Artículo sobre cómo entendió y vivió la amistad el fundador del Opus Dei, Josemaría Escrivá de Balaguer. Publicado originalmente en Scripta Theologica (ene-abr 2002, Vol. 34)
Cuando escribí en 1976 Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei [Actualizado y publicado en formato digital recientemente], titulé tiempo de amigos el capítulo cuarto, a continuación del dedicado al momento fundacional de 1928. Quería relatar cómo la historia de los comienzos del Opus Dei se puede compendiar como historia de los amigos de su Fundador. A la vez, esas páginas apasionadas expresarían un rasgo de la personalidad de Josemaría Escrivá de Balaguer: su honda capacidad de amistad[1]. Reflejaban la técnica que había elegido al elaborar mi texto, como explicaba en la presentación: llegar a un perfil basado en hechos y datos históricos, sin orden cronológico; sucesos y escritos de épocas diversas se aproximaban y entremezclaban con libertad, para apuntar en rápidos trazos los rasgos del Fundador que, en cada capítulo, quería destacar.
Recordaba entonces que, cuando llegó a Madrid, en 1927, la mayor parte de sus amigos quedaba en Aragón y en la Rioja. Algunas familias, conocidas de la suya, vivían en la capital de España. Después del 2 de octubre de 1928, esas relaciones de amistad −junto a las que surgían con ocasión de su trabajo sacerdotal, sus tareas de enseñanza en la Academia Cicuéndez y las clases particulares que se veía obligado a dar– fueron el campo en que fructificó la semilla de la llamada cristiana al Opus Dei. Día a día, infatigablemente, dedicando su mejor tiempo a la oración, acompañado por la plegaria y el sufrimiento de los enfermos de los hospitales, el Fundador llevó adelante su misión: con los amigos, con los amigos de los amigos. Don Josemaría Escrivá no dejaba de rogar a las personas que se confesaban con él que le facilitaran nombres de amigos que pudieran participar en su apostolado. Los miembros del Opus Dei de aquellos años, cuando evocaban la llamada de Dios, solían referirse siempre al amigo que les presentó al que había de ser para ellos auténtico Padre.
No está de más matizar, desde el primer momento, que no forzaba las cosas. En concreto, nunca transformó la amistad en mero instrumento de apostolado. Dios se sirvió de su capacidad de enlazar con la gente para que vinieran al Opus Dei sus primeros seguidores. Pero abundan también los nombres −incluso de personas a las que acompañaba con su dirección espiritual, según la terminología clásica− a los que no habló del Opus Dei, o se limitó a rogarles que rezaran por él y por su misión apostólica. Ante todo, fue amigo de sus amigos.
“Era muy alegre y comprensivo, y muy sencillo y sin recámaras, se hacía amigo de todos, y todos le querían. Yo no supe de nadie que tuviera enemistad con él personalmente”, pondera el dominico Silvestre Sancho, que le trató mucho durante los años cuarenta. No ignoraba, sin embargo, las graves contradicciones que sufrió precisamente por ese tiempo. Tal vez quería subrayar la verdad profunda de lo que Josemaría Escrivá había escrito en Camino, 838: “No tengas enemigos. −Ten solamente amigos: amigos... de la derecha −si te hicieron o quisieron hacerte bien− y... de la izquierda −si te han perjudicado o intentaron perjudicarte−”. Esta idea, en su fundamento sobrenatural, aparece también en Forja 869: “Si de veras amases a Dios con todo tu corazón, el amor al prójimo −que a veces te resulta tan difícil− sería una consecuencia necesaria del Gran Amor. −Y no te sentirías enemigo de nadie, ni harías acepción de personas”.
No me detendré aquí en la realidad histórica de unas maledicencias y murmuraciones muy fuertes. Casi siempre, cuando tengo que escribir sobre el Fundador del Opus Dei, me viene a la mente el 17 de mayo de 1992, día de su beatificación por el Papa Juan Pablo II. Por mi oficio informativo, me tocó vivir esa jornada desde Madrid. Residía entonces en un edificio de la calle Diego de León. A las diez de la mañana de aquel domingo, seguí la ceremonia, a través de la televisión, a muy pocos metros del oratorio al que acudió Josemaría Escrivá una noche de 1942: “Señor, si Tú no necesitas mi honra, yo ¿para qué la quiero?”.
Eran años de posguerra en España. La Iglesia había recuperado la libertad perdida. Para el Fundador del Opus Dei, no fueron tiempos de victoria, sino de cruz. En esa época de triunfalismo, debió de ser uno de los pocos eclesiásticos al que era lícito insultar. Se le puso como un trapo. Dios le bendijo con la contradicción de los buenos, como se puede deducir de dos puntos de Forja, el 803, escrito en tercera persona, como si de otro se tratara: “Hijo, óyeme bien: tú, feliz cuando te maltraten y te deshonren; cuando mucha gente se alborote y se ponga de moda escupir sobre ti, porque eres «omnium peripsema» −como basura para todos...”.
Se veía considerado como toda la porquería del mundo, como un pobre gusano, y no le resultaba fácil aceptar esa dura Voluntad de Dios, porque tenía un carácter enérgico,sensible a la libertad y a las injusticias, y era bien consciente del valor radical de la buena fama para los hombres. Cuando Mons. Escrivá de Balaguer evocaba con rapidez estos sucesos, en Buenos Aires, una tarde de 1974, añadía: “y me costaba, me costaba porque soy muy soberbio, y me caían unos lagrimones...”. Lo cierto es que se abandonó por completo en las manos de Dios, y renunció a defenderse.
En Forja 1052, quedó estampada la plegaria del Fundador del Opus Dei en aquellas horas de desconsuelo: “Jesús mío, ¿qué iba a darte, fuera de la honra, si no tenía otra cosa? Si hubiera tenido fortuna, te la habría entregado. Si hubiera tenido virtudes, con cada una edificaría, para servirte. Sólo tenía la honra, y te la di. ¡Bendito seas! ¡Bien se ve que estaba segura en tus manos!”.
Muchas veces me han preguntado por la razón de esas incomprensiones. No he sabido contestar con claridad, porque no se explica que los dardos se lanzaran contra persona de tan gran corazón. Bien es verdad que su temperamento era vivo y enérgico, y tal vez Dios permitía la contradicción para ayudarle a domeñar el carácter, como podría deducirse indirectamente de Camino, 20: “Chocas con el carácter de aquel o del otro... Necesariamente ha de ser así: no eres una moneda de cinco duros que a todos gusta. / Además, sin esos choques que se producen al tratar al prójimo, ¿cómo irías perdiendo las puntas, aristas y salientes −imperfecciones, defectos− de tu genio para adquirir la forma reglada, bruñida y reciamente suave de la caridad, de la perfección? / Si tu carácter y los caracteres de quienes contigo conviven fueran dulzones y tiernos como merengues, no te santificarías”.
Mi impresión es que dificultades de ese estilo surgieron sobre todo en ambientes eclesiásticos o clericales. Así se deduce de algunas escenas −tampoco excesivas− entre los seminaristas de San Francisco de Paula; de sus problemas con un pariente próximo, Arcediano de la Seo; de los primeros pasos como sacerdote en la diócesis de Zaragoza; de algunas reacciones desmesuradas que oyó en la curia de Madrid; de las críticas por su nombramiento oficial en el Patronato de Santa Isabel, o de las graves acusaciones de los años de posguerra en España (compatibles con el aprecio y prestigio entre obispos y superiores religiosos, que le llamaban para predicar a sacerdotes, seminaristas y comunidades de tantos lugares). Fenómenos análogos se darán andando los años en ambientes vaticanos específicos, insignificantes hoy al trasluz de las aprobaciones pontificias y la expansión universal del Opus Dei. Quizá resultaba indispensable ese contraste de una mentalidad laical −como la del Fundador− con los elementos estamentales propios de una época cultural hoy gozosamente superada.
