El Santo Padre respondió a las preguntas de los sacerdotes de su diócesis en relación a las diferentes etapas de la vida sacerdotal
Hay varias edades en el sacerdocio, cada una con características peculiares, características que conllevan dificultad, pero poseen también recursos. Lo dijo el Papa Francisco al clero de Roma reunido el jueves por la mañana, 15 de febrero, en la basílica de San Juan de Letrán para el tradicional encuentro por el inicio de la cuaresma. Riesgos y potencialidades que los sacerdotes encuentran en sus vidas y en su ministerios fueron señalados y reelaborados por el Pontífice también a la luz de la propia experiencia personal y de la de otros presbíteros.
El Santo Padre confesó a varios sacerdotes durante unos 45 minutos y tras las confesiones, dio comienzo la charla del Papa, durante más de una hora, contestando a las tres preguntas que le habían enviado por escrito con antelación, y que abarcaban toda la vida sacerdotal: juventud, mediana edad y ancianidad.
Papa Francisco: Buenos días. Procuraré decir algo sobre las preguntas que me habéis hecho, las preguntas que ha hecho cada grupo.
Mons. Angelo De Donatis: Algunos sacerdotes prepararon unas preguntas que yo llevé al Papa Francisco y ahora las responde, según las diversas edades de los sacerdotes: los jóvenes, los mayores y los ancianos.
Muchas vocaciones nacen bien, pero luego se resfrían, se habitúan, se apagan. ¿Cómo se pasa del enamoramiento al amor en la vida sacerdotal? Es decir, ¿cómo podemos esperar que toda la humanidad del sacerdote se involucre alrededor de ese centro que es el nuevo amor por el Señor? ¿Y cómo se afrontan los deseos, las aspiraciones, las limitaciones? ¿Cómo vivir con libertad la vida sacerdotal que se nos pide asumir con amor, pero que, en el día a día, se complica con mil rúbricas y deberes? A veces nos sentimos dentro de un gran tren que avanza al margen de nosotros. ¿Cómo sentirse elegidos por Dios y realizados como hombres fuera de una carrera y ajenos a las comparaciones? En nuestra ciudad a menudo nos sentimos poco incisivos: ¿podemos ser una humanidad significativa, es decir, podemos tomar decisiones vitales que señalen un camino evangélico sobre cómo vivir la realidad urbana deshumanizante de nuestro tiempo? ¿Puede hoy el cura ser una señal humana pequeña pero luminosa que invite a su grey a la libertad? ¿Hasta qué punto las fatigas de los jóvenes sacerdotes provienen de sus pocas fuerzas, de su poca profecía, de su poca transparencia o, en cambio, pesa un estilo de Iglesia aún no renovado? La vida común, el estilo sobrio, la oración menos cultual y el abandono de las estructuras, ¿no llegan a la vida concreta del cura porque no se ha renovado o, al contrario, la vida ordinaria que se le pide al cura no responde a una renovación de su corazón?
Esta es la pregunta. ¡Tantas preguntas en una! Pero me ha gustado que sean tantas, porque hay algo común en estas preguntas: es la abundancia de circunstancias. Si eso es así y esto es así y así y así…: preguntas sobre las circunstancias. El acento está en las circunstancias. “Cuando sucede esto, si las cosas son así y son así y van así, ¿qué se puede hacer con esas circunstancias que son limitaciones, que no nos dejan ir adelante?”. Ante esas circunstancias no hay salida. Si hago una pregunta −como en este caso− sobre las circunstancias o con tantas circunstancias, por ese camino no hay salida. Es una trampa, cuando las circunstancias son tan fuertes. Es una trampa porque no te deja crecer, es mirar demasiado las circunstancias. En cambio, es central el modo correcto de vivir los compromisos sacerdotales, y buscar el estilo que ayude a vivir con paz y fervor. Dejemos de lado las circunstancias −hay tantas−, y veamos cómo seguir adelante. He dicho la palabra “estilo”: buscar el propio estilo sacerdotal, la propia personalidad sacerdotal, que no es un cliché. Todos sabemos cómo debe ser un sacerdote, las virtudes que debe tener, la senda que debe llevar… pero el estilo, el carné de identidad tuyo… Sí, dice “sacerdote”, pero la tuya, con tu impronta personal, con las motivaciones que te empujan a vivir en paz y fervor. Por una parte, tantas circunstancias en este mundo que es así, así y así…; por otra, tu estilo. Cada uno tiene su propio estilo sacerdotal. Sí, el sacerdocio es un modo de vivir, es una vocación, una imitación de Jesucristo en cierto modo; pero tu sacerdocio es único, en el sentido de que no es igual al otro. Yo diría, ente estas preguntas: busca tu estilo. No mires tanto las circunstancias que cierran las salidas. Busca tu estilo: tu estilo de cura y personal.
