Discurso del Santo Padre con motivo de la inauguración del Año Judicial del Tribunal de la Rota Romana
«Que la Virgen y San José obtengan a la Iglesia crecer en el espíritu de familia y a las familias sentirse cada vez más parte viva y activa del pueblo de Dios». Éste fue el anhelo del Papa Francisco al concluir su discurso, con motivo de la inauguración del Año Judicial del Tribunal de la Rota Romana.
Queridos hermanos, os doy mi cordial bienvenida, y agradezco al Decano las palabras con las que ha introducido nuestro encuentro.
El ministerio del Tribunal Apostólico de la Rota Romana es desde siempre auxilio al Sucesor de Pedro, para que la Iglesia, inseparablemente unida a la familia, continúe proclamando el plan de Dios Creador y Redentor sobre la sacralidad y belleza de la institución familiar. Una misión siempre actual, pero que adquiere particular relevancia en nuestro tiempo.
Junto a la definición de la Rota Romana como Tribunal de la familia[1], quisiera resaltar otra prerrogativa, y es que también es el Tribunal de la verdad del vínculo sagrado. Y estos dos aspectos son complementarios.
La Iglesia puede mostrar el indefectible amor misericordioso de Dios por las familias, en particular por las heridas por el pecado y las pruebas de la vida, y a la vez proclamar la irrenunciable verdad del matrimonio según el plan de Dios. Este servicio está confiado primariamente al Papa y a los Obispos.
En el recorrido sinodal sobre el tema de la familia, que el Señor nos ha concedido realizar en los dos pasados años, hemos podido hacer, con espíritu y estilo de efectiva colegialidad, un profundo discernimiento sapiencial, gracias al cual la Iglesia ha −entre otras cosas− indicado al mundo que no puede haber confusión entre la familia querida por Dios y cualquier otro tipo de unión.
Con esa misma actitud espiritual y pastoral, vuestra actividad, ya sea al juzgar ya sea al contribuir a la formación permanente, asiste y promueve el opus veritatis. Cuando la Iglesia, a través de vuestro servicio, se propone declarar la verdad sobre el matrimonio en el caso concreto, por el bien de los fieles, al mismo tiempo tiene siempre presente que cuantos, por libre elección o por infelices circunstancias de la vida[2], viven en un estado objetivo de error, continúan siendo objeto del amor misericordioso de Cristo y, por eso, de la misma Iglesia.
La familia, fundada en el matrimonio indisoluble, unitivo y procreativo, pertenece al “sueño” de Dios y de su Iglesia para la salvación de la humanidad[3].
Como afirmó el beato Pablo VI, la Iglesia siempre ha dirigido «una mirada particular, llena de solicitud y de amor, a la familia y a sus problemas. Por medio del matrimonio y de la familia Dios ha sabiamente unido dos de las mayores realidades humanas: la misión de trasmitir la vida y el amor mutuo y legítimo del hombre y de la mujer, por el cual están llamados a completarse mutuamente en una entrega recíproca no solo física, sino sobre todo espiritual. O, mejor dicho: Dios ha querido hacer partícipes a los esposos de su amor: del amor personal que Él tiene por cada uno de ellos y por el cual les llama a ayudarse y a entregarse mutuamente para alcanzar la plenitud de su vida personal; y del amor que Él trae a la humanidad y a todos sus hijos, y por el cual desea multiplicar los hijos de los hombres para hacer-les partícipes de su vida y de su felicidad eterna»[4].
La familia y la Iglesia, en planos diversos, concurren para acompañar al ser humano hacia el fin de su existencia. Y lo hacen ciertamente con las enseñanzas que trasmiten, pero también con su misma naturaleza de comunidad de amor y de vida. Porque si a la familia se le puede bien decir “Iglesia doméstica”, a la Iglesia se le aplica justamente el título de familia de Dios. Por tanto, «el “espíritu familiar” es una carta constitucional para la Iglesia: así debe aparecer el cristianismo, y así debe ser. Está escrito con letras claras: “Vosotros que un tiempo estabais alejados −dice san Pablo− […] ya no sois extraños ni invitados, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios” (Ef 2,19). La Iglesia es y debe ser la familia de Dios»[5].
