Sostiene la autora que es preciso volver a la sabiduría de quienes diseñaron la Declaración, porque ha sido de-construida hasta lo irreconocible
Avance
La Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) se convirtió en “la estrella polar” de los movimientos que impulsaron la descolonización del Tercer Mundo y la caída de los regímenes totalitarios de Europa del Este, afirma la autora. Pero setenta años después el modo en que se promueven en los países en vías de desarrollo, resucita resentimientos asociados a la dominación colonial y crece también el escepticismo en las democracias de Occidente. Y la Declaración se enfrenta ahora a desafíos que ponen en cuestión su legitimidad.
¿Que salió mal? se pregunta Mary Ann Glendon. En su opinión se debe, en una primera fase, a una actitud selectiva ante los derechos iniciada por las dos superpotencias durante la Guerra Fría; y —medio siglo después— a un uso extremadamente ambicioso del concepto. Promoviendo nuevos derechos, o interpretaciones innovadoras de los derechos, con frecuencia se ignoran los ya establecidos; y la Declaración, “que fue diseñada como un todo unificado ha sido deconstruida hasta lo irreconocible”. Todo esto supone olvidar la sabiduría de quienes la diseñaron. De aquella sabiduría —apunta la autora— se pueden sacar lecciones que emanan de los cuatro principios básicos: 1) El número de derechos que personas de civilizaciones distintas pueden reconocer como universal es relativamente modesto; 2) La universalidad de los derechos humanos no significa homogeneidad en el modo de darles vida; 3) El núcleo relativamente reducido de derechos a los que personas de sociedades diversas pueden apelar es interdependiente; y 4) el principio de subsidiariedad representa la mejor aproximación a sus implementaciones.
Sobre este último, Glendon subraya que fue elaborado primero por la doctrina social católica que enfatiza la primacía del nivel más bajo de implementación, reservando a los actores nacionales e internacionales para situaciones en que las entidades más pequeñas son incapaces de hacer frente. A esto se refería Eleanor Roosevelt al valorar la importancia de las estructuras intermedias de la sociedad, los escenarios en que las personas adquieren sus primeras nociones sobre derechos y deberes y cómo ejercerlos —dentro de las familias, escuelas, lugares de trabajo, etc.—: “¿Dónde comienzan, después de todo, los derechos humanos? En lugares pequeños, cercanos al hogar —tan cercanos y pequeños que no se pueden ver en ningún mapa del mundo—”.
Dentro de setenta años—apostilla—, se juzgará cómo la generación presente administró el legado de Eleanor Roosevelt, Charles Malik, Peng-chun Chang, René Cassin y otros que “crearon un estándar de lo justo a partir de las cenizas de terribles injusticias”. Y termina preguntándose ¿estaremos a la altura?
Cuando, al término de la Segunda Guerra Mundial, el proyecto de los derechos humanos pasaba de ser un sueño a una realidad, casi nadie imaginaba que transformaría significativamente el terreno moral de las relaciones internacionales. Los «realistas» de la política se reían solo con pensarlo. […] Pero los sedicentes «realistas» demostraron estar equivocados. O, dicho de otro modo, aprendieron que los ideales son reales. El ideal de los derechos humanos cautivó la imaginación de muchos en los años de la posguerra, y su símbolo más eminente, la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH), encontró una cálida recepción en muchas partes del mundo. A lo largo del gran periodo de procesos constituyentes que siguió a la guerra, sirvió como modelo para las cartas adoptadas por las nuevas naciones y para los catálogos de derechos que se iban añadiendo a las constituciones antiguas .
Con el paso del tiempo, la DUDH se convirtió en la estrella polar de los movimientos que contribuyeron a acelerar el fin del colonialismo, terminar el apartheid en Sudáfrica y derribar los regímenes totalitarios —aparentemente indestructibles— de Europa del Este. Hoy, casi cualquier caso reiterado o flagrante de abuso de derechos llega a ser público, y la mayoría de los gobiernos se cuida mucho de salir en las listas negras de notorios violadores de derechos. Así pues, dentro del setenta aniversario de la Declaración Universal, los amigos de los derechos humanos tienen mucho que celebrar. En torno a tal conmemoración, sin embargo, se cierne una tormenta que amenaza la idea misma de que existen ciertos derechos fundamentales que pertenecen a todo hombre y toda mujer en la tierra.