Y ese estilo se mueve en una atmósfera. Me gustaría decir esto: no es un cliché seguir diciendo que no podemos vivir el ministerio con alegría sin vivir momentos de oración personal, cara a cara con el Señor, hablando, conversando con Él de lo que estoy viviendo. Esto no es un cliché. Vivir el ministerio con alegría, con momentos de oración personal, cara a cara con el Señor, hablar con el Señor, conversando con Él de lo que estoy viviendo. Las circunstancias, tu propio estilo, el Señor. ¿Hablo con el Señor de esto? ¿De todas estas preguntas? ¿O hablo conmigo mismo, con mi imposibilidad ante tantas circunstancias que cierran la puerta y me tiran para abajo? “Ah, no se puede, es un desastre…, no se puede ser cura en este mundo secularizado…”. Y empiezan las quejas. Las limitaciones. La pregunta dice: ¿Cómo se afrontan los deseos, las aspiraciones, las limitaciones? Esta es una buena pregunta: cómo las limitaciones se afrontan en tu vocación sacerdotal, en tu estilo. Descubrir las limitaciones: las generales −por el hecho de que están ahí− y también las tuyas personales. Dialogar con las limitaciones, en el sentido de qué puedo hacer yo con esta limitación, cómo llevar esa limitación a cuestas. Discernir entre las limitaciones. Y la pregunta nos puede asustar porque hay tantas limitaciones, tantas circunstancias que nos tiran para abajo y “no puedo ser sacerdote”, ¡no! La respuesta es: hay un camino, es tu estilo sacerdotal, el diálogo con tus limitaciones, el discernimiento con las limitaciones, también con esas circunstancias. No tener miedo de eso. Discernir también los propios pecados, porque los pecados se perdonan, es verdad, el sacramento de la Confesión está para eso; pero no acaba todo ahí. Tu pecado nace de una raíz, de un pecado capital, de una actitud, y eso es una limitación que se debe discernir. Es otra senda, distinta del pedir perdón por el pecado. “No, sí, tengo este problema, me he confesado, y ya está”. No, no acaba ahí. El perdón está ahí, pero luego debes dialogar con esa tendencia que te ha llevado a un pecado de soberbia, de vanidad, de celos, de murmuraciones, no sé… ¿Qué me lleva a eso? Dialogar con el límite que tengo dentro, y discernir. Y el diálogo, con esas limitaciones, siempre −para ser eclesial− se debe hacer ante un testigo, alguien que me ayude a discernir. Y ahí es muy importante el diálogo: eso que me pasa hablarlo con otro. La necesidad del diálogo. No tanto de los pecados, diría que aquí hay que hacer una distinción: los pecados son para confesarlos y pedir perdón, y la cosa acaba ahí; luego, con el Señor, voy adelante. Pero las limitaciones, las tendencias, los problemas que me lleva a eso, las enfermedades espirituales que tengo, eso sí, nunca podré vencer eso o resolver los problemas que me llevan al pecado sin el diálogo. El diálogo. Y ahí se trata de buscar a un hombre sabio. Un hombre prudente. Es la figura eclesial del padre espiritual, que comenzó con los monjes del desierto: el que te guía, te ayuda y dialoga contigo, te ayuda en el discernimiento. Si has pecado, eso es una limitación, es verdad: busca a uno misericordioso; y se es sordo, mejor. Pide perdón y sigue adelante. Pero la cosa no acaba ahí. ¿Qué te ha llevado al pecado? ¿Cuál es la tendencia, cuál es el problema? Busca a uno sabio para el diálogo, para dialogar con las limitaciones, con las propias debilidades, para dialogar e intentar resolver el camino. Yo os digo de verdad: el sacerdote es célibe y en ese sentido se puede decir que es un hombre solo; sí, hasta cierto punto se podría decir. Pero no puede vivir solo, sin un compañero de camino, un guía espiritual, un hombre que le ayude a dialogar, en el discernimiento, al dialogo. No es suficiente confesar los pecados: eso es importante, porque ahí −y yo siempre lo he sentido, es una de las cosas más hermosas del Señor− está la humildad del pecador y la misericordia de Dios que se encuentran y se abrazan; es un momento bellísimo de la Iglesia, ese, el perdón de los pecados. Pero no es suficiente. Tú eres responsable también de una comunidad, debes seguir adelante, y por eso necesitas un guía. Yo os digo que no tengáis miedo; tampoco a los jóvenes: comenzar desde jóvenes, con esto. Buscar. Hay hombres sabios, hombres de discernimiento que ayudan mucho y acompañan mucho.