En cualquier caso, para Josemaría Escrivá no fueron enemigos, sino bienhechores, por los que rezaba a diario: “Considera el bien que han hecho a tu alma los que, durante tu vida, te han fastidiado o han tratado de fastidiarte. / −Otros llaman enemigos a estas gentes. Tú, tratando de imitar a los santos, siquiera en esto, y siendo muy poca cosa para tener o haber tenido enemigos, llámales "bienhechores". Y resultará que, a fuerza de encomendarlos a Dios, les tendrás simpatía”[2].
El gran lema de su existencia fue “ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca”. A lo largo de los años, el Beato [San] Josemaría triunfó plenamente en su propósito de pasar inadvertido. Sólo después del 26 de junio de 1975 pude comprobar la amplitud y la calidad de gentes que le querían y admiraban en silencio, sin expresarlo externamente. En cambio, a partir de su fallecimiento, en todas partes se publicaron artículos, comentarios, recuerdos, que venían a exponer el afecto ante el amigo desaparecido y mostraban públicamente la gratitud que no se habían atrevido a manifestar antes, porque Mons. Escrivá de Balaguer no lo toleraba: las gracias −señalaba habitualmente− sólo a Dios deben darse. La realidad es que tuvo muchos amigos, y fue un gran amigo; y sigue siendo amigo de quienes recurren confiadamente a su intercesión.
En mis contactos con quienes le conocieron y trataron, aunque eran mujeres y hombres muy distintos, advertí idéntica reacción. No había más que facilidades: como si me agradecieran poder lanzar al fin a todos los vientos vivencias íntimas que no querían conservar sólo para ellos, pues podían ayudar a otras almas, en servicio de la Iglesia.
Aparte de esas vivencias inmediatas, se prestaron con gusto luego a poner por escrito su recuerdo personal sobre la vida y las virtudes de Mons. Escrivá de Balaguer, pensando en la causa de canonización. Años después, con su autorización expresa, se publicó un libro que reunía especialmente testimonios de personalidades del mundo eclesiástico (cardenales, obispos, sacerdotes, religiosas y religiosos). A finales de 2001 fue traducido al italiano por Edizioni Ares con el expresivo título Un santo per amico[3].
Decir de alguien que tiene muchos amigos es elogio evidente. En la experiencia cristiana, no es menos claro que la gracia de Dios amplifica el corazón de las almas santas: su capacidad de querer no se agota en un círculo reducido de personas íntimas, de amigos del alma, sino que se agranda en planos sucesivos. De hecho, la propia amistad crece con el número de amigos, incompatible con ambientes empequeñecidos, según lo que se lee en Surco, 752: “La atracción de tu trato amable ha de ensancharse en cantidad y calidad. Si no, tu apostolado se extinguirá en cenáculos inertes y cerrados”. Hasta alcanzar la máxima sociabilidad solidaria de la amistad o caridad social, exigencia de la fraternidad humana y cristiana[4].
En una página de Apuntes..., resumí la diversidad, la universalidad de personas, que a raíz de su muerte publicaron artículos, comentarios y recuerdo del amigo desaparecido: “Junto a amigos de la infancia o condiscípulos, profesores y alumnos. Periodistas y escritores, como Aznar o Cortés Cavanillas. Catedráticos y universitarios, como Rodríguez Casado o García Hoz. Artistas, como Jenaro Lázaro, y obreros, como Gonzalo Larrocha, botones de la Residencia DYA en la calle de Ferraz, 50. Sacerdotes y religiosos, que, con los años, prestarían servicios destacados a la Iglesia: don Vicente Blanco, don Sebastián Cirac, don José María García Lahiguera, don Casimiro Morcillo, don Pedro Cantero, don José María Bueno Monreal, don Marcelino Olaechea, fray José López Ortiz...”. Si hubiera redactado hoy esa página, tal vez habría añadido a algunas otras figuras eximias de la Iglesia universal en el siglo XX, como los cardenales Baggio, Casariego, Dell’Acqua, Hengsbach, Höffner, König o Poletti.
El Beato [San] Josemaría subrayó en Surco, 193 que “quienes han encontrado a Cristo no pueden cerrarse en su ambiente: ¡triste cosa sería ese empequeñecimiento! Han de abrirse en abanico para llegar a todas las almas. Cada uno ha de crear −y de ensanchar− un círculo de amigos, sobre el que influya con su prestigio profesional, con su conducta, con su amistad, procurando que Cristo influya por medio de ese prestigio profesional, de esa conducta, de esa amistad”.
Desde esa perspectiva, la capacidad de amistad se agranda hasta extremos increíbles, porque “el corazón humano tiene un coeficiente de dilatación enorme. Cuando ama, se ensancha en un crescendo de cariño que supera todas las barreras. / Si amas al Señor, no habrá criatura que no encuentre sitio en tu corazón”[5].
Se va entonces a las almas con espíritu abierto, sin discriminación alguna. La humilde magnanimidad del seguidor de Jesús abate barreras y divisiones, y transforma al cristiano en efectivo y permanente instrumento de unidad[6].
El cristiano procura siempre salir de sí mismo, para interesarse por los demás: qué son, qué hacen, cómo piensan. Está convencido de que, respecto de quienes le rodean, no puede conformarse con ningún tipo de pasividad o languidez[7], especialmente cuando observa que tantas personas sufren la soledad o la indiferencia. Al hombre de Dios no le cuesta tomar la iniciativa, dar el primer paso hacia la amistad. Como evoca Mons. Echevarría, el Beato [San] Josemaría Escrivá “no se dejó llevar por simpatías o antipatías en el trato. Atendió a personas que eran evitadas por sus amistades, por compañeros de trabajo, o por la propia familia. Tuvo una solicitud paciente con personas aisladas por su enfermedad, su carácter hosco o sus extravagancias”[8]. Cumplió el propósito firme de buena amistad que dejó estampado en Surco, 748: “que nunca deje de practicar la caridad, que jamás dé paso en mi alma a la indiferencia”.
Secundaba así en su existencia el ejemplo de la vida de Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, que tantas veces consideró en su meditación personal, como se advierte al leer sus escritos: “Fijaos en que toda su vida está llena de naturalidad. Pasa seis lustros oculto, sin llamar la atención, como un trabajador más, y le conocen en su aldea como el hijo del carpintero. A lo largo de su vida pública, tampoco se advierte nada que desentone, por raro o por excéntrico. Se rodeaba de amigos, como cualquiera de sus conciudadanos, y en su porte no se diferenciaba de ellos. Tanto, que Judas, para señalarlo, necesita concertar un signo: aquel a quien yo besare, ése es (Mt XXVI, 48)”[9].
Muchas veces se emocionó el Beato [San] Josemaría ante el calor de la amistad del hogar de Betania, ante los sollozos de Jesús que llora por Lázaro, el amigo muerto[10]. Se conmovía ante la Humanidad de Cristo, “que no dejaba de agradecer los servicios que le prestaban. Le atraía la felicidad que se respiraba junto al Maestro, que no rechaza las pruebas de cariño de los que le rodean. Y de estas lecciones sacaba consecuencias: ‘el Señor no tenía un corazón seco, tenía un corazón de hondura infinita que sabía agradecer, que sabía amar’”[11]. Y se hizo amplio eco en sus enseñanzas de esa gran pedagogía divina del Corazón de Cristo, que contrasta con tanta pequeñez humana: “Jesucristo, que ha venido a salvar a todas las gentes y desea asociar a los cristianos a su obra redentora, quiso enseñar a sus discípulos −a ti y a mí− una caridad grande, sincera, más noble y valiosa: debemos amarnos mutuamente como Cristo nos ama a cada uno de nosotros. Sólo de esta manera, imitando −dentro de la propia personal tosquedad− los modos divinos, lograremos abrir nuestro corazón a todos los hombres, querer de un modo más alto, enteramente nuevo”[12].
En definitiva, Jesús “es Amigo, el Amigo: vos autem dixi amicos (Ioh XV, 15), dice. Nos llama amigos y El fue quien dio el primer paso; nos amó primero. Sin embargo, no impone su cariño: lo ofrece. Lo muestra con el signo más claro de la amistad: nadie tiene amor más grande que el que entrega su vida por sus amigos (Ioh XV, 13)”[13].
