el pecado y volver a la gracia. A menudo nos consideremos buenas personas, repitiendo la consabida frase: “Yo no mato, ni robo”. Aunque seguramente será así, nos falta paz y alegría. Hemos olvidado nuestros sueños de juventud y renunciado a nuestras metas y al amor primordial.
Siguiendo las enseñanzas del profesor Varo, en hebreo la palabra pecado es jattat, y su antónimo es salom, que significa paz. Según la Biblia, el pecado es carencia de paz, como tener una casa desordenada. Cuando las cosas no están en su sitio, están sucias o desagradables, la paz se desvanece. Reconocer el pecado es ordenar el alma y recuperar la paz. Es mirar a Dios a los ojos y danzar con Él.
La Cuaresma es un tiempo para recuperar la dignidad perdida, para reconstruirnos siguiendo el proyecto divino y, como ahora se dice, sacar nuestra mejor versión. Todo esto proviene de Dios, recibiendo la gracia y la ayuda que Jesús nos envía. Durante aquellos cuarenta días de ayuno, soledad y oración nos tenía presentes. Él ora al Padre por ti y por mí, sacrificándose por nosotros.
“Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía: Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio”. Estas mismas palabras las ha dicho el sacerdote al imponernos la ceniza: “Convierte y cree en el Evangelio”.
En un momento de tranquilidad y de silencio podemos pedir ayuda a Dios para conocernos mejor, para ver qué encauzar mejor en nuestra vida. Animarnos a ser como nos gustaría. Precisamente estamos en el tiempo oportuno. Las armas que la Cuaresma nos muestra para alcanzar esta victoria son la oración, el ayuno y la limosna.
Podemos aprovechar las diversas ofertas que nos hace la Iglesia para hacer un retiro, dedicar un tiempo, unos días, a la meditación. Recuperar la calma, descansar en el Señor.
El ayuno es muy conveniente, prescindir de algo en la comida. Sentir el hambre nos puede ayudar a tener más presentes las necesidades de los demás. Ayunar de las dependencias a las tecnologías, desconectar de lo virtual para conectar con los nuestros, con lo real.
La limosna, el compartir con el que tiene menos nos llenará de alegría. Dar es propio de enamorados, de tener espíritu grande, generoso. Además, cuando damos podemos pensar que perdemos algo, pero en realidad recibimos más. Dice el Papa: “Es la valentía de la conversión, de salir de la esclavitud. La fe y la caridad llevan de la mano a esta pequeña esperanza. Le enseñan a caminar y, al mismo tiempo, es ella la que las arrastra hacia adelante. Los bendigo a todos y a vuestro camino cuaresmal”.
Juan Luis Selma en eldiadecordoba.es
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