Y precisamente porque es madre y maestra, la Iglesia sabe que, entre los cristianos, algunos tienen una fe fuerte, formada por la caridad, reforzada por la buena catequesis y nutrida por la oración y la vida sacramental, mientras otros tiene una fe débil, descuidada, no formada, poco educada, u olvidada.
Es bueno recordar con claridad que la calidad de la fe no es condición esencial del consentimiento matrimonial que, según la doctrina de siempre, puede ser minado solo a nivel natural (cfr. CIC, can. 1055 §1 y 2). El habitus fidei se infunde en el momento del Bautismo y sigue teniendo influjo misterioso en el alma, aunque la fe no haya sido desarrollada y psicológicamente parezca estar ausente. No es raro que los novios, impulsados al verdadero matrimonio por el instinctus naturae, en el momento de la celebración tengan una conciencia limitada de la plenitud del proyecto de Dios, y solamente después, en la vida de familia, descubran todo lo que Dios Creador y Redentor ha establecido para ellos. La falta de formación en la fe e incluso el error acerca de la unidad, la indisolubilidad y la dignidad sacramental del matrimonio vician el consentimiento matrimonial solo si determinan la voluntad (cfr. CIC, can. 1099). Precisamente por eso los errores que se refieren a la sacramentalidad del matrimonio deben ser valorados muy atentamente.
La Iglesia, pues, con renovado sentido de responsabilidad sigue proponiendo el matrimonio, en sus elementos esenciales −prole, bien de los cónyuges, unidad, indisolubilidad, sacramentalidad[6]−, no como un ideal para pocos, a pesar de los modernos modelos centrados en lo efímero y en lo transitorio, sino como una realidad que, con la gracia de Cristo, puede ser vivida por todos los fieles bautizados. Y por eso, con mayor razón, la urgencia pastoral, que implica a todas las estructuras de la Iglesia, lleva a converger en un común intento ordenado a la preparación adecuada al matrimonio, en una especie de nuevo catecumenado −subrayo esto: en una especie de nuevo catecumenado− tan deseado por algunos Padres Sinodales[7].
Queridos hermanos, el tiempo que vivimos es muy comprometido, tanto para las familias como para nosotros los pastores, que estamos llamados a acompañarlas. Con esta conciencia os deseo un buen trabajo para el nuevo año que el Señor nos da. Os aseguro mi oración y cuento yo también con la vuestra. Que la Virgen y san José obtengan que la Iglesia crezca en el espíritu de familia y que las familias se sientan cada vez más parte viva y activa del pueblo de Dios. Gracias.
Fuente: vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
[1] PÍO XII, Alocución a la Rota Romana del 1-X-1940 (L’Osservatore Romano, 2-X-1940, p. 1).
[2] “Quizá todo este flagelo tiene un nombre extremadamente genérico, pero en este caso trágicamente verdadero, y es egoísmo. Si el egoísmo gobierna el reino del amor humano, que es precisamente la familia, lo envilece, lo entristece, lo disuelve. El arte de amar no es tan fácil como comúnmente se cree. No basta el instinto para enseñarlo. La pasión mucho menos. El placer tampoco” (G.B. MONTINI, Carta pastoral a la archidiócesis ambrosiana al comienzo de la Cuaresma de 1960).
[3] Cfr. PÍO XI, Enc. Casti connubii, 31-XII-1930.
[4] B. PABLO VI, Discurso al XIII Congreso Nacional del Centro Italiano Femenino, 12-II-1966. San Juan Pablo II en la Carta a las familias afirmaba que la familia es camino de la Iglesia: «el primero y el más importante» (Gratissimam sane, 2-II-1994, 2).
[5] Audiencia General, 7-X-2015.
[6] Cfr. AUGUSTINUS, De bono coniugali, 24, 32; De Genesi ad litteram, 9, 7, 12.
[7] “Esta preparación al matrimonio, pensamos, será ágil, si la formación de una familia se presenta desde la juventud, y si se comprende por quien pretende fundar su propio hogar como una vocación, como una misión, como un gran deber, que da a la vida un altísimo fin, y la llena de sus dones y de sus virtudes. Esta presentación ni deforma ni exagera la realidad” (G.B. MONTINI, Carta pastoral a la archidiócesis ambrosiana... cit.).
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