Resumiendo: en esta pregunta hay demasiado acento en las circunstancias, y eso puede acabar siendo una coartada. Porque si solo miras las circunstancias, no hay salida. Debes buscar tu propio estilo, el modo justo de vivir tu vocación sacerdotal; y por eso no es algo antiguo, no es un cliché seguir diciendo que no podemos vivir el ministerio con alegría sin vivir momentos de oración personal, cara a cara con el Señor, hablando, conversando con Él de lo que estamos viviendo. Estas cosas deben ser llevadas a la oración con el Señor. Sin el diálogo con el Señor no puedes ir adelante. Dialogar con las limitaciones, discernir las limitaciones; y para eso ayudarnos con el diálogo con el padre espiritual, con un hombre prudente que nos ayude en el discernimiento. Y a los jóvenes les ayuda mucho −¡y lo hacen!− y también −es un plus, esto, y también los mayores lo hacen− pequeños grupos de sacerdotes que se acompañan: la fraternidad sacerdotal. Se encuentran, hablan, y eso es importante, porque la soledad no sienta bien, no es buena.
Esto es lo que me viene a la cabeza sobre la primera pregunta. Pero quisiera subrayar esto: estad atentos a no engañaros con las limitaciones. “Oh, no se puede, mira eso y aquello, el mundo es una calamidad, esto, aquello otro, la televisión, esto y lo otro…”: son limitaciones culturales o personales, pero ese no es el camino. La senda es la otra que he dicho. Y siempre en el centro el Señor Jesús, la oración.
Pasemos a la segunda pregunta:
Para un sacerdote, la edad que va de los 40 a los 50 años es decisiva. Caen a menudo en perfeccionismos moralistas, se es consciente, por propia experiencia, de ser pecadores, y esto es muy bueno, a esa edad. Muchos ideales apostólicos se redimensionan, el apoyo de la familia de sangre se debilita, los padres enferman, de repente la salud empieza a dar algún problema. Sería un tiempo propicio para elegir al Señor, pero con frecuencia no tenemos los instrumentos para reorientar la crisis de la mediana edad −así se llama− hacia una elección gozosa y definitiva. El súper-trabajo −a veces es suicida−, el súper-trabajo dispersivo nos ha llevado a no cuidar de nosotros mismos justo en el momento en que más falta hace. Padre, ¿puede darnos algunas indicaciones al respecto? ¿Cómo prepararse para esa etapa de la vida? ¿Cuáles son las ayudas indispensables?
