Cuanto más lejos de Dios nos encontremos, más deberemos de tomar en consideración la misericordia de Dios, que es para todos, sin excluir a nadie; y en el Año de la misericordia quien debe plantearse esto soy yo, es cada uno
Como continuamente en estos días, el mensaje de Francisco para la Cuaresma de 2016 desea personalizar la misericordia. No se trata simplemente de algo que complementa la piedad y la vida cristiana, sino de un punto nuclear y decisivo para todos y cada uno de los cristianos. “La misericordia de Dios, en efecto, es un anuncio al mundo: pero cada cristiano está llamado a experimentar en primera persona ese anuncio”, que ahora pide ser vivido con mayor intensidad.
Partiendo de María, “icono de una iglesia que evangeliza porque es evangelizada”, se nos invita en este tiempo de gracia a escuchar personalmente la Palabra de Dios. Dios, que es Padre con entrañas maternas, que es generoso, fiel y compasivo, que siempre nos espera, que no se cansa de perdonar.
Esto acontece “especialmente en los momentos más dramáticos”. En la historia del pueblo elegido, cuando Dios es traicionado en su Alianza. Y a pesar de todo, Él restablece la justicia y la verdad. De modo que las relaciones entre Dios y su pueblo son presentadas en la Biblia como un “drama de amor”.
Bueno es detenerse para ver si nuestras relaciones con Dios son así de personales. Y si, especialmente en épocas más o menos largas de dificultades en la fe o en la vida cristiana, acudimos a Él por medio de la oración y de la lectura meditativa de la Sagrada Escritura, sobre todo del Evangelio.
Pues bien, este drama de amor alcanza su culmen en el Hijo de Dios hecho hombre: “En Él Dios derrama su ilimitada misericordia hasta tal punto que hace de él la ‘Misericordia encarnada’ (Misericordiae vultus, 8)”. Jesús encarna la escucha perfecta de Dios, con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas, que es el núcleo de la Alianza (cf. Dt 6,4-5). El Hijo de Dios se presenta también como “el Esposo que hace cualquier cosa por ganarse el amor de su Esposa, con quien está unido con un amor incondicional, que se hace visible en las nupcias eternas con ella”.
En este drama de amor, que se sitúa en el corazón del anuncio de la fe, observa el Papa que “la misericordia divina ocupa un lugar central y fundamental”. ¿En qué sentido? En cuanto que es la belleza del amor de Dios manifestado en Jesucristo: “La Misericordia entonces ‘expresa el comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad para examinarse, convertirse y creer’ (Misericordiae vultus, 21), restableciendo de ese modo la relación con él”.
En efecto, la misericordia que Dios es y tiene, no se manifiesta “en general”, sino hacia cada uno de nosotros, que somos pecadores, y que necesitamos examinarnos, convertirnos, creer, volver a Dios una y otra vez mediante la confesión de los pecados en el sacramento de la Penitencia, sacramento de la Misericordia de Dios.
Añade Francisco que “en Jesús crucificado, Dios quiere alcanzar al pecador incluso en su lejanía más extrema, justamente allí donde se perdió y se alejó de Él. Y esto lo hace con la esperanza de poder así, finalmente, enternecer el corazón endurecido de su Esposa”. De esa esposa que somos para Él cada uno de los cristianos en la Iglesia.
Por tanto, cuanto más lejos de Dios nos encontremos, más deberemos de tomar en consideración la misericordia de Dios. Es para nosotros y para todos, sin excluir a nadie. Y en el Año de la misericordia quien debe plantearse esto soy yo, es cada uno.
Solamente así podremos ser luego testigos de esa misericordia ante otros, contándoles nuestra experiencia, invitándoles a comprobarlo personalmente (¡la paz y la alegría de la conversión!), y manifestando que nuestro corazón se ha trasformado en un corazón misericordioso con los demás.
Así es porque “nuestra fe se traduce en gestos concretos y cotidianos, destinados a ayudar a nuestro prójimo en el cuerpo y en el espíritu, y sobre los que seremos juzgados: nutrirlo, visitarlo, consolarlo y educarlo”.
Por eso Francisco desea que reflexionemos sobre las obras de misericordia corporales y espirituales: para “despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina” (Misericordiae vultus, 15).
Somos cada uno quienes han de llevar a cabo esa reflexión. Porque yo, ¿veo en el pobre, en efecto, la carne de Cristo que “se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga... para que nosotros lo reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado” (ibid.)? ¿Y qué hago en consecuencia?
¿Me doy cuenta de que en cada uno de los necesitados continúa “la historia del sufrimiento del Cordero Inocente”? ¿Soy capaz de descubrir ahí aquella “zarza ardiente de amor gratuito ante el cual, como Moisés, sólo podemos quitarnos las sandalias (cf. Ex 3,5)”, más aún en el caso de los cristianos perseguidos precisamente a causa de su fe?
Es bueno notar que “el pobre más miserable es quien no acepta reconocerse como tal. Cree que es rico, pero en realidad es el más pobre de los pobres”. Es esclavo del pecado, concretamente, el que utiliza los bienes materiales para servirse a sí mismo, no a Dios y a los demás (cf. Lc 16,20-21).
No nos engañemos pues, con una consideración superficial o genérica de la misericordia, pensando que esto debe de ser “para otros”.
En los pobres está Cristo y mendiga nuestra conversión. Los pobres y necesitados son la “posibilidad de conversión que Dios nos ofrece y que quizá no vemos”. Ninguno de nosotros está vacunado contra ese ofuscamiento que conlleva el querer ser como Dios. No sólo “a lo grande”, en las formas sociales y políticas de los totalitarismos, o en “las ideologías del pensamiento único y de la tecnociencia, que pretenden hacer que Dios sea irrelevante y que el hombre se reduzca a una masa para utilizar”. No sólo en referencia a “un modelo falso de desarrollo, basado en la idolatría del dinero, como consecuencia del cual las personas y las sociedades más ricas se vuelven indiferentes al destino de los pobres, a quienes cierran sus puertas, negándose incluso a mirarlos”.
No sólo eso. Se trata de “nosotros mismos”, cada uno; o a escala doméstica, en la familia, o con el grupo de amigos. Por eso ahora, leemos, es “un tiempo favorable para salir por fin de nuestra alienación existencial gracias a la escucha de la Palabra y a las obras de misericordia”.
Concreta Francisco: “Mediante las [obras de misericordia] corporales tocamos la carne de Cristo en los hermanos y hermanas que necesitan ser nutridos, vestidos, alojados, visitados, mientras que las espirituales tocan más directamente nuestra condición de pecadores: aconsejar, enseñar, perdonar, amonestar, rezar. Por tanto, nunca hay que separar las obras corporales de las espirituales. Precisamente tocando en el mísero la carne de Jesús crucificado el pecador podrá recibir como don la conciencia de que él mismo es un pobre mendigo”.
Y esto es así porque “sólo en este amor está la respuesta a la sed de felicidad y de amor infinitos que el hombre −engañándose− cree poder colmar con los ídolos del saber, del poder y del poseer”. Ídolos, que pueden conducir −lo dice el Papa sin remilgos− al eterno abismo de soledad que es el infierno. Tener en cuenta esto también forma parte de la personalización de la misericordia.
Ramiro Pellitero, en iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com.
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