En cierta medida, el Fundador del Opus Dei aprendió en el hogar de sus padres esa característica del alma cristiana que lleva a anticiparse en el afecto. Amigos de infancia han evocado, por ejemplo, la amistad de Josemaría con su padre, manifestada externamente en los grandes paseos que daban juntos en Barbastro. Esa relación de confianza se basaba en la iniciativa de don José Escrivá, que le invitaba a “que abriese el corazón y le contase sus preocupaciones, con objeto de ayudar al pequeño a vencer arrebatos impulsivos de su naciente carácter o a sacrificar gustos y caprichos. Don José le escuchaba sin apresuramientos y satisfacía las preguntas propias de la curiosidad infantil ante la vida. Al hijo le agradaba ver que el padre se mostrara disponible para ser consultado y que, si le hacía una pregunta, le tomase siempre en serio”[14].
En mi recuerdo personal de Mons. Escrivá de Balaguer, y en tantos libros sobre su vida y sus enseñanzas, he encontrado esos rasgos de buena amistad que configuran una de las facetas más ricas de su personalidad humana y apostólica. Los he agrupado en unos epígrafes que no reflejan estricto orden de preferencia: no me resulta fácil −tampoco en este punto− distinguir si estamos ante una faceta de su carácter o ante el fruto de la gracia de Dios, que actúa de modo aparentemente natural.
Lo humano y lo divino se funden armónicamente en la vida del Fundador del Opus Dei, camino de santidad en medio del mundo. Llega un momento en el que el Beato [San] Josemaría afirma que no sabe distinguir entre oración y trabajo. Algo semejante se advierte en el trato con los demás: “En un cristiano, en un hijo de Dios, amistad y caridad forman una sola cosa: luz divina que da calor”[15]. Y ahí radica el apostolado más importante de los fieles del Opus Dei: el que cada uno “realiza con el testimonio de su vida y con su palabra, en el trato diario con sus amigos y compañeros de profesión. ¿Quién puede medir la eficacia sobrenatural de este apostolado callado y humilde? No se puede valorar la ayuda que supone el ejemplo de un amigo leal y sincero, o la influencia de una buena madre en el seno de la familia”[16].
Se configura así la grandeza espiritual de las circunstancias más corrientes, no exenta lógicamente de especiales gracias divinas, como afirma Mons. Javier Echevarría: “Nuestro Señor le concedió una muy singular capacidad de comunicación: mediante este don del Cielo, se hacía entender con facilidad por personas de diversas culturas, formación, razas, naciones. En este sentido, no faltan pruebas de que poseía el don de escrutar los corazones, porque se producía tan exacta adecuación de su consejo a las necesidades y condiciones de un alma concreta, que no podía pensarse en una mera coincidencia. Muchos −los interesados o sus amigos− así lo han atestiguado: encontraban el remedio y la comprensión más hondos ante su propia situación, o se sentían alentados frente a sus inquietudes, siempre arropados por el cariño sobrenatural y humano de Mons. Escrivá de Balaguer. Esto sucedía, incluso, sin haberle manifestado el interior del alma y, a veces, sin ni siquiera estar presente”[17].
La amistad verdadera no se basa en el intercambio aunque, ciertamente, supone comunicar sentimientos, penas, alegrías, aficiones, favores, servicios. Por eso, los ricos tienen aparentemente muchos amigos[18], y del pobre hasta los amigos se apartan[19] Pero, en rigor, el amigo auténtico hace propias las preocupaciones, ilusiones o anhelos del otro. No piensa en sí mismo. Su personal desinterés se traduce por paradoja en interés objetivo por quien está a su lado, dispuesto a compartir todo con alegría, también el dolor, sin esperar nada a cambio: “Cuando se ama de verdad −expresaba con viveza Mons. Escrivá en 1954−, se da con alegría, sin llevar la cuenta y sin buscar agradecimiento: ¡es suficiente, entonces, para el alma, la oportunidad de gastarse gustosamente! No se piensa si ya se ha hecho mucho, o si cuesta: en el trato con Dios no se repara en los obstáculos porque, como en el amor humano, no hay dificultades ni defectos que impidan la conversación con la persona amada”[20].
Desde su infancia, con el ejemplo recibido en el hogar de Barbastro, Josemaría fue un chico normal, abierto, simpático. Compartió las aficiones y esperanzas de los de su edad, sus juegos y diversiones. Hizo buenos amigos, que no le olvidaron, como tampoco él a ellos. Señala Mons. Javier Echevarría que, “al recordar aquellos tiempos de su infancia y de su primera adolescencia, en los que se grabó en su alma la necesidad de interesarse por los demás y de quererlos lealmente −como observaba en sus padres−, le venía a la cabeza una consideración que le hizo frecuentemente doña María Dolores: Josemaría, vas a sufrir mucho en la vida, pues pones todo el corazón en lo que haces. Aseguro que aquel presagio materno se cumplió”[21].
Josemaría Escrivá supo querer. Estaba en todo, de modo particular respecto de quienes tenía más cerca. Pero no olvidaba a personas que llevaba sin ver mucho tiempo. Se acordaba de ellas porque las quería. Su excepcional memoria era fruto de su gran corazón, de su capacidad de interesarse de veras por los demás: en lo grande −la vida del alma− y en los detalles más pequeños de la vida ordinaria. El cariño nada sabe de entelequias ni abstracciones: en el Beato [San] Josemaría brotaba recio y tierno, pleno de intuición y rapidez.
Álvaro del Portillo −sin duda, el gran testigo en la tierra del Fundador del Opus Dei− contó muchas veces cómo le había impresionado el dolor del Padre ante la muerte de amigos queridos: “Era extraordinariamente sobrenatural, y por esto mismo, también muy humano: quería a sus amigos con todo el corazón”. Y relataba lo sucedido en Madrid, durante la guerra civil española. A partir del 18 de julio de 1936, tuvo que trasladarse de un escondite a otro, pues su vida corría peligro ante la persecución religiosa. Desde un determinado momento, don Josemaría y Álvaro compartirán refugio. Uno de esos días, el Fundador tuvo que deambular unas horas por la calle de la capital, y se enteró de la muerte de dos amigos. Álvaro no olvidó nunca la inmensa pena con que le refirió el asesinato de don Lino Vea-Murguía, y nuevos detalles sobre el martirio de don Pedro Poveda, el Fundador de la Institución Teresiana[22].
El desinterés vacuna contra el egoísmo, la vanidad, la timidez cerrada en sí misma, la envidia, las comparaciones, la susceptibilidad[23]. Y ayuda a superar momentos de desánimo, ante la posible falta de correspondencia, pues, al fin y al cabo, hay amigos que lo son sólo de nombre[24]. No le faltaron en la vida desengaños, como recogería en una carta de 1971, que cita Vázquez de Prada, 79: “¿Por qué será que, a pesar de mis miserias, suelo yo ser siempre más amigo de mis amigos que esos amigos de mí? Seguramente es que me hace mucho bien, si lo acepto −fiat!−, ese despego”. La experiencia parece reflejarse también en Camino, 363: “Desilusionado. −Vienes alicaído. ¡Los hombres te acaban de dar una lección! −Creían que no los necesitabas, y rezumaban ofrecimientos. La posibilidad de que tuvieran que ayudarte económicamente −unas pesetillas miserables− convirtió la amistad en indiferencia. / −Confía sólo en Dios y en quienes, por El, están unidos a ti”.
Pero el desaliento pasajero no deja la huella del agravio, porque “la verdadera caridad, así como no lleva cuenta de los constantes y necesarios servicios que presta, tampoco anota, «omnia suffert» −soporta todo−, los desplantes que padece”[25].
Como he reiterado al comienzo, en Apuntes... pude reunir infinidad de detalles de su carácter, de su modo de ser y de comportarse, en anécdotas y recuerdos vivos y recientes, que hicieron posible mi aproximación a una tarea que se me antojaba francamente ardua: transmitir, a los que no tuvieron oportunidad de conocerle personalmente, el calor humano y espiritual −el gran corazón− de Josemaría Escrivá de Balaguer.