¡Ah, le démon de midi! El demonio del mediodía… En Argentina lo llamamos “el cuarentazo”. A los cuarenta, entre los 40 y 50, te viene eso… Es una realidad. Algunos he oído que lo llaman “ahora o nunca”. Se replantea todo y se dice “o ahora o nunca”. Hay dos escritos que yo conozca −hay muchos hermosos, de los Padres del desierto, en la “Filocalia” encontraréis tantas cosas sobre esto−: hay un libro moderno, más cercano a nosotros, también en diálogo con la psicología, de aquel monje psicólogo austríaco, Anselm Grün, “La crisis de la mitad de la vida”, ese puede ayudar. Es un diálogo psicológico-espiritual sobre ese momento. Y hay otro escrito que, ese sí, me gustaría que todos leyeran: “La segunda llamada”, del padre René Voillaume. Sería bueno regalarlo, de algún modo, a los sacerdotes. Hace una buena exégesis de la vocación de Pedro, la última, en Tiberíades: el Pedro de la segunda llamada. Como el Señor nos llamó la primera vez, nos llama continuamente, pero fuertemente la primera vez; luego nos acompaña llamándonos todos los días, pero en cierto momento de la vida, se convierte en una segunda llamada fuerte. Es un momento de muchas tentaciones; un momento en el que hace falta una necesaria transformación. No se puede continuar sin esa necesaria transformación, porque si sigues así, sin madurar, sin dar un paso adelante en esa crisis, acabarás mal. Acabarás en la doble vida, quizá, o dejando todo. Hace falta esa necesaria transformación. Ya no están aquellos primeros sentimientos: “quedan lejos, no los siento como los que tenía de joven, de seguir al Señor, el entusiasmo…”; esas cosas se fueron, y hay otros sentimientos. Y también hay otras motivaciones, no aquellas. Y sucede −porque es un problema humano−, sucede como en el matrimonio: ya no estoy tan enamorado, ya no está aquella emoción juvenil… Las cosas se han calmado, van de otro modo. Pero permanece, eso sí, una cosa que debemos buscar dentro: el gusto de la pertenencia. Eso queda. El placer de estar junto a un cuerpo, de compartir, de caminar, de luchar juntos: eso, en el matrimonio y también para nosotros. La pertenencia. ¿Cómo es mi pertenencia a la diócesis, al presbiterio?… Eso queda. Y debemos hacernos fuertes en aquel momento para dar el paso adelante. Como para los cónyuges: han perdido todo lo que era más juvenil, pero el gusto de la pertenencia conyugal, eso permanece. Y ahí, ¿qué hacer? Buscar ayuda, en seguida. Si no tienes un hombre prudente, un hombre de discernimiento, un sabio que te acompañe, búscalo, porque es peligroso ir adelante solos, en esa edad. Muchos han acabado mal. Busca ayuda en seguida. Luego, con el Señor: decirle la verdad, que estás un poco desilusionado porque aquel entusiasmo se ha ido… pero está la oración de entrega: darse al Señor, un modo de rezar distinto, la entrega. Es un momento áspero, un momento duro, pero es un momento liberador: lo pasado, pasado está; ahora hay otra edad, otro momento de mi vida sacerdotal. Y con mi guía espiritual debo ir adelante. El tiempo que queda de vida es para vivirlo mejor, para una mejor entrega de sí mismo. Es el tiempo de los hijos −a mí me gusta decirlo así−, de ver crecer a los hijos. El tiempo de ayudar a la parroquia, a la Iglesia, a crecer, es tiempo de crecimiento, de los hijos. Es tiempo de que yo empiece a disminuir. El tiempo de la fecundidad, la verdadera fecundidad, no la fecundidad fingida. Es tiempo de la poda: ellos crecen, yo ayudo y me quede detrás. Ayudando a crecer, pero son ellos. Y hay tentaciones feas en ese tiempo. Tentaciones que antes jamás habríamos imaginado tener. No hay que avergonzarse, son tentaciones: el problema es del tentador, no es nuestro. No hay que avergonzarse. Pero hay que desenmascararlas en seguida. Y es también el tiempo de las chiquilladas: cuando el cura comienza a hacer chiquilladas. Son el brote de la doble vida. Hay que arrancarlas en seguida y con sentido del humor: “Mira, yo que creía haber dado mi vida totalmente al Señor, qué ridículo estoy haciendo”. He dicho que es el tiempo de la fecundidad. ¿Cuál es la figura que me viene a la cabeza? Chiquilladas, doble vida… pero, la que más me viene a la mente, tomándola de la familia, para describir al sacerdote que no logra superar eso, a madurar en ese tiempo, es la figura del “tío soltero”. Son buenos los tíos solteros, porque −lo recuerdo− yo tenía dos, y nos enseñaban palabrotas, nos daban tabaco a escondidas, siempre… ¡pero no eran padres! No eran padres. Es el tiempo de la fecundidad: con sacrificio, con amor, es un buen tempo ese. Es un tiempo… es el segundo acto de la vida. El primer acto es el acto de la juventud, pero eso te lleva al final. No perder esa oportunidad de madurar en ese tiempo de poda, de pruebas, de tentaciones diversas… El tiempo de la fecundidad. Puede ser también que vengan en ese tiempo −porque el diablo es astuto− algunas tentaciones de la primera juventud, pero vienen aisladas. No asustarse. “Pero mire, a esta edad, Padre…” −“Sí, hijo, sí. ¡Adelante!”. Nos dan vergüenza, pero es propio de ese tiempo, demos gracias al Señor que nos hace avergonzarnos un poco. Pero no quedarse ahí. No, eso es una circunstancia, el hilo vapor otra parte: la poda, la fecundidad y el tiempo de conservar el buen vino, para que envejezca bien. Y diría también que es el tiempo del primer adiós, el tiempo donde el sacerdote se da cuenta de que un día dirá adiós definitivamente. Y ese es el tiempo del primer adiós. En ese tiempo se deben decir tantos “adioses”: “Adiós, ya no te veré más. Eso no sucederá nunca más, esa situación, ese modo de sentir las cosas no los tendré más”. Adiós a esa parte de la vida, para comenzar otra. Y así aprendemos a despedirnos. Me viene a la cabeza, y esto da risa, porque he hecho un Motu proprio en estos días que empieza con esas palabras: “Aprender a despedirse”. Es para los que a los 75 años deben presentar la dimisión. Pues es tiempo para aprender a despedirse, porque un día tendremos que hacerlo. Es una ciencia, una sabiduría que se debe aprender con el tiempo, que no se improvisa.
