Da mucho gusto ver a matrimonios que se quieren de verdad, que han superado y siguen superando las pruebas de la vida gracias al amor que se tienen
Rafa Lozano y Lola Pérez llevan casados casi 22 años, el mismo tiempo que llevan abriendo las puertas de su casa y de su vida a quienes puedan ayudar, porque «lo peor que le puede pasar a una familia es la endogamia», dicen.
Padres de seis hijos, y otros tres en el cielo, son los directores del COF Juan Pablo II de Madrid, y Rafa está dando un precioso testimonio ante el cáncer.
Rafa, Lola, ¿cómo os conocisteis?
R.: En la cafetería de la facultad donde estudiaba me encontré con ella y tuve una atracción y una certeza de saber que era ella. Sin embargo, al conocerla descubrí que éramos de mundos completamente distintos. Ella no tenía fe, mientras que yo estaba metido en el tema provida. Éramos antagonistas en la forma de entender la vida, pero sin embargo teníamos algo en común. Decidimos probar a salir juntos unos días, y en esos 15 días la engatusé (risas). Nuestro noviazgo fue una búsqueda del equilibrio, porque cada uno tiraba hacia su forma de entender la vida. Fue un tiempo de aprender del otro y de ceder, de conocernos el uno al otro.
De una manera muy natural, se fue imponiendo la lógica de la verdad, del amor, de la entrega, del pensar en un proyecto común de apertura a la vida. Eran cosas que a ella le iban resonando. Nunca le dije: «Te tienes que convertir». En absoluto. Pero fue lo que pasó… ¡y me adelantó por la derecha! (risas) Ella ha sido la que ha tirado del tema de la fe durante los años duros.
L.: Para mí fue un proceso muy natural. Veía en él algo que no había visto en otros chicos. Tenía una manera de ver la vida distinta, con un pensamiento muy alegre, en el que estaba la fe y estaba Dios. Él y sus amigos vivían con mucha alegría, y eso me llamaba mucho la atención. Él hablaba de Dios y del pecado como algo muy natural. No fue impositivo nunca.
R.: Una vez, ella me dijo. «Rafa, tus amigos tienen algo que yo quiero». «¿Qué tienen?», le pregunté. «Alegría», me dijo. Y especificó: «Otro tipo de alegría, y eso lo quiero yo también»: eso nos dio pie para hablar mucho de la fe, de la paz y serenidad que trae el ser hijo amado de Dios.
L.: Yo había visto la fe de pequeña como algo muy de normas, obligatorio, como una carga. Yo pensaba que la fe no servía para nada si al final estás todo el día y preocupado. Pero eso cambió cuando conocí a Rafa y a sus amigos.
Y llegó el matrimonio…
R.: Lo teníamos muy claro y nos casamos. Nos casamos bastante jóvenes, con 24 añitos. Y con algunas cosas claras: estar juntos siempre, estar abiertos a la vida y pasarlo muy bien juntos. No nos preocupaba lo material, de hecho nos casamos antes de acabar la carrera. Con una mano delante y otra detrás. Hasta las invitaciones las mandamos en un papel fotocopiado. Sabíamos que nos queríamos casar y teníamos muchas ganas de hacerlo. Buscamos una iglesia y nos casamos un viernes a las ocho y cuarto, porque era la misa que estaba libre. Lo celebramos en un local de una asociación de vecinos, y la gente aportó la comida. Fue muy alegre y muy bonito.
Después nos fuimos a Bilbao y empezamos de un modo que solemos aconsejar en charlas que damos a novios: empezar la aventura del matrimonio lejos de papá y mamá. Para conocerse bien y que sea una unión plena y de verdad.
Y empezaron a llegar los hijos, con complicaciones, porque todos llegaron por cesárea. La gente nos decía que si estábamos locos… Pero nosotros lo vivíamos todo con mucha alegría, y siendo conscientes de que queríamos que nuestra casa fuese un lugar abierto.
L.: Seguíamos siendo nosotros, y seguíamos haciendo las mismas cosas. Mucho mejor todavía, porque estábamos juntos. Nos íbamos con los niños a donde fuera. Eso le llamaba mucho la atención a la gente, porque parece que si te casas tienes que retirarte del mundo, y no es así.
R.: Yo fui pasando por varias etapas profesionales. Me hice empresario y me fue muy bien durante varios años. En esos años fui restando importancia al Señor y a mi familia para ponerla en las cosas materiales. Siempre tenía algo muy importante que hacer, una reunión muy importante a la que asistir…, y al final acababa a las once de la noche en casa. Y la familia pasó a un último lugar…
¿Y qué pasó después?