Los testimonios coincidían en subrayar su alegría, su afecto, incluso cuando tenía que reprenderlos. Les había quedado grabada en el alma la lumbre de su mirada, la expresión cariñosa de sus ojos, la solicitud acogedora de su rostro, la facilidad de su sonrisa, la expresividad amable de sus gestos, sus brazos abiertos. No me resisto a reproducir el expresivo comentario de los monjes jerónimos del Parral (Segovia) en los primeros años cuarenta, cuando llegaba allí don Josemaría: “Ahí viene el sacerdote que siempre está de buen humor”.
No imaginaba yo, cuando conocí a Mons. Escrivá de Balaguer el 8 de septiembre de 1960 en el Colegio Mayor Aralar de Pamplona, que tuviese tal simpatía, tal capacidad de meterse en el bolsillo a los universitarios. Pero su facilidad connatural para hacerse entender, su rapidez en las respuestas, su gracia y simpatía humanas, nada tenían que ver con un hacerse el simpático. Todo me pareció recio, espontáneo, verdadero.
No sabía yo entonces que había sido siempre así. Álvaro del Portillo subrayaba la sencillez con que, vestido de sotana, trataba a sus compañeros universitarios de la Facultad de Derecho de Zaragoza en los años veinte: “De vez en cuando, a la salida de clase, sus amigos le invitaban a tomar un aperitivo en un local frecuentado por los estudiantes: era el bar Abdón, en el Paseo de la Independencia, junto a la Plaza de la Constitución. Josemaría aceptaba algunas veces, y así cultivaba la amistad de un modo muy natural. Su comportamiento era tan sacerdotal y al mismo tiempo tan humano que, cuando se ordenó sacerdote, algunos de sus compañeros lo escogieron como confesor habitual”[26]. Y, desde luego, sabía llevarles la contraria cuando era necesario, sin hacerse antipático[27].
Mons. Escrivá de Balaguer destacaba por su gran cordialidad, su acusado modo −amistoso y franco− de hablar de lo divino y lo humano. A su lado, era fácil sentirse comprendido, arropado, empujado al amor de Dios. Su corazón desbordaba cariño: hacia Dios, hacia los hombres, hacia el mundo. Y así deseaba que rebosase la vida de las gentes: “Es una pena no tener corazón. Son unos desdichados los que no han aprendido nunca a amar con ternura. Los cristianos estamos enamorados del Amor: el Señor no nos quiere secos, tiesos, como una materia inerte. ¡Nos quiere impregnados de su cariño!”[28],
De ahí derivaba quizá su facilidad para descubrir y acentuar lo positivo en los acontecimientos y en las personas[29], más allá de pesimismos, contrariedades o calumnias. Lejos de menguar la valía o la honra de nadie, ponía en todo el signo más del cariño, de la afirmación gozosa, de los brazos abiertos de Cristo en la Cruz.
Le gustaba repetir la razón empleada por Santo Tomás de Aquino: “En cualquier hombre existe algún aspecto por el que los otros pueden considerarlo como superior, conforme a las palabras del Apóstol "llevados por la humildad, teneos unos a otros por superiores" (Philip. II, 3). Según esto, todos los hombres deben honrarse mutuamente”[30]. Y Mons. Escrivá concluía: “La humildad es la virtud que lleva a descubrir que las muestras de respeto por la persona −por su honor, por su buena fe, por su intimidad−, no son convencionalismos exteriores, sino las primeras manifestaciones de la caridad y de la justicia”[31].
Su trato estaba lleno de finura, de politesse −término francés que acudía con frecuencia a sus labios−, de la atención propia de quienes se quieren sinceramente. Aplicaba esa experiencia humana al trato de las almas con Dios, para señalar la falta de delicadeza que supone no dar importancia a pequeños detalles, que obstaculizan la plenitud del amor. Se advertía la fuerza de quien lo ha experimentado antes en la relación con los demás: “si vamos por la calle y, en el trasiego del cruce con otros peatones, nos rozamos o nos damos un pequeño golpe, a aquello no le damos la más mínima importancia; pero si el que nos da un golpe es amigo nuestro, y lo hace con indiferencia, con desprecio, se despierta enseguida en nuestra alma un sentido de dolor. Esta realidad hay que aplicarla a nuestra relación con el Señor”[32].
Podía haber titulado este epígrafe con otros adjetivos −sacrificado, servicial, magnánimo−, pero he preferido la sencillez de la generosidad que, en cierto modo, destaca el carácter personal de la amistad: “de tú a tú, de corazón a corazón”[33]. Desde luego, no excluye la plenitud evangélica que lleva a entregar la propia vida por el amigo: nadie tiene amor más grande que ése[34], encarnado por Quien nos ha llamado amigos[35]. Pero evoca mejor la situación ordinaria de quien piensa en lo que de veras necesita el amigo, cueste lo que cueste, renunciando a lo propio, con espíritu de sacrificio[36]. Como se lee en la Escritura, “el que por amor del amigo no repara en sufrir algún daño es hombre justo”[37].
Por ahí discurre, según el mensaje del Fundador del Opus Dei, el cauce de la mortificación que santifica la propia alma sin mortificar a los demás; al contrario, les hace más amable el camino de la santidad en medio del mundo: “Penitencia es tratar siempre con la máxima caridad a los otros, empezando por los tuyos. Es atender con la mayor delicadeza a los que sufren, a los enfermos, a los que padecen. Es contestar con paciencia a los cargantes e inoportunos. Es interrumpir o modificar nuestros programas, cuando las circunstancias −los intereses buenos y justos de los demás, sobre todo− así lo requieran”[38].
Josemaría Escrivá de Balaguer ha dejado páginas excepcionales sobre el sentido humano y divino del espíritu de servicio, no siempre comprendido en la cultura moderna construida sobre una hipertrofia de lo individual que oculta sin querer facetas esenciales de la condición y dignidad de la persona. En cualquier caso, la amistad −como la familia o el trabajo en equipo− avanza a base de prestar servicios con alegría, incluso sin que el interesado lo note[39].
Los amigos se ayudan mutua y desinteresadamente, con rectitud de intención, sin amistades particulares, con sentido de justicia que excluye tratos de favor o informaciones privilegiadas. Pero se hacen favores. Y así se comportaba el Beato [San] Josemaría. Por ejemplo, se conservan muchas cartas que reflejan las gestiones y encargos que hacía en Madrid, a finales de los años veinte y en los treinta, a compañeros de Zaragoza o a sacerdotes con los que había coincidido en la residencia de la calle de Larra: desde recoger una sotana o reservar habitación en la fonda, a comprar unas piedras de mechero. Procuraba hacer esos favores enseguida, sin esperas innecesarias[40]. Prestaba a todos, con una sonrisa en los labios −aun en momentos de dolor− un servicio sin regateos[41].
La amistad arranca de una primera coincidencia, cultivada después con un trato más o menos asiduo, en que cada uno da lo mejor de sí mismo. En concreto, el amigo sabe sacar tiempo –un bien escaso en la vida intensa y llena de Josemaría Escrivá de Balaguer–, para estar con los demás. La amistad crece en trabajos y aficiones comunes, en fiestas y en el descanso, en los momentos difíciles. El Beato [San] Josemaría no podía acudir a todo, y suplía su ausencia con palabras encendidas que dejaban un cálido recuerdo escrito para siempre. Y sabía también perder el tiempo para alegrar la vida de sus amigos. Por ejemplo, Álvaro del Portillo le oyó contar que cuando era seminarista en Zaragoza, fue muy amigo del Vicepresidente del Seminario de San Carlos, don Antonio Moreno. El Fundador lo relataba con estas palabras: “Por amistad y especialmente por caridad −a mí no me gustaba nada−, alguna vez, cuando bajaba a su habitación, accedía a jugar al dominó con él. Recuerdo que tenía que dejarme ganar porque, si no, no se quedaba contento y hasta se molestaba. Para mí, que estaba decidido a aprender de los sacerdotes que gastaban su vida por el Señor, aquellos eran unos ratos muy agradables, porque ese sacerdote demostraba mucho espíritu sacerdotal, mucha experiencia pastoral y era muy humano. Me contaba anécdotas muy gráficas, con gran sentido sobrenatural y pedagógico, que me hacían un bien enorme”[42].