Esto es lo que diría, así, un poco desordenadamente, sobre esta segunda pregunta del “demonio del mediodía”. Procurad leer al Padre Voillaume, La segunda llamada; y también el otro, de Grün, es bueno, pero Voillaume es un clásico. Es curioso: Voillaume es un autor espiritual que se hizo clásico en vida, uno de los pocos que ya era clásico, y murió ancianísimo, pero era un clásico cuando todavía estaba vivo.
Leo la tercera pregunta:
Santo Padre, los sacerdotes con 35, 40, y más años de ministerio, comenzamos nuestro servicio a la Iglesia en un tiempo muy distinto del actual. Hemos pasado por fases de cambios rápidos, y a veces violentos. La juventud y la edad adulta se sucedieron velozmente, sin darnos tiempo a entender ni adecuarnos. Llegados a la plena madurez −en el tiempo propio de la plena madurez− e incluso habiendo superado el umbral, no raramente sentimos el cansancio y la insuficiencia. Pues, aun cuando haya energía y nos guíe un sincero deseo de servir, no siempre podemos acudir a la experiencia para corresponder a las nuevas demandas y exigencias del ministerio.
Quien ha escrito esto es muy curioso, porque continúa:
Nos gustaría saber cómo vivió Usted el paso a la estación madura de su ministerio sacerdotal, y más aún que para Usted ha coincidido con cambios importantes e imprevistos. Pues fue llamado al ministerio episcopal a los 56 años, y 20 años después, en 2013, ha vivido un nuevo y radical punto de inflexión con la elección como Obispo de Roma. Así pues, ¿qué puntos debemos mantener firmes de la vida espiritual, para vivir de modo íntegramente pacificado esa etapa tan compleja, que para nosotros debería ser la de los frutos maduros?
Muchos de nosotros estamos en esta edad. Digamos la verdad: es la última etapa de la vida. La crisis del mediodía ya pasó y viene esta. Y en esta edad se puede no encontrar el lenguaje propio del mundo de hoy. Yo no sé usar las redes sociales y esas cosas… no, ni siquiera el móvil, no tengo. No sé. Ese lenguaje no sé usarlo. Internet y esas cosas, yo no sé usarlas. Cuando debo enviar un e-mail lo escribo a mano y el secretario lo pasa. Se puede no tener la habilidad de usar las nuevas tecnologías; se puede no hallar la metodología pastoral que hoy hace falta. Ese es verdad, es una experiencia. Hoy la realidad va tan adelantada, que yo no consigo hacerlo. Pero lo más importante a esa edad es lo que se puede hacer: lo que hoy necesita la gente. Y esa edad −la de antes era la de la poda; quizá la primera de todas era la de la esperanza, la de tener toda la vida por delante− y esta, en cambio, es la edad de la sonrisa. Ofrecer una mirada amable. Y eso se puede hacer. Eso se puede hacer. Qué hermoso cuando los confesores reciben al penitente con esa mirada amable. Y en seguida el corazón del penitente se abre, porque no ve una amenaza. Es la mirada que acoge a la persona, la mirada amable. Eso respecto al confesor. Pero cuánto bien se puede hacer con el sacramento de la Reconciliación a esa edad. Mucho bien. Creo que algunos en los años pasados me dieron aquel libro del confesor: No cansarse de perdonar. El sacramento de la Reconciliación a esa edad es uno de los ministerios más bonitos que se pueden hacer. Se puede estar disponible. Una nueva disponibilidad: “Sí, como no... ¿Puede hacer esto? Sí, claro”. Es la edad del sacerdocio del múltiple uso. Se puede