Durante la audiencia general de hoy el Santo Padre explicó por qué Cristo llevó la misericordia "a su plenitud”
Queridos hermanos y hermanas:
Después de reflexionar sobre la misericordia de Dios en el Antiguo Testamento, iniciamos a meditar ahora cómo el Señor la ha llevado a su plenitud. Todo el Evangelio es una muestra de ese amor puro, gratuito y absoluto que llega a culmen con el Sacrificio de la Cruz.
Jesús comienza su misión poniéndose en la fila de los pecadores, para recibir el bautismo de Juan, mostrándonos así su compasión, su solidaridad con la condición humana. En la Sinagoga de Nazaret afirma que todo lo que hará será cumplir este programa inicial, llevando consolación, salud y perdón a quien acudía a Él.
En el Jordán, ninguno pudo entender este gesto, sólo el Padre, que declara: «Este es mi hijo, el amado, mi predilecto», ratificando con la unción del Espíritu el camino que el Señor ha tomado.
En la Cruz contemplamos este gran misterio de amor. En ella, el inocente muere por los culpables y, desde ella, suplica al Padre el perdón para todos, sin excluir a nadie. Por eso no debemos temer reconocernos pecadores, pues ha llevado nuestro pecado sobre su Cruz y, cuando nos confesamos arrepentidos, tenemos la certeza de su perdón.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Acerquémonos al sacramento de la reconciliación que actualiza la fuerza del perdón que nace de la cruz y renueva en nosotros la gracia de la misericordia divina, haciéndonos capaces de amar y perdonar como el Señor nos enseñó.
Tras haber reflexionado sobre la misericordia de Dios en el Antiguo Testamento, hoy comenzamos a meditar sobre cómo Jesús mismo la llevó a su pleno cumplimiento. Una misericordia que Él expresó, realizó y comunicó siempre, en todo momento de su vida terrena. Encontrando a las muchedumbres, anunciando el Evangelio, curando a los enfermos, acercándose a los últimos, perdonando a los pecadores, Jesús hace visible un amor abierto a todos, sin excluir a nadie. Abierto a todos sin límites. Un amor puro, gratuito, absoluto. Un amor que alcanza su culmen en el Sacrificio de la cruz. ¡Sí, el Evangelio es de verdad el “Evangelio de la Misericordia”, porque Jesús es la Misericordia!
Los cuatro Evangelios atestiguan que Jesús, antes de emprender su ministerio, quiso recibir el bautismo de Juan Bautista (Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3,21-22; Jn 1,29-34). Este acontecimiento imprime una orientación decisiva a toda la misión de Cristo. Porque no se presentó al mundo en el esplendor del templo: podía hacerlo. No se hizo anunciar a bombo y platillo: podía hacerlo. Tampoco vino bajo la apariencia de un juez: podía hacerlo. En cambio, después de treinta años de vida escondida en Nazaret, Jesús fue al río Jordán, junto a tanta gente de su pueblo, y se puso en la fila con los pecadores. No le dio vergüenza: estaba allí con todos, con los pecadores, para hacerse bautizar.
Así pues, desde el inicio de su ministerio, se manifestó como Mesías que se hace cargo de la condición humana, movido por la solidaridad y la compasión. Como Él mismo afirmó en la sinagoga de Nazaret, identificándose con la profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por lo cual me ha ungido para llevar la buena nueva a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos y la vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19). Todo lo que Jesús hizo tras el bautismo fue la realización del programa inicial: traer a todos el amor de Dios que salva. Jesús no trajo el odio, ni trajo la enemistad: ¡nos trajo el amor! ¡Un amor grande, un corazón abierto a todos, a todos nosotros! ¡Un amor que salva!