Para describir su dedicación, basta evocar la intensidad que ponía en los años treinta al organizar y realizar las visitas a los hospitales de Madrid. Lo sintetizó bien José Manuel Doménech, entonces joven estudiante, respecto de Santa Isabel: destacaba “cómo empleaba su tiempo generosamente con nosotros −el grupo de estudiantes que atendíamos a los enfermos− y también con esos mismos enfermos”.
Antonio Rodilla, muchos años Vicario General de Valencia, Rector del Seminario Archidiocesano y Director del Colegio Mayor San Juan de Ribera en Burjasot, ha trazado por su parte el amplio cuadro de amabilidades y delicadezas que Josemaría Escrivá tuvo con él y con su familia: desde el consuelo en situaciones íntimas muy dolorosas, hasta la presencia física en el entierro de su madre.
No sé si alguien ha tenido la paciencia −a que me referí en Apuntes...− de calcular las muchas horas que empleó invitando a comer a los múltiples amigos con −la frase es de Camino, 974− “la vieja hospitalidad de los Patriarcas, con el calor fraterno de Betania”.
Sé, en cambio, que se ha realizado un esfuerzo ímprobo para reconstruir su correspondencia. Escribió millares de cartas, prolongación desde la lejanía de una amistad hondamente sentida. No dejó de escribir ni durante los años de la guerra de España, sorteando con imaginación creativa la censura postal. Muchas personas han dejado constancia de su gratitud cuando, aislados en los frentes, recibían las noticias del Fundador, que les alentaba a seguir en la brecha de otras peleas: su lucha interior, su trabajo intelectual, su afán apostólico, su preocupación por los demás, la reconstrucción de sus vidas, para continuar haciendo una cristiana siembra de paz cuando terminase el conflicto. Sueño con el día en que esté listo para la imprenta lo mejor de ese epistolario: ayudará a comprender más a fondo la personalidad de Josemaría Escrivá de Balaguer.
No es adjetivo tópico, sino verdadero. Quizá redundante: ¿cómo entender un amigo que no sea fiel, leal? Monseñor Escrivá de Balaguer anheló la lealtad, también para la Iglesia, en tiempos no fáciles tras el Concilio Vaticano II. Hasta entonces, sabíamos que su virtud humana preferida era la sinceridad. Pero, en los últimos años, como un retornelo, enalteció la lealtad: ¿cómo ser fiel a Dios, si no se saborea la delicia de la lealtad humana, de la fidelidad a los demás? Y es que, “para que este mundo nuestro vaya por un cauce cristiano −el único que merece la pena−, hemos de vivir una leal amistad con los hombres, basada en una previa leal amistad con Dios”[43].
Sin duda, el amigo fiel es un tesoro, con lo que nada es comparable[44]. Confiamos en ese amigo para desahogar el corazón y buscar consejo en las encrucijadas de la vida. A veces, deseamos sólo hablar, contar lo que nos han hecho, explayarnos de tristezas y sinsabores[45]. Pero el verdadero amigo ofrece también la ayuda de su consejo[46], “con el ascendiente que da la intimidad”[47]: encauza inquietudes, abre horizontes, hace dulce la vida[48].
Esa profunda realidad se transforma, sin perder su condición humana, en cauce apostólico específico, según el espíritu del Opus Dei; tanto, que el Fundador lo incluyó expresamente en los Estatutos de la Prelatura (n. 117): los fieles del Opus Dei “suum personalem apostolatum exercent praesertim inter pares, ope praecipue amicitiae et mutuae fiduciae”; el texto añade poco después, con deliberada reiteración, tras citar el pasaje emblemático de Jn 15, 15: “peculiare igitur Praelaturae fidelium apostolatus medium est amicitia et assidua cum collaboratoribus consuetudo”. Desde siempre, fue paradigmático el pasaje de Camino, 973: “Esas palabras, deslizadas tan a tiempo en el oído del amigo que vacila; aquella conversación orientadora, que supiste provocar oportunamente; y el consejo profesional, que mejora su labor universitaria; y la discreta indiscreción, que te hace sugerirle insospechados horizontes de celo... Todo eso es apostolado de la confidencia”.
El Beato [San] Josemaría era un hombre de Dios que arrastraba hacia Él a sus amigos. Le gustaba mucho tratar con los viejos amigos y decirles cosas íntimas; y lo llevaba a la vida interior, convencido de que eso es lo que hace Cristo con los hombres: una razón más para conocer y tratar a la Humanidad Santísima del Señor.
Además, el amigo leal no falla cuando llegan trances apurados[49], el tiempo de la enfermedad, el dolor o el fracaso profesional. Se anticipa, sale al encuentro, como Cristo resucitado buscó a los discípulos de Emaús[50]. Todo, menos dejar solo al amigo en circunstancias adversas, aun a riesgo de sufrir consecuencias negativas[51]: además de rezar, hay que “hacer por él lo que querrías que hicieran por ti, en circunstancias semejantes. / Sin humillarle, hay que ayudarle de tal manera que le sea fácil lo que le resulta dificultoso”[52].
Especialmente mal se pasa en la vida cuando se desatan las calumnias. Josemaría Escrivá, que las sufrió en su propia carne desde muy joven, nunca dejó a ningún amigo en la estacada. Mons. Javier Echevarría pudo comprobarlo durante los veinticinco años que vivió a su lado en Roma: “Jamás se abstuvo de dar la mano a quienes había tratado, si se veían envueltos en situaciones desagradables, motivadas por insidias, calumnias o incomprensiones. Recuerdo el caso de varios eclesiásticos, caídos en desgracia y abandonados por sus compañeros y por los que les habían servido, que encontraron la compañía de Mons. Escrivá de Balaguer, quien no ocultó su relación con esas personas, también ante los que provocaban el vacío a su alrededor”[53].
Muchas personas, como Mons. Juan Hervás Benet, promotor de los Cursillos de Cristiandad, han dejado el testimonio del aliento del Beato Josemaría cuando insidias e incomprensiones se levantaban contra él y contra su iniciativa apostólica. Mons. Escrivá no se limitaba a ofrecer el consuelo de su palabra, que no habría sido poco. Además, se movía y llegaba a la raíz de problemas y soluciones: “Sólo Dios sabe −reconoce Mons. Hervás− en qué medida pudo contribuir a despejar los caminos de la Providencia”[54].
Con mayor motivo, el amigo fiel traza punto y raya a cualquier maledicencia o cicatería: “No permitas nunca que crezca la hierba mala en el camino de la amistad: sé leal[55]. Y en otro lugar: “Evita siempre la queja, la crítica, las murmuraciones...: evita a rajatabla todo lo que pueda introducir discordia entre hermanos”[56]. De este modo, la lealtad hace indestructible la amistad.
He relatado en otro sitio que la última vez que estuve junto a Mons. Escrivá de Balaguer, el 26 de mayo de 1975, presencié de cerca su espíritu de agradecimiento. Sucedió en el aeropuerto de Barajas, al regreso desde Torreciudad, Barbastro y Zaragoza. Yo estaba en uno de los aparcamientos exteriores, y allí llegó en un coche de la compañía aérea. No me dio tiempo a abrirle la puerta, pues se adelantó con viveza. Antes de seguir su camino, buscó rápidamente al conductor de ese vehículo, para despedirse de él y darle las gracias por el servicio que acababa de prestarle. Pienso que esta gratitud, habitual en la vida del Fundador del Opus Dei, reflejaba lo que dejó escrito en Forja, 502: “Si se hace justicia a secas, es posible que la gente se quede herida”.