tener cercanía, la compasión de un padre. Los padres ancianos, que conocen la vida, son cercanos a las miserias humanas, cercanos a los dolores. No hablan mucho, pero quizá, con la mirada, con una caricia, con la sonrisa, con una palabra, hacen tanto bien. Se puede escuchar mucho, tanta gente que necesita hablar de su propia vida, decir… Escuchar. El tiempo de hacer el ministerio de la escucha. La pastoral del oído. Y hoy la gente necesita ser escuchada. Luego, el fruto no sé cuál será, pero: “He encontrado a un hombre que me ha entendido”. Quizá el sacerdote no se da cuenta de que lo ha entendido, pero ha acogido a esa persona de modo tal que… Es el tiempo de ofrecer un perdón sin condiciones. Los abuelos saben perdonar, tienen una sabiduría. Ese confesor de aquel libro −era un fraile capuchino−, a veces le venía el escrúpulo de haber perdonado mucho. Y vino a verme con 80 años −ahora tiene 92 y tiene la cola de gente que no acaba− y me dijo: “¿Sabes? Tengo este problema, no sé… Dime tú, como obispo, qué debo hacer” −“¿Y qué haces cuando te viene el escrúpulo?”, le dije yo. Yo lo conocía, sabía que era astuto… Y me dijo: “Pues, voy a la capilla y miro el sagrario, y le digo al Señor: Señor, perdóname, hoy he perdonado demasiado. Pero fíjate bien: has sido Tú quien me dio mal ejemplo”. Eso es sabiduría: el perdón sin condiciones.
¿Qué más puedes hacer? Dar testimonio de generosidad y de alegría. El testimonio que vemos en los viejos: el testimonio del “buen vino”, generoso y alegre. Y puede regalar un buen humor, sentido del humor Un buen regalo, de uno que sabe relativizar las cosas en Dios. Pero con esa sabiduría de Dios. La figura que me viene es el padre de la parábola (cfr. Lc 15), que relativiza todo: el hijo comienza con el discurso y él lo abraza, no lo deja hablar, perdona. Y el hijo sabe que ahí hay una fuerza muy grande. Es el tiempo de los hijos grandes y de los nietos. El cura tiene nietos. No sobrinos, no, porque hay un dicho: “a quien Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos”. No, nietos. Es bonito ver sacerdotes ancianos jugando con niños: se entienden, se comprenden. Y aquí llego a un tema que considero muy importante. A mí me da mucha fuerza aquel paso de Joel, capítulo 3, versículo 1: “Los viejos soñarán y los jóvenes profetizarán”. Es el tempo de esa alegría en el trato con los jóvenes. Y ese es uno de los problemas más serios que ahora tenemos. Aún estamos a tiempo, porque se trata de dar raíces a los jóvenes. Es curioso: los jóvenes se entienden mejor con los viejos que con los padres, porque tienen una inconsciente búsqueda de identidad, de raíces, y los ancianos la dan, los abuelos. Y esto de la generosidad, del “buen vino” les ayuda tanto; y el diálogo con los nietos, con los jóvenes. ¿Y cuál es la tentación más grande de esa edad? Vuelve alguna tentación de la juventud. No sé si en Italia existe esta expresión, pero en España, en castellano existe, y en Argentina lo mismo: es el momento del “viejo verde”, o sea el anciano inmaduro, que vuelve a las tentaciones de la juventud. Es feo, es la derrota de una vida: acabar “viejo verde”, inmaduro… Y hacen un ridículo… Se sienten los eternos novios… qué ridículo… Los “viejos verdes”, no digo los sacerdotes, pero el sacerdote puede caer en esa tentación de traer las tentaciones de la juventud. Es algo feo acabar así.