Se hizo próximo a los últimos, comunicándoles la misericordia de Dios que es perdón, alegría y vida nueva. ¡Jesús, el Hijo enviado por el Padre, es realmente el inicio del tiempo de la misericordia para toda la humanidad! Los que estaban presentes a la orilla del Jordán no entendieron en seguida el alcance del gesto de Jesús. El mismo Juan Bautista se asombró de su decisión (cfr. Mt 3,14). ¡Pero el Padre celestial no! Hizo oír su voz desde lo alto: «Tú eres mi Hijo, el amado, en quien me he complacido» (Mc 1,11). De este modo, el Padre confirma el camino que el Hijo ha emprendido como Mesías, mientras baja sobre Él, como una paloma, el Espíritu Santo. El corazón de Jesús late, por así decir, al unísono con el corazón del Padre y del Espíritu, mostrando a todos los hombres que la salvación es fruto de la misericordia de Dios.
Podemos contemplar aún más claramente el gran misterio de este amor dirigiendo la mirada a Jesús crucificado. Cuando está a punto de morir inocente por nosotros pecadores, suplica al Padre: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Es en la cruz donde Jesús presenta a la misericordia del Padre el pecado del mundo: el pecado de todos, mis pecados, tus pecados, vuestros pecados. Y ahí, en la cruz, los presenta al Padre. Y con el pecado del mundo, todos nuestros pecados son borrados.
Nada ni nadie queda excluido de esa oración sacrificial de Jesús. Eso significa que no debemos temer reconocernos y confesarnos pecadores. Cuántas veces decimos: “Ese es un pecador, ha hecho esto y lo otro...”, y juzgamos a los de-más. ¿Y tú? Cada uno debería preguntarse: “Sí, aquel es un pecador. ¿Y yo?”. Todos somos pecadores, pero todos somos perdonados: todos tenemos la posibilidad de recibir ese perdón que es la misericordia de Dios.
No debemos temer, pues, reconocernos pecadores, confesarnos pecadores, porque cada pecado ha sido llevado por el Hijo a la Cruz. Y cuando lo confesamos arrepentidos confiándonos a Él, estamos seguros de ser perdonados. El sacramento de la Reconciliación hace actual para cada uno la fuerza del perdón que mana de la Cruz y renueva en nuestra vida la gracia de la misericordia que Jesús nos ha ganado. No debemos temer nuestras miserias: ¡cada uno tiene las suyas! El poder del amor del Crucificado no conoce obstáculos y nunca se gasta. Y esa misericordia borra nuestras miserias.
Queridísimos, en este Año Jubilar pidamos a Dios la gracia de experimentar el poder del Evangelio: Evangelio de la misericordia que transforma, que hace entrar en el corazón de Dios, que nos hace capaces de perdonar y mirar al mundo con más bondad. Si acogemos el Evangelio del Crucificado Resucitado, toda nuestra vida quedará plasmada por la fuerza de su amor que renueva.
Hoy se celebra la Tercera Jornada Mundial del Deporte por la Paz y el Desarrollo, promovida por las Naciones Unidas. El deporte es un lenguaje universal, que acerca los pueblos y puede contribuir a encontrar a las personas y a superar los conflictos. Por eso, animo a vivir la dimensión deportiva como palestra de virtudes en el crecimiento integral de los individuos y de las comunidades.
Al final de la Audiencia general en la Plaza de San Pedro, el Papa Francisco ha saludado y bendecido a Lizzy Myers, la niña estadounidense de seis años afectada con el Síndrome de Usher de tipo 2, una enfermedad genética rara que priva progresivamente de vista y oído. El Papa ha posado afectuosamente la mano sobre sus ojos, la ha abrazado y acariciado, intercambiando algunas palabras con ella y con sus familiares que la han acompañado desde Ohio, donde residen. La pequeña ha podido realizar su sueño de estar con el Santo Padre gracias a la Unitalsi (Unión nacional italiana para el transporte de enfermos a Lourdes y otros santuarios internacionales) que se ha puesto a disposición de la familia Myers para su estancia en Roma.
Fuente: romereports.com / vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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