Es un hecho que los derechos humanos internacionales están perdiendo apoyo. En los países en vías de desarrollo, el modo en que los derechos humanos han sido promovidos ha resucitado viejos resentimientos asociados a la dominación colonial. La promoción y el uso de los derechos humanos a cargo de los gobiernos occidentales se perciben como algo dirigido a favorecer sus propios intereses. En muchas ocasiones, las ONG occidentales se han presentado diciendo: «Sabemos lo que es bueno para vosotros mejor que vosotros mismos». La Corte Penal Internacional ha sido criticada por centrarse en casos provenientes de países africanos geopolíticamente débiles. Muchos piensan que, con su énfasis en la justicia internacional, los agentes de los derechos humanos han hecho más difícil solucionar conflictos, derrocar dictadores y reconciliar grupos combatientes en estados frágiles.
El escepticismo sobre los derechos humanos ha ido creciendo igualmente en las democracias liberales occidentales. También aquí, una fuente principal del desencanto contemporáneo se asocia al historial manchado de las instituciones supranacionales: su distancia de los pueblos a cuyas vidas afectan; su susceptibilidad ante la influencia política y de lobbies; y su falta de responsabilidad democrática, escrutinio público y contrapesos internos. En Occidente muchos están preocupados por la tendencia creciente a articular cuestiones políticas complejas como asuntos de derechos humanos, una inclinación que alimenta la división y menoscaba la difícil tarea de encontrar soluciones operativas en asuntos como la política migratoria .
Algunos interrogantes que persiguieron al proyecto de los derechos humanos en sus primeros estadios se replantean hoy vengativamente. ¿Cómo puede decirse que un derecho es universal en un mundo de tanta variedad cultural y política? ¿Qué ocurre cuando un derecho fundamental colisiona con otro derecho fundamental? ¿Qué papel tienen la sociedad, el Estado y los organismos internacionales en la implementación de estos derechos?
En definitiva: una idea que contribuyó a traer esperanza y libertad a millones de personas en todo el mundo se enfrenta ahora a desafíos que ponen en cuestión su propia legitimidad.
¿Qué salió mal?
¿Cómo es posible que una idea que mostró ser tan potente haya caído en semejante descrédito? Buenas intenciones, errores honestos, política de poder y puro y simple oportunismo: todo esto ha contribuido. Tal y como yo lo veo, se sucedieron dos estadios: una actitud selectiva ante los derechos iniciada por las dos superpotencias durante la Guerra Fría; y —medio siglo después— un uso extremadamente ambicioso del concepto, toda vez que los derechos humanos habían demostrado su fuerza moral. Ambos estadios llevaron consigo el olvido de la sabiduría arduamente lograda por hombres y mujeres que habían vivido las dos guerras mundiales, y que soñaban con un futuro en el que los seres humanos podrían, en palabras de la Carta de la ONU, «elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de libertad».
En este artículo, defenderé que las posibilidades de salvar el proyecto de los derechos humanos dependen de un redescubrimiento de aquella sabiduría arduamente lograda. Antes, sin embargo, veamos qué ha ido mal.
Con la tinta de la DUDH de 1948 apenas seca, los antagonistas de la Guerra Fría ignoraron que se trataba de un documento integrado, compuesto de partes mutuamente condicionadas. Lo partieron por la mitad, por así decirlo, con los Estados Unidos abanderando los derechos civiles y políticos, con la Unión Soviética enfatizando sus previsiones sociales y económicas, y ambos ignorando el resto del texto. Desmontando y politizando las previsiones interdependientes de la DUDH, iniciaron una aproximación selectiva a los derechos humanos que creó el escenario para ulteriores perversiones.
Pero la idea de los derechos humanos continuaba penetrando en la conciencia global y, con el final de la Guerra Fría, su influencia aumentó drásticamente. Al finalizar el siglo XX, nos encontramos con una enorme variedad de organizaciones de derechos humanos, que incluye especialistas, activistas, agencias de ejecución y de monitorización y revistas académicas.
A continuación, en la segunda fase, estas alteraciones en la balanza del movimiento de los derechos humanos condujeron a significativos virajes en cuanto a su enfoque y su ámbito de influencia. La ambición del movimiento le condujo a fomentar una expansión en el número de derechos básicos. Su dependencia occidental en cuanto a la fundamentación lo llevó a promover ideas que eran más populares en las sociedades occidentales que en otras partes del mundo. Los activistas de los derechos humanos asumieron generalmente una aproximación homogénea, ignorando la llamada de la DUDH a un estándar común que pudiera cobrar vida a través de una variedad de formas legítimas. Inevitablemente, grupos de interés específicos comenzaron a aprovecharse de la autoridad moral de la idea de los derechos humanos con la esperanza de ver reconocidos los puntos de su agenda como derechos humanos internacionales.
