La misericordia, como manifestación principal de la caridad, es una dimensión esencial de la fe y de la esperanza, y pertenece al núcleo del Evangelio que hemos de vivir
En el día que es "como el corazón del Año Santo de la Misericordia" (3-IV-2016), el Papa Francisco ha señalado una característica esencial y luminosa de la fe cristiana: que debe ser fe misericordiosa.
La salvación que Cristo nos ha ganado es obra de la misericordia divina, que pide nuestra fe. Esto queda claro al aparecer Jesús ante sus apóstoles. Y concretamente ante Tomás, al que le invita a meter su dedo en el costado abierto de Jesús, a la vez que le promete: "Bienaventurados los que sin ver, creyeron" (Jn 20, 29).
Esto se aplica a todos los creyentes. Por eso el Papa ha hablado de una "bienaventuranza de la fe". Es decir, felices los que tienen fe, entiéndase los que tienen una fe viva, los que viven de verdad, coherentemente y con todas sus fuerzas, de la fe. Y esto implica la misericordia.
¿Qué hace falta para vivir de fe? Puesto que Jesús es camino, verdad y vida (cf. Jn 14, 6), en Él está la Vida plena y verdadera (cf. Jn. 1, 4). No es de extrañar que, desde el principio de su pontificado, Francisco nos invite a “tocar” las llagas que conserva el cuerpo glorioso de Cristo en sí mismo y también en los pobres y necesitados, con los que Él quiere identificarse. En efecto, reconocerle en los más indigentes es la única manera de que Él nos reconozca el último día (cf. Mt. 25, 35 ss.).
Entre los primeros cristianos, el segundo domingo de pascua se quitaba a los recién bautizados la vestidura blanca que se les había puesto en la vigilia pascual. Y se hacía porque desde su bautismo estaban revestidos de Cristo (cf. Flp 2, 5). Actualmente en la vigilia de la Pascua se bautizan miles de nuevos cristianos adultos en todo el mundo. Y a la vez sabemos que en nuestro tiempo continúan las persecuciones y las muertes de muchos otros que dan su vida precisamente por ser cristianos. Son realidades de fe vivida que nos han de llevar a pensar en nuestra fe. Muchos la abrazan y muchos dan su vida por ella. ¿Y nosotros?
Son estos días de Pascua muy buenos para recomenzar la vida cristiana, con la alegría y la paz que sólo Cristo puede traernos. Cuando encontramos a Cristo, todas las cosas anteriores se vuelven relativas. De modo que sólo en ese encuentro cada uno podrá decir, como ha expresado Raniero Cantalamessa evocando la conocida canción de Edith Piaff: Je ne regrette rien, no echo nada de menos, pues hoy que estoy contigo, todo comienza de nuevo.
El domingo de la misericordia nos hace presente, dice el Papa (cf. Discurso en las Vísperas del Domingo de la Misericordia, 2-IV-2016), que no debemos acostumbrarnos a ella, sino más bien, hemos de saber recibirla, buscarla, desearla, también ofrecerla. Misericordia significa cercanía y se manifiesta en ayuda y protección, en compasión y comunicación, consuelo y perdón.
La Biblia presenta a Dios como un padre y una madre que toman a su hijo pequeño, y lo aprietan contra su mejilla: así es el amor de Cristo por nosotros, con hechos. Así deberíamos hacer nosotros con el que está más lejos, el más débil, el que está solo, confundido y marginado. Salir a buscar la oveja perdida, quizá contagiosa, y atrevernos a mirarla a los ojos, porque cada persona es única y valiosa ante Dios. Acercarnos a tocar su llaga, que es llaga de Jesús y acariciarla. Y también dejar que otros toquen y acaricien nuestras llagas.
Y por estos caminos llega Francisco al punto central: “Una fe que no es capaz de ser misericordiosa, como son signo de misericordia las llagas del Señor, no es fe, es idea, es ideología” (Ibid.)
Así es. Y por eso la fe vivida no es simplemente “practicar la fe”, en el sentido de conocer la doctrina cristiana y participar en la Misa, confesarse, rezar con frecuencia, etc. Sin eso, desde luego, no hay fe cristiana propiamente dicha. Al mismo tiempo, la oración y los sacramentos llevan −deben llevar− a vivir las obras de misericordia corporales y espirituales, que son "el estilo de vida del cristiano", comenzando en el contexto de la vida ordinaria, de la familia, del trabajo, de las relaciones sociales.
Esto es, observa Francisco, una “fe encarnada”, como carne se hizo Dios en Jesús por nosotros y fue llagado por nosotros. Es así como, en cierto sentido, los cristianos seguimos "escribiendo el Evangelio" con nuestra vida (cf. Homilía en el Domingo de la Misericordia, 3-IV-2016).
Evoca el Papa el icono oriental de la Pascua. Representa a Cristo que desciende a los "infiernos" (al lugar donde según la tradición antigua estaban esperando los justos) para rescatarlos. Esto contrasta con el miedo de los discípulos, que tenían las puertas cerradas, como también es quizá nuestra situación de acomodo a la defensiva. Así dice Francisco:
“Cristo, que por amor entró atravesando las puertas cerradas del pecado, de la muerte y de los infiernos, desea entrar también en cada uno para abrir de par en par las puertas cerradas del corazón. Él, que con la resurrección venció el miedo y el temor que nos aprisionan, quiere abrir nuestras puertas cerradas y enviarnos" (Ibid.).
Siguiendo a Cristo, todo cristiano es apóstol, que quiere decir enviado, para sanar tantas heridas. "Muchas personas piden ser escuchadas y comprendidas. El Evangelio de la misericordia, que hay que anunciar y escribir con la propia vida, busca personas con corazón paciente y abierto, 'buenos samaritanos' que conozcan la compasión y el silencio ante el misterio del hermano y la hermana; pide siervos generosos y alegres, que amen gratuitamente, sin pretender nada a cambio" (Ibid.).
La misericordia, como manifestación principal de la caridad, es una dimensión igualmente esencial de la fe y de la esperanza, y pertenece al núcleo del Evangelio que hemos de vivir. Y para ello el Papa nos da un consejo certero: la unión con el Espíritu Santo, que es el amor y la misericordia de Dios que se comunica a nuestros corazones. A nosotros nos toca serle dóciles y no poner obstáculos (sobre todo por el pecado) a su acción, a su gracia.
"Pidamos −nos anima Francisco− la gracia de no cansarnos nunca de sentir la misericordia del Padre y de llevarla al mundo: pidamos ser nosotros mismos misericordiosos, para difundir por todas partes la fuerza del Evangelio, para escribir esas páginas del Evangelio que el apóstol Juan no escribió" (Ibid.).
Quizá pensábamos hasta ahora que las obras de misericordia eran como un “algo más” en la fe cristiana, como un bonito colofón, quizá un poco accidental, o sólo para algunos casos. Pero no. Las obras de misericordia expresan formas superiores del amor al prójimo. Y son esenciales a la vida de la fe, que ha de ser misericordiosa.
Ramiro Pellitero, en iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com.
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