El agradecimiento constituyó el arranque de algunas amistades imperecederas de Josemaría Escrivá. Esta faceta destaca en la relación que mantuvo durante muchos años con buena parte de sus profesores de Logroño y Zaragoza. La apertura de corazón de Josemaría facilitaba la superación de posibles obstáculos derivados de la diferencia de edad o de horizontes vitales. La amistad se consolidaría lógicamente con los sacerdotes, especialmente después de la ordenación del propio Josemaría. Basta quizá mencionar aquí algunos nombres, como los de Calixto Terés y Garrido, que le consideraba el mejor alumno que había tenido en Ética y Derecho, y andando el tiempo, cuando iba a verle en Madrid, se anunciaba en portería como “don Calixto, el cura de Logroño”; don Ciriaco Garrido, canónigo penitenciario de la Colegiata, con el que se confesó muchas veces, y fue uno de los primeros que “dieron calor a mi incipiente vocación”, reconocería años después; don Juan Moneva, catedrático de Derecho Canónico en Zaragoza, al que dedicaría un extenso y sentido párrafo en su discurso en el paraninfo el 21 de octubre de 1960 al ser recibido como doctor honoris causa en el claustro de su alma mater cesaraugustana; don José Pou de Foxá, catedrático de Derecho Romano, al que su alumno consideraba “amigo leal y noble y bueno”, que ciertamente fue, con los años, consejero y apoyo moral en ocasiones particularmente difíciles en los primeros años de su sacerdocio y del Opus Dei; en fin, don Miguel Sancho Izquierdo, catedrático de Derecho Natural, con quien compartiría relaciones de veneración y afecto, que se pondrían de manifiesto en 1960 al elegir a “don Miguel, mi maestro” como uno de los dos primeros doctores honoris causa de la incipiente Universidad de Navarra.
En Apuntes... se mencionan sintéticamente los primeros pasos para comenzar la labor del Opus Dei en Bilbao, cuando flotaban en el ambiente las secuelas de serios ataques personales contra el Fundador. Muchas puertas se cerraron. En cambio, la Viuda de Ibarra, Carito Mac Mahon, le abrió todas las puertas de su casa, con plena confianza. Mons. Escrivá de Balaguer no lo olvidó nunca: cualquier ocasión era buena para tener algún detalle especial con esa familia amiga. La Marquesa de Mac Mahon dejó constancia expresa de su honda gratitud: “siempre recordaba con agradecimiento excesivo lo poco que yo y los míos hicimos con él en aquellas épocas en que no era conocido, ni tampoco la Obra”.
Los ejemplos podrían multiplicarse. Su gratitud no era sólo cortesía: palabra que se dice y luego se olvida. La amistad del Fundador del Opus Dei rebosó siempre humanidad, detalles cordiales capaces de superar la lejanía o la ausencia prolongada, como la facilidad con que enviaba cariñosas felicitaciones con motivo de santos o aniversarios personales. Se adhería −con capacidad de aplauso− a los buenos acontecimientos, sin caer en vanidosas adulaciones. Y se mantenía en el tiempo, con abundantes detalles de afecto y de servicio, incluido el regalo de su oración y de su fe[57].
Donde hay amistad, se espera comprensión hacia defectos y debilidades. El amigo es comprensivo, no quisquilloso. Pasa por alto las pequeñeces, los roces inevitables en la convivencia humana. Suele decirse con razón que se quiere al amigo y el bien del amigo, no porque él sea ya bueno, o sea bueno en todo: el propio Jesús dio ejemplo, siendo amigo de publicanos y fariseos[58].
Con mayor motivo, no exige identidad de temperamentos, opiniones, ideologías: “La amistad verdadera supone también un esfuerzo cordial por comprender las convicciones de nuestros amigos, aunque no lleguemos a compartirlas, ni a aceptarlas”[59]. Más bien el amigo tiende a ponerse en el lugar del otro y pasa por alto los defectos: “Si no quieres más que las buenas cualidades que veas en los demás −si no sabes comprender, disculpar, perdonar−, eres un egoísta”[60].
El amigo perdona con facilidad, pronto a la reconciliación, sabedor también de que el perdón es tal vez lo más divino que puede salir de un corazón humano. Ese gesto aproxima a la acción del Espíritu Santo que, con el sacramento de la penitencia, devuelve al pecador al círculo de la amistad con Dios[61].
En definitiva, “hay que convivir, hay que comprender, hay que disculpar, hay que ser fraternos; y, como aconsejaba San Juan de la Cruz, en todo momento hay que poner amor, donde no hay amor, para sacar amor (Cfr. S. Juan de la Cruz, Carta a María de la Encarnación, 6-VII-1591), también en esas circunstancias aparentemente intrascendentes que nos brindan el trabajo profesional y las relaciones familiares y sociales”[62].
Desde esta actitud radical, surge espontánea la confianza en los demás. De hecho, Josemaría Escrivá se fiaba más de la palabra del amigo, o de las personas del Opus Dei, que del “testimonio unánime de cien notarios”, como afirmaba con frase gráfica. Esa confianza lleva −si es que no ha brotado antes− a una amistosa intimidad, más allá del mero conocimiento, del compañerismo, de la relación de vecindad, del trato social.
Especial comprensión se requiere para la apertura a personas que se aíslan por razón de carácter o de enfermedad. Es preciso acompañarlas, porque necesitan seguramente el desaguadero de alguien que les escuche, para descargar sus preocupaciones. Mons. Escrivá de Balaguer dedicó muchas horas de su vida a atender a quienes sufrían ese tipo de inquietud. En sus charlas a sacerdotes, como evoca Mons. Javier Echevarría, les insistía en que tuvieran una gran paciencia con esas almas: “Si se presenta ese caso, pensad que tenéis delante un enfermo, atendedle y servidle, no le cerréis las puertas ni los brazos de vuestra caridad sacerdotal. Puede ser que os repitan una y otra vez las mismas cosas. Si no les atendieseis, se quedarían heridos, e incluso se apartarían de la práctica religiosa. Por eso, mientras escuchéis aquella misma conversación con el mismo tono, con los mismos temas, con las mismas manías, con problemas que no tienen solución porque son fruto de una imaginación enfermiza, no les despachéis con cajas destempladas; atendedles, y mientras dure esa larga conversación, procurad encomendar al interesado, procurad rezar oraciones, porque esas personas se conforman con que haya alguien que les escuche, sin darles ninguna respuesta”[63].
Como recuerda también el actual Prelado del Opus Dei [se refiere a Mons. Javier Echevarría], “animado por la justicia, reconcilió a muchas personas, que habían roto la amistad, o se mostraban mutua antipatía. Con sentido sobrenatural y paciencia humana, les hacía razonar separadamente. Si venían a quejarse del que consideraban adversario, les preguntaba: ‘¿le has escuchado?; ¿has tenido en cuenta su situación personal?; ¿has hablado con claridad, y sin ofenderle?’ Además, no dejaba de avisar con sencillez: ‘te advierto con completa sinceridad que también oiré a la otra parte, tanto para ayudarle ‑con el mismo afán que lo hago contigo‑, como para ponderar lo que me estás tú diciendo ahora’”[64].
No basta comprender. La amistad sincera lleva también a corregir[65]. Denota máxima muestra de rectitud de intención, de purificación de afectos, frente a la blandura de la bondadosidad[66]. Nada de palabras halagüeñas y fingidas[67]: los amigos merecen la ejercitación de la justicia y de la veracidad, aun a riesgo de enfriar aprecios humanos. Si no, la amistad puede acabar en cauce de perdición, como subrayan algunos pasajes de la Escritura[68]. Mons. Javier Echevarría ha resumido un suceso significativo: “En los primeros años de su sacerdocio, perdió a uno de sus más grandes amigos. Un compañero del Seminario abandonó su vocación y atentó matrimonio civil a pesar de las súplicas con que le rogó que no diera ese paso. Transcurrido el tiempo, para arreglar su situación canónica, le pidió que declarase que había llegado a la ordenación con falta de libertad, presionado por coacciones familiares. El Fundador del Opus Dei, con claridad y caridad, se negó rotundamente; y le explicó que no podía dar ese testimonio, puesto que conocía la libertad con que había accedido a las órdenes sagradas. La familia de aquel hombre le estuvo siempre muy agradecida, aunque el interesado le retiró la palabra. No quiso jamás la verdad a medias, por entender que −en muchas ocasiones− una verdad a medias puede ser una gran mentira”[69].