Entre las ONG más activas en los escenarios internacionales se encontraban y se encuentran grupos de control de la población y defensores de los derechos relacionados con el aborto. En la Conferencia de la Mujer de Pekín de 1995 [en la cual la autora encabezó la delegación oficial de la Santa Sede], la Primera Dama de los Estados Unidos, Hillary Clinton, lanzó el famoso eslogan: «Los derechos humanos son derechos de la mujer, y los derechos de la mujer son derechos humanos». Este aserto era solo parcialmente cierto. Los derechos humanos son derechos de la mujer —pertenecen a todos—. Pero no todo lo que se ha reconocido como un derecho en uno o más países es un derecho humano universal. Los redactores de la DUDH fueron cuidadosos en atenerse a un estándar mínimo, dejando que muchos asuntos controvertidos se resolvieran en procesos ordinarios locales.
Hoy, sin embargo, los esfuerzos por expandir la categoría de derechos humanos avanzan rápidamente. Un reciente artículo en Foreign Affairs advertía con desaprobación que «buena parte de la comunidad de los derechos humanos no solo ha evitado expresar recelos a la proliferación de derechos sino que, a menudo, ha liderado el proceso».
Para empeorar las cosas, los activistas han continuado con la aproximación selectiva de los viejos antagonistas de la Guerra Fría. Promoviendo nuevos derechos, o interpretaciones innovadoras de los derechos, con frecuencia ignoran o atacan derechos establecidos que no encajan en sus agendas. En sus manos, el documento que fue diseñado como un todo unificado ha sido deconstruido hasta lo irreconocible. En el contexto de la ONU, por ejemplo, los defensores de derechos sexuales y abortivos se han opuesto vigorosamente a cualquier referencia a aquellas partes de la DUDH relativas a la libertad religiosa, la protección de la familia y los derechos parentales.
En los países en desarrollo, muchas actividades de ONG financiadas por Occidente han resucitado la acusación de que el proyecto de los derechos humanos no es más que un instrumento de imperialismo cultural, un intento neocolonial para universalizar el sistema de ideas particular “occidental”. Cuando semejantes recriminaciones provienen de líderes de regímenes represivos son fáciles de descartar. Pero cuando provienen de personas que simpatizan con la causa de los derechos humanos, como el filósofo y economista indio Amartya Sen, premio Nobel nacido en Calcuta, reflejan algo fundamentalmente inquietante. Sen identificó el núcleo del problema cuando criticó a los diseñadores de políticas internacionales por otorgar «prioridad a sus propias ideas» y por exhibir «una tendencia peligrosa a tratar a la gente de los países pobres no como seres racionales, sino como fuentes impulsivas e incontroladas de un gran daño social, necesitadas de fuerte disciplina» .
Entretanto, la división política y la diversidad ideológica creciente amenazan con transformar la concepción de los derechos; lo que era un escudo que protegía se convierte en una lanza que grupos opuestos se arrojan mutuamente. En Estados Unidos, la confianza en los derechos y los tribunales para resolver las disputas políticas ha alentado una actitud de winner-takes-all (todo o nada) a expensas de la tolerancia y el acuerdo.
Por sintetizar los elementos de la crisis actual, la autoridad de la idea de derechos humanos, arduamente conseguida, ha sido golpeada desde varias direcciones: la proliferación de derechos y su reivindicación conduce a un aumento de conflictos de derechos. La aproximación selectiva a los derechos suscita el riesgo de trivializar derechos que se veían como fundamentales. Las concepciones altamente individualistas de los derechos promovidas por tantos activistas han dado nuevo vigor a viejos desafíos a la universalidad de los derechos humanos. La actuación de las instituciones supranacionales ha suscitado preocupaciones con respecto a la falta de transparencia, responsabilidad y frenos y contrapesos de estos organismos. Si añadimos el hecho de que las ideas acerca de los derechos humanos mutan más fácilmente que las propias instituciones que hacen posible tener derechos con algún significado —Estado de Derecho, procedimientos justos, etcétera—, tenemos todos los ingredientes de una crisis de legitimidad.
Lo que el olvido no ha borrado, el oportunismo lo ha erosionado hasta el punto de que uno podría decir de la Declaración Universal lo que Abraham Lincoln afirmó en una ocasión sobre la Declaración de Independencia: «Ha demostrado ser un obstáculo frente a los tiranos de todos los tiempos y seguirá siéndolo, a menos que sea despreciada por sus supuestos partidarios» .
