La tarde de ayer, jueves 5 de mayo, solemnidad de la Ascensión del Señor, el Santo Padre presidió en la Basílica de San Pedro la Vigilia de oración para todos aquellos que tienen necesidad de consuelo
La vigilia inició con tres intensos testimonios intercalados por lecturas bíblicas, y el encendido cada vez de una vela ante el relicario de la Virgen de las Lágrimas de Siracusa, expuesto especialmente a la veneración de los fieles.
Texto de la homilía del Santo Padre
Hermanos y hermanas:después de los conmovedores testimonios que hemos oído, y a la luz de la Palabra del Señor que ilumina nuestra situación de sufrimiento, invocamos ante todo la presencia del Espíritu Santo para que venga sobre nosotros. Que él ilumine nuestras mentes, para que podamos encontrar palabras adecuadas que den consuelo; que él abra nuestros corazones para que podamos tener la certeza de que Dios está presente y no nos abandona en las pruebas. El Señor Jesús prometió a sus discípulos que nunca los dejaría solos: que estaría cerca de ellos en cualquier momento de la vida mediante el envío del Espíritu Paráclito (cf. Jn 14,26), que les ayudaría, sostendríay consolaría.
En los momentos de tristeza, en el sufrimiento de la enfermedad, en la angustia de la persecución y en el dolor por la muerte de un ser querido, todo el mundo busca una palabra de consuelo. Sentimos una gran necesidad de que alguien esté cerca y sienta compasión de nosotros. Experimentamos lo que significa estar desorientados, confundidos, golpeados en lo más íntimo, como nunca habríamos imaginado. Miramos a nuestro alrededor con ojos vacilantes, buscando encontrar a alguien que pueda realmente entender nuestro dolor. La mente se llena de preguntas, pero las respuestas no llegan. La razón por sí sola no es capaz de iluminar nuestro interior, de comprender el dolor que experimentamos y dar la respuesta que esperamos. En esos momentos es cuando más necesitamos las razones del corazón, las únicas que pueden ayudarnos a entender el misterio que envuelve nuestra soledad.
Vemos cuánta tristeza hay en muchos de los rostros que encontramos. Cuántas lágrimas se derraman a cada momento en el mundo; cada una distinta de las otras; y juntas forman como un océano de desolación, que implora piedad, compasión, consuelo. Las más amargas son las provocadas por la maldad humana: las lágrimas de aquel a quien le han arrebatado violentamente un ser querido; lágrimas de abuelos, de madres y padres, de niños... Hay ojos que a menudo se quedan fijos mirando la puesta del sol y apenas consiguen ver el alba de un nuevo día. Tenemos necesidad de la misericordia, del consuelo que viene del Señor. Todos lo necesitamos; es nuestra pobreza, pero también nuestra grandeza: invocar el consuelo de Dios, que con su ternura viene a secar las lágrimas de nuestros ojos (cf. Is 25,8; Ap 7,17; 21,4).
En este sufrimiento nuestro no estamos solos. También Jesús sabe lo que significa llorar por la pérdida de un ser querido. Es una de las páginas más conmovedoras del Evangelio: cuando Jesús, viendo llorar a María por la muerte de su hermano Lázaro, ni siquiera él fue capaz de contener las lágrimas. Experimentó una profunda emoción y rompió a llorar (cf. Jn 11,33-35). El evangelista Juan, con esta descripción, muestra cómo Jesús se une al dolor de sus amigos, compartiendo su desconsuelo.
Las lágrimas de Jesús han desconcertado a muchos teólogos a lo largo de los siglos, pero sobre todo han lavado a muchas almas, han aliviado muchas heridas. Jesús también experimentó en su persona el miedo al sufrimiento y a la muerte, la desilusión y el desconsuelo por la traición de Judas y Pedro, el dolor por la muerte de su amigo Lázaro. Jesús «no abandona a los que ama» (Agustín, In Joh 49,5). Si Dios ha llorado, también yo puedo llorar sabiendo que se me comprende. El llanto de Jesús es el antídoto contra la indiferencia ante el sufrimiento de mis hermanos. Ese llanto enseña a sentir como propio el dolor de los demás, a hacerme partícipe del sufrimiento y de las dificultades de las personas que viven en las situaciones más dolorosas. Me provoca para que sienta la tristeza y desesperación de aquellos a los que les han arrebatado incluso el cuerpo de sus seres queridos, y no tienen ya ni siquiera un lugar donde encontrar consuelo. El llanto de Jesús no puede quedar sin respuesta de parte del que cree en él. Como él consuela, también nosotros estamos llamados a consolar.
En el momento del desconcierto, de la emoción y del llanto, brota del corazón de Cristo la oración al Padre. La oración es la verdadera medicina para nuestro sufrimiento. También nosotros, en la oración, podemos sentir la presencia de Dios a nuestro lado. La ternura de su mirada nos consuela, la fuerza de su palabra nos sostiene, infundiendo esperanza. Jesús, junto a la tumba de Lázaro, oró: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú siempre me escuchas» (Jn 11,41-42).
Necesitamos esa certeza: el Padre nos escucha y viene en nuestra ayuda. El amor de Dios derramado en nuestros corazones nos permite afirmar que, cuando se ama, nada ni nadie nos apartará de las personas que hemos amado. Lo recuerda el apóstol Pablo con palabras de gran consuelo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿El peligro? ¿La espada? […] Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,35.37-39). El poder del amor transforma el sufrimiento con la certeza de la victoria de Cristo, y de la nuestra con él, y en la esperanza de que un día estaremos juntos de nuevo y contemplaremos para siempre el rostro de la Santa Trinidad, fuente eterna de la vida y del amor.
Al lado de cada cruz siempre está la Madre de Jesús. Con su manto, ella enjuga nuestras lágrimas. Con su mano nos ayuda a levantarnos y nos acompaña en el camino de la esperanza.