Sin llegar a extremos tan duros, parece claro que, desde la inicial simpatía mutua, los amigos superan aspectos sensibles más o menos frívolos o superficiales que limitarían quizá su relación a compadreo de amigotes, cómplices de miserias ajenas[70]. No digamos si se llega al límite de las amistades peligrosas, que podrían encadenar el alma: “Flaquea tu corazón y buscas un asidero en la tierra. −Bueno; pero cuida de que el apoyo que tomas para no caer no se convierta en peso muerto que te arrastre, en cadena que te esclavice”[71].
Una amistad humana y espiritualmente noble exige acrisolar y depurar los afectos, que no es desencarnar, prescindir del cariño real que brota de un corazón limpio: “Poniendo el amor de Dios en medio de la amistad, este afecto se depura, se engrandece, se espiritualiza; porque se queman las escorias, los puntos de vista egoístas, las consideraciones excesivamente carnales”[72].
Excluye, por tanto, lo que en la literatura espiritual clásica se conoce como amistad particular, tan ligada a la acepción de personas. Josemaría Escrivá lo explicaba con claridad grande: “Vamos a ver, ¿qué injuria se te hace a ti porque aquél o el otro tengan más confianza con determinadas personas, a quienes conocieron antes o por quienes sienten más afinidades de simpatía, de profesión, de carácter? / −Sin embargo, entre los tuyos, evita cuidadosamente aun la apariencia de una amistad particular”[73]. De modo semejante, animaba a sentir y vivir la fraternidad, “pero sin familiaridades”[74]. Y todo, sin respetos humanos que pueden celar comodidad o tibieza[75].
En fin, la reciedumbre de la amistad culmina en la corrección del amigo. Evocaré otro ejemplo, de Mons. Pedro Cantero, a quien conocí personalmente cuando era Arzobispo de Zaragoza. Siempre que le visité, como Director del Colegio Mayor Miraflores, me habló del Padre, de que le había visto hacía poco en Roma o de que habían intercambiado correspondencia, o estarían pronto juntos. Entre tantos recuerdos de su amistad, destacaba el fuerte suceso que refirió en su homilía al celebrar un funeral por el alma del Fundador del Opus Dei: una seria reprimenda, recibida el 14 de agosto de 1931, que “cambió la perspectiva de mi vida y ministerio pastoral”[76].
Josemaría Escrivá zarandeó amablemente el alma de Pedro Cantero, demasiado enfrascado en su tesis doctoral cuando la Iglesia atravesaba en España momentos críticos. Y es que la amistad del cristiano se agranda desde la fe, hasta transformarse −sin desnaturalizarla− en cauce de apostolado.
El Fundador del Opus Dei plenificó la virtud humana de la amistad, procurando hacer de sus amigos personas amigas de Dios. No fue el suyo un trato postizo o instrumental, porque ponía en todo el signo más: la amistad humana crece con la gracia divina, y se multiplican los servicios prestados con alegría[77], sin hacerlo notar y sin que los demás adviertan ese esfuerzo ajeno[78].
Nunca dejó a sus viejos amigos, según el consejo de la Escritura[79]. En el fondo, más que acercarlos a su persona, quería hacerlos amigos de Dios, a través de la oración personal y también a través del trato íntimo con los que fueron amigos de Dios en la tierra, según lo que solía enseñar: “Si en ocasiones no os sentís con fuerza para seguir las huellas de Jesucristo, cambiad palabras de amistad con los que le conocieron de cerca mientras permaneció en esta tierra nuestra. Con María, en primer lugar, que lo trajo para nosotros. Con los Apóstoles. Varios gentiles se llegaron a Felipe, natural de Betsaida, en Galilea, y le hicieron esta súplica: deseamos ver a Jesús. Felipe fue y lo dijo a Andrés, y Andrés y Felipe juntos se lo dijeron a Jesús (Ioh XII, 20-22). ¿No es cierto que esto nos anima? Aquellos extranjeros no se atreven a presentarse al Maestro, y buscan un buen intercesor”[80].
Ese clima de amistad íntima se manifiesta en la conexión entre la Eucaristía y Betania que hacía el Fundador del Opus Dei: “Es verdad que a nuestro Sagrario le llamo siempre Betania... −Hazte amigo de los amigos del Maestro: Lázaro, Marta, María. −Y después ya no me preguntarás por qué llamo Betania a nuestro Sagrario”[81]. El elemento místico acompaña, con naturalidad, a razones de amistad y trato humanos: “¿Has visto con qué cariño, con qué confianza trataban sus amigos a Cristo? Con toda naturalidad le echan en cara las hermanas de Lázaro su ausencia: ¡te hemos avisado! ¡Si Tú hubieras estado aquí!... / −Confíale despacio: enséñame a tratarte con aquel amor de amistad de Marta, de María y de Lázaro; como te trataban también los primeros Doce, aunque al principio te seguían quizá por motivos no muy sobrenaturales”[82].
Josemaría Escrivá encarecía también el trato amistoso con los ángeles, bien persuadido de que cada persona tiene un intercesor propio, que elimina cualquier sensación de soledad. “Todos necesitamos mucha compañía: compañía del Cielo y de la tierra. ¡Sed devotos de los Santos Ángeles! Es muy humana la amistad, pero también es muy divina; como la vida nuestra, que es divina y humana”[83].
Dios no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de sus criaturas. Muy al contrario, sale al encuentro de las almas, les habla como amigo[84], y sabe esperar a cada una con solicitud de Padre, de hermano, de Amigo[85]. Así habló Dios a Moisés, cara a cara, como un hombre suele hablar a su amigo, en clásica expresión de Ex 33, 11. El Fundador del Opus Dei alentaba vivamente a esa amistad con Dios en Camino, 88: “Buscas la compañía de amigos que con su conversación y su afecto, con su trato, te hacen más llevadero el destierro de este mundo..., aunque los amigos a veces traicionan. ‑No me parece mal. / Pero... ¿cómo no frecuentas cada día con mayor intensidad la compañía, la conversación con el Gran Amigo, que nunca traiciona?”[86].
Y de nuevo el apostolado: cuando se saborea la amistad con Cristo, se impone hacerla llegar a los demás, porque el bien es difusivo. En 1954, Mons. Escrivá advertía a sus hijos, según anota el actual Prelado del Opus Dei: “convenceos de esta realidad: en la Obra la santidad no es compatible con el aislamiento: un hombre del Opus Dei, que siente su vocación cristiana, necesita buscar amigos, necesita pegar esta locura divina del amor de Dios, a través de su trabajo, en sus conversaciones con sus colegas, con sus compañeros, con sus parientes”[87].
La vida profesional, las relaciones humanas son cauce privilegiado para mostrar la vida de Cristo y sus manifestaciones de amistad, de cariño, de comprensión y de paz: “Como Cristo pasó haciendo el bien (Act X, 38) por todos los caminos de Palestina, vosotros en los caminos humanos de la familia, de la sociedad civil, de las relaciones del quehacer profesional ordinario, de la cultura y del descanso, tenéis que desarrollar también una gran siembra de paz”[88].
Terminaré con una cita, ciertamente extensa, pero emblemática: “Nuestro apostolado ha de basarse en la comprensión. Insisto otra vez: la caridad, más que en dar, está en comprender. No os escondo que yo he aprendido, en mi propia carne, lo que cuesta el no ser comprendido. Me he esforzado siempre en hacerme comprender, pero hay quienes se han empeñado en no entenderme. Otra razón, práctica y viva, para que yo desee comprender a todos. Pero no es un impulso circunstancial el que ha de obligarnos a tener ese corazón amplio, universal, católico. El espíritu de comprensión es muestra de la caridad cristiana del buen hijo de Dios: porque el Señor nos quiere por todos los caminos rectos de la tierra, para extender la semilla de la fraternidad −no de la cizaña−, de la disculpa, del perdón, de la caridad, de la paz. No os sintáis nunca enemigos de nadie.
“El cristiano ha de mostrarse siempre dispuesto a convivir con todos, a dar a todos −con su trato− la posibilidad de acercarse a Cristo Jesús. Ha de sacrificarse gustosamente por todos, sin distinciones, sin dividir las almas en departamentos estancos, sin ponerles etiquetas como si fueran mercancías o insectos disecados. No puede el cristiano separarse de los demás, porque su vida sería miserable y egoísta: debe hacerse todo para todos, para salvarlos a todos (1 Cor IX, 22)”[89].