R.: Pues que de repente eso hizo crack y lo perdí absolutamente todo. Perdí la casa y tuvimos que empezar de cero, justo cuando acababa de nacer nuestro cuarto hijo. Yo personalmente toqué fondo y llamé a mi buen amigo Jesús Poveda; como terapeuta me atendió y me dijo que tenía una depresión de caballo. Me aconsejó varias cosas y vimos que por trabajo teníamos que trasladarnos a Madrid. Nos vinimos en 2002 y empezamos de nuevo. Al cabo del tiempo nos dimos cuenta de que, como al santo Job, Dios había permitido todo lo que nos había pasado para que desde ahí naciera algo nuevo. Yo recuperé mi relación con Dios y mi matrimonio y mi familia. Fue un desierto en el que poco a poco todo se fue poniendo en su sitio. En 2005 comencé a trabajar en el Foro de la Familia. En 2006 conocimos Medjugorje. Después conocimos el Instituto Juan Pablo II. Todo eso nos fue ayudando bastante.
L.: Yo creo que para nosotros lo difícil fue tener dinero. Vivir con tanto dinero. Porque ambos venimos de familias en las que hemos vivido con lo justito. Cuando llegó el dinero y nos acostumbramos a vivir con él, al final te olvidas de lo que es importante. Sobre todo, nos dejamos llevar y nos olvidamos de nuestra relación. La dábamos como algo obvio. Pero yo notaba que había algo que no era bueno en tener dinero, en darnos los homenajes que nos dábamos. No era malo en sí, pero no nos estaba haciendo bien. Yo vengo de una familia de cinco hermanos, y he visto siempre cómo nuestros padres pasaban por mucho sacrificio y trabajo. Por eso esa situación de tener dinero me desestabilizaba. Perderlo todo fue muy duro, pero nos ayudó a volver al principio para decir: «Así empezamos».
¿Y os unió más?
L.: Nos unió porque sabíamos que lo que íbamos a empezar era más real que lo que habíamos tenido. Yo esa crisis la pasé callada y rezando, porque de otra manera habrían surgido muchas discusiones y reproches que nos habrían hecho mucho daño. Aprendí que muchas veces hay que callar y estar en la sombra para que luego florezca de nuevo la relación.
Esa experiencia os habrá servido después en vuestro trabajo en la pastoral familiar…
R.: Nosotros, de una manera muy natural y casi sin darnos cuenta, por nuestro deseo de compartir lo que habíamos recibido, desde el principio de nuestro matrimonio empezamos a hacer lo que una amiga nuestra llama la «pastoral de la tortilla de patatas», abrir la puerta de tu casa a la gente para ayudar a quien nos lo pidiese. Con los años hemos ido dando muchas charlas de educación afectivo-sexual, de temas provida, de maternidad… Y luego tuvimos ocasión de formarnos más con el máster del Instituto Juan Pablo II, y así empezaron a cuadrar cosas que para nosotros eran intuiciones, empezamos a ponerle nombre a todo lo que vivíamos. Descubrimos que el matrimonio y la familia es una maravilla. Disfrutamos muchísimo del máster, y recibimos de una manera muy potente esa llamada a una entrega para ser familia de familias. Un día el delegado de pastoral familiar, Fernando Simón, nos pidió el llevar el COF Juan Pablo II, y nos liamos con esa aventura. Lo estamos llevando como una continuación muy natural de lo que nosotros hemos vivido siempre en nuestro matrimonio.
O sea, que la familia no debe encerrarse en sí misma sino que su amor debe ofrecerlo también fuera de casa
R.: Absolutamente. En la Familiaris consortio se dice expresamente. Y Juan Pablo II pidió en España a las familias abrir las puertas de sus casas. Es lógico: si tienes un tesoro, lo que tienes que hacer es compartirlo. Eso es esencial. Nosotros hemos percibido que una de las peores cosas que le puede pasar a una familia es la endogamia, que la vida familiar quede reducida a los hijos y el trabajo, como un núcleo cerrado. Desde tu vulnerabilidad, has de trabajar el estar abierto a otros, que los hijos se mezclen con otros niños que a lo mejor no tienen la suerte de tener una familia como la tuya, el que tus hijos puedan ser apóstoles entre amigos que a lo mejor lo están pasando mal porque sus padres se han separado.
¿Cómo lo hacéis vosotros?
R.: Por ejemplo, una de las experiencias que nos trajimos de Medjugorje fue la de crear un grupo de oración. Todas las semanas nos reunimos un montón de gente en casa para rezar. Un día llegamos a ser 65 personas.
L.: Una hija mía me dijo una vez: «Mamá, ¿y si entra un ladrón?» Y le contesté: «¡Pues a lo mejor se convierte!» (risas) Los niños lo viven con total naturalidad.
R.: Y ahora los jóvenes tienen su propio grupo de oración, todos los viernes. Y una vez al mes reciben formación sobre teología del cuerpo, adaptada a su edad.
¿Cómo vivís vosotros la fe como matrimonio? ¿Cómo es vuestra relación con Dios en común?
