Precisamente porque el hombre no se perfecciona ni se salva de modo individualista ni desencarnado, Cristo quiso la salvación por la mediación de la Iglesia y en comunión con ella
¿Quién diría que no le interesa la felicidad? La religión afronta la cuestión de la felicidad al hablar de la salvación. Un nuevo documento de la Congregación para la doctrina de la fe (Carta ‘Placui Deo’, fechada el 22-II-2018) toca algunos aspectos del mensaje cristiano sobre la salvación en referencia a las enseñanzas del Papa Francisco. Si bien es un documento de tipo doctrinal, manifiesta una notable sensibilidad evangelizadora y pastoral. Sus observaciones tienen especial interés en el campo de la educación cristiana.
Comienza por una mirada a la situación de nuestra cultura: ¿dónde pone la felicidad? ¿Siente la necesidad de “salvación”?
En la cultura occidental y fuera del cristianismo se plantea que el hombre y el mundo puedan ser “salvados”, con una idea de la salvación reducida muchas veces al logro del bienestar material y del placer sobre todo para uno mismo.
Este logro se ve alcanzable por la ciencia y la tecnología. De este modo los que plantean esa idea reduccionista de la salvación sustituyen la fe en Dios o en los dioses por la fe en el desarrollo científico y tecnológico.
Pero la experiencia histórica hasta nuestros días y la situación del mundo actual −la permanencia e incremento de las guerras y revoluciones, las desigualdades sociales y los problemas ambientales, los intereses políticos y económicos enfrentados, etc.− hacen que muchos duden de esta auto-salvación o salvación intrahumana.
El nombre Jesús significa precisamente salvador. Salvación quiere decir que el hombre puede alcanzar una vida plena, y, para eso, librarse no solo de la muerte y del sufrimiento, sino también del mal que comporta el pecado: la pérdida de la unión con Dios, la falta de paz interior, las fracturas en las relaciones con los demás y el maltrato de los seres creados.
En una perspectiva creyente, la salvación se concibe en relación con Dios, con lo que llamamos vida eterna, y también con los demás y con la Tierra, pues no cabe una felicidad individualista ni egoísta.
“Cada persona a su modo busca la felicidad”, dice el documento. Y así es. Podemos observar que, aunque uno no se lo plantee de esta manera, la búsqueda de la felicidad depende de la idea que se tenga de lo que es “ser persona”. Como la persona es un ser a la vez corporal, espiritual y social, y abierto desde su interior a Dios, cualquier intento de ser feliz que no tenga en cuenta a la vez estas dimensiones, está abocado al fracaso.
Así sucede, por ejemplo, con el voluntarismo, y también con los espiritualismos de diverso tipo. En este marco se sitúan los dos errores que desea señalar el documento. Se corresponden respectivamente con dos modos de buscar la salvación que se equivocan al interpretar el cristianismo: el pelagianismo (de Pelagio, siglo V), que defiende que el hombre se puede salvar por sus propios esfuerzos; y el gnosticismo (de gnosis: conocimiento esotérico), que desde los primeros siglos promueve una salvación basada en liberarse de la materia y unirse con la divinidad de un modo puramente “espiritual” o intelectual.
Frente a estas tendencias el documento señala que, según el mensaje cristiano, “la salvación consiste en nuestra unión con Cristo, quien, con su Encarnación, vida, muerte y resurrección, ha generado un nuevo orden de relaciones con el Padre y entre los hombres, y nos ha introducido en este orden gracias al don de su Espíritu, para que podamos unirnos al Padre como hijos en el Hijo, y convertirnos en un solo cuerpo en el ‘primogénito entre muchos hermanos’ (Rm 8, 20). Así pues, nuestra felicidad tiene que ver con sabernos y sentirnos hijos de Dios y hermanos entre nosotros y de todos los hombres.
La revelación cristiana nos asegura que −tal como Jesús mostró− a Dios le interesa todo lo nuestro: nuestros cuerpos, nuestras familias, nuestros trabajos y esfuerzos para mejorarnos a nosotros mismos y al mundo. Pero no nos salvaremos solamente por nuestros esfuerzos de voluntad ni por nuestros logros intelectuales, científicos o técnicos. Jesucristo es el único camino para la salvación plena: “Yo soy el camino” (Jn 14, 6).
“Además −observa el documento− este camino no es un camino meramente interno, al margen de nuestras relaciones con los demás y con el mundo creado. Por el contrario, Jesús nos ha dado un ‘camino nuevo y viviente que él nos abrió a través del velo del Templo, que es su carne’ (Hb 10, 20)”.
“En resumen −señala−, Cristo es Salvador porque ha asumido nuestra humanidad integral y vivió una vida humana plena, en comunión con el Padre y con los hermanos. La salvación consiste en incorporarnos a nosotros mismos en su vida, recibiendo su Espíritu (cf. 1 Jn 4, 13)”. Por eso Jesús es al mismo tiempo el Salvador y la Salvación. Dicho brevemente, la salvación plena consiste en nuestra incorporación a la Iglesia como misterio y sacramento de comunión.
Precisamente porque el hombre no se perfecciona ni se salva de modo individualista ni desencarnado, Cristo quiso la salvación por la mediación de la Iglesia y en comunión con ella. Y la Iglesia no es una comunidad de vínculos únicamente espirituales, sino también una comunidad visible.
De hecho, toda visión individualista o meramente interior de la salvación contradice el modo en que se da la salvación en la Iglesia: a través de los sacramentos, cuya puerta es el Bautismo y cuya fuente y cumbre es la Eucaristía: “Gracias a los sacramentos, los cristianos pueden vivir en fidelidad a la carne de Cristo y, en consecuencia, en fidelidad al orden concreto de relaciones que Él nos ha dado. Este orden de relaciones requiere, de manera especial, el cuidado de la humanidad sufriente de todos los hombres, a través de las obras de misericordia corporales y espirituales”.
¿Y no es posible la salvación fuera de la Iglesia? Como enseña el Concilio Vaticano II, es posible la salvación fuera de los márgenes visibles de la Iglesia, para todos los que no la conozcan y busquen la verdad junto con el amor. Por eso los cristianos estamos llamados a “establecer un diálogo sincero y constructivo con creyentes de otras religiones, en la confianza de que Dios puede conducir a la salvación en Cristo a todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia” (Gaudium et spes, 22).
También por eso y al mismo tiempo, los cristianos tenemos una gran responsabilidad para anunciar, viviéndolo, el mensaje del Evangelio. Y todos, en la medida en que aceptamos y vivimos el mensaje cristiano podemos colaborar −con la oración y con nuestras obras, también con los trabajos que lleva consigo la vida ordinaria y familiar− en nuestra propia salvación y en la salvación de los otros.
¿Pero no cabe la felicidad y la preocupación por los demás, y encontrar el sentido de la vida y la salvación al margen de Cristo? Podría decirse que la respuesta del mensaje cristiano a esta pregunta es: cabe intentarlo. Y de hecho muchas personas lo hacen. Pero no podríamos lograrlo plenamente si Dios no se hubiera revelado en Cristo y nos hubiera ofrecido la salvación en unión con Él por el Espíritu Santo. Por eso hablamos de “vida plena” y de “salvación integral” del alma y del cuerpo, lo cual implica la fe en la vida ultraterrena y el Reino de Dios definitivo, al que nos abriremos después de la segunda venida de Cristo.
Respecto a los que han muerto sin haber conocido a Jesucristo y a la Iglesia, creemos que Dios es infinito amor y misericordia, y que también premiará con creces la correspondencia de cada uno a las luces y a los dones que haya recibido.
Ramiro Pellitero, en iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com.
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