Salvador Bernal
Fuente: opusdei.org
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[1] Debo reconocer que he escrito este artículo por amistad. Cuando el director de Scripta Theologica me lo planteó, le sugerí otro tipo de autor. Francisco L. Mateo Seco me contestó que intentase contar cómo se podría descubrir la amplitud de la mente y el corazón del Fundador del Opus Dei a través de la variedad e intensidad de sus amistades, de sus relaciones humanas. Haz lo que puedas −venía a concluir− y envíame tu trabajo a finales de enero. Debo tantos favores al director de la revista, que no podía decirle que no. Ojalá sirva para que, dentro de las reflexiones en curso sobre la grandeza de la vida corriente, algún teólogo penetre con profundidad en el sentido de la amistad en la antropología cristiana a la luz de la vida y las enseñanzas del Beato [San] Josemaría Escrivá. Puede ser interesante también, si se tiene en cuenta el resultado de mi somera inmersión en el índice del Catecismo de la Iglesia Católica: menciona incidentalmente la amistad humana como un bien temporal que puede ser merecido (2010) −un gran bien en el que se expresa la castidad (2347)−, pero en otra decena de lugares emplea el término sólo en el plano espiritual de la amistad con Dios, sinónimo de gracia, intimidad con el Señor, trato con Él, manifestación de su aprecio por la criatura humana desde el momento de su creación.
[2] Forja, 802.
[3] El libro original es Un hombre de Dios. Testimonios sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid, Ediciones Palabra, 1994, 447 páginas. Lo citaré como Testimonios...
Pienso innecesario indicar, por conocidas, las referencias bibliográficas de los libros de o sobre Josemaría Escrivá que menciono en este artículo. Señalaré sólo el título completo de los que cito abreviadamente en el cuerpo del trabajo:
Amigos...: Amigos de Dios.
Apuntes...: S. BERNAL, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei.
Conversaciones...: Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer.
Entrevista...: A. DEL PORTILLO, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei.
Es Cristo...: Es Cristo que pasa.
Memoria...: J. ECHEVARRÍA, Memoria del Beato Josemaría Escrivá.
Recuerdo...: S. BERNAL, Recuerdo de Alvaro del Portillo, Prelado del Opus Dei.
VÁZQUEZ DE PRADA...: A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, I, Ut videam!
[4] Cfr. CEC 1939.
[5] Viacrucis, 8, 5.
[6] Cfr. Amigos..., 233.
[7] Cfr. Forja, 880.
[8] Memoria..., 122.
[9] Amigos..., 121.
[10] Cfr. Jn 11, 35.
[11] Memoria, 106.
[12] Amigos..., 225.
[13] Es Cristo..., 93.
[14] VÁZQUEZ DE PRADA, 35. Andando los años, el Fundador del Opus Dei situó en el centro de su pedagogía familiar el consejo a los padres de que procurasen hacerse amigos de sus hijos: “Se puede armonizar perfectamente la autoridad paterna, que la misma educación requiere, con un sentimiento de amistad, que exige ponerse de alguna manera al mismo nivel de los hijos. Los chicos −aun los que parecen más díscolos y despegados− desean siempre ese acercamiento, esa fraternidad con sus padres. La clave suele estar en la confianza: que los padres sepan educar en un clima de familiaridad, que no den jamás la impresión de que desconfían, que den libertad y que enseñen a administrarla con responsabilidad personal. Es preferible que se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar siempre” (Conversaciones..., 100).
La misma idea, con otras palabras, en Es Cristo..., 27: “Los padres son los principales educadores de sus hijos, tanto en lo humano como en lo sobrenatural, y han de sentir la responsabilidad de esa misión, que exige de ellos comprensión, prudencia, saber enseñar y, sobre todo, saber querer; y poner empeño en dar buen ejemplo. No es camino acertado, para la educación, la imposición autoritaria y violenta. El ideal de los padres se concreta más bien en llegar a ser amigos de sus hijos: amigos a los que se confían las inquietudes, con quienes se consultan los problemas, de los que se espera una ayuda eficaz y amable.
“Es necesario que los padres encuentren tiempo para estar con sus hijos y hablar con ellos. Los hijos son lo más importante: más importante que los negocios, que el trabajo, que el descanso. En esas conversaciones conviene escucharles con atención, esforzarse por comprenderlos, saber reconocer la parte de verdad −o la verdad entera− que pueda haber en algunas de sus rebeldías. Y, al mismo tiempo, ayudarles a encauzar rectamente sus afanes e ilusiones, enseñarles a considerar las cosas y a razonar; no imponerles una conducta, sino mostrarles los motivos, sobrenaturales y humanos, que la aconsejan. En una palabra, respetar su libertad, ya que no hay verdadera educación sin responsabilidad personal, ni responsabilidad sin libertad”.
[15] Forja, 565.
[16] Conversaciones..., 31.
[17] Memoria..., 355-356.
[18] cfr. Pr 14, 20.
[19] cfr. Pr 19, 7.
[20] Memoria..., 52.
[21] Memoria..., 89-90.
[22] Cfr. Entrevista..., 116.
[23] Cfr. Surco, 757.
[24] Cfr. Si 37, 1.
[25] Surco, 738.
[26] Entrevista..., 27-28.
[27] Cfr. Surco, 429.
[28] Amigos..., 183
[29] Cfr. Forja, 455.
[30] S. Tomás de Aquino, S. Th., II‑II, q. 103, a. 2‑3.
[31] Es Cristo..., 72.
[32] Memoria..., 55-56.
[33] Cfr. Surco, 191.
[35] Cfr. Jn 15, 15.
[36] Cfr. Surco, 191.
[37] Pr 12, 26.
[38] Amigos..., 138; cfr. Surco, 750.
[39] Cfr. Amigos..., 44; Camino 440; etc.
[40] Cfr. Pr 3, 28.
[41] Cfr. Forja, 699.
[42] Entrevista..., 175.
[43] Forja, 943.
[44] Cfr. Si 6, 14-15.
[45] Cfr. Amigos..., 245.
[46] Cfr. Pr 25, 9.
[47] Surco, 731.
[48] Cfr. Pr 27, 9.
[49] Cfr. Pr 17, 17.
[50] Cfr. Lc 24, 13ss.
[51] Cfr. Si 22, 31.
[52] Forja, 957.
[53] Memoria..., 123.
[54] Testimonios..., 202.
[55] Surco, 747.
[56] Surco, 918.
[57] Cfr. Forja, 36.
[58] Cfr. Mt 11, 19.
[59] Surco, 746.
[60] Forja, 954.
[61] Cfr. CEC 1468.
[62] Amigos..., 9.
[63] Memoria..., 122.
[64] Memoria..., 139-140.
[65] Cfr. Si 19, 13.
[66] Neologismo expresivo de Josemaría Escrivá de Balaguer, no incorporado a la edición de 2001 del Diccionario de la Real Academia Española.
[67] Cfr. Pr 29, 5.
[68] Cfr., p. ej., Jb 6, 27; 2M 6, 21.
[69] Memoria..., 136.
[70] Cfr. Surco, 761.
[71] Camino, 159; cfr. también Camino, 160.
[72] Surco, 828.
[73] Camino, 366.
[74] Camino, 948.
[75] Cfr. Surco, 204.
[76] Lo relató detenidamente en Testimonios..., 65-67.
[77] Cfr. Es Cristo..., 51, 182.
[78] Cfr. Surco, 737.
[79] Cfr. Si 9, 14.
[80] Amigos..., 252.
[81] Camino, 322.
[82] Forja, 495.
[83] Amigos..., 315; cfr. también Camino, 562.
[84] Cfr. CEC, 142.
[85] Cfr. Amigos..., 120.
[86] Cfr. también Camino, 422.
[87] Memoria..., 65-66.
[88] Es Cristo..., 166.
[89] Es Cristo..., 124.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Construyendo perdón y reconciliación |
El perdón. La importancia de la memoria y el sentido de justicia |
Amor, perdón y liberación |
San Josemaría, maestro de perdón (2ª parte) |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |