Artículo del Prelado del Opus Dei sobre esta discípula de Cristo, anunciadora del Resucitado
El Papa Francisco ha querido que la memoria litúrgica de María Magdalena (22 de julio) se eleve a la categoría de fiesta. Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei ha escrito un texto sobre esta discípula de Cristo, anunciadora del Resucitado:
A lo largo del año, la liturgia invita a los cristianos a recordar algunas de las figuras que siguieron de cerca a Cristo. Hacer memoria de los santos constituye un incentivo para revitalizar la propia vida cristiana, mirando a quienes −hombres o mujeres−, con su ejemplo y su intercesión, invitan al Pueblo de Dios a contemplar el futuro con esperanza segura.
La Magdalena irrumpe en el Evangelio con la fuerza de quien ama profundamente y desea amar siempre más. De ella se escribe en el texto que Jesús había expulsado siete demonios, una afirmación que puede referirse a situaciones dolorosas, físicas o morales. En cualquier caso, el sufrimiento la condujo a Cristo y, desde entonces, no miró atrás. Comprendió que su caminar ya sólo tenía sentido si se gastaba al servicio de Dios y de los hermanos. Liberada de esos males, se muestra grande y generosa ante nuestros ojos, cuando −cercana a la Cruz− nos ofreció una lección de fortaleza; y luego, acudiendo a la tumba del Crucificado, no permitió que la esperanza se apagara en el mundo. ¡Gran discípula de Cristo fue María Magdalena!
«Mujer, ¿por qué lloras?», le preguntó Cristo cuando había llegado a buscarle al sepulcro, para ungir su cadáver, y lo buscaba con pasión santa, con perseverancia. Como señaló muchas veces el fundador del Opus Dei, «sin Jesús no estamos bien». En 1964, en la memoria litúrgica de esta mujer, san Josemaría hizo su oración personal ante el Sagrario y, entre otras cosas, comentaba: «¡El sepulcro vacío! María Magdalena llora, hecha un mar de lágrimas. Necesita al Maestro. Había ido allí para consolarse un poco estando cerca de Él, para hacerle compañía, porque sin el Señor no merece la pena ninguna cosa. Persevera María en oración, le busca por todos los sitios, no piensa más que en Él. Hijos míos, frente a esa fidelidad, Dios no se resiste: para que tú y yo saquemos consecuencias; para que aprendamos a amar y a esperar de verdad».
En un primer momento, ella no reconoció al Maestro. Pero perseveró en su afán de encontrarle. Sólo al escuchar su nombre, con el acento personalísimo con que Jesús se dirige a cada uno, reconoce al Salvador. Y a ella, la primera entre los discípulos que vio al Resucitado, se le confía el primer anuncio de la resurrección: un mensaje que no ha cesado de difundirse desde entonces en el mundo. Una preciosa responsabilidad que recae ahora en cada uno de nosotros. ¡Cuántas veces se sirve el Señor de otras personas, para llamarnos a cada uno por nuestro nombre y comunicarnos también el encargo de darle a conocer a otras gentes!
Las mujeres del Evangelio −María Magdalena, Marta y María de Betania, Juana, Susana y Salomé−, sirvieron a Jesucristo con una lealtad que no siempre demostraron los discípulos. Ellas acompañaban al Maestro por los senderos de Palestina o lo alojaron en su hogar; lloraron a su lado en el camino de la Cruz; fueron con la Madre, Santa María, hasta el patíbulo; y quisieron honrar el cuerpo de Jesús tras la sepultura...
Hoy como entonces, la mujer está convocada a contribuir a la misión de la Iglesia con su inteligencia, su sensibilidad y fortaleza, su piedad, su celo apostólico y su afán de servicio, su capacidad de iniciativa y su generosidad. Pero, por encima de todo, puede contribuir −como los demás fieles cristianos− con su santidad personal. Esta es la enseñanza primordial de la vida de María Magdalena: quien desea verdaderamente servir a la Iglesia, ante todo pone sus ojos en Cristo, le sigue de cerca por los caminos de la tierra, con fidelidad total, incluso cuando los demás huyen ante la aparente victoria del mal.
El próximo 22 de julio supone una ocasión para recordar la vida de la Magdalena, que viene a presentarse como el resumen de la biografía de cada cristiano: comenzar y recomenzar, con humildad; amar a Cristo; confiar en Él pese a las sombras que, a veces, quizá oscurezcan el camino; servir a los demás con empeño creciente, en el lugar donde nos ha tocado vivir. La humanidad necesita mujeres y hombres así: capaces de acudir sin cansancio a la misericordia divina, leales al pie de la Cruz, atentos a escuchar −en las tareas ordinarias de cada jornada− el propio nombre de los labios del Resucitado.