R.: Para nosotros es básica la catequesis de los tres altares de Juan Pablo II (NdR: la oración, la mesa en común, el lecho conyugal). No se trata solo de rezar, que lo hacemos: el ofrecimiento de obras por la mañana, las tres Avemarías antes de dormir, ratos juntos de oración, vamos a la Adoración juntos los martes, rezamos al menos un misterio del Rosario en familia todos los días… Pero también está el altar del compartir, de comer juntos, de contarnos las cosas y mostrarnos como somos, contar lo bueno y lo malo; dentro de este ámbito, hacemos juntos los dos una salida semanal para hablar de nuestras cosas, decirte cómo estoy y contarme cómo estás…, pero sin aprovechar para coordinar la agenda y cuadrar lo que tenemos que hacer.
Y luego está el tercer altar, que es la sexualidad. Gracias a Dios hemos podido formarnos en este tema y vivirlo también de forma maravillosa. Descubrir al Señor en tu alcoba, saber que el Espíritu Santo está también en nuestra donación sexual como marido y mujer… Darnos cuenta de que la sexualidad tiene una parte maravillosa y que Dios lo quiere así.
Esta forma de ver y vivir la sexualidad en el matrimonio no es muy habitual…
R.: Es verdad. Muchas veces nos hemos encontrado con matrimonios que viven su fe solamente rezando. Pero la vocación matrimonial no es esa; si lo fuera, seríamos frailes. Por supuesto que tiene que haber oración, pero las otras dos partes tienen que estar bien claras. Eso te humaniza mucho y te une mucho. Hay muchas formas en las que tener presente a Dios en tu matrimonio, y que no consisten solo en rezar.
L.: En la sexualidad también está el Señor. Y también está cuando entras en casa y todo es una locura. Dios está también ahí. Ahí se renueva el sacramento del matrimonio. Muchos católicos cometen el error de separar la vida laboral, la vida familiar y la vida espiritual, como si fueran compartimentos estancos.
R.: Ese es el principio del fin de un matrimonio cristiano. Tiene que ser todo y tiene que ser siempre, siempre con Jesucristo. Y con Él todo es mucho más atractivo y mucho más divertido. Desde la sexualidad hasta cualquier otro asunto. La vocación al matrimonio es algo apasionante.
¿Qué habéis descubierto en estos años en el COF?
R.: Descubrimos de una manera muy patente todo el sufrimiento de mucha gente que quiere ser feliz y que luego no lo logra por muchísimas razones: por heridas sufridas de pequeño, porque han ido al matrimonio sin formación o con una formación incorrecta en el tema de la sexualidad, porque en su casa no han podido ver cómo se ama de verdad un matrimonio, por heridas afectivas a lo largo de la vida…
L.: También te das cuenta de la suerte que hemos tenido, por cómo nos educaron nuestros padres, y también por todo lo que hemos sufrido en nuestro matrimonio, porque eso nos ha dado las pautas para poder ayudar a otras personas. La gente necesita sobre todo que la escuchen.
R.: Si la Iglesia es un hospital de campaña, como dice el Papa, eso es precisamente lo que tiene que ser un COF. El lema que hemos elegido es: Venid a mí los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré. Para la persona que viene al COF, tú eres la Iglesia. No puedes atenderla si tú mismo no has pasado por un sufrimiento similar. No se trata de atender desde un marco teórico, sino que se trata de una historia de humanidad y de comunicación, de muchas cosas por las que tú has pasado y en las que has caído. Haberlo pasado mal te ayuda a tener entrañas de misericordia y poder comprender al otro. Ofrecemos la ayuda profesional y espiritual necesarias, pero siempre teniendo en cuenta que el COF es un proyecto muy concreto de la Iglesia para sanar las heridas de los matrimonios y de las familias.
Rafa, tú estás dando un testimonio de fe y de alegría en medio de tu enfermedad. ¿Cómo lo estáis viviendo juntos?
R.: Cuando me detectaron el cáncer, acogimos la noticia dejando que salieran las emociones básicas de manera natural, sin negarnos al llanto, a la risa o a lo que fuera saliendo. Y por supuesto desde la fe en Dios: si Dios lo permite, sabemos que algo bueno saldrá de eso. Lola y yo lo hablamos, lo lloramos en la intimidad y tuvimos nuestro tiempo de vivirlo a solas. Se lo contamos a nuestros hijos y ahí salió el miedo, la ira, el llanto, y también el humor; uno de mis hijos me dijo: «Bueno papá, pero más calvo ya no te vas a quedar» (risas).
Lo empezamos a vivir como una buena prueba. Mi trabajo ahora es curarme, poner todo de mi parte para curarme, y estar con mi mujer y con mis hijos. En realidad es un tiempo de gracia para querer a la gente que tengo más cerca. En nuestro matrimonio, nos sirve para querernos de una manera más profunda, con más cariño, y teniendo cuidado del diablo porque se mete en forma de discusiones. Sin hacer planes de futuro sino tratando de vivir este día como si fuera el último y regalárselo al Señor. Acostumbrado como estaba a liarme y preparar peregrinaciones y otras historias, ahora estoy aprendiendo a dejarme llevar y a darme cuenta de que lo que toca es vivir el día de hoy.
Entrevista de Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo, en alfayomega.es.
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