Vuelvo al diálogo entre viejos y jóvenes: es un encuentro de generaciones. El paso evangélico de la presentación de Jesús en el templo es claro, es muy fuerte y nos da tanta luz. Los jóvenes necesitan raíces, hoy que este mundo tan virtual, de una cultura virtual sin sustancia, les arranca las raíces o no las deja crecer, las pierden. Y esta es una urgencia del tiempo, a la que los sacerdotes ancianos pueden responder: ayudar a los jóvenes a encontrar las raíces, a recuperar las raíces. Y el influjo es mutuo, porque cuando algún grupo juvenil −tengo en mente alguna experiencia− va a tocar la guitarra, por ejemplo, a una casa de reposo, al principio los ancianos están así titubeantes, pero luego comienzan a moverse, entran en diálogo, comienzan a soñar, como dice Joel. Y esos sueños hacen que los jóvenes salgan cambiados, diferentes. No es poesía, esto que digo, creo que es una revelación del Señor para nuestro tiempo. Es una especial vocación para nosotros sacerdotes que estamos en esta edad. Con los jóvenes, para ser soñadores con los jóvenes.
Yo también tengo una pregunta aquí: “Nos gustaría saber cómo vivió Usted el paso…”. Pero, ¿a quién le gusta saber esto? Vosotros no sois chismosos, no creo que os guste… [se ríen]. Es curioso, esta etapa me ha pillado en el momento de dejar un cargo de gobierno. Recién ordenado, fui nombrado superior el año siguiente, maestro de novicios, luego provincial, rector de la facultad… Una etapa de responsabilidad que empezó con cierta humildad porque el Señor fue bueno, pero luego, con el tiempo, te sientes más seguro de ti mismo: “Puedo hacerlo, puedo hacerlo…” es la palabra que más viene. Uno sabe moverse, cómo hacer las cosas, cómo gestionar… Y se acabó, todo eso, tantos años de gobierno… Y ahí empezó un proceso de “pues ahora no sé qué hacer”. Sí, confesar, acabar la tesis doctoral −que estaba allí, y que nunca defendí−. Y luego recomenzar a repensar las cosas. El tiempo de una gran desolación, para mí. Viví ese tiempo con gran desolación, un tiempo oscuro. Creía que ya era el fin de mi vida, sí, confesaba, pero con espíritu derrotado. ¿Por qué? Porque yo creía que la plenitud de mi vocación −pero sin decirlo, ahora me doy cuenta− era hacer cosas. ¡Y no, es otra cosa! No dejé la oración, eso me ayudó mucho. Recé tanto, en ese tiempo, pero estaba “seco como un palo”. Me ayudó mucho la oración allí, ante el sagrario. Y luego, una llamada telefónica del Nuncio abrió otra puerta. Pero los últimos tiempos de ese tiempo −de años, no me acuerdo si era del año 80 o del 83 hasta el 92, casi 10 años, nueve años completos− en el último tiempo la oración era muy en paz, era con mucha paz, y yo me decía: “¿Qué pasará ahora?”, porque yo me sentía distinto, con mucha paz. Confesaba y hacía de director espiritual, en aquel tiempo: era mi trabajo. Pero lo viví de modo muy oscuro, muy oscuro y sufriendo, y también con la infidelidad de no encontrar el camino, y compensación, compensar la pérdida de aquel mundo hecho de “omnipotencia”, buscar compensaciones mundanas. Y una vez más el Señor, al final de ese tiempo, me preparó para esa llamada telefónica que me puso en otro camino. Así: oscuro, nada fácil, sí, mucha oración, mucha oración, y compensación. Así, la última pregunta, cómo viví eso. Y luego el último paso, del 2013, no me di cuenta de lo que pasó allí: seguí haciendo de obispo, diciendo: “¡Encárgate Tú que me has puesto aquí!”.
Y luego, la última pregunta:
«El presbítero se gasta totalmente (y no puede ser de otro modo) porque pertenece al Reino: ama la tierra, que reconoce visitada cada mañana por la presencia de Dios. Es hombre de la Pascua, de la mirada dirigida al Reino al que se siente que la historia humana camina, a pesar de los retrasos, las oscuridades y las contradicciones».
Esto era una cita.
En la Conferencia Episcopal italiana, Santidad, describió Usted con estas palabras al presbítero como uno que pertenece al Reino, que sabe captar la presencia y la acción del Espíritu de Dios en el mundo y en particular en las culturas que se forjan en nuestras ciudades. Ayúdenos, Papa Francisco, a discernir los signos de los tiempos, porque a menudo nuestra mirada es tentada a ver en este mundo nuestro solo realidades negativas, alejadas del Evangelio. ¿Qué dimensiones, expectativas y aperturas suscitadas por el Espíritu capta Usted en los hombres de nuestro tiempo, que representen grandes oportunidades para la evangelización? Ayúdenos a reconciliarnos con ellos, a no ver solo enemigos sino compañeros de camino con los que realizar un diálogo fecundo o, como escribió en la ‘Evangelii gaudium’, “un santo peregrinaje, una caravana solidaria”.
Discernir los signos del tiempo. Esto es lo que Jesús reprochaba a los doctores de la ley que no sabían hacer: discernir los signos del tiempo. En la realidad, ver la realidad, pero la realidad escondida, porque la realidad esconde siempre algo sublime. Ver la realidad, no tener miedo a la realidad. La realidad, me gusta decir, es más grande que las ideas. Siempre. Es superior a las ideas, la realidad. No tener miedo de la realidad. Sí, hay conductas, incluso conductas morales, que no son las que estamos acostumbrados a ver. Pensemos solo en la vida matrimonial: hoy no muchos se casan, prefieren convivir. Y esa realidad, ¿cómo la tomo? ¿Cómo la acompaño? ¿Cómo la explico y ayudo a madurar y a seguir adelante? No sé, es una realidad pastoral que no podemos olvidar o dejar de lado. ¿Y cómo hago para que esta pareja, que se ama, dé el paso hacia la madurez espiritual grande? ¿O cómo respeto esto? Hay retos, pero también hay realidades buenas. Y sobre esto me ha venido a la mente un artículo de un sacerdote argentino que se titula “Lo bueno de vivir en esta época” [de Víctor Manuel Fernández]. En este tiempo hay cosas buenas, no solo hay calamidades. No hay solo realidades negativas: hay cosas buenas. Y él hace ver algunas: una más gran conciencia de los derechos humanos y de la propia dignidad; hoy nadie puede imponer sus ideas; hoy la gente está más informada; hoy se da tanto valor a la igualdad; hoy hay más tolerancia y también libertad de manifestarse como uno es; hoy la convivencia social es más sincera, más espontánea; hoy hay gran aprecio por la paz; también el valor humano de la solidaridad ha subido… Y así, tantas cosas buenas que hay en el mundo de hoy y que debemos notar. Y procurar no asustarse de las dificultades, de los “nuevos valores”, nuevos valores entre comillas. Las cosas están así: ¿qué puedo hacer yo con esto? Eso tiene algo bueno; aquello no es bueno… discernir. Discernir los signos y quedarse con lo que se pueda llevar adelante, ayudar a los demás.
No sé, estas son las cosas que me vienen a la cabeza. No quisiera cerrar en negativo, pero, por favor, a los jóvenes: no perderse en las circunstancias sino ir al meollo; a los de mediana edad: no caer en las “chiquilladas”; a lo de nuestra edad, más grandes, de la madures: por favor no seáis “viejos verdes”; y a todos: en diálogo con el mundo de hoy, discernir los signos de los tiempos y ver las cosas buenas, las cosas que vienen del Espíritu. Es verdad, el mundo es pecador en sí mismo y mundaniza tantas cosas, pero quizá el núcleo viene del Espíritu y se puede tomar eso. Discernir bien los signos del tiempo. Os agradezco la paciencia, vuestra escucha.
Mons. De Donatis: Ahora, antes de la bendición, agradecemos al Papa Francisco este momento tan intenso, hermoso, esta mañana y recibimos un pequeño texto en el que se recogen las meditaciones desde Pablo VI hasta el Papa Francisco: son lecturas para utilizar en este tiempo de Cuaresma como segunda lectura del Breviario, de modo que el compromiso de la oración pueda ser común. Y reflexionemos un poco sobre lo que nuestros Obispos, en estos años, nos han entregado precisamente sobre la vida sacerdotal. Creo que nos hará bien, porque nos preparará para otros momentos que viviremos −espero− en el futuro sobre la profundización de nuestro ser sacerdotes en Roma, hoy. Ahora los Prefectos pueden tomar los textos y distribuirlos, y luego recibimos la bendición.
Papa Francisco: Yo lo he visto y me ha gustado mucho.
Sorpresa final
Papa Francisco: Hay dos Obispos de Roma recientes ya Santos (Juan XXIII y Juan Pablo II). Pablo VI será santo este año. Uno con la causa de beatificación en curso, Juan Pablo I, su causa está abierta. Y Benedicto y yo, en lista de espera: ¡rezad por nosotros! Y rezad por mí, por favor. Muchas gracias.
Fuente: vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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