Recuperar la sabiduría de los artífices de la Declaración Universal
Opino que estos desafíos, por grandes que sean, no resultan insuperables; y que, para afrontarlos, hay mucho que aprender de la sabiduría de aquella gran generación de estadistas que dieron vida al proyecto de los derechos humanos.
De hecho, los interrogantes que tuvieron que abordar los redactores de la DUDH a finales de los años cuarenta eran llamativamente similares a los que ahora regresan a un primer plano. En una mirada retrospectiva, resulta asombroso que Eleanor Roosevelt, el libanés Charles Malik, el chino Peng-chu Chang y sus demás colegas previeran prácticamente todos los problemas a los que su empresa se enfrentaría: su sometimiento a las turbulencias de la política, su dependencia de modos de entender comunes que se revelarían escurridizos, su concreción en ideas de libertad y solidaridad que serían difíciles de armonizar y su vulnerabilidad frente a la politización y al malentendido.
Tiene gran interés, por consiguiente, ver qué puede aprenderse de sus esfuerzos por proteger su proyecto de los obstáculos que inevitablemente encontraría. Desde mi punto de vista, de la sabiduría olvidada de los redactores de la DUDH podemos sacar cuatro lecciones:
1) El número de derechos que personas de civilizaciones enormemente distintas pueden reconocer como universal es relativamente modesto;
2) La universalidad de los derechos humanos no significa homogeneidad en el modo de darles vida;
3) El núcleo relativamente reducido de derechos a los que personas de sociedades diversas pueden apelar es interdependiente;
y 4) El principio de subsidiariedad representa la mejor aproximación a sus implementaciones.
Cuando la ONU consideró por vez primera la idea de una declaración universal de derechos, el problema de si había algún derecho que pudiera ser universal se tomó tan en serio que algunos de los filósofos más reconocidos del mundo —incluido Jacques Maritain — fueron convocados por la Unesco para estudiarlo. Después de recabar la opinión de decenas de otros pensadores y líderes religiosos de culturas orientales y occidentales, los consultores de la Unesco informaron de que solo unos pocos principios básicos de la conducta humana eran de hecho compartidos, si bien su elaboración como «derechos» constituía un fenómeno europeo y relativamente moderno .
La Comisión de Derechos Humanos de la ONU, que redactó la DUDH, asumió seriamente este consejo. Se atuvieron a lo fundamental y se abstuvieron de incluir ideas que no gozaban de una fuerte pretensión de universalidad.
Los redactores desarrollaron una aproximación pluralista a la cuestión de cómo puede considerarse un derecho universal sabiendo que las distintas culturas confieren un peso diferente a los derechos fundamentales, y que las condiciones políticas y económicas afectarían a la capacidad de cada nación de llevar a la práctica tales derechos . No contemplaron esto, sin embargo, como una cuestión fatal para su proyecto. Como señaló Maritain, «con el teclado de la Declaración es posible tocar muchos tipos de música».
Los estándares mínimos fijados en la DUDH se redactaron de un modo lo bastante flexible como para responder a necesidades dispares en cuanto a énfasis e implementación, pero no tan maleables que cualquier derecho básico pudiera quedar completamente ignorado o subordinado. Los redactores entendieron que siempre habría modos desiguales de llevar a la práctica los derechos humanos en contextos sociales y políticos distintos. En consecuencia, de manera deliberada dejaron a los Estados espacio para experimentar con soluciones diversas a sus múltiples retos, algunos de los cuales atañen a los asuntos más controvertidos hoy. El artículo 14, por ejemplo, prevé que todos tenemos el derecho a «buscar y disfrutar» de asilo ante la persecución, pero no dice nada sobre cómo debe protegerse ese derecho. Se esperaba que los principios fecundos de la Declaración serían interpretados y desarrollados de maneras distintas según formas legítimas variadas, y que cada país proporcionaría experiencias e ideas de las que otros podrían aprender.
El compromiso con el pluralismo ha sido reformulado en muchas ocasiones en documentos de la ONU, de forma destacada en la Declaración de Viena de 1993, donde se afirma la universalidad de los derechos humanos considerando que «debe tenerse presente el significado de las particularidades nacionales y regionales y de los diversos trasfondos históricos, culturales y religiosos».
La tercera lección que hemos de extraer de la obra de los redactores ha sido también reafirmada varias veces en documentos de la ONU, e ignorada ampliamente durante setenta años: que «todos los derechos son universales, indivisibles, interdependientes e interrelacionados».
Los arquitectos de la DUDH tuvieron un enorme cuidado en asegurar que sería leída como un documento integrado, formado por un grupo pequeño de derechos, fortalecidos de manera recíproca. Hoy, sin embargo, la DUDH es comúnmente vista como una relación de garantías separadas. Apenas hay quien se dé cuenta de que el documento posee una estructura, que incluye deberes lo mismo que derechos, y que fue pensada para ser leída como un conjunto. Aunque el carácter holístico de la Declaración —basada en los principios de dignidad, libertad, igualdad y fraternidad— es evidente a primera vista, su estructura ha sido ignorada durante décadas tanto por sus apologistas como por sus detractores. Aislando cada parte de su lugar en el conjunto, la tergiversación de la Declaración, hoy común, facilita su abuso. Las colisiones entre derechos se tratan como contiendas en las que el ganador se lleva todo más que como ocasiones para interpretarlos optimizando la protección de cada uno . Han quedado casi olvidadas del todo las secciones de la Declaración que clarifican que los derechos dependen de manera importante del respeto a los derechos de los demás y del rule of law (Estado de derecho), así como de una sana sociedad civil.
Debo añadir algunas palabras sobre un cuarto rasgo de la DUDH ignorado durante largo tiempo. Reconociendo que siempre habría disputas sobre las responsabilidades relativas de los organismos internacionales, de los gobiernos nacionales y locales y de la sociedad civil en relación con los derechos humanos, los redactores de la DUDH adoptaron una aproximación pragmática hacia lo que hoy se conoce como el principio de subsidiariedad; un principio elaborado primero por la doctrina social católica que enfatiza la primacía del nivel más bajo de implementación que pueda llevar a cabo la tarea, reservando los actores nacionales e internacionales para situaciones en que las entidades más pequeñas son incapaces de hacer frente de forma adecuada a los asuntos.
Hoy, muchas personas que apoyan los derechos humanos conciben su puesta en marcha principalmente en términos de dirección y desarrollo desde el Derecho y las instituciones internacionales. Algo muy lejano a la visión de los redactores de la DUDH. Lo que muchos expertos han olvidado, o han decidido olvidar, es que una de las características más sobresalientes de la DUDH es su reconocimiento de la importancia que tiene para la libertad humana un amplio abanico de grupos sociales, empezando por las familias y pasando por las instituciones de la sociedad civil, el Estado nación y los organismos internacionales. En buena lógica, la cláusula de Proclamación llama a «todo órgano de la sociedad» a promover el reconocimiento y la observancia de los derechos. En el cuerpo de la DUDH, los individuos son protegidos en sus contextos sociales y políticos. La familia es, como tal, un sujeto amparado por los derechos humanos, y su tutela debe ser provista, significativamente, tanto por la sociedad como por el Estado. Los derechos a tomar parte en grupos religiosos y organizaciones de trabajadores están garantizados junto con el derecho a participar en el gobierno.
En sus memorias, el francés René Cassin, otro redactor del texto, nos cuenta que, «a ojos de los autores de la Declaración, el respeto efectivo de los derechos humanos depende en primer lugar y por encima de todo de la mentalidad de los individuos y grupos sociales». Eleanor Roosevelt, presidenta de la Comisión de Derechos Humanos entre 1947 y 1951, confirmaba este modo de ver en uno de sus últimos discursos ante la ONU, cuando centró su atención en la importancia de las estructuras intermedias de la sociedad civil, los escenarios en que las personas adquieren sus primeras nociones acerca de sus derechos y deberes y sobre cómo ejercerlos responsablemente —dentro de las familias, escuelas, lugares de trabajo, asociaciones religiosas y de otro tipo—: «¿Dónde comienzan, después de todo, los derechos humanos? En lugares pequeños, cercanos al hogar —tan cercanos y pequeños que no se pueden ver en ningún mapa del mundo—. Y, sin embargo, son el mundo de la persona individual: el barrio en el que vive; la escuela o la universidad en la que estudia; la fábrica, la granja o la oficina en la que trabaja… a menos que estos derechos tengan significado allí, poco significarán en parte alguna. Si la acción ciudadana no aúna esfuerzos en sostenerlos cerca de casa, en vano trataremos de hacer progresos en el gran mundo» .
En su libro sobre derechos humanos y estados frágiles, el teórico político Seth Kaplan hace una fuerte llamada a los partidarios de los derechos humanos a pensar con más profundidad sobre qué puede y debe hacerse localmente, y sobre qué requiere un concurso de los actores o instituciones nacionales e internacionales. Kaplan apunta que, por razones diversas, el Estado ha demostrado ser en muchos países incapaz de tutelar los derechos de su pueblo, y recomienda hacer uso de las instituciones intermedias para ello. Dado que los actores religiosos se encuentran a menudo en la vanguardia de los esfuerzos por difundir los derechos humanos y que proporcionan servicios cruciales para los pobres y marginados en muchas partes del mundo, Kaplan reprende a los universalistas occidentales por dejar a esas instituciones de lado y por promover aproximaciones de arriba abajo que generan el riesgo de alienar a muchos países y comunidades: «Las organizaciones occidentales de derechos humanos habitualmente hacen muy poco para construir o fortalecer las instituciones locales o para trabajar de modo conjunto con organizaciones basadas en la fe […], a pesar de que estas instituciones tienen más influencia sobre el modo en que se protegen los derechos a diario y sobre la calidad general de vida que cualquier acción estatal» .
Mirando al futuro
Partiendo del estado actual, ¿adónde se dirige el proyecto de los derechos humanos? ¿Es de verdad cierto, como reza el título de un reciente libro, que estamos viviendo «los tiempos finales de los derechos humanos» ? Mientras se desvanece la memoria de cómo las naciones del mundo decidieron —después de dos guerras mundiales— afirmar unos pocos principios básicos como universales, no está nada claro que su ambiciosa empresa pueda resistir la presión del lobbying agresivo, la creciente autoafirmación nacional y étnica y las ambiguas y poderosas fuerzas de la globalización. Me da la impresión de que las perspectivas de resucitar el proyecto de los derechos humanos se desdibujan si no se recuperan los cuatro principios que he mencionado.
Conviene recordar que los hombres y mujeres que edificaron sobre esos principios el proyecto de los derechos humanos no eran unos idealistas soñadores. Casi todos ellos habían vivido dos guerras mundiales y crisis económicas severas. Los acontecimientos de su época les habían mostrado seres humanos capaces de lo mejor y de lo peor. Cobraron aliento a partir del hecho de que, así como la raza humana es capaz de graves violaciones de derechos humanos, también es capaz de imaginar que existen derechos violados, de articular esos derechos en declaraciones y constituciones, de orientar su conducta hacia las normas que han reconocido y de sentir la necesidad de excusarse cuando su conducta deja que desear.
En el edificio de la ONU en Nueva York hay una escultura que —a mi juicio— capta algo de esa fe «en las cosas que se esperan y confianza en lo que no se ve»; un regalo del Gobierno de Italia que consiste en una enorme esfera de bronce pulido que sugiere un globo terráqueo. Se trata de una figura agradable de ver, pese a que llama la atención por su imperfección. En su superficie brillante se destacan grietas profundas y abruptas, demasiado grandes como para repararlas. Uno piensa que acaso esté agrietada porque es defectuosa, como el mundo roto. O quizás tiene que romperse, como un huevo, para que algo nuevo emerja. Tal vez ambas cosas. Cuando uno se acerca a las hendiduras de su superficie, ve que en el interior hay otra esfera brillante. ¡Y también esa está agrietada! Pero hay una sensación tremenda de movimiento, de dinamismo, de potencia, de posibilidades emergentes. Y así ha ocurrido con el proyecto de los derechos humanos. Sí, la empresa tiene fallos. Sí, todavía acaecen violaciones terribles de la dignidad humana. Pero, gracias en gran medida a aquellos que redactaron la Declaración Universal, numerosas personas han sido inspiradas para hacer algo a favor de ellos.
A día de hoy, los amigos y defensores de los derechos humanos participan en el proceso de construir el legado de hombres y mujeres a los que —no sin razón— a menudo se denomina «la más grande generación» (the greatest generation). Dentro de setenta años, seres humanos que todavía no han nacido se formarán opiniones sobre cómo la generación presente —nosotros— administró ese legado. En su día emitirán el juicio de si acrecentamos o despilfarramos la herencia transmitida por Eleanor Roosevelt, Charles Malik, Peng-chun Chang, René Cassin y tantas personas de alma grande que se empeñaron en crear un estándar de lo justo a partir de las cenizas de terribles injusticias. Y me pregunto: ¿estaremos a la altura?
Mary Ann Glendon en nuevarevista.net/
(Traducción: Fernando